Bolis como este mítico Bic cuatro colores vendía Donan Pher
Ahí va una de la docena de columnas que me dejaron publicar en el diario ADN, edición navarra. «Arrieros somos», me dijo la directora del periódico, cuando pedí explicaciones y aireé en algún que otro blog los malos modos con que me echaron y la columna que me censuraron. Yo pensaba que era una amenaza, pero se ve que no, que la chica tenía dotes adivinatorias, porque al cabo de un tiempo a ellos también los mandaron a la mierda. Ay, chica, qué cosas.
SUPERVIVIENTE
Soy un guarro. Ahora mismo, aquí me tenéis, manoseando el retrete de un bar. Bueno, es sólo una metáfora, en realidad estoy escribiendo esta columna, pero existe un estudio de la Universidad de Arizona, según el cual se encuentran 400 veces más bacterias en el teclado de un ordenador que en la taza de un inodoro. Claro que en la vida hay que arriesgarse. El otro día, por ejemplo, decidí por fin comerme una de las moras que resisten, como una anomalía urbana, en las zarzas de la Cuesta de Santo Domigo. La tenía fichada desde hacía varios días, la veía ahí cada vez que bajaba a comer a casa, desafiando al tigre que se agazapaba en mi estómago. Tan tranquila, orgullosa, sintiéndose una superviviente, convencida de que ningún urbanita milindri sería capaz de zampársela, del mismo modo que no bebería agua del Arga o no permitiría a su hijo chupar los caramelitos que un señor le ha regalado a la puerta del colegio. Pero a mí ninguna mora se me pone chula, y por fin un día, en un arrebato jipi, me la tragué. Fue como volver a aquellos años de colegio y borotas, de tapias y sol, en los que las ovejas ramoneaban en el Campo del moro y las bacterias nos dejaban en paz porque escribíamos con bolis BIC, que nuestras madres compraban por racimos a Donan Pher, el emperador del bolígrafo… Qué tiempos. Después vino la desilusión, resultó que un día uno se daba cuenta de que Donan Pher en realidad quería decir Fernando, si lo leía del revés; o que -muchos años más tarde- una noche, bajando por la Cuesta de Santo Domingo, el tipo que caminaba dando tumbos unos metros por delante de ti echaba una cálida, dorada y prolongada meada justo sobre el zarzal con el que alimentabas todos tus recuerdos de infancia.
Foto Oskar Montero
Hoy se ha entregado el Premio Príncipe de Viana, el galaradón más pomposo de la cultura en Navarra, para el que los pasados años se presentó la candidatura de Barricada, sin que prosperara e igual ni falta que hacía, los Barri ya tienen bastante premio con sus discos (por cierto, están grabando en Finlandia, ni más ni menos, el próximo, que promete, pues todas sus canciones van a versar sobre la guerra civil, y bien versados, pues me consta que El Drogas se ha leido un centenar de libros sobre el tema; algunas de esas canciones, apuntan alto, como Matilde Landa, que tocaron en acústico hace unos días en el homenaje a los presos del penal del Fuerte de San Cristóbal); decía que los Barri ya tienen bastante premio con sus discos, sus 25 años de carrera, sus canciones que para muchos de nosotros son como himnos, o con ser tan majos como son. El caso es que postularlos para el Premio Príncipe de Viana era una manera de reivindicar el ROCK como Cultura con mayúsculas. Esta fue mi pequeña contribución, un artículo para Diario de Noticias que los Barri incluyeron además en su caja ’25 años de rocanrol’, con gran regocijo para mí. Como dice el compadre Kutxi, quien no quiere a los Barri no quiere a sus padres.
BARRICADA, ANIMALES CALIENTES
La primera cinta que me compré fue una de Tequila. Me costó veinte duros en el Rastro de la Txantrea, aunque en realidad valía el doble. El tipo que me la vendió se armó la picha un lío con las vueltas porque en realidad estaba más atento a otro grupo que en ese momento tocaba en la Plaza del Félix, unos jóvenes melenudos y que daban mucho yuyu, venga romper televisores y con un cantante feo como él solo, que se cubría la cara con una capa mientras se reía a carcajadas y vociferaba no se qué sobre una silla eléctrica. Hoy no existe el Rastro y nadie escucha cintas de caset, pero aquellos desconocidos —25 años y 20 discos después— siguen hechos unos chavales. Ya no dan miedo, eso sí, pues son casi como de la familia, los autores de la banda sonora de nuestras vidas, que se dice. Efectivamente estoy hablando de Barricada, ahora es fácil adivinarlo, pero entonces tuve que esperar aún unos meses para saber quiénes eran. Primero fue aquella canción: Esta es una noche de rocanrol. Solían pincharla una y otra vez en Radio Paraíso, o en alguna de aquellas emisoras piratas que mi hermano mayor sintonizaba de vez en cuando con una radio antediluviana que, sin embargo, era capaz de rastrear también las comunicaciones internas de la policía: “Charli 2 a Bravo 1, barricada de fuego en la Txantrea”.
Barricada. Unos días más tarde, junto al título de aquella canción, vi por primera vez escrito ese nombre. En la portada de su disco de debut, aparecían los melenudos del Rastro echando una partida en un billar que no tardaría en descubrir que era el del Viana, bar-catacumba de la calle Jarauta, que las madrugadas de los fines de semana convertía sus paredes de piedra en enormes y sudorosos músculos; músculos que se tensaban, se estiraban prodigiosamente para hacer hueco a todos los náufragos de la noche (o al menos a los que llevábamos elásticos).
Las canciones de los Barri también estaban llenas de músculos y todavía hoy cuando escucho sus primeros discos son capaz de poner en movimiento fardos de recuerdos: las chicas de pelo cardado y chupas de cuero y cremalleras, las partidas de futbolín en el Primi, los multitudinarios conciertos en el Anaita, las pelotas de goma estrellándose contra las persianas de los bares, los bolsillos vacíos al volver a casa, el pelo largo y limpio, las botas sucias…
Pronto los Barri se convirtieron en héroes locales. Los subimos a los altares, que en nuestros casos eran las aceras del txino, sus barras de los bares (donde sus canciones se coreaban como himnos –ese tipo de himnos que en lugar de dejar en la boca el sabor de la sangre tenían regusto a cerveza de barril—). Superhéroes de barrio a los adorábamos por su música y, sobre todo, porque eran unos los nuestros; porque sólo se ponían la capa para subir al escenario, y cuando se bajaban de él (aunque se dejaban puestas las mallas) te los podías encontrar tomándose una caña en Calderería, o haciendo cola en la parada de la villavesa. Los Barri no eran orgullosos, pero nos daban orgullo a los demás (sobre todo a los que vivíamos en el “barrio conflictivo”), y también esperanza, nos enseñaban que se podían tocar las estrellas con la punta de los dedos. Aunque fuera reflejadas en un charco. Para mí fueron, en ese sentido, siempre un referente, los admiraba porque habían conseguido ganarse la vida, haciendo lo que les gustaba, sin complejos, sin grandes aspavientos… Yo quería ser como ellos, un «barri» de la literatura. Supongo que por eso, cuando años más tarde publiqué una de mis primeras novelas, le pedí a El Drogas que me acompañara en la presentación.
Recuerdo muy bien la primera vez que hablé con él. El Drogas estaba pegado al escaparate de Xalbador, con los ojos clavados como un anzuelo en el último libro de Leopoldo María Panero y creo, no estoy seguro, todavía llevaba el pelo largo (tal no recuerdo tan bien aquel primer encuentro; nos hemos acostumbrado pronto al pañuelo pirata de El Drogas, del mismo modo que antes a su melena). El caso es que yo me acerqué a él y me presenté. Estaba muerto de lacha, pero a la vez me daba vidilla saber que hacía unos días, un amigo común, Kutxi Romero, le había pasado algunos cuentos míos. Me moría por saber qué le habían parecido… Y El Drogas no sólo me reconoció, sino que me dijo que los relatos le habían gustado. Tal vez no debía haberlo hecho, porque me crecí y le lié en unas cuantas embarcadas más: una charla, unas líneas para otro libro… Y lo mismo que yo otros tantos, grupos que empezaban y le pedían una colaboración en su disco, una charla en su instituto, su firma, su apoyo para alguna iniciativa social o cultural… El Drogas nunca sabe decir no (excepto cuando hace falta, cuando los demás, la mayoría, los que nunca se atreverían a dejarse el pelo hasta el culo o calzarse un pañuelo pirata, sólo se atreven a decir sí). El Drogas, y los Barri, han sido por ello, unos activos agitadores de la cultura navarra. Muchos de nosotros estamos en deuda con ellos y tal vez una buena forma de pagárselo de una vez sea apoyar la candidatura al Príncipe de Viana de la Cultura que ha promovido en su favor el Ayuntamiento de Villava.
No tengo ni idea de qué piensa el propio grupo (supongo que, cuando no es la primera vez que les proponen, no harán ascos), y en realidad el premio no les hace ninguna falta, son el mismo grupazo de rocanrol con o sin él, pero yo creo que es necesario, para desacartonar ese concepto de cultura domesticada, aburrida, clonada… El primer paso, desde luego, sería una ceremonia —no me la perdería por nada del mundo— en la que los galardonados no se visten de pingüinos sino con camisetas negras o a rayas y no agachan la cabeza ni hacen reverencias ante nadie, por muy alto que sea; una ceremonia en la que no hay bandera alguna que nos ponga de pie, ni otra patria que la suela de nuestras botas; una ceremonia en el que el premio no es para quien lo concede, sino para el que lo recibe: para los Barri y en consecuencia para todos nosotros, para todos los que alguna vez hemos sentido pasión por el ruido, para los que alguna vez hemos estado contra la pared, para las ovejas negras, para los animales calientes.
Este artículo apareció en Diario de Noticias el pasado mes de junio, cuando Calamaro dio un concierto en la Universidad Pública de Navarra.
A él no sé, pero a los demás las sustancias con las que Andrés Calamaro engrasa (o engrasaba) la jukebox que tiene empotrada en el corazón, nos sientan muy bien. Hablo, sobre todo, de los tiempos de aquel salmón extraño, sembrado en la tierra fértil de la creatividad y el genio melena al viento ( salpicada de rizos, de canciones rebosantes de curvas peligrosas y nudos en los que rascar), aquel salmón de escamas como diamantes, nadando contra la corriente de la industria discográfica, la que fabrica «productos» y menosprecia el talento; la de los discos peinados a raya con gomina ultrafuerte y canciones con códigos de barras, preparadas para pasar por la máquina registradora de las radiofórmulas (aunque nos piten los oídos); esa a la que Calamaro y su honestidad brutal le estamparon una galleta quintuplicada en toda la cara.
El Salmón es un disco que incluso a algunos calamaromaniacos les parece excesivo. Yo, sin embargo, todavía de vez en cuando me polintoxico con sus 104 temas. Me gusta ese Calamaro en estado de gracia, componiendo compulsivamente, una, dos, diez canciones cada día, componiendo con la misma naturalidad con que respira, vacía sus tripas o se hace una paja con una mano mientras con la otra se lleva el mate a los labios. Calamaro es entonces el artista total, puro, dispuesto a sacrificar su salud, a empeñar su cordura con tal de cometer crímenes perfectos contra Dios, para robarle y regalarnos al resto de los mortales polaroids de un paraíso en el que solo se oye rocanrol y tango.
Pero no nos pongamos estupendos. Andrés Calamaro también me gusta porque me imagino a la muchachada nuí dedicándole un Celebrities: Hoooooy… ¡Bob Dylan!… Uy, perdón, Andrés Calamaro…
Y porque lo mismo que mata dioses, Andrés los resucita -como a Maradona- y los pone a hacer los coros en una ranchera de las de cantar bien borrachos, enganchados de los hombros, mientras rememoramos lo cerca que estuvimos de hacer la revolución en los bares de San Cristóbal de las Casas.
Me gusta Calamaro porque en sus canciones a veces se pone violento y quiere cortarle los huevos a un general, y porque otras se tranquiliza, sentado en la cocina de su mamá a comer del puchero, allá en Buenos Aires.
Me gusta porque me gustan Los Rodríguez, y porque en Los Rodríguez estaba Ariel Rot, que también estaba en Tequila, el primer grupo con el que el rock se me metió en el cuerpo como un licor fuerte.
Me gusta Calamaro porque hizo una versión de “Mañana será igual”, de Barricada, y ellos son mi debilidad.
Y me gusta porque su música me ha mantenido en pie cuando he tenido que volver a brindar con extraños o he sentido lo que es tener el corazón roto.
Me gusta Calamaro, en fin, porque cada vez que oigo Crímenes perfectos, empiezo a sangrar por dentro un esperma que mata, desinfecta todos mis gérmenes (excepto el de la envidia cochina) y hace nacer cada mañana las cosas sencillas por las que merece la pena vivir: una cerveza fría, un beso ardiente, una buena canción.
Patxi Irurzun