Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias). 23/07/22
Iba
a comenzar este artículo diciendo que el agostazo de este año (ya saben, los
agostazos, esas decisiones políticas que se toman cuando todo el personal está
anestesiado por el tinto de verano) se vaticina de campeonato, pero me doy
cuenta de que en realidad el cambio climático y la era de la sobreinformación
han propiciado que tengamos agostazos en junio, octubre, abril, de tal modo que
nuestras tragaderas sean ya enormes bocas de alcantarilla por las que entra
cualquier cosa.
Durante
estas últimas semanas, sin ir más lejos, hemos oído al ministro de la guerra
decir que doblar el gasto militar es una inversión social; a un banquero que en
esta crisis vamos a empobrecernos todos, incluidos ellos (¡pobrecicos!,
¡apadrina un banquero!); a la Comisión Europea calificar la energía nuclear
como energía verde; o al presidente del país afirmar que los infames sucesos en
la frontera de Melilla en los que murieron decenas de personas estuvieron “bien
resueltos” por los cuerpos de seguridad.
Todo
nos lo tragamos y lo digerimos, al tiempo, además, que los surtidores de las
gasolineras despachan oro líquido o las sandías se han convertido en artículos de lujo. Cuando a uno lo atracan
todos los días se acostumbra, ya ni reacciona, levanta las manos en un acto
reflejo y deja que le vacíen la cartera mientras habla del tiempo o del fútbol
con su asaltante.
Hace
algunos años existía un recurso periodístico estival llamado serpiente de
verano: avistamientos de ligres, reses cimarronas fugadas de algún festejo taurino,
posados en bikini de folklóricas recauchutadas… Noticias chuscas o
insustanciales que se estiraban durante días e incluso semanas para llenar
páginas de periódicos en época de sequía informativa y que a menudo servían
también como cortinas de humo entre las que deslizar subidas del pan. Hoy no
hace falta porque ese tipo de reptiles culebrean a sus anchas por las redes
sociales y se engordan a menudo con una credulidad pavorosa.
En un vistazo rápido a Twiter me encuentro, por ejemplo, con alguien que afirma con rotundidad científica que a partir de los cuarenta años los testículos se descuelgan a un ritmo de un centímetro por año (y aunque hay quien razona diciendo que de ser así los jubilados irían dejando surco en las playas, muchos otros dan por bueno el dato). Es, claro, una enormidad, seleccionada para abrir paréntesis y echarnos unas risas, pero, del mismo modo, durante los incendios que asolaron Navarra a finales de junio pudimos encontrarnos con tuits que aseguraban que en el parque Senda Viva habían muerto abrasados todos los animales y con otros bulos que corrieron como el fuego en la rastrojera. Me pregunto quién inventa ese tipo de mentiras. Y por qué lo hace. Claro que tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que hay periodistas profesionales que se dedican a poner todo al rojo vivo difundiendo igualmente noticias falsas. Cloacas informativas, campañas de difamación y acoso, fábricas de mentiras democráticas… Nada nuevo que no supiéramos o no hubiéramos visto antes, aunque algunos parezcan ahora haberse caído de un guindo. Lo de Ferreras (que informó en su programa sobre una cuenta bancaria de Pablo Iglesias, sabiendo que esta no existía, tal y como han desvelado los audios del siniestro comisario Villarejo) es grave, pero es también otro agostazo, otro culebrón estival que, fuera de la burbuja de las redes sociales y mientras quede tinto de verano en la nevera, me temo que a muy poca gente le importa y que no tendrá mayor recorrido. Como mucho, diría yo, hasta agosto.
PUBLICADO EN «RUBIO DE BOTE», COLABORACIÓN PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 25/06/22
Siempre, cuando presento un libro o participo en algún sarao
literario, cuento el mismo chiste: “A mí la literatura nunca me ha dado de
comer”, digo, y a continuación añado: “Menos una semana que me invitaron de
jurado al concurso de pintxos de la Txantrea”. Jajá. Lo que me callo es que a
quienes lo hicieron se les escapó que lo habían hecho porque no habían
encontrado a otro. Yo debía de ser para ellos una especie de segundo plato, un
jurado de segunda división que fue además descendiendo de categoría hasta
regional preferente a medida que pasaban los días y se daban cuenta de que mis
papilas gustativas sufrían algún tipo de atrofia.
A mí mi incultura culinaria al principio me daba algo de
vergüenza, pero esta se fue atemperando cuando comprobé que estábamos empates,
pues en realidad allí nadie había leído ninguno de mis libros ni sabía muy bien
quién era yo (recordé, de hecho, que cuando me llamaron por teléfono para
proponerme participar dijeron también: “¿Tú eras escritor o algo, no?”).
Por otra parte, las degustaciones que hacíamos, unas ocho o
diez cada tarde, venían siempre acompañadas de una copa de vino, con lo cual a
mitad de las mismas todos estábamos trompas perdidos y ni siquiera el más
experto gourmet entre quienes
formábamos aquel jurado era capaz de distinguir un frito de pimiento de un
cruasán.
A mí, de todos modos, aquello me provocaba un acusado sentimiento
de culpa. Me parecía una desfachatez por mi parte haber aceptado participar. Me
consideraba además un hipócrita, pues en otras ocasiones me había tocado ser
miembro de algunos jurados literarios contra los que había despotricado porque
mi voto tenía el mismo valor que el de alguien cuyo autor de cabecera era
Alfonso Ussía o Dan Brown o que reconocía sin pudor que no solía leer habitualmente
porque se cansaba y se le ponía enseguida el culo carpeta, pero que estaba allí
porque era “famoso” o primo de alguien.
Quiero decir que, en general, estoy en contra de este tipo
de jurados, y también, dicho sea de paso, de los jurados populares, que por lo
visto solo son aplicables cuando se refieren a asuntos culturales. Nadie
propone, por ejemplo, una votación popular para decidir, qué sé yo, dónde se
pone una rotonda o qué juez debe llevar un caso en la Audiencia Nacional.
Claro que, volviendo al concurso de pintxos, ¿quién podía
negarse a pasarse gratis toda una semana comiendo croquetas de hongos y
macerándose en vino crianza? Yo me apunté con todo mi morro, y eso que en una
ocasión intenté comerme una navaja con su cáscara y todo (al principio me
pareció que el nombre de este manjar era muy apropiado, pero después me di
cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las mariscadas) o que otra vez,
mientras cataba unos edamames tardé
casi un cuarto de hora en darme cuenta de que lo que estaba zampándome eran las
vainas que antes habían chuperreteado los otros comensales y dejado en un
platito tras extraer de su interior lo que realmente había que comer, las
habas.
En fin, supongo que confesar esto me cierra puertas y ya
nunca podré volver a emular a Chicote o a Jordi Cruz, pero prefiero tomármelo
por el lado bueno y seguir soñando y esforzándome para que algún día la
literatura me dé de comer por sí misma, aunque para eso ustedes tendrán que
comprar mis libros y no los que escriba un cocinero, una presentadora de la
tele o un juez de la Audiencia Nacional.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/22
¿A quién no le ha pasado? De
repente un conocido, un vecino, un compañero de trabajo deja de hablarnos o
empieza a mirarnos mal, sin que sepamos por qué. Son los malentendidos. Tal vez
ese vecino está convencido, equivocadamente, de que has sido tú quien le ha
hecho una raya en el coche, o alguien le ha contado a alguien que alguien una
vez mató un perro y por el camino, en ese teléfono roto, eres tú —que nunca has
matado una mosca— el que te has convertido en un mataperros. Los malentendidos
crean realidades paralelas, personas, situaciones, mundos que no existen pero
están en este.
Ha habido, incluso,
malentendidos históricos que han desatado guerras, acabado con civilizaciones,
cambiado el curso de la historia.
En 1853, en Trabubu, una
pequeña isla de Indonesia, se desató una guerra genocida entre dos tribus por
culpa de un error de traducción. Los ortanchibiri, habitantes de las montañas,
vivían tradicionalmente aislados de sus vecinos, los majajachi, a quienes los
primeros atribuían prácticas como la antropofagia y la zoofilia poliamorosa.
Entre ambas tribus había existido siempre una ojeriza secular y una falta de
comunicación irresoluble, entre otras cosas porque los ortanchibiri hablan un
idioma incomprensible, casi secreto, basado sobre todo en modalidades tonales.
Un pequeño, apenas inapreciable matiz en la entonación cambia completamente el
significado de una palabra o una frase. Y así, durante una hambruna que asoló
la isla, cuando a los ortanchibiri no les quedó más remedio que bajar de las
montañas y pedir ayuda a los majajachi, el traductor de esta tribu, la cual
había decidió auxiliar a sus vecinos acabando de ese modo con su enemistad
ancestral, no consiguió sin embargo pronunciar correctamente la expresión “miraamaajaauu”
(que quiere decir “daremos de comer a vuestros niños”) y en lugar de eso dijo
“miramajau” (que quiere decir “nos comeremos a vuestros niños”). Ello desató un
enfrentamiento encarnizado que acabaría exterminando a los pacíficos majajachi,
más acostumbrados a hacer el amor —aunque fuera con cabras— que la guerra.
Los malentendidos históricos
han afectado también al mundo del deporte. En el último partido de los play-offs de la NBA de 1948, el alero de
los St. Louis Bombers, Milton Tolaba, consiguió que el base rival, Jhon Kee, de
los Providence Steamrollers, le pasara por error el balón en la última y
decisiva jugada llamándole por un apelativo íntimo: Sugarcube (terroncito de azúcar). Jhon Kee creyó que quien le pedía
el balón era su compañero y por entonces pareja sentimental, el pivot Bary
Able. Lo que John Kee desconocía era que a su vez Bary Able era amante de
Milton Tolaba, a quien tenía la fea costumbre de revelar las intimidades de Sugarcube, el base de los St. Louis
Bombers. Total, que John Kee erró su asistencia y fue así como un enrevesado
triángulo amoroso decidió el título de aquel año.
Aunque para malentendidos,
estos reales, los referidos a la pasada visita del rey emérito, de quien nos
cansamos de escuchar que había venido a competir en unas regatas, al tiempo que
veíamos cómo lo llevaban de un lado a otro en tacataca o tenían que subirlo al
Bribón en grúa. No puede tratarse más que de un malentendido pretender que ese
hombre es un atleta. Eso o que la vela es un deporte muy poco exigente.
Claro que en realidad el error, la anomalía democrática, el anacronismo intolerable, está en la propia existencia de la monarquía. Eso sí que es un malentendido histórico.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 28/05/22
Todo empezó hace unos meses, en una extraña presentación de La verdad es aburrida, mi última novela.
No vino mucha gente. Bueno, eso no es extraño, lo extraño esta vez fue que los
organizadores colocaron entre el público algunos maniquís y muñecas hinchables
para hacer bulto. El presentador no se había leído el libro —lo cual tampoco es
raro— así que hizo un refrito de algunas reseñas que habían aparecido en
prensa. Y, como en ellas, dijo que mi obra aborda una problemática tan peliaguda
como el suicidio.
Yo, por no contrariarle, me callé, igual que cuando se destacaba en algunas de esas reseñas la maestría con la que había tratado el asunto. Lo cierto es que en mi libro, que yo sepa, no se suicida nadie. Pero cuando se publicó, un conocido crítico mencionó el tema entre otros de los que sí se ocupa la novela —la locura, la muerte, la enfermedad— y con los que al parecer el suicidio pega. Era evidente que el crítico tampoco había leído el libro, pero como la crítica no era mala (desde luego era mucho mejor que la que hicieron en otro periódico en la que escribieron mal, yo creo que adrede, el título de la obra: La verdad, es aburrida) tampoco entonces dije nada.
Y a partir de ahí en el resto de reseñas y críticas que
vinieron comenzaron a repetirlo como un mantra: una novela sobre el suicidio,
el suicidio en el último libro de Valentín Tineo, etc.
La cuestión es que en aquella extraña presentación, entre los maniquís y las muñecas hinchables había también un catedrático de psiquiatría y que al final del acto me invitó a participar en un simposio sobre conductas suicidas que se celebraría en unas semanas. Acepté. Pagaban bien (bueno, pagaban) y, en realidad, mi intervención no ofrecía demasiadas complicaciones, pues por suerte o por desgracia había un buen número de escritores suicidas sobre cuya obra podía disertar: Hemingway, Alfonsina Storni, Mishima, Pérez-Reverte (vale, este último no se ha suicidado, pero sí sienten ganas de hacerlo quienes lo leen, ja, ja… Perdón, es un chiste que suelo hacer en mis conferencias).
Y es que mi intervención en el simposio fue un éxito, y a
partir de entonces comenzaron a llamarme para más encuentros, ciclos, charlas, tertulias… Me he hecho famoso. El otro día, sin ir más
lejos, me practicaron una colonoscopia y la doctora me preguntó si era el que
había escrito “esa novela sobre el suicidio”. Le contesté que sí, un poco avergonzado,
pues pensé que a partir de entonces esa doctora se acordaría de mí y de mis
profundidades cada vez que me viera en la tele o en alguna entrevista o leyera alguno
de mis libros.
Bueno, en realidad he llegado a la conclusión de que nadie lee mis libros, o de que todos mis lectores son maniquís y muñecas hinchables. Pero intento no darle demasiada importancia. De hecho, acabo de acordar con mi agente que mi siguiente novela ni siquiera voy a escribirla, ni a publicarla, ¿para qué?, será una novela fantasma, como la anterior, pero nadie se dará cuenta, nadie la leerá —obviamente— a pesar de lo cual la presentaré, saldrán reseñas, participaré en simposios, aumentará mi popularidad… Todavía no sé sobre qué irá, eso sí. Da igual. Ya se lo inventará algún crítico. Lo único que sé y me hace falta de momento es el título. Se va a llamar La mentira es la que manda y va a ser un éxito, estoy convencido.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diaruios Grupo Noticias) 14/05/22
Hace unas semanas mi amigo el fotógrafo mexicano Juan Lemus
me envió una nota de voz comunicándome roto de dolor la muerte del pintor
Miquel Fuster, del cual había sido la sombra durante años, desde que Fuster fue
acogido por la Fundación Arrels de Barcelona, tras pasar tres lustros viviendo
en ese infierno que es la calle en el que siempre hace frío y los demonios —la
soledad, el alcoholismo, la locura— nunca cometen el pecado mortal de la
pereza.
Conocí a ambos hace años en unos encuentros literarios organizados por el Foro Social de Segovia. A Fuster, en realidad, apenas llegué a saludarlo, pero con Juan establecí de inmediato una amistad gracias a la cual puedo sentirme amigo interpuesto de Fuster —los amigos de mis amigos son mis amigos, etc.—, más si cabe si, como he mencionado, Juan Lemus ha sido durante estos años un compañero inseparable del pintor.
Juan trabaja para la Fundación Arrels, que atiende a las personas sin hogar de Barcelona. A Segovia acudió acompañando a Miquel Fuster a presentar su novela gráfica Quince años en la calle, en la que el pintor retrata esa larga temporada en el infierno durante la cual malvivió en las calles, parques y montes de la Ciudad Condal, tras un pasado prometedor como ilustrador en editoriales y agencias como Bruguera, Selecciones ilustradas o Norma editorial.
Aquella misma noche, cerveza va, tequila viene, Juan me
contó cómo Fuster había acabado en la calle después de varios golpes de mala
suerte: un desengaño amoroso, la pérdida de su casa como consecuencia de un
incendio…
Lo que vino después, esos quince años en el infierno, está
magníficamente retratado en el cómic de Fuster, en el que se recogen una serie
de historietas y escritos que describen la vida de los sintecho de manera
desgarrada, como desgarrado es el trazo de los dibujos de Fuster, una maraña de
heridas asestadas a punta de lápiz que le confieren un estilo personalísimo,
una caligrafía inconfundible del padecimiento.
En Quince años en la
calle Fuster nos cuenta, por ejemplo, lo dolorosa que resulta la invisibilidad (las
personas que ni siquiera se dignan a mirarle o a devolverle el saludo cuando se
dirige a ellas), las palizas de desalmados que se sienten fuertes golpeando a
los más débiles, la soledad (a Fuster le parece hermosa la figura de un maniquí
en un escaparate, añora en ella los cuerpos de las mujeres que amó, el sexo
para el que se siente ya desahuciado), el fuego y la sed devastadora del
alcohol…
Fue el propio Juan Lemus, que durante años — después de que
Arrels facilitara a Fuster una habitación propia en la que poder dibujar todo
ese horror y a la vez borrarlo— acompañó a su amigo en charlas, presentaciones,
entrevistas en las que concienciar y denunciar el problema de las personas sin
hogar, fue él, decimos, quien encontró a su compañero muerto, dormido para
siempre en la cama de su pequeño apartamento, tal y como describe en una
emotiva carta de despedida que se puede leer en la web del pintor (www.miquelfuster.com).
Juan, en realidad, no fue la sombra de Fuster, como antes he escrito, sino que compartió con él su luz, largas y caudalosas horas de conversaciones, su memoria prodigiosa, todo aquello que la vida en la calle y el alcohol no pudieron a pesar de todo arrebatarle. Y fue él quien, además, salvaguardó su talento artístico y a quien, entre otras almas generosas, debemos ese legado, esa obra que podemos considerar ya fundamental y de referencia sobre las personas sin hogar que es Quince años en la calle, de Miquel Fuster.