Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 14/11/20
El otro día me mordió un perro el culo. La sangre no llegó a
la acera porque como soy de complexión tirillas y tengo el culocarpeta el
hijoperra no pilló chicha. Me quedé, de todos modos, dolido. Psicológicamente
hablando. Yo me había fijado en el chucho desde unos cuantos metros antes de
llegar a él. Parecía un perro muy salado. Una mezcla de labrador y pastor
vasco. Al pasar a su lado le miré a los ojos con simpatía. Y seguí caminando.
Fue entonces cuando él me atacó. Por la espalda y ladrando estrepitosamente,
como si además de herirme quisiera humillarme, que todo el mundo lo supiera. El
perro, por suerte, era un poco lelo o el día que explicaron en la escuela de
adiestramiento lo de perro ladrador poco mordedor no fue a clase, de modo que
solo noté sus dientes rozándome la escurrida nalga y su hocico poniéndome el
pantalón hecho un asco de babas. Además,
aunque no tenía el preceptivo bozal, su dueño al menos llevaba a la fiera atada
y pudo retirarla de un tirón antes de que encontrara otras partes blandas.
—Uy, perdón, no suele hacer esto —se excusó, tan azorado que
a mí hasta me dio pena.
—Nada, nada, que no me ha hecho nada —dije, como si la
víctima fuera él, sin darme cuenta de que ese “suele” en realidad quería decir
que, por lo menos alguna otra vez, sí debía de haber mordido o intentado morder
a alguien.
Todo eso lo pensé después. Siempre se nos ocurren después
las cosas que debíamos haber hecho o dicho. También pensé después, y eso fue lo
que me afectó psicológicamente, qué fue lo que llevó a ese perro a atacarme.
Era injusto. Yo no le había hecho nada. ¿Qué vio en mí para sentirse amenazado?
¿En el mundo de los perros soy un tío chungo? (La relación con ellos, a lo
largo de mi vida, ha sido de hecho complicada. Una vez, de niño, un perro lobo
vino corriendo hacia mí por las pasarelas de Pamplona y yo aterrorizado decidí
tirarme de cabeza al río. Para más inri, era verano y apenas corría un palmo de
agua. Otra vez un uno de esos dogos enormes intentó violarme en Salou. Y otra,
hablando de daños psicológicos, fue Miguel Bosé quien lo intentó; en un sueño, eso
sí, es decir, en una pesadilla, aunque aquellos a quien se lo contaba me decían
“¿Miguel Bosé? Qué suerte” —eran otros tiempos— y yo no entendía nada).
El caso es que, volviendo al primer ataque perruno y tratando de buscarle una explicación elaboré
la siguiente hipótesis: yo iba aquel día vestido de negro, con gorra y con mi
también preceptivo bozal, es decir, mi mascarilla. Me imaginé, retomando la
idea anterior, que a aquel perro
efectivamente lo habían llevado a una escuela de adiestramiento. A alguna para
proteger tu casa de los ladrones y de los okupas. Hay una preocupación terrible
últimamente con los okupas (que es inversamente proporcional a la que hay por
los desahucios). Hablan a todas horas en la tele de los okupas (y después ponen
los anuncios de Securitas). Ya no puedes bajar tranquilo a comprar el pan
porque cuando vuelvas a casa habrá un okupa comiéndose un bocata de mortadela en
tu sofá—aunque sea con pan duro—… Total que, pensé, no debe de ser extraño
que en las academias de adiestramiento canino enseñen a los chuchos a
convertirse en asesinos de okupas. “¡Ataca, Tobi, ataca!”, y el muñeco que hace
de okupa va vestido de negro, con gorra, enmascarado y con una camiseta de Lendakaris
Muertos.
El perro, en definitiva, había intentado morderme el culo de acuerdo con un reflejo pavloviano. Lo cual, por otra parte, en cierto modo lo excusaba. Lo terrible de toda esta historia, y a lo que yo quería llegar, es que entonces a quien convertía en culpable era a su dueño. El perro era una prolongación de su dueño. Y a su vez a este había otros intentando ponerle la cadena, adiestrándolo para lanzar mordiscos indiscriminadamente a todo el que se mueva, a todo el que lleve una camiseta negra, a todo el que te mire a los ojos. Cada vez hay más perros guardianes en las calles, y en los telediarios, en el Telegram, incluso en las barricadas… Adiestrados para morder, para morderse entre ellos o a sí mismos. De momento no han pillado chicha, pero ya empiezan a dejar todo lleno de babas. Eso fue lo que pensé, mientras me rascaba dolorido mi culocarpeta.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 23/08/20
Yo lo supe años después, pero en una ocasión estuve a punto
de ser denunciado acusado de injurias al rey, a cuenta de un cuento en el que
hablaba del cabrón del rey (me refiero a un macho cabrío —¿o era un oso?, no
recuerdo bien— que este abatió en una de sus cacerías, que nadie piense mal;
bueno, que cada uno piense lo que quiera, a ver si al final también van a estar
penado pensar). La cuestión es que alguien leyó en una radio mi cuento, que yo
había publicado previamente en un fanzine revoltoso, y algún jefazo de la
cadena, al que no le hizo ninguna gracia el juego de palabras, amenazó con
emplumarme. Por suerte, para mí, quien leyó ese cuento —el mismo que me lo
contó años después— al parecer no solo intercedió en mi favor sino que ofreció
a cambio su cabeza, es decir se le invitó a dejar de colaborar con la emisora.
El rey, por entonces, era intocable, a pesar de que se caía
mucho. Sigue siéndolo, de hecho, ahora que su figura parece tambalearse más que
nunca (en realidad es el falso balanceo de un tentetieso que es a la vez una
muñeca rusa y que al final dejará todo en su sitio; la única manera de acabar
con la monarquía es tirar el juguete a la basura). El rey, decíamos, sigue siendo intocable, hace
apenas unos días, por ejemplo, hemos sabido que la fiscalía investiga a
dirigentes de varios partidos por sus comentarios sobre el emérito, que es de
momento a quien nos referimos, luego ya le tocará al preparao. El rey nos trajo
la democracia, el rey nos salvó del golpe de estado, el rey era un tío
cojonudo, como los espárragos a los que daba nombre una de sus ocurrencias, el
rey era un profesional, ¡viva el rey! Y si no a la audiencia nacional. Como los
del oso Mitrofán.
Porque, ahora me acuerdo, sí, al final, era un oso (y esto no
es un cuento, es rigurosamente cierto). El oso Mitrofán. Lo emborracharon con
cóctel de vodka y miel —eso fue al menos lo que reveló un funcionario ruso—
para que don Juan Carlos-escopeta caliente lo abatiera en una cacería a
quinientos kilómetros de Moscú. Y así fue, el oso Mitrofán, que era “bondadoso
y alegre”, de ese modo lo describen las crónicas, cayó muerto de un solo
disparo. “Estaba cocido”, rotularon, junto al sonrosado rostro del monarca, en una
viñeta que apareció publicada en los diarios Deia y Gara. Y sus autores, claro,
fueron llamados a declarar, daba igual que evidentemente se refirieran al oso,
del mismo modo que yo en mi cuento me refería al cabrón, es decir, al macho
cabrío.
Por cierto, y por si a alguien se le ocurre rematar la faena y demandarme ahora, la denuncia contra aquellos humoristas no prosperó (claro que el acojone, en plan matón togado, no nos lo quita nadie). Eso es en el fondo, lo que perpetúa la monarquía, no tanto la propia familia real (da lo mismo, en realidad, si quienes la componen son ejemplares o unos golfos, la institución per se es anacrónica y antidemocrática, ni siquiera deberíamos plantearnos un referéndum, del mismo modo que no se vota sí o no al cinturón de castidad), sino sus palanganeros y porteadores. Los “yo no soy monárquico sino juancarlista”, aquellos a los que les parecían tan graciosos la peineta en Vitoria y el ¿por qué no te callas? en Chile, o un negocio redondo para el país los chanchullos con sus hermanos los señores feudales saudís… Muchos de ellos son los que ahora han colaborado en la huida del campechano; otros meten tanto ruido como antes era atronador su silencio. Y todos, en cuanto pase este agostazo mal medido pero agostazo a fin de cuentas, volverán a doblar lacayunos la cerviz ante el preparao, del que a su vez airearán otros sus miserias —es un decir— cuando le hayan hecho hueco en el trono al culo trasparente y constitucional de la que venga detrás por la gracia de Dios y de Francisco Franco.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (25/07/20)
¿Y, cari, te
acuerdas de aquellas otras vacaciones, en Navidad, que fuimos a Madrid, al
parque de atracciones? ¿Cuando nos subimos a los columpios voladores? ¡Qué frío
hacía! ¡Y a quién se le ocurre! Como no había nadie en la cola, para allí que
os lanzasteis como becerros tú y los niños —yo no, porque ya sabes que a mí las
alturas me dan yuyu—… De hecho, me monté renegando, como siempre. Y luego
aquello comenzó a subir y a subir y a llenarse de niebla y parecía que nos
estaban metiendo al fondo de un frigorífico. Pero aún fue peor cuando la
atracción empezó a dar vueltas y a coger velocidad.
—El aire era un
lanzador de cuchillos miope— dijo la niña, que ha salido medio poeta, como tú.
Bueno, en realidad
lo dijo después; entonces, allí arriba, ella y el niño lloraban como
condenados. No era para menos. Recuerdo que a mí me dolían tanto las orejas que
me las tocaba todo el rato, para ver si todavía seguían enteras. Y que me
aguantaba las ganas de vomitar solo para no descalabrar a nadie abajo, a donde
las potas iban a llegar convertidas en barras de hielo. También recuerdo que tú
empezaste a hacer gestos al operario. Y que los niños le gritaban
“¡Bájanooooos!”, pero el atontado aquel nos hacía señales con el pulgar hacia
arriba, porque se creía que le estábamos pidiendo más vueltas…
Así que allí
estuvimos, olvidados al fondo de la nevera, casi un cuarto de hora,
hipotérmicos perdidos.
Mira que fuimos
canelos… Pero lo que nos hemos reído, después, recordándolo, ¿eh, cari?
Este verano habrá
que hacer turismo así, recordando.
Me acuerdo ahora también, por ejemplo, del día que nos conocimos,
tú y yo, en aquel concierto de Kiko Veneno, otro verano, y que después nos
fuimos a las barracas porque tú querías subirte a la noria. De solo pensarlo,
el bocata de txistorra que me había zampado en las txoznas me hizo el
pino-puente dentro de la tripa. Pero no dije nada. Estabas tan guapa… En la
noria aquella al menos no hacía frío, pero yo me mareé igual, cuando llegó a lo
más alto del todo y el mundo se puso del revés y las nubes bajaron al suelo. A
pesar de todo, a mí se me ocurrió que aquel era un buen momento para besarte y
lo intenté —pálido como estaba debí de parecerte un vampiro—, pero la boca se
me llenó de serpentinas y de fuegos artificiales y de kalimotxo de ese en polvo
y tuve que apartarme para vomitarlo todo barandilla abajo.
Siempre he sido un
romántico.
A ti, de todos
modos, no te importó, no corriste de vuelta con tus amigas cuando bajamos de la
noria. Esa noche la pasamos juntos de
bar en bar, bailando y derramando cubatas. Cada vez que me pongo gel
hidroalcóholico en las manos —ahora lo hago a todas horas, te lo juro—me
acuerdo de esa noche. Y me acuerdo también de que, al volver a casa, nos
entretuvimos por el camino, enamorados de la vida. Al final fuiste tú la que me
besó, porque a mí la boca aún me sabía a pólvora y me olía a baño químico y porque
me daba miedo subir otra vez a las alturas. Pero lo hice, y en el cielo de tu
paladar se me pasó el vértigo —ya ves, al final tú nos has hecho a todos un
poco poetas—.
Y así hasta hoy, cari.
Este verano habrá que aguantarse y quedarse en casa, bueno, aquí, en el
hospital, qué le vamos a hacer. La vida es también una noria, y ahora nos toca
estar abajo —o arriba, yo ya no sé muy bien—, pero luego todo esto pasará, la
rueda volverá a girar y se acabará otra vez el yuyu, ya verás. Y entonces nos
iremos de vacaciones, a algún parque de atracciones, con los niños. Y yo
renegaré cuando me hagáis subir al Shambhala. Y luego en casa nos reiremos
mucho recordándolo…
¿Te acuerdas de aquella vez, en la montaña suiza de Igeldo, que el niño se tragó un abejorro? ¿Y de aquel parque acuático, cuando me entró la cagalera bajando por el turbotobogán? ¿Eh, cari, te acuerdas?…
Los oigo hablar con sus hijos cuando volvemos de la escuela en un castellano de lengua de trapo, con su sintaxis de supervivencia y la lógica de los verbos irregulares mal conjugados, y me parece, en sus bocas y sus acentos, una lengua hermosa, perfecta, sobre todo cuando son sus hijos los que les contestan con soltura, en un español fluido, salpicado de jerga preadolescente y condicionales acertadamente mal usados.
Son senegaleses, búlgaros, marroquíes… Imagino el esfuerzo que debe suponer para ellos dirigirse a aquellos a quienes aman en una lengua que no dominan y percibo la generosidad que hay tras ese gesto. Intento imaginarme después a mí mismo en un país extraño, solo, sin trabajo, sin dinero, sin casa, con mi familia y mis amigos a miles de kilómetros, en un lugar del que desconozco por completo todas sus costumbres, todos sus códigos sociales y culturales…
Me resulta imposible.
Lo más parecido que viene a mi mente es un aeropuerto internacional, en el que se ha extraviado mi equipaje o he perdido un vuelo o hay algún malentendido con mi pasaporte, y todavía eso sigue estando a miles de kilómetros de distancia del lugar hasta el que ellos han llegado o del modo en que deben de sentirse.
Me gustaría seguirles, entrar en sus casas, verlos sentarse junto a sus hijos, con un diccionario entre las manos, para ayudarles a hacer los deberes, colocarse frente al televisor a mirar las noticias, repetir varias veces para sí mismos cada palabra cuyo significado acaban de descubrir, leer el correo y tratar de descifrar dos veces las facturas de la luz, escucharlos reír junto a los suyos de un modo distinto al que ríen en la calle, entre desconocidos que les miran mal si sus carcajadas son demasiado altas, observar cómo se acercan al ordenador y ponen música de su país, cómo cierran los ojos y ese gesto se convierte en un pasaje de avión, que por un momento los transporta al lugar donde nacieron…
Me pregunto cómo habrán llegado hasta nosotros, cuántos padecimientos y humillaciones habrán sufrido, cuánto habrán llorado en almohadas que nunca eran las suyas, en camas calientes, en pisos pateras, bajo cielos en los que las estrellas brillaban con promesas que nunca acababan de cumplirse… Trato de pensar en el vértigo que deben de sentir cuando el sello de turista expira y se convierten en clandestinos, o en el que provoca un océano carnívoro cuyo fondo está empedrado de miles de cadáveres sin nombre. Pero no puedo, también soy incapaz de imaginarlo, e imagino a la vez que serán sus hijos quienes lo hagan.
Serán ellos, los que no son de aquí ni de allí, los que son extranjeros en todas partes, en su país y en el país de sus padres, quienes lo cuenten, quienes lo escriban, quienes lo rapeen, quienes lo enseñen en las aulas, quienes expliquen su historia, que será también la nuestra, que ya es la nuestra, porque las ciudades que habitamos son solo ciudades, civilizaciones amontonadas, sustratos que se mezclan y compactan el suelo que pisamos, en el que solo estamos de paso y del cual somos solo la última capa de polvo.
Pienso en todo eso durante todos estos días en que hemos visto a niños enjaulados como animales, separados de sus padres, o a emigrantes trasladados en barcos de un puerto a otro como fardos. Y me gustaría creer que una buena forma de evitar que eso siga sucediendo, o que se solucione de otro modo más humano, es que cualquier persona fuera capaz de sentir esa empatía, de reconocer el esfuerzo, el valor, e incluso la admiración por aquellos que han dejado todo a sus espaldas, que se han jugado la vida, para hablar a sus hijos en nuestra lengua, para ser unos más entre nosotros, a pesar de todo.
Lo peor no era que me había quitado el bañador y lo había arrojado pizpiretamente a tres metros, lo peor era que me había dejado puesto el gorro del nadador, con la cabezahuevo que me hacía (en consonancia, por otra parte, con una situación tan chusca como aquella). Alrededor del jacuzzi, con los dedos de los pies aferrados como garras prensiles al borde del mismo, se había apostado un grupo de jubilados. Los turnos los daban en la recepción del hotel para cada media hora y ellos y ellas habían llegado cuando todavía faltaban veinte minutos.
—Estos chicos ya van a ir saliendo. Que les queda solo un ratico, ¿verdad, majos?
—¿Ya? Pero si parece que acabamos de entrar… —dije yo, que era la primera vez que sentía el gustirrinín de una fila de burbujas masajeándome el perineo, hasta hacerme perder la noción del tiempo.
—Es que ACABAMOS de entrar —aclaró mi hijo, mirando su reloj, que le habíamos comprado el día anterior en los puestos de los jipis del paseo marítimo.
—¿A que al final no es water resistant? —dijo mi mujer, saliendo del agua grácilmente, como una lamia, con sus pies de pato y todo, y acercándose en aquaplaning hasta la silla en que había dejado el móvil—. Ah, pues sí, aún nos queda más de un cuarto de hora —dijo bien alto, cuando comprobó la hora, y después volvió a entrar al jacuzzi, encontrando un mínimo resquicio entre la muralla de carne humana que los jubilados habían levantado alrededor de él.
—Mierda —musité yo, pensando que había perdido una oportunidad de oro para recuperar mi bañador.
Los jubilados por su parte, torcieron el morro y volvieron a la carga apenas un minuto después.
—¿Cuánto queda? —simulaban hablar entre ellos, aunque en realidad se dirigieran a nosotros.
—Nada, chica, nada, que ya nos toca, además parece que la niña se ha quedado dormidica—señalaron a mi hija, quien en realidad había cerrado los ojos aterrorizada, recordando la okupación violenta, la noche anterior, por parte de aquel grupo de la minidiscoteca, al compás de Coyote Dax.
Yo también estaba algo asustado, sentía la presión de sus miradas haciéndonos aguadillas y la de las burbujas en el escroto, que comenzaba a ser algo ya molesta, además de preguntarme cómo demonios iba a salir del jacuzzi. Aquello, en definitiva, distaba mucho de ser un videoclip de rap, como yo me lo había imaginado.
—Igual vamos saliendo —propuse.
—Hasta en punto aquí clavados como estacas —ordenó mi mujer, con su voz de sirena.
—¿Estos señores y señoras también son jubilatas, como los que se cuelan en el bufet? —preguntó el niño, emergiendo entre la espuma cuando ya le faltaba el aire, es decir a pleno pulmón.
Y así, prietas las filas y los morros, aguantamos tanto unos como otros, hasta la hora convenida. Bueno, yo todavía permanecí un minuto más, cuando, tras un despiste mientras me desencasquetaba el gorro, me di cuenta de que mis hijos y mi mujer caminaban ya en dirección al vestuario.
—Que sea lo que dios quiera — me dije, y con la entrepierna cubierta con las manos y el culo escurrido y peludo al aire, salí del jacuzzi.
—Bueno, igual mejor vamos a la clase esa de zumba ¿no? —fue lo último que oí a mis espaldas, antes de agacharme, con los huevos colganderos, a recoger el bañador.
Colaboración para «Rubio de bote», en el suplemento semanal ON de lo diarios del Grupo Noticias.