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LOS CONDENADORES

Nov 4, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 02/11/2019

 

Yo no sé —pero me lo imagino— qué se le pasa por la cabeza a alguien que el mismo día que son condenados a una tacada de años los presos del procés sale a torear con una bandera española a quienes protestan por ello; o a quien (Pablo Casado) dice ese mismo día “Quien la hace la paga”;  o a quien afirma (Pedro Sánchez) que los presos cumplirán las penas íntegras. Tampoco sé — pero me lo imagino— por qué este último, tras los altercados provocados por esa sentencia, acude a pasar revista a sus tropas y a visitar a sus heridos, pero ignora a los heridos que han herido esos heridos (tal vez tenía miedo de encontrarse con el increíble Hulk, el protagonista de la matanza de Texas o Txikito de Eibar, a quienes dicen que han visto tras las barricadas de Barcelona arrojando lavadoras, blandiendo motosierras o lanzando adoquines con chisteras de cesta-punta; o tal vez, en realidad, quien fue a visitar a esos heridos fue el ministro de interior, Grande-Marlaska, pero no los vio, como dicen que le pasaba hace años con los detenidos que desfilaban ante sus ojos y denunciaban haber sido torturados). No lo sé, como no sea —me imagino yo— que tras todo eso esté solo la intención de vengarse, humillar y mofarse.

Y la de condenar, claro. Hay que condenar siempre. Son yonkis de condenar, los condenados. Condenados a condenar a los condenados. Y así hasta el infinito y más allá. Hasta la Audiencia Nacional. Condenar la violencia y, en realidad, regodearse en ella, retransmitirla en directo en sus televisiones (ahora hay que retransmitir todo por televisión, por ejemplo, la ceremonia de resurrección de Franco), sacarle réditos a esa condena y hacer cálculos electorales a su costa; condenar la violencia pero no decir esta boca es mía —o este ojo, o esta cabeza abierta— sobre los atropellamientos, las cargas, las detenciones arbitrarias e innecesariamente violentas, los porrazos desproporcionados y sádicos… O hablar solo de eso para hacer gracias: “La independencia cuesta un huevo. Y un ojo de la cara», bromeaban miserablemente hace unos días en el programa de Carlos Herrera. Condenar la violencia y condenar a quien no la condena en los términos que ellos impongan. Hacer una raya moral, los buenos y los violentos. Los terroristas. Mentir, echar más gasolina, poner barricadas en todo camino que no sea el de la política del palo y tentetieso, 155, ley de seguridad ciudadana, como si de esa manera el «problema» fuera a desaparecer. Condenar la violencia y avivar el fuego frotándose las manos.

“Lo que yo no entiendo”, me dice mi hija con toda su lógica aplastante de once años, “es por qué pegan a esa gente que sale a protestar si lo que quieren es que se queden con ellos”. Y dice también que si en Catalunya hay una mitad de gente que quiere quedarse en España y una mitad que no, que vayan cambiando, que no sea siempre lo mismo, que cada cinco o diez años sean independientes y luego vuelvan y luego sean independientes y luego vuelvan a volver y que al final ya decidirán qué les gusta más.

Claro que —habrá quien diga— mi hija está adoctrinada. Aunque para adoctrinada, digo yo, la princesa de Asturias, esa pobre niña rica a la que la obligan a leer discursos, como si fuera una Greta cualquiera, y que está siendo educada para ¡ser princesa!, para defender y representar  ideas y formas de gobierno anacrónicas y radicalmente antidemocráticas como la monarquía, por muy parlamentaria que esta sea. Pero bueno, yo ya digo que no sé, porque ahora también resulta que los franquistas son nostálgicos o quienes portan banderas con el aguilucho constitucionalistas, o que es normal que los chavales de Altsasu lleven ya más de mil días entre rejas, o que ya ni protestar pueda uno por todo esto (“Aunque esté todo perdido siempre queda protestar”, cantaban Kortatu) porque hay antidisturbios de paisano y condenadores y demócratas de toda la vida acechando tras cada tuit, tras o en cada entrevista (que se lo digan a Cristina Morales, la reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa), tras cada columna…

De Ignatius J. Reilly a Tijuana in blue, y beguin the beguine.

Oct 21, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) / 19/10/29

 

Hace poco descubrí con alborozo que Ignatius J. Reilly, el descacharrante protagonista de La conjura de los necios, y yo somos medio primos. En Una mariposa en la máquina de escribir (Cory Maclauchlin), la biografía de John Kennedy Toole, autor de este clásico de la literatura de humor, se revela que un tatarabuelo de Toole había sido socio del pirata vasco Jean Lafitte. Lafitte, de quien,  entre otras muchas hazañas, se cuenta que en una ocasión, cuando el gobernador de Nueva Orleans puso precio a su cabeza, dobló la recompensa a quien le trajera a su vez la cabeza del gobernador y además le ofreció de propina un barril de ron, fue quien inspiró un personaje de mi novela Los dueños del viento. Y, de propina también, con las peripecias de este pirata escribí para el grupo Vendetta la letra de la canción Jean Lafitte.

En Vendetta tocaba mi amigo Javiero Etxeberria, con el que compartí años de esclavismo en una fábrica que bien podría haber sido la que aparece en La conjura de los necios. Javiero, por su parte es hermano — y comparte grupo ahora en Los Hollister (otro nombre de reminiscencias literarias, en este paseo con la mochila cargada de libros y discos)— de Juan Luis Etxeberria, quien fuera guitarrista en la alocada tripulación de los añorados Tijuana in blue, y quien junto con uno de los cantantes del conjunto, Jimmi, se enrolaría en otra aventura llamada In vitro, en la que también participó Alfredo Piedrafita, guitarrista de Barricada.

En Barricada, como todo el mundo sabe, militaba otro pirata, El Drogas, que hablando de rock y literatura, acaba de incluir en su último, flamante y quíntuple  trabajo Solo quiero brujas en esta noche sin compañía (un verso este, por cierto, de Leopoldo María Panero) un disco dedicado al cuento Fénix del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. No es la primera vez que El Drogas se inspira en un texto literario para armar un disco, ya lo hizo anteriormente en La tierra está sorda, de Barricada  (de nuevo otro verso para titularlo, este de Luis Cernuda) que partiendo de la lectura de la novela La voz dormida, de Dulce Chacón, es un excelente ejercicio de memoria histórica sobre la guerra civil y los cuarenta años de dictadura, cuyas excrecencias todavía seguimos padeciendo, como demuestran las recientes y miserables declaraciones hace unos días de Ortega Smith sobre las Trece Rosas, a quienes, por cierto, una buena manera de desagraviar es escuchar la canción Pétalos, que en este disco, La tierra esta sorda, Barricada les dedica.

También fue fusilada durante la guerra la pianista y activista anarquista y feminista Amparo Barayón, casada con el escritor Ramón J. Sender, de quien el grupo Kortatu adaptó un texto para su canción Esto no es el oeste pero aquí también hay tiros (a Billy the kid), incluida en el disco El estado de las cosas. Uno de los componentes de Kortatu, como todo el mundo también sabe, era Iñigo Muguruza, recientemente fallecido. Con Iñigo (qué pena, ojalá que allá donde descanse ahora haga el tiempo que a él le dé la gana) intercambié por correo en los últimos años algunos de nuestros respectivos trabajos (mi libro Atrapados en el paraíso por el primer disco de su grupo Lurra, de título homónimo, en el que se incluía la canción Atticus Finch, dedicada a este personaje de la novela Matar un ruiseñor, de Harper Lee).

Y de este modo nos vamos acercando al final de este recorrido, al último de sus seis grados (ya saben, existe una teoría que dice que una cadena compuesta por solo seis intermediarios nos conecta con cualquier persona en el mundo —por ejemplo a Ignatius Reilly con Tijuana in blue—; aquí, para rizar el rizo hemos hecho el camino de ida y vuelta y por rutas diferentes); y nos vamos acercando no solo porque Matar un ruiseñor transcurra en Alabama, a solo unos cientos de kilómetros de Nueva Orleans, sino porque otro de los componentes de Kortatu, Fermin Muguruza, hermano de Iñigo, ambientó uno de sus últimos trabajos, Irun meets New Orleans,  en esta ciudad, cuna de John Kennedy Toole, autor de La conjura de los necios, y de su inolvidable protagonista, el gran, en todos sus sentidos, Ignatius J. Reilly, mi primo (al menos en esta república de las letras y el rocanrol, no me quiten la ilusión).

 

Más «Seis grados»

EL CAJÓN DE LOS GAYUMBOS

Oct 7, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios grupo Noticias)

La vida es una ruleta rusa. Puro azar. Aunque nosotros creamos que decidimos. Por ejemplo, mi primera decisión del día es elegir qué calzoncillo me pongo. Y detrás de esa elección hay todo un proceso lógico. Porque hay calzoncillos de batalla, calzoncillos para los días especiales, para el médico, calzoncillos de la suerte, calzoncillos de superhéroe, calzoncillos con dibujitos de superhéroes,  calzoncillos chorras, calzoncillos con gatera para la chorra —calzoncillos Homer—,  calzoncillos Calvin Klein, calzoncillos Clevin Kain, calzoncillos de mercadillo, calzoncillos de madre —por si tienes un accidente—, calzoncillos hechos un zarrio…

Uno no se pondría nunca un calzoncillo —o una, una braga— hecho un zarrio un día que quiere estar guapo, un día que tiene una comida, o que hablar en público, aunque las probabilidades de que ese día tenga que quedarse en ropa interior ante alguien sean mínimas —bueno, si la comida es de empresa quizás no tan mínimas; en ese caso las probabilidades de calzoncillada se multiplican—. Sin embargo, las probabilidades de tener un accidente, o de que te lleven a la Audiencia Nacional,  los días en que eliges un calzoncillo hecho un zarrio —es decir, un día normal— no son nada desdeñables.

No sé si me explico.

De todos modos, da igual, porque a veces no hay elección posible, el cajón de los calzoncillos es como un agujero negro en el que la ropa interior va desapareciendo misteriosamente —o no tanto, en realidad tiene que ver con el tiempo que te retrasas en poner la lavadora— y al final llega un día en el que solo queda la tanga roja con trompa que te regalaron en navidades (esta, la apunto, podría ser una buena idea para un cuento: alguien que tiene que ponerse como último recurso el tanga de leopardo y justo ese día lo atropella un coche, o un patinete, lo llevan a urgencias, o la Audiencia Nacional, tienen que desnudarlo…).

Iba a decir, a propósito de esto último, que estaría muy bien tener rayos X en los ojos para saber qué ropa interior lleva la gente por la calle, pero no hace falta, la mayoría de la gente ya lleva los calzoncillos o las bragas (o mejor dicho, la marca de las bragas o los calzoncillos) bien a la vista.

Y, hablando de superhéroes, me imagino que llegará un día en que la moda sea llevar los calzoncillos por encima de la ropa. De hecho, creo que ya ha llegado ese día.

No sé muy bien por qué escribo todo esto. En realidad, la imagen del cajón de los gayumbos era una metáfora que tenía algo que ver con la situación política, pero se me ha olvidado cuál era la relación. Tal vez la metáfora tenía más bien que ver con la ruleta rusa; o con una ruleta rusa a la inversa, en la que cuando vas a votar todos los agujeros, todas las papeletas, tienen bala, menos una, y por eso, por esa mínima posibilidad de que tu voto sirva para algo, seguimos haciéndolo.

Por cierto, tampoco entiendo que se diga que la gente está harta de votar, ni qué posibilidades tiene así de prosperar una democracia participativa. Es como si prefiriésemos ser coreanos del norte que suizos. Supongo que lo que habría que decir es que la gente está harta de votar solo para que le tomen el pelo.

Tampoco sé qué pasará de aquí a unos días, cuando se publique este artículo, que se escribe con varios días de antelación. Quizás para entonces Albert Rivera haya decidido quién tiene que gobernar en Navarra, o el príncipe Felipe sea el nuevo presidente del gobierno (de verdad, resulta sonrojante, por muy protocolario que sea, que en una democracia el rey, a quien nadie ha votado,  tenga que proponer los candidatos), o existan tantos partidos de izquierdas, o lo que sean, como votantes de izquierdas, o lo que sean… No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo si ni siquiera sé cada día, cuando me levanto, qué calzoncillo ponerme?

BALCONSITO SUMMER

Sep 22, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, magazine On (Diario Grupo Noticias), 21/09/2019

 

Dos días de conciertos, catering, barra, pulseras identificativas, notas y pases de prensa… Balconsito Summer, que celebró su segunda edición en Pamplona el pasado mes de agosto sería como cualquier otro de los grandes y multitudinarios festivales veraniegos de música si no fuera por un pequeño, nunca mejor dicho, detalle: el escenario es un balcón de 1,71 metros cuadrados en un quinto piso y los espectadores únicamente dos personas en cada uno de los conciertos. Es el festival más pequeño del mundo y eso —pero no solo eso— lo convierte en algo único, original, diferente a cualquier otra experiencia.

La idea se le ocurrió a Mikel G. Otamendi, el creador de esta maravillosa majarada, durante el pasado verano de 2018 (todavía, hasta el lunes, podemos decir “pasado verano” refiriéndonos al de 2018, carpe diem, aprovechemos estos dos días antes de despedirnos del de 2019 como Pancho corriendo detrás del coche que se lleva todos sus sueños y recuerdos y poluciones adolescentes de un inolvidable verano azul).

Fue, la de Mikel y el Balconsito Summer, una corazonada, y al corazón hay que hacerle caso rápido, antes de que las ideas se vuelvan frías y cerebrales, corrientes y aburridas, así que en apenas un mes consiguió enredar a unos cuantos colegas del mundo de la música (Mikel también es músico, durante años estuvo girando por todo el mundo con el grupo Tierra Santa) y organizar la primera edición de este festival que inmediatamente consiguió notoriedad y miles de seguidores, pues aunque en directo solo haya dos espectadores (elegidos por sorteo) se retransmite también por internet.

En aquella primera edición participaron artistas como Kutxi Romero (Marea) y la de este año ha contado con otros como Xabi Bandini o Maren, la joven y prometedora cantautora de Gallarta. Yo he tenido el privilegio de vivir el festival desde dentro este verano, como enviado especial de “Rubio de bote”, y todavía estoy relamiéndome de gusto. No se trata tanto de haber estado allí, de vivir algo que creo que compartirán conmigo quienes también lo hicieron (para empezar, durante los conciertos el público —las dos personas del público— no se los pasa hablando las casi dos horas que duran, algo que sucede cada vez más a menudo y sobre todo cuando los conciertos son gratis; hay que cobrar, hay que poner cerco a los maleducados); no se trata solo de sentir una especie de comunión con los músicos, con su nerviosismo y la responsabilidad de encontrarse más cara a cara que nunca con los espectadores (y de intentar que no se le escape ningún felipón); ni siquiera se trata de saber que estás participando de algo exclusivo…

Se trata sobre todo —eso es lo que, a mí, al menos me emociona— de que de vez en cuando todavía puedes encontrarte con personas como Mikel que son capaces de blandir la honda del ingenio, del entusiasmo y la fe tenaz en uno mismo contra el Goliat del éxito rápido y lucrativo (porque todo lo contrario, lo que no sea ya y haga mucho clinclín en la caja registradora, es hoy en día un fracaso).

No me atrevo a decir cuál será la suerte de Balconsito Summer en próximas ediciones (espero que haya muchas más), pero lo que sí se puede repetir una y otra vez es que este festival ya tiene algo —y ese es su gran triunfo— que todos los demás sin duda deberían envidiar: su originalidad, su reivindicación de la grandeza de lo pequeño y lo cotidiano, su apuesta por las corazonadas y por los veranos azules…

El festival más pequeño del mundo es, en definitiva —y perdón por lo manido de la antítesis, pero es que es verdad— muy grande. ¡Larga vida a Balconsito Summer!

¿Para qué sirven tantas estrellas?

Sep 8, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Patxi Irurzun
Publicado en magazine ON con diarios de Grupo Noticias (07/09/2019)

 

El verano de 2018 el cineasta navarro Oskar Alegría lo pasó en una cabaña sobre un árbol, a orillas del río Arga, en un paraje casi inaccesible por tierra, acompañado por dos gallinas, setenta libros y varias cámaras diseminadas por el bosque. Todavía hoy conserva las asilvestradas barbas de náufrago que le crecieron durante su aventura. Y estos días las pasea por la glamurosa alfombra roja de la Mostra de Venecia, uno de los festivales de cine más importantes y el más antiguo del mundo, donde presentó la película que surgió de su experiencia: Zumiriki.

Viene a ser como si Osasuna o el Eibar jugaran la final de la Champions.

Bueno, si el Eibar u Osasuna jugaran la final de la Champions habríamos escuchado la noticia hasta debajo del agua, pero probablemente esta será la primera vez que muchos de ustedes oyen hablar de este documental, que el director de la Mostra, Alberto Barbera, ha definido como incalificable (lo cual, dice el propio Alegria, ya es una manera de calificarlo).

Zumiriki  es, ciertamente, una película extraordinaria, en todos sus sentidos; plena de poesía, de pequeños hallazgos y milagros (a pesar de lo cual, entre sus primeras imágenes, vemos la talla de una virgen transportada en una furgoneta y que, por si acaso, viaja con cinturón de seguridad).

En Zumiriki, que quiere decir “isla en mitad del río” en Artazu (cerca de esta localidad navarra la familia de Alegria tenía una casa y una pequeña isla, ahora sumergida, hasta las que el cineasta regresa en este viaje a la infancia y la memoria que también es el documental), nos vamos a encontrar con un robinsón que vive a la otra orilla de todo y que construye puentes con las palabras que otros dejan morir; con una mujer que recuerda e imita los chillidos del cerdo en un matatxerri que escuchó desde el vientre de su madre; con un unicornio de madera, una vaca negra e insumisa y una jineta que quiere ser estrella de cine; con unos árboles que asoman sobre el agua como los dedos de un ahogado pidiendo auxilio; con varios ciclistas que dejan a lo lejos una estela en el aire con las noticias de un mundo lejano; con un hombre en calzoncillos que se detiene durante un segundo ante una de las cámaras emboscadas y desaparece, como un ratón que olisquea y barrunta, a la vez que el pedacito de queso, la trampa; con un urbanita manazas –el propio Alegría— pero que con determinación de hierro es capaz de conquistar la tierra, el agua y el viento; con otro hombre —el padre del propio Alegria— que rescata con un tomavistas y confeccionando un diccionario propio términos locales vascos como kukurruku o el propio zumiriki;  o con —entre otras muchas y hermosas imágenes, situaciones y reflexiones— una colección de ocasos, como las últimas noches en sus cabañas que Alegria rodó tiempo atrás con varios pastores octogenarios de los valles navarros pirenaicos.

Uno de estos pastores, precisamente, a los que Alegria interrogaba en mitad de la duermevela sobre sus sueños, sus recuerdos y las dudas a las que nunca encontraron respuesta, lanza esta pregunta maravillosa que llegará durante estos días, como el mensaje en la botella de un náufrago, desde las faldas del Orhi hasta la centelleante Venecia: “¿Para qué sirven tantas estrellas?”. Chi lo sa!  Tal vez para que entre su luz, que a fin de cuentas es solo un último latido, el guiño fugaz de la muerte, se agazapen agujeros negros, caballos de Troya, repletos de misterio, vida y promesas, como son, a fin de cuentas, proyectos tan maravillosamente arriesgados, emocionantes y únicos como Zumiriki.

 

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