• Subcribe to Our RSS Feed

LIBROS PRESTADOS, PERDIDOS Y ROBADOS (Reportaje en Gara)

Ago 21, 2012   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

“Pero ¿no te lo había devuelto?”
LIBROS PRESTADOS, PERDIDOS Y ROBADOS

por Patxi Irurzun

LIBROS QUE NO SE DEVUELVEN. LIBROS QUE NO HAY MANERA DE DEVOLVER. LIBROS TOMADOS COMO REHENES… MÁS DE VEINTE ESCRITORES Y ARTISTAS CUENTAN SUS EXPERIENCIAS CON LIBROS QUE PASAN DE MANO EN MANO Y QUE CASI SIEMPRE LLEVAN EN ESE VIAJE UN EQUIPAJE EMOCIONAL.
1- Libros prestados: Rehenes, naufragios y masturbaciones
“Existen dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven”. Eso dice el refrán. Pero a menudo no hay nada más bobo, con más excepciones,  que un refrán. Hay personas que prestan generosamente sus libros, y otras a las que no devolverlos les parece poco menos que un sacrilegio. “Siempre presto un libro en la confianza de que me será devuelto. No pienso tan mal de mis amigos”, dice, por ejemplo,  el escritor y crítico literario Alberto Olmos. Y otro escritor, el arrasatearra Josu Arteaga,  asegura que antes se cortaría una mano que no devolver un libro prestado. “Los libros que prestan los colegas son sagrados”, le respalda el músico sevillano Poncho K, quien por cierto, acaba de estrenarse como novelista con “Trolo”. Evidentemente, no todo el mundo se lo toma tan a pecho, no por nada, a veces solo es una cuestión de mala memoria, algo del tipo “Pero, ¿no te lo había devuelto ya hace tiempo?”, frase que como señala el rockero Kike Turrón, va más allá del sentido estrictamente literal y que más bien quiere decir “No vas a volver a ver ese libro en tu vida”.
Hacerse el despistado suele ser una de las excusas más habituales, aunque a veces hay otras menos confesables para que los préstamos se prolonguen a perpetuidad:  “Tengo un par de libros prestados que no pienso devolver porque me he masturbado demasiadas veces sobre la portada y las páginas huelen ya demasiado a mí”, asegura la poeta irundarra-villavesa Fátima Frutos. Aunque suele ser más habitual que los libros conserven el olor de sus dueños originales y que los libros prestados se conviertan en rehenes (Eloy Fernández-Porta, por ejemplo, dice que tiene en su poder “Urbi et orbi» de David Leo “que me lo prestó Ana Serrano, pero ella también tiene algún  CD mío que no me ha devuelto, así que en paz”), o sean los restos del naufragio de una relación amorosa (“Presté‘Peatón de Madrid’, de Miguel Sánchez-Óstiz, libro fundamental en mi forja como aspirante a ‘flâneur’ madrileñista, a una exnovieta y nunca más se supo. Ni del libro ni de ella. ¡Ay!”, se lamenta el escritor pamplonés Eduardo Laporte). Después, hay libros para los que el camino de retorno es más complicado: “Tengo algunos que no recuerdo quién me los dejó y varios -estos dan más mal rollo-  cuyos propietarios han muerto”, explica el dibujante Mauro Entrialgo, quien prefiere regalar libros antes que prestarlos: “El año pasado, por ejemplo, acabé comprando media docena de «Los millones» de Santiago Lorenzo para regalar y que mi ejemplar no corriese peligro de desaparecer”.
Claro que la mejor manera de tenerlo todo claro es el método que utiliza el periodista y viajero Ander Izaguirre: “Desde hace tiempo, tengo una libreta en mi biblioteca en la que apunto qué libros presto y a quién. Soy un bibliotecario feroz. Ahora mismo tengo siete libros prestados a cuatro personas”.
Otros son más desprendidos y prestan a veces demasiado alegremente, como el cantante del grupo Insolenzia, Daniel Sancet: “Tengo muchos libros y no llevo ningún control sobre ellos, si a esto le añadimos que me encanta prestar, no es extraño que haya perdido gran cantidad. De lo que más me arrepiento es de prestar libros a personas que no se lo merecían. Siempre presto libros con la ilusión de que presto una parte de mi, algo que a mí me ha gustado”. 
Y por último están los libros que no hay manera de devolver:  “Recuerdo las ganas que tuve de devolver un libro que pedí prestado a una colega periodista: ‘En confianza’, de Mariano Rajoy, que necesité para un reportaje sobre políticos y cultura. Nunca en mi vida he puesto tanto empeño en devolver un libro prestado”, dice Eduardo Laporte.
2-Libros perdidos: mudanzas, cabras y ferias de segunda mano.
Prestar libros,  como vemos, es a menudo una manera de perderlos de vista, pero hay otras muchas más dolorosas y rocambolescas.   “Cuando era niño, por evitar dar un rodeo para llegar a la casa de mis abuelos solía saltar la tapia que separaba su casa del colegio”, recuerda el poeta Antonio Orihuela. “Esa tapia daba directamente a un corral de cabras y un fatídico día, al tirar primero mi maleta con los libros del colegio se abrió con el impacto y se desparramaron por el corral mis libros, cuadernos y, por desgracia, también mis queridos tebeos del Capitán trueno y de Jabato… Cuando llegué arriba de la tapia descubrí el espectáculo de las cabras comiéndose exclusivamente esos tebeos. O las cabras habían hecho apostolado de analfabetas o el papel de la editorial Brugera debía de estar hecho con un compuesto de fibra vegetal irresistible”. 
Una historia ciertamente singular, porque como todo el mundo sabe, los libros se pierden en las mudanzas, o al menos es a ellas a las que se echa siempre la culpa. Una mudanza fue precisamente la razón por la que el librero Patxo Abarzuza (Elkar, Iruña) dejara de perder libros, pues tuvo que deshacerse de más de mil al cambiarse a una casa más pequeña: “Desde entonces he adquirido la costumbre de no guardar casi ningún libro, aunque tampoco los presto. Los regalo con la condición de que rulen”, dice respecto al tema anterior, los libros prestados (respecto al posterior, los libros robados, a Patxo no le preguntaremos nada).
Algo similar le sucedió a la montañera y escritora Eider Elizegi, ganadora del Premio Desnivel en 2010 con Mi Montaña: “Hará unos tres años regalé casi todas mis cosas, incluidos los libros. Dejé mi curro y la casa de alquiler en la que vivía y me instalé en la furgo. Me quedé con algunos libros imprescindibles, pero repartí otros a los que me sentía muy ligada. Desde que tengo 15 años he gastado mis ahorros en libros y tenía una buena biblioteca. A veces  siento ganas de releer “El ojo” y algunos otros de Nabokov, libros con los que descubrí de lo que era capaz la literatura. Pero no me dolió perderlos: aunque a veces los echo de menos, desprenderme de ellos fue una liberación”, afirma.
Pero para pérdidas y reencuentros dolorosos y rocambolescos el que cuenta el novelista boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot:  “El libro que más me ha dolido perder fue “Antología negra”, de Blaise Cendrars, prologado por Henry Miller. Lo regalé a un amor (que pagó mal como pagan los amores). Lo compró en la feria de libros usados un amigo. El libro llevaba mi firma y obviamente ella lo había vendido por nada”.
3-Libros robados: hipnosis, hambre y otros atenuantes
“Una vez «distraje» un ejemplar de Dinero, de Miguel Brieva, que estaba huérfano en la barra de un bar. Aún no tengo claro si realmente lo mangué, pero sí que me hipnotizó y me lo tuve que llevar”, cuenta el músico Juan Abarca, de Mamá Ladilla. Los libros ejercen en algunas personas (curiosamente, a menudo escritores) un extraño influjo, que despierta su lado más oscuro.  El donostiarra Alain Gonfaus, último ganador del premio de narrativa de la editorial Irreverentes con su libro de relatos Vorágine, no se pudo resistir en una “monstruo-librería” del centro de Barcelona a robar «Dinero Gratis», de Carlos Padial. “Supuse que el título era una invitación a no pagar”, se justifica.  Porque estos incontrolables brotes de cleptomanía, en la mayoría de los casos tienen atenuantes. El escritor Miguel Ángel Mala confiesa haber robado cientos de libros: “Pero casi siempre han sido a grandes almacenes y cadenas, que son unos ladrones. Y ya se sabe lo que reza el dicho”. Algo en lo que le secunda Daniel Sancet: “He robado muchísimos libros, siempre en grandes superficies, en grandes almacenes y en cadenas de esas que son empresas potentísimas. Nunca robaría en una librería de las de siempre. Ahora que sé que las grandes superficies pagan el ejemplar robado a las editoriales… todavía robo más a gusto”. El zamorano David Refoyo, autor de “25 centímetros” y del poemario “Odio”, también tiene argumentos para defenderse. Y códigos de honor: “Robar en una biblioteca es un sacrilegio, robar en una librería es compartir conocimiento”. Hay, por otra parte, libros que nadie echa de menos. El artista antes conocido como Kike Babas, Kike Suárez, cuenta cómo se hizo en Londres con “And the Ass saw the angel” de Nick Cave:  El señor Cave firmaba ejemplares de su primera novela en unos grandes almacenes. Había una buena cola de siniestros (hablo de 1993). Simplemente cogí una copia de la estantería y me puse a la fila. Llegó mi turno, Nick preguntó mi nombre y me firmó el libro. A la salida no pitó nada, pero el corazón me latía fuertemente”. Ander Izaguirre, por su parte,  “robó” «Annapurna», de Maurice Herzog. “Atenuante: estaba en una pila de libros olvidados en una casa en la que nadie los iba a leer”, dice. Y, por supuesto, está el atenuante entre los atenuantes: el hambre. Macky Chuca, cantante del grupo argentino Mostros y autora de “La reina del burdel, (Premio Café Mon 2011) confiesa que siendo estudiante robó un tomo de Christian Metz. “Ahora no recuerdo si era “Cine y Psicoanálisis” o “Ensayos sobre la Significación en el Cine”. Era uno de los dos: el otro se lo compré al mismo librero amargado y odioso cuando ya me había gastado el dinero de comida de ese mes. Pero sé que haber comido fideos con manteca durante diez días no es un atenuante y probablemente me pudra en el infierno de los bibliófilos de todas formas”.
No lo creemos, Macky, ni tampoco que ninguno de los arriba mencionados vaya a acabar por estas confesiones en las páginas de una nueva edición de ‘Escritores Delincuentes’, el ensayo de José Ovejero, quien dice que lo único que se ha atrevido a robar en su vida es una alfombrilla de Ikea. Porque robar, prestar y perder libros parece ser algo inherente a ellos, algo inevitable, algo que en el fondo, se hace por puro amor al arte.  


BUKOWSKI CONTRA BUKOWSKI

Ago 21, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


Hoy van a chupar ustedes el tuétano de una columna periodística. Con ustedes el making of de ‘El último peatón’. La cámara se acerca y vemos, en primer lugar, al autor sentado delante del ordenador en pleno proceso creativo, o eso. No está solo. Colgada de su cuello, su hija de tres años le asesta varios besos letales en la nuca que tienen como objetivo desalojarle para ver en internet un capítulo de Dora la exploradora. Mientras tanto, la televisión atrona a espaldas de ambos por seiscientassesentayseisava  vez con el anuncio de Mr. Kujidor (¡Lo mismo! ¡LO MISMO NOOOO!), el cual saca de su estado catatónico al otro hijo del escritor, de siete años, quien trata de imitar al luchador enmascarado confundiendo el sofá con una pista de wrestling.
—¿Se debe a este tipo de cosas que usted haya utilizado personajes de los anuncios, como Mr Krujidor, en alguna de sus columnas? —pregunta en ese momento un incisivo reportero.
—Eh, ah, uh… —balbucea el autor, intentando disimular, y a continuación inventa una argumentación con más calado intelectual—. En realidad no. Mr. Krujidor, apareciendo en un consejo de ministros (¡Reforma laboral nooo! ¡ESCLAVISMO!) o el EULI (Ejército Unificado de Liberación Indigente) secuestrando al líder de la Vuelta, un ciclista chiquitistaní de un metro y diceiseis centímetros de altura y obligando a Roberto Jiménez a enfundarse su maillot amarillo al tiempo que lo torturan con frases del tipo “Para que entiendas lo que es estar ahogado”, ese tipo de escenas, son propias de lo que yo considero que hoy debe ser el hiperrealismo literario, la literatura como arma social, la manera más efectiva de reflejar y denunciar el mundo en que vivimos: las distopías, es decir las utopías al revés, relatos futuristas y apocalípticos en los que los personajes viven bajo regímenes totalitarios que le suministran gratuitamente drogas alienantes como el abono del fútbol o la tarjeta de El Corte Inglés; personajes que pasan toda su existencia dentro de centros comerciales, dándole al “Me gusta” en Facebook o que hablan por wasap incluso cuando están frente a frente. Solo mediante la exageración y la deformación es posible retratar una sociedad como la nuestra, para la que la realidad siempre hay que interpretarla al revés (por ejemplo, cuando sale un portavoz del gobierno diciendo que las pensiones no se tocarán, significa que los que no las tocarán serán los pensionistas). La distopía y el esperpento son hoy por hoy las únicas alternativas para contar la realidad, al menos hasta que no empiecen a escribir los euskoecuatorianos,  los magrebís nacidos en Carabanchel, los sudaneses del Alto Ampurdán…
—Vamos, que lo de Mr. Krujidor es lo que suena de fondo y usted escribe cuando no se le ocurre otra cosa.
—Sí —admite el autor, y después descarga su frustración con su hija, a la que se sacude de encima y además le revela que Dora y Botas son chivatos de la policía, siempre delatando al pobre Swiper.
A continuación, el autor se queda un rato meditabundo, rascándose el mentón. Una pose muy interesante, muy cinematográfica, pero en realidad —eso la cámara no puede verlo— dentro de su cabeza solo hay un mono tocando los platillos. “¿Dios mío, sobre qué voy a escribir?”, se pregunta aterrorizado, y vuelve a barajar la posibilidad de hablar de su último libro. Bukowski lo hizo. Bukowski se reseñó a sí mismo. Bukowski sobre Bukowski. El autor también lo hizo, con otro libro, pero el autor no es Bukowski  y le quitaron la columna que tuvo durante algunos meses en un periódico gratuito, “por autopromocionarte”, dijeron; lo otro, lo que escribió sobre la familia real, eso no tenía la más mínima importancia, por eso no, hombre, nosotros estamos a favor de la libertad de expresión, la llevamos en nuestro ADN, nosotros somos demócratas de toda la vida (¿Demócratas? ¡DEMÓCRATAS NOOO! –ay, este Mr Krujidor siempre chupando cámara—). Finalmente, el autor se arriesga: hace unos meses publicó “Dios nunca reza, ”un dietario (contradiciéndose a sí mismo, nada de distopías disparatadas, la vida misma a flor de piel)  y no puede ser un malqueda, tiene que agradecer a todas esas personas, desconocidos que le han parado por la calle –nunca le había pasado- para darle las gracias, a todos los lectores que le comentan de corazón que su libro les ha robado horas de sueño, les ha emocionado, que con él se han reído, han sentido que era su propia vida…
—¡Corten, corten! ¡Ese es otro making of!—se oye una voz de fondo, mientras la claqueta marca el fin de otra columna, escrita a trancas y barrancas y el último peatón sigue bajo el sol de agosto su errático camino en busca de la libertad creativa, o eso.  

UN MAPA DE GROENLANDIA EN LA ESPALDA

Ago 21, 2012   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

La vida en ocasiones es una perra verde que muerde los tobillos de los peatones y nos hace desviarnos del buen camino, ese que se traza acompasando las pisadas con los latidos de nuestro corazón. Por ejemplo, yo una vez estuve a punto de convertirme en agente del CESID. Fue uno de los momentos más extraños de mi vida.
Todo empezó con un anuncio del periódico. Era poco después del 2000 (ya sabéis, esa fecha en la que de pequeños imaginábamos que comeríamos cápsulas con sabor a ajoarriero y que iríamos al trabajo en naves voladoras) y yo estaba en paro y embarazado y era una excepción (por lo primero, en cuanto a lo segundo la que técnicamente estaba embarazada era mi novia), una anomalía social, pues por aquella época prodigiosa todo el mundo menos yo pagaba alegremente dos hipotecas, se compraba monovolúmenes y salía de pinchos entresemana; todo el mundo, en definitiva,  vivía por encima de sus posibilidades, o al menos eso dicen ahora consejeras, ministros y portavoces, para luego añadir que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en la crisis; eso también lo dijo Felipe de Borbón hace unas semanas, que somos o éramos unos gastones, que la crisis es o era doméstica y domésticamente se solucionaba, apretándose el cinturón, y que qué va ser esto,  hombre, todo quisqui viviendo a cuerpo de rey…  
El caso es que mientras se ataban los perros con txistorras de Larrasoaña yo, un precursor, un adelantado a los tiempos, un profeta de la crisis, no conseguía buscarme un trabajo, ni siquiera pateándome todas las ETT y demás agencias de esclavos, ni husmeando entre tangas y oráculos en las páginas de los periódicos para ver si salía algún anuncio de trabajo que me quitara de pobre y de plebeyo.
 “Se buscan licenciados en humanidades para estudio social”, leí en una de aquellas batidas. Y decidí postularme para el puesto. Era perfecto para mí y ni siquiera tenía que disimular las máculas de mi ridiculum vitae,  mis casillas en blanco en los apartados  “Servicio militar”, “Inglés” o “Carnet de conducir”. Yo era un bicho raro, había nacido para tumbarme bajo el microscopio de un sociólogo. Efectivamente, no tardaron en llamarme. Me citaron en un edificio singular, lleno de oficinas en sus bajos y una piscina en la azotea, y salió a recibirme un tío guay, de esos que te aprietan la mano con fuerza y sonríen de tal modo que tú te preguntas si has coincidido con él en alguna noche psicotropical y llena de lagunas. Después comenzó a hablar, no paraba de hablar pero no decía nada, usó algún sinónimo de tapadera (¿Fundación? ¿Corporación?…), añadió que estaban llevando a cabo un macroestudio sobre movimientos sociales, y finalmente lo dejó caer: buscaban a personas que pudieran recabar información sobre oenegés, grupos antimilitaristas, “ecoterroristas”, se  iba animando, y yo, que siempre he sido muy cuco, comencé a sospechar algo. Él creo que se dio cuenta, pero era un hombre de recursos, y entonces lo hizo, hizo aquello que convirtió ese momento en uno de los más extraños de mi vida, que traspasó la línea que separaba una entrevista de trabajo para alguien sin muchos escrúpulos, en las que todos alguna vez hemos caído (comerciales a puerta fría, negocios piramidales, cultivo de champiñones en la bañera) de un asunto turbio y peligroso: el tipo deslizó un billete de cincuenta euros por la mesa y me dijo “Cógelo”. Yo sentí que el mapa de Groenlandia se dibujaba en mi espalda y negué hasta tres veces, mientras veía cómo a la sonrisa de su boca, una cicatriz marcada durante un curso de persuasión en alguna academia militar, se le saltaban los puntos. Su mente no admitía la idea de que yo, un muerto de hambre, un embarazado, pudiera rechazar el dinero. No, yo debía coger la pasta, estrechar fuerte su mano y, ahora que también era un guay,  subir con él a la piscina de la azotea a que me explicara los detalles de mi nuevo trabajo. Pero en lugar de eso me puse en pie y salí de aquella oficina con el corazón palpitando en las suelas de mis zapatillas, mientras a mis espaldas oía decir: “Ya te llamaremos, cuando te lo pienses mejor”.

Nunca lo había contado. Siempre me ha dado algo de lacha, o he pensado que nadie me creería, o yo no sabría cómo explicarlo. Sigo sin saber muy bien qué fue todo aquello, quién era aquel individuo, cuántos pañales habría podido comprar con su dinero, dónde estaría yo ahora si hubiera cogido el billete o el teléfono que no dejó de sonar en los días siguientes. No lo sé. Lo único que sé es que mi corazón pateó a la perra verde en el hocico y seguí mi camino. Eso, y que la  vida a veces es muy rara. Más rara que un cuto a cuadros. 

Colaboración para «El último peatón» (Udate, suplemento veraniego de GARA). 12-8-2012

ga('create', 'UA-55942951-1', 'auto'); ga('send', 'pageview');