Colaboración para Rubio de bote, magazine ON (diarios Grupo Noticias) 11/08/2018
Sábado, 11 de agosto: Querido diario: te odio. Tengo que escribirte todo esto por la cara, porque si no el aitona me quita el móvil y no me deja bajar al bufet libre. Llevamos ya casi una semana, aquí en la playa. El hotel es una mierda (ni siquiera tiene wifi en las habitaciones) y la animación una puta mierda (menos el otro día, que vino un tipo con bichos, serpientes, ratas y un papagayo to-random que le quitó el peluquín a un señor del público, qué risa). Pero, por lo general, esto es un rollo. Tengo muchas ganas ya de volver a casa a amuermarme como a mí me dé la gana. Aunque, claro, con lo de la ama…
Martes, 14 de agosto: El aitona es un macarra. Todos los días madruga para bajar a la piscina y coger hamaca y ya le he visto desde el balcón embroncarse con más de uno. Lo bueno es que entonces yo suelo aprovechar para ir a desayunar. Desayunar con el aitona también es un rollo. No me deja beber zumos de la máquina porque dice que hacen pedos. Así que cuando voy sola me inflo, to-gocha. Y luego, me desinflo durante todo el día, eso también es verdad.
Fuera del hotel también la lía, el aitona. Como estamos a media pensión (desayuno y cena), y a veces no nos llega para comer con los panecillos y la mortadela que choramos del bufet, algunas tardes vamos al híper. El otro día entramos en el parking del Eroskidona y como eran las tres de la tarde y caía fuego no había nadie. Pues bien, de repente aparece otro coche y aparca to-pegado al nuestro, casi sin dejar sitio para abrir la puerta.
—¡Se va a enterar, ese caraculo! —empezó a ladrar el aitona, pero luego resultó que cuando el otro se bajó del coche era un hijo de la gran Bretaña de dos metros de alto y uno y medio de ancho y el aitona solo fue capaz de soltar un “gurmonin” to-penoso, como para dentro de su garganta.
—¿Me devuelves el móvil, aitona? —fue lo único que se me ocurrió a mí decirle, a ver si colaba.
Miércoles, 15 de agosto: No coló, así que tengo que seguir escribiendo este diario mierder. Menudo rollo. Por las noches el aitona me lleva con él a algunos bares u hoteles en los que hay grupos de versiones de Extremoduro, Marea, Eskorbuto… Se piensa que me gustan esas antiguallas, pero yo lo único que hago es deprimirme, viendo a los abuelos poniendo cuernos con las manos. Por las mañanas todavía es peor, porque tengo que recorrerme con él todo el paseo marítimo hasta que encontramos alguna tienda en la que vendan prensa.
—Me siento un hombre de otro tiempo —dice el aitona, cuando se coloca los tres o cuatro periódicos que pilla debajo del brazo.
Ni que lo diga. A mí lo único que me interesan de esos periódicos son las noticias to-raras de la última página: “Un chimpancé aprende a perrear”; “Un toro disecado siembra el pánico”… Eso y unos artículos que escribe otro viejales, un tal Patxi Irurzun. Claro que tampoco miro nunca las noticias en el móvil, ni en la tele, por si acaso. Siempre pienso en que me voy a encontrar algo relacionado con la ama que me va a cabrear.
Domingo, 19 de agosto: Hoy por fin volvemos a casa. Bueno, a casa… A casa del aitona. Antes de irnos le he escrito una postal a la ama. Le he dicho que no se preocupe porque con el aitona estoy guay y que la quiero mucho y la echo de menos y que todos los días escucho alguno de los raps de su último disco (mis preferidos son “El Bribón del Rey”, “Ley mordaza, ley mierdaza” y “Por la noche todos los picoletos son pardos”)… En la postal he puesto su nombre con letras bien tochas, a ver si esta vez en la cárcel no vuelven a escribir eso de “Dirección ilegible” y no nos viene de vuelta otra vez. Lo de la ama sí que es un rollo. Un rollo to-chungo.
Esta es una historia real. Me sucedió en una época de mi vida en que había un montón de gente empeñada en que me alargara el pene, me casara con una chica rusa o heredara la fortuna de una desconsolada viuda nigeriana. También tenía roto el antivirus.
El caso es que algunos meses antes había coordinado junto a mi amigo, el escritor Vicente Muñoz Alvarez, una antología de cuentos y poemas sobre Charles Bukowski que llevaba por título Resaca / Hankover.La portada del libro era obra de Miguel Ángel Martín y en ella aparece una chica tumbada en un sofá, rodeada de latas de cerveza vacías, en calzoncillos, desgreñada y con claros síntomas de que por la cabeza se le está pasando una de las frases que más veces se han incumplido a lo largo de la historia de la humanidad: “No pienso volver a beber nunca más”.
A pesar de que el libro tuvo dos ediciones, cierta repercusión y buen ojo —entre los participantes había autores como Manuel Vilas o Agustín Fernández Mallo, antes de que escribieran Los inmortales o Nocilla Dream—, como sucede con la mayoría de los libros, no tardó en desaparecer de la circulación, sepultado por pilas de best-sellers, trilogías y novelas escritas por presentadores de televisión y cocineros.
Sin embargo, pocos meses después, en uno de aquellos spam que recibía regularmente en mi correo electrónico volví a toparme con la ilustración de la portada. En esta ocasión no se trataba de un email de un banco del que nunca había sido cliente pidiéndome que confirmara los datos de mi cuenta, ni de un mensaje en cadena que debía mandar a diez personas si no quería que me pasara algo horrible, sino de publicidad de unas pastillas contra la resaca (de ahí la elección de la imagen). Por supuesto, en el mensaje no se mencionaba en ningún momento la autoría de la ilustración ni que era la portada de nuestro libro.
Nosotros decidimos tomárnoslo con buen humor y escribir a la empresa que distribuía aquellas pastillas, comunicándoles que no emprenderíamos acciones legales contra ellos si citaban los créditos del dibujo y, sobre todo, si nos enviaban algunas cajas de pastillas para repartir entre los participantes de la antología, dado que éramos todos bastante borrachuzos. Las pastillas, además, según rezaba la publicidad, eran la pera, se llamaban RU-21, y las utilizaba la KGB para que los espías se mantuvieran sobrios mientras invitaban a vodka a las personas de las que querían obtener información.
Sorprendentemente, la empresa accedió a nuestra petición, y aún tuvieron el valor de pedirnos permiso para incluir en su catálogo nuestro libro. Y todos tan contentos.
Yo, por mi parte me conformé con el tamaño de mi picha, actualicé el antivirus y mi vida dejó de ser intensa y divertida (a veces contestaba a los spam, por ejemplo, enviaba la foto de algún imputado del Partido Popular y le ponía “curriculum” al nombre del archivo, cuando me escribían para decirme que me daban un trabajo en el que en dos semanas iba a ganar montañas de dinero sin dar ni golpe). En cuanto a las pastillas, todavía las guardo, intactas. Nunca he hecho uso de ellas, no porque no haya habido motivos, sino porque nunca he tenido cuerpo de espía ruso, que como todo el mundo sabe nunca se emborrachan pero cagan de color verde.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para ON, magazine de los periódicos de Grupo Noticias (27/08/16)
Cuando me desperté Pikachu todavía seguía ahí. Era de color amarillo correos, olía a torta del Casar y de vez en cuando me pedía, con una voz como de cantante de death metal, un gintonic con cardamomos.
Yo no tenía ni idea de cómo podía haber ido a parar al sofá de mi cuarto de estar. Intuía que tenía que ver algo con esa aplicación que hacía furor, Pokemon GO, de la que sin embargo yo solo tenía noticia por la tele y los periódicos, pues, con mi viejo móvil de concha, me había quedado anclado en la prehistoria de la telefonía.
El caso es que Pikachu llevaba ya una semana allí, frente a mi televisor, viendo las olimpiadas. Yo, por supuesto, no había contado nada a nadie, en el trabajo o en el bar, temiendo que me tomaran por loco. Y también porque estaba asustado, después de observar a todas aquellas manadas de adolescentes que merodeaban como lobos hambrientos por los parques de la ciudad, a la caza de Dragonites y Charmanders.
La primera vez que oí hablar de Pokemon GO pensé, sin embargo, que aquello no podía ser tan horrible como decían columnistas y tertulianos. “Hay miles de cosas peores”, me dije. “Por ejemplo, apalear mendigos o pasar toda una noche oyendo reggaeton o ser columnista o tertuliano”. Pero después de que Pikachu se atrincherara en mi sofá comencé a indagar un poco, a informarme sobre el juego o a frecuentar los lugares en los que hacían batidas sus usuarios y llegué a la conclusión de que el fin del mundo debía de asemejarse bastante a todo aquello, a todos esos zombis intentando capturar peluches orejudos y virtuales como si les fuera la vida en ello.
“¿Seré yo también un muerto viviente? ¿O estaré sufriendo un episodio de locura transitoria?”, me preguntaba. Y cada vez que regresaba a casa abría la puerta con la esperanza de que todo volviera a ser como antes. Pikachu, no obstante, seguía allí, viendo el descenso de aguas bravas o las series de clasificación de 3000 obstáculos. Al principio tengo que confesar que hasta me hacía gracia y sentía deseos de abrazarlo o de contarle cómo me había ido en el trabajo, y que le preparaba amorosamente sus gintonics (aunque, por si acaso, en vez de ginebra le ponía agua del grifo —no tenía ni idea de cómo podía reaccionar un Pokemon a las bebidas espirituosas— y en lugar de cardamomos uñas de mis pies), pero después comenzó a agotárseme la paciencia y la queratina. No lo soportaba. Me ponía malo aquel olor a torta del Casar, cada vez más intenso, abofeteándome desde que entraba al portal, y ver a aquel bicharraco sentado en mi sofá, con el culo al aire, haciendo el gandul, gordo como una nutria… Tenía que hacer algo. Comencé a buscar agujeros, grietas que conectaran mi casa con otra dimensión.
—Déjalo, tronco —fue el propio Pikachu quien me hizo desistir, con su voz de trueno y pólipos—. No te canses y ven a ver el lanzamiento de martillo, que lo único que tenemos que hacer es esperar a que nos llamen.
Comprendí entonces que yo ya estaba al otro lado de la grieta, dentro del agujero, en aquel mundo paralelo al que van a vivir los personajes de ficción olvidados, los actores secundarios, los concursantes de First Dates para quienes no hay segundas citas… Que yo también era un Pokemon esperando a ser cazado, la estúpida invención de un escritor de prensa, un Supermario Bross aguardando su turno y su game over… Y que aquello, si era la muerte, u otra vida, tampoco se diferenciaba tanto de esta, la verdad.