Club de lectura de invierno
«NO ENCONTRÉ ROSAS PARA MI MADRE»
José Antonio García Blázquez
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 16/01/21
Como si fuera un presagio, y aunque seguramente solo responda a una moda tipográfica de la época, la edición del Círculo de lectores que popularizó el libro del que hoy hablamos, No encontré rosas para mi madre, muestra el título de la obra y el nombre del autor en minúsculas.
José Antonio García Blázquez fue finalista con ella del Premio Alfaguara, vendió trescientos mil ejemplares de la misma, hubo una adaptación cinematográfica dirigida por Francisco Veleta Rovira y protagonizada por “la mujer más guapa del mundo”, así llamaban por entonces a Gina Lollobrigida, y por Concha Velasco (quien años más tarde exageraría su participación en el filme calificándolo como pornográfico)… Blázquez llegó incluso a ganar el Premio Nadal en 1973, con la novela El rito. Pese a todo lo cual, hoy en día el escritor extremeño es un autor desconocido, algo que resulta sorprendente si tenemos en cuenta que No encontré rosas para mi madre ha resistido muy bien el paso de los años y su lectura, su estilo sobre todo, es sorprendentemente actual, a diferencia de otras obras de autores de la época (por ejemplo, un año antes de que García Blázquez ganara el Nadal la novela premiada fue Groovy, de José María Carrascal, a quien la seducción por el ambiente hippie de Nueva York que retrata en la misma solo le dejó como poso unas corbatas de colorines que lucía en los telediarios mientras de su boca salía un batallón de sapos y culebras afiliados a VOX).
Contra la prosa garbancera
Tal vez sea la modernidad de la novela de Blázquez, en realidad, lo que explique su olvido: a veces es tan perjudicial llegar tarde a la foto como llegar antes de tiempo. Claro que en el caso de José Antonio García Blázquez también se da la circunstancia de que nunca mostró demasiado interés en aparecer en esa foto, es decir, siempre fue reacio a hacer el payaso en el gran circo de la literatura o, mejor dicho, de la industria editorial, tal y como se desprende de algunas, no muchas entrevistas, que a pesar de todo concedió.
José Antonio García Blázquez nació en Plasencia en 1940. Trabajó como traductor en diferentes organismos internacionales a lo largo de toda su vida. Sus personajes, como él, deambulan entre esos dos escenarios, la localidad natal —convertida unas veces en ese paraíso perdido que es la infancia, otras en ese infierno de los pueblos pequeños—, y las grandes ciudades como París, Nueva York, Barcelona…, en donde esos personajes se mueven a la deriva, arrastrados por las mareas de la soledad, la búsqueda o la locura. Además de No encontré rosas para mi madre, su gran éxito comercial, y El rito, la novela con la que ganó el Nadal entre Carrascal y Umbral (bueno, por medio también lo hizo Luis Gasulla, pero nos fastidiaba la rima), publicó otras obras como Señora muerte, que el propio autor consideraba su mejor novela, o Los diablos, un intento por superar el realismo social predominante en la literatura de aquellos años (la obra se publicó en 1966), realismo al que calificó de garbancero, del mismo modo que décadas atrás había hecho Valle-Inclán para referirse a la obra de Galdós. José Antonio García Blázquez murió en 2019, sin grandes reconocimientos: una calle con su nombre en Plasencia y algunas necrológicas en la prensa local.
Rara pero bonita
Los obituarios coinciden en resaltar algunos rasgos del carácter del escritor que quizás nos den el quid de la cuestión: su carácter asocial y huidizo (al menos en lo literario) que le hacía alejarse de las camarillas de escritores y de los medios de comunicación. “Desde luego el que sale en la televisión es porque se mueve, y yo no tengo ni tiempo ni ganas”, declaraba por ejemplo en una entrevista al diario ABC en 1981, en la cual también tiraba con balín contra Vargas Llosa o denunciaba la amenaza que suponía para los escritores de verdad la irrupción de otros “escritores” como Susana Estrada, Jimmy Giménez-Arnau o Lola Flores, además de dejar claro que en sus obras no hacía concesiones comerciales ni se plegaba a los cantos de sirena que entonan las editoriales para otorgar determinados premios o promocionar determinadas obras o booms literarios. Por supuesto, con semejante tarjeta de presentación, Blázquez también añadía que no pretendía vivir de la literatura. “No considero la literatura como una profesión. Si para mí se convirtiera en una rutina, el arte desaparecería”.
En la misma entrevista el autor señala que lo que a él le gustaría que dijeran de su novela es “qué novela más rara, pero qué bonita”. Y aunque se refiere a su obra Rey de ruinas, podríamos aplicarlo también a No encontré rosas para mi madre, aunque que nadie se asuste, esta, la novela que nos ocupa es una novela totalmente legible y accesible, de hecho esa es una de sus virtudes. En ella se narran las peripecias de Jaci, un joven enamorado de manera edípica y posesiva de su madre, y que, incapaz de soportar cómo esta cae en brazos de otros —los huéspedes que pasan por la habitación que se ve obligada alquilar tras caer en ciertas penurias económicas—, se aleja y vuelve una y otra vez a ella, topándose en sus huidas con toda clase de personajes, prostitutas, protoquinquis, enfermos mentales, entre los que Jaci (Jacinto) ejerce cierto magnetismo sexual. Eso en cuanto al argumento, que quizás, como en todas las obras literarias, sea lo de menos, lo importante es la manera en que José Antonio García Blázquez nos hace vagabundear con su protagonista, mediante una prosa en la que se mezcla un humor que recordaría a las novelas del detective sin nombre de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, etc.) si no fuera porque esta novela en realidad es anterior a ellas; unos diálogos a veces chispeantes otras absurdos; unas inmersiones oníricas y delirantes en la mente algo averiada del narrador (la novela está contada en primera persona); y, sobre todo, unos chispazos de poesía, unas metáforas brillantes que perlan la lectura como quien no quiere la cosa (“Desde mis muslos subieron canciones infinitas”).
Una extravagante naturalidad
A menudo, cuando se trata de elogiar una novela se utilizan términos como carpintería, mecanismo, arquitectura, pero lo cierto —bueno, esta es una opinión particular— es que en la mayoría de las ocasiones en realidad se trata de su música, de la manera en que lo que vamos leyendo fluye en nuestra cabeza, del modo en que las palabras están colocadas una tras otra, hasta tal punto que si lo estuvieran de otro descarrilarían. Y en No encontré rosas para mi madre las páginas fluyen con una rara, extravagante naturalidad.
Les recomiendo fervientemente esta novela, que deberán conseguir a través de librerías de viejo o en páginas de internet, en las ediciones de Círculo de lectores o de los legendarios libros Reno. Y de paso les advierto de que no la confundan con otra de título homónimo, publicada este mismo y calamitoso año, cuyo autor es Martín G. Ramis, en una extraña decisión. Desconozco esa novela, no la he leído, me gustaría pensar que es un homenaje o un guiño —un tanto excesivo, por decirlo suavemente—a su predecesora, o tal vez, no lo sé, a la adaptación cinematográfica de Francisco Rovira Veleta, ignorando u obviando que está basada en la obra literaria de José Antonio García Blázquez, una obra literaria, por lo demás, la de este último, mayúscula.
Club de lectura de invierno
EL PEQUEÑO NICOLÁS (SEMPÉ/GOSCINNY)
Al periodista al que se le ocurrió por primera vez usar el apodo “El pequeño Nicolás” para referirse a aquel arribista con cara de pan —de pan duro como el cemento—que hace algunos años se colocó por una rendija de las cloacas del estado y comenzó a salpicar barro en todas las direcciones, habría que mantearlo en la plaza del pueblo, torturarlo hasta la agonía con el anuncio en bucle de Yatekomo de David Bisbal, obligarle a escuchar todos los audiolibros de Alfonso Ussía o de Paulo Coelho mientras se pudre eternamente en el infierno… Ustedes me disculparán la crueldad, pero es que no se lo perdonaré nunca. Igual a él su ocurrencia le pareció muy original, pero a quienes hemos leído y amado desde niños al pequeño Nicolás, al de verdad, el de Sempé y Goscinny, nos resulta inexplicable y propio de un ignorante… ¿Qué tipo de conexión, aparte de la evidente del nombre, pudo encontrar ese periodista entre dos personalidades, dos formas de ver el mundo tan enfrentadas? ¿Y no se le pasó en ningún momento por la cabeza el tremendo daño que estaba haciendo a la memoria de esta cumbre de la literatura infantil? ¿Dónde está el defensor del menor? ¿Y el de los lectores?
El auténtico pequeño Nicolás
El pequeño Nicolás, el auténtico (de hecho, para nosotros de aquí en adelante el otro, el fake, como si nunca hubiera existido) dio sus primeros pasos en un formato diferente al que todos conocemos, pues en sus inicios fue una tira cómica que Jean Jacques Sempé (dibujante) y René Goscinny (guionista; aunque entonces firmaba como Agostini) publicaron entre 1956 y 1958 en la revista belga Le Moustique. Desconozco cuál fue el motivo concreto por el que la pareja artística decidió dar el salto al relato ilustrado que haría a sus personajes universalmente conocidos. Se dice que Sempé no se sentía cómodo como dibujante de cómics, pero a mí también me gusta pensar que el universo del pequeño Nicolás —sus padres, sus compañeros del colegio, sus recreos y veraneos— le fue creciendo a Goscinny en la cabeza hasta desbordar los bocadillos de las tiras cómicas. Algo que, sin embargo, no le sucedió con otras de sus no menos famosas creaciones, como Asterix o Lucky Lucke, que sí se ciñeron al formato del cómic, y que publicó junto con otros ilustradores, como Uderzo, en el caso del guerrero galo, y de Morris en el del entrañable y desgarbado vaquero.
El cambio de la tira cómica a la narrativa, en el caso del pequeño Nicolás fue en todo caso un acierto, y cabe preguntarse incluso si las aventuras y travesuras de Nicolás habrían obtenido tamaño éxito (se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo) de no dar con esa manera de ser contadas; o incluso si hubieran sido las mismas sin las pequeñas ilustraciones de Sempé, que salpican los textos, a veces como miniaturas, siempre con ese estilo divertido y sencillo. Yo, de hecho, me recuerdo a mí mismo de pequeño tanto riéndome a carcajadas con las ocurrencias de Nicolás, Agnan, Clotario, Alcestes…, como copiando los geniales dibujos de Sempé con la punta de la lengua asomando por un lado de la boca.
El mundo contado desde la altura de un niño
En lo que se refiere a los textos de Goscinny, a la técnica y el estilo, hay varios aspectos que contribuyen a la inmediata popularidad de las historietas y a la perdurabilidad en el tiempo de las historias de este niño de clase media francesa, que todavía los pequeños de hoy, doy fe como padre y bibliotecario, siguen leyendo con pasión, a pesar de que fueran publicadas por primera vez a mediados del siglo pasado y de que retraten un mundo y una infancia en parte ya desaparecidos (por ejemplo, con escuelas segregadas por sexos; bueno, todavía hay alguna secta religiosa que mantiene esa anomalía y que, a pesar de eso, se ha beneficiado durante años de la educación concertada). Por el contrario, y a pesar de la omnipresencia de la tecnología entre los niños de hoy, estos no dejan todavía de llegar a casa en ocasiones con la ropa y los zapatos cubiertos de barro o con una mascota, un perrito o un gato al que han recogido de la calle entre los brazos, del mismo modo que lo hace Nicolás en sus narraciones.
En estas, si de aciertos y hallazgos hablamos, es probablemente el punto de vista el mayor de todos ellos. El pequeño Nicolás nos cuenta sus historietas en primera persona, es decir, ve el mundo desde su altura y desde una mentalidad infantil, sin filtros, con una manera de razonar lógica y reveladora que a los adultos el paso del tiempo y la vida nos ha ido arrebatando a sopapos. Las narraciones tienen de ese modo dos lecturas, una en la que concede a los lectores más pequeños, los que tienen la misma edad que Nicolás, el protagonismo, y les hace sentirse identificados con las correrías de este, y otra en la que los padres de ese niño se regodean viendo como a través del humor y una aparente inocencia el mundo en el que han ido siendo aprisionados se desmonta o pueden regresar por un momento a su infancia. Goscinny, en fin, escribe sabiendo que además de a los niños se dirige a sus padres, que son quienes a fin de cuentas comprarán los libros.
La escuela literaria del pequeño Nicolás
Ese modo de narrar determinó posteriormente buena parte de la literatura infantil, puso en el centro al sujeto de la misma, y creó una escuela que todavía sigue vigente, con sagas literarias como los diarios de Greg, Tom Gates o el Capitán Calzoncillos, en las que además las ilustraciones o el acompañamiento gráfico tienen gran peso. En España, el émulo más incontestable del pequeño Nicolás es sin lugar a dudas Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, quien tuvo además la virtud por una parte de acentuar ese rasgo cabroncete del carácter infantil, que en el caso de Nicolás estaba tal vez muy atemperado, y de ubicar a su personaje en un entorno de clase trabajadora, frente al más burgués o de clase media del personaje francés.
El punto de vista, de todos modos, no es suficiente si no se dispone de los recursos y el talento para materializarlo sobre la hoja impresa, y en el caso de Goscinny despliega todo un arsenal que convierten a sus historietas en magistrales e inolvidables. Por citar solo algunas, el uso de los epítetos: los amiguitos de Nicolás son Agnan, el ojito derecho de la maestra —o ese niño al que como lleva gafas no se puede pegar—; Alcestes, un niño muy gordo que siempre está comiendo cruasanes; Godofredo, que como tiene un papá muy rico le compra siempre todo lo que quiere… Y además Eudes y sus puñetazos en la nariz, y Majencio, Clotario, Rufo… Quizás el menos conocido de todos ellos sea Joaquín, quien, sin embargo y sorprendentemente, dio nombre a uno de los libros de la serie, el único que no lleva la palabra Nicolás en el título: Joaquín tiene problemas (y que posteriormente también se editó como Los problemas del pequeño Nicolás, entre otras cosas porque la elección del título original lo convirtió en el libro menos vendido de la serie).
Junto a los epítetos recurrentes (además de los citados están otros como el papá de Nicolás, que siempre está leyendo el periódico) nos encontramos la alternancia de frases cortas con otras en las que se acumulan las cópulas, con perdón, imitando la manera de hablar de los niños, oraciones que a menudo se resuelven con un final sorprendente o inesperado, siempre humorístico y que dejan al descubierto los complejos mecanismos mentales infantiles: “…y después nos enfadamos y ahora ya no vamos a volver a hablarnos nunca más”, puede decir, por ejemplo, Nicolás a mitad de uno de sus relatos, aunque al final del mismo el niño con el que se ha peleado de manera irreconciliable vuelva a convertirse en su mejor amigo.
Los cinco libros y la película
Las peripecias del pequeño Nicolás aparecieron en cinco libros, entre 1960 y 1964: El pequeño Nicolás, Los recreos del pequeño Nicolás, Las vacaciones del pequeño Nicolás, Los amiguetes del pequeño Nicolás y Joaquín tiene problemas o, como hemos visto, Los problemas del pequeño Nicolás. Posteriormente, a la muerte de Goscinny, ya entrados los 2000, la hija de este y Sempé acordaron recopilar algunas de las historias que los dos artistas habían publicado originalmente en prensa y no habían sido recogidas en ninguno de los libros, y que vieron la luz con títulos como La Navidad del pequeño Nicolás o La vuelta al cole del pequeño Nicolás. Hay además, una adaptación cinematográfica de 2009, titulada El pequeño Nicolás, pero como suele suceder en estas arriesgadas e incluso suicidas adaptaciones, el resultado es cuestionable. Para nosotros, los lectores incondicionales, de El pequeño Nicolás, este, sus amiguetes, sus padres, El Caldo, la maestra o María Eduvigis…, serán siempre los que retrató Sempé y a los que Goscinny contó —parafraseando a su protagonista— fenómeno.
Club de lectura de invierno
JOHN BARLEYCORN: LAS MEMORIAS ALCOHÓLICAS de JACK LONDON, y otros libros y escritores dipsómanos.
Publicado en magazine ON, con diarios de Grupo Noticias, 02/01/21
La primera vez que Jack London, el autor de Colmillo blanco, La llamada de la selva y otros clásicos de la literatura juvenil y de aventuras, se emborrachó tenía cinco años. Lo cuenta en John Barleycorn: las memorias alcohólicas, uno de sus libros autobiográficos en el que reconstruye su vida a partir de su relación con la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Por cierto, ¿por qué demonios se llamará así al ron, la ginebra, el whisky y otros licores? Un misterio, lo mismo que alguien como London, quien, tras iniciarse en el pimple a tan tierna edad y beberse a lo largo de su azarosa vida un océano de alcohol, fuera capaz de recordar nada. Igual es que se lo inventó todo. Sea como fuere, a nosotros nos gusta creer sus historias, pues estas están pobladas de piratas, buscadores de oro, pescadores de perlas, boxeadores, revolucionarios… (y en cierto modo es esto también, como veremos a continuación, lo que determina la dipsomanía del escritor).
Primeras borracheras, primeras resacas
Solo dos años más tarde de aquella inaugural borrachera, cuando contaba siete, London volvió a beber. A pesar de semejante precocidad, el autor asegura en sus memorias que no había en él una predisposición genética al alcohol; que tampoco, como a cualquier niño pequeño, le gustaba el sabor del mismo (no le gustó nunca, en realidad); o que junto con las primeras melopeas llegaron las primeras resacas y estas fueron especialmente severas para tan tiernas meninges. ¿Por qué, pues, el escritor californiano se lanzaba de esa descuidada manera en los brazos del corruptor de menores John Barleycorn —con ese nombre es como personifica al alcohol London en sus memorias, un compañero que nunca le abandonará en su vida y al que amará y odiará a partes iguales—? Pues por dos razones muy sencillas: primera, porque el alcohol estaba allí, en todas partes, inevitable; y, segunda, porque cuando bebía, London, que era un chaval muy listo, se percataba de que pasaban cosas.Por ejemplo, con esta segunda borrachera, advirtió que un niño de siete años tambaleándose hacía mucha gracia (como decían Faemino y Cansado en uno de sus números: “Míralas qué graciosas, ahí vienen las niñas, borrachitas”); y que en su caso, en el caso de Jack London, resultaba especialmente gracioso a las muchachas jóvenes, que lo acogían protectoras en sus senos.
Un modo de vida
Poco a poco, además, el futuro escritor fue siendo consciente de que su naturaleza física le había dotado de una fuerte resistencia al trago y de que era capaz de tumbar bebiendo a los más fieles discípulos de Baco, a quienes había comenzado a frecuentar en los bares, qué lugares, allá donde marinos y vagabundos de las estrellas solían alardear de sus peripecias a lo largo y ancho del mundo y de los siete mares y a los que él escuchaba embelesado. “En cualquier parte donde la vida transcurre libre y placenteramente hay hombres entregados al alcohol”, escribe London en estas memorias.El alcohol es para él, pues, un modo de vida que lo mantiene ligado a los aventureros, por los cuales se sintió fascinado desde muy pequeño, y que bebían del mismo modo que respiraban. Cuando los hombres de mundo querían celebrar algo, bebían. Bebían cuando se sentían desgraciados. Y si la vida se tornaba aburrida, ni fú, ni fá, volvían a beber, buscando una grieta o directamente el abismo.
Las memorias alcohólicas de Jack London se convierten de este modo en un recorrido, trago a trago, a la lo largo de su ajetreada biografía, y en estas páginas además de en los bares, lo encontraremos vendiendo periódicos, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, buscando el calor de la biblioteca pública de su San Francisco natal (para ser un escritor de libros de aventuras no basta con vivirlas, hay que vivir también la mayor de las aventuras, que es la lectura), tentado por el suicidio, delirando tremendamente y viendo elefantes rosas o, ya al final de sus días, incapaz de escribir si no es con su inseparable John Barleycorn sentado a su vera.
Alcohol y escritores
Jack London es solo uno más en la larga lista de escritores bebedores: Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Truman Capote, Lucia Berlin (de la que nos ocuparemos en otra entrega de este club de lectura), Juan Rulfo, Marguerite Duras, Raymond Carver, Edgar Allan Poe (aunque en el caso de este parece que le bastaba apenas un vaso para emborracharse, al igual que a Fernando Arrabal, al menos si ese vaso, de chinchón en su caso, se mezcla con su medicación, como afirma que sucedió en su etílica y milenarista aparición en aquel programa de Sánchez Dragó —Sánchez Dragó, por su parte, no sabemos si bebe pero sí que a menudo delira—). Y Charles Baudelaire, Jim Thompson, Raúl Nuñez (Derramaré whiski sobre tu tumba, se titulaba una de sus estupendas novelas), Anne Sexton… La nómina es interminable (para quien quiera abundar en ella, hay un interesante trabajo sobre el tema titulado Alcohol y literatura, de Javier Barreiro).A algunos de los escritores su dipsomanía les costó incluso la vida, como al poeta Dylan Thomas, quien falleció tras trasegar dieciocho vasos de whisky y rematar la faena con esta frase: “Creo que he batido algún récord”, o al menos eso cuenta la leyenda; una autopsia, por el contrario, revela que fue una neumonía lo que le llevó a la tumba.
Bukowski y Fante
Claro que si hay un escritor en el que el alcohol está omnipresente, tanto en su vida como en su obra, es Charles Bukowski. Sus relatos están jalonados de bares, borrachos, vomitonas y otras placenteras evacuaciones en los días de resaca, pensiones de mala muerte, textos escritos en modo dios bajo el influjo del alcohol que acaban en la papelera al día siguiente, peleas… (y no sigo por no dar más argumentos a quienes a menudo suelen reducir la obra de Bukowski a estas escenas y otras sobre folleteo, o a su indefendible misoginia, obviando su afilado y transgresor existencialismo, su lirismo de lo cotidiano, o su endiablado ritmo narrativo). Bukowski, por cierto, como Arrabal, también protagonizó una memorable entrevista beoda en la televisión, en este caso francesa, en el programa “Apostrophes” de Bernad Pivot, donde se bebió a morro varias botellas de vino blanco. Y como Dylan Thomas, Bukowski también le vio la cara a la muerte después de una borrachera, o de una tras otra, si bien él tuvo la sangre fría o la resistencia física de Jack London multiplicada por diez y fue capaz de escupirle en la boca a la parca, después de una hemorragia estomacal, que se curó tomándose un trago al salir del hospital y continuando bebiendo otros cuarenta años más.Lo cuenta el periodista Barry Miles en su biografía sobre el máximo exponente del realismo sucio, en la que además nos revela otros lances de la vida de Bukowski, como la oferta de Madonna para que el escritor posara en su libro de fotografías eróticas; la noche que pasó en la misma habitación que solía ocupar Janis Joplin en el Hotel Chelsea (y en la cual esta hizo la famosa felación de la canción homónima a Leonard Cohen); o el día que Bukowski visitó a su —y nuestro— admirado maestro, John Fante, en un hospital, mientras desde una de las habitaciones contiguas, Johnny Weissmüller agonizaba entre alaridos a lo Tarzán, convencido de que era el auténtico hombre-mono.
Todo lo cual, hablando de John Fante, nos lleva a concluir recordando que uno de sus hijos, el también escritor Dan Fante (quien narró su infierno con el alcohol —y también su rehabilitación— en libros como Chump Change), cuenta en una entrevista algo que intenta explicar el por qué de la tan a menudo estrecha relación entre alcohol y escritores: “Mi padre bebía mucho pero no era exactamente un alcohólico, lo que intentaba era deshacerse de algo que había en su interior. En la parte inferior de las botellas suele poner spirit (espíritu) y lo que hacen los autores es exactamente eso: perseguir el espíritu”.
Es, en fin, otra forma muy literaria de decir que eres o has sido un borracho, pero resuelve al menos el misterio sobre el nombre de las bebidas espirituosas.
Club de lectura de invierno
EL TESORO DE LA SIERRA MADRE, de B.TRAVEN
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 19/12/20
“¿Qué libro me llevaría a una isla desierta? Mientras sea uno de Traven me da lo mismo”. Eso es lo que decía Albert Einstein sobre el autor que nos ocupa hoy en este club de lectura que vuelve a las páginas de ON —vamos a chulear un poco— por aclamación popular.
El Traven al que se refiere Einstein es Bernard Traven, pero también podríamos llamarlo Hal Croves, Ret Marut, Traven Torsvan, entre otros muchos seudónimos, e incluso Esperanza López Mateos, es decir, el nombre de una de sus traductoras al español, la cual también se llegó a especular que fuera —además de la hermana de uno de los presidentes de la república mexicana— la autora oculta tras los seudónimos de este misterioso escritor. Hay incluso algunas desmelenadas hipótesis que identifican a Traven con el mismísimo Jack London, que habría escenificado su suicidio para reencarnarse en el autor de El tesoro de la Sierra o El barco de los muertos.
En realidad, a menudo era el propio Traven quien se encargaba de sembrar la confusión y hacer crecer el misterio en torno a su persona, empeñado —quizás con una estrategia equivocada— en reivindicar la importancia de las obras por encima de la del autor.
No se sabe mucho, en todo caso, sobre B.Traven. Parece consensuado por la mayoría de sus biógrafos que entre las firmas que empleó en sus diferentes obras la de Red Marut es la que responde con más fiabilidad a su identidad real. Al menos eso fue lo que aseguró su viuda, Rosa María Luján, si bien esta añadió a continuación que en la cabeza de Traven “estaba todo tan hecho bolas que él mismo desconocía la realidad”.
Red Marut versus Bernard Traven
Red Marut nació, presuntamente, en 1882 en la por entonces ciudad alemana, hoy polaca, de Schwiebu. En su juventud fue mecánico, actor de teatro ambulante, activista político… Acusado de incitar a la rebelión en periódicos anarquistas o de participar en las consejos revolucionarios de la República de Baviera, fue condenado a muerte, pero lograría huir a Inglaterra primero y más tarde a México, donde pasaría el resto de sus días y donde escribiría sus libros, en uno de los cuales, por cierto, mató a un personaje que se llamaba… ¡Red Marut! ¿Intentaba acaso borrar de ese modo su pasado? Quién sabe, lo cierto es que la cabra siempre tira al monte y en México Marut/Traven frecuentaría a destacados artistas y revolucionarios, como Diego Rivera, Frida Kahlo o un mecánico nicaragüense apellidado Sandino, a favor de quien recolectaría fondos cuando este acabara convertido en el famoso rebelde nicaragüense.
Red Marut, es decir Bernard Traven, murió en Ciudad de México en 1969 y sus cenizas fueron esparcidas en el río Jatajé, en la selva de Chiapas, donde se estableció durante algunos años y sobre la que escribió obras como La rebelión de los colgados.
Su obra más conocida es, no obstante, El tesoro de la Sierra Madre, y es curioso, porque más arriba comentábamos que la estrategia de la confusión de Traven para fijar la atención en los libros en lugar de en quien los escribía no fue quizás del todo acertada y, de hecho, hemos llegado hasta aquí sin comentar todavía nada sobre esta novela de aventuras, más interesados en la misteriosa identidad de quien lo escribió.
Una montaña maldita
El tesoro de la Sierra Madre nos cuenta la historia de Fred Dobbs, un norteamericano que vagabundea por Tampico mendigando y buscando trabajo en los pozos petrolíferos, y a quien la suerte sonreirá de manera rocambolesca con un billete de lotería premiado, gracias al cual financia una expedición en busca de una mina de oro, junto con otros dos compatriotas. No obstante, la Sierra Madre, en la que los tres buscavidas buscan fortuna, está maldecida por los indígenas desde que los españoles los esclavizaron para vaciar su vientre dorado, y la empresa no tendrá un final feliz. La novela es, en fin, una historia sobre la codicia, sobre cómo esta corrompe a los seres humanos. Es la avaricia, viene a decirnos Traven, y no las maldiciones o supersticiones, la que destruye nuestros ideales.
No sabemos qué sucedió en su caso, porque El tesoro de la Sierra Madre se convirtió inmediatamente en un éxito internacional, al cual además contribuyó la famosa adaptación cinematográfica que hizo John Huston con Humphrey Bogart en el papel principal. El propio Traven asesoró al director norteamericano haciéndose pasar por su representante o agente literario, Hal Croves, quien decía conocer muy bien al autor de la novela, y trasladó algunas de sus caprichosas indicaciones a Huston, por ejemplo que uno de los actores (el padre del director) debía despojarse de su dentadura postiza para rodar.
Como curiosidad cabe señalar que Bobby Blake, el actor que interpreta en El tesoro de la Sierra Madre al niño que vende el fatídico boleto de lotería al protagonista acabaría interpretando años después (además de al detective Baretta) a un misterioso personaje en Carretera perdida, la película de David Lynch escrita junto con el novelista Barry Gidford; un personaje que aparece y reaparece o está en dos sitios a la vez, como si del mismo Bernard Traven se tratara.
Otros escritores enigmáticos
Traven no es, de todos modos, el único escritor enigmático o esquivo que ha tratado de ocultar su identidad. Ni siquiera el más famoso, pues junto a él nos encontramos con otros como Salinger, el autor de El guardián entre el centeno, Thomas Pynchon, o más recientemente la italiana Elena Ferrante, que se ha convertido en todo un fenómeno editorial y que comparte con Traven la misma idea de que lo verdaderamente importante es el texto, si bien en ocasiones da la impresión de que en realidad lo que se esconde tras todo esto no es algo tan secreto como parece y se reduce a lo mismo de lo que hablaba Traven: el vil metal, es decir, una mera maniobra comercial o de marketing (de hecho, en España hay alguna sospechosa e incluso patética réplica del caso Ferrante).
Traven, eso sí, es seguramente el escritor desconocido que mejor ha sabido dotar de atractivo, con sus sucesivas invenciones, muertes y resurrecciones, al anónimo personaje tras el que se ha escondido y que perfectamente podría haber sido —de hecho lo fue en el caso de Red Marut— uno de los protagonistas de sus magníficas novelas de aventuras.
PATXI IRURZUN
Matar un ruiseñor, de Harper Lee
Club de lectura de verano
Monroeville, Alabama. Años veinte (del pasado siglo). Un pueblito de apenas unos miles de habitantes. Dos de ellos, con el tiempo, se convertirán en dos de los grandes nombres de la literatura norteamericana. Como si, por poner un ejemplo, en Cascante hubieran nacido Ana María Matute y Miguel Delibes (bueno, en Cascante, donde nacieron Lucio Urtubia o el bandido Sanchicorrota igual no habría sido tan raro —¿qué les dan de comer en Cascante, por cierto, en qué marmita con la pócima de la rebelión se caen sus niños al nacer?—). Pero volvamos a Monroeville. En este pequeño pueblo de la América profunda se criaron juntos Truman Capote y Harper Lee, la autora de Matar un ruiseñor. Fueron ambos niños raritos y prodigio, con lo cual, en realidad, no resultaba extraño que compartieran sueños, confesiones, lecturas, ni que se retroalimentaran creativamente. De hecho, se ha especulado mucho sobre si Truman Capote fue quien realmente escribió Matar un ruiseñor, entre otras cosas porque el propio y presuntuoso Capote nunca se molestó demasiado en desmentirlo, a pesar de que en realidad solo hiciera algunas correcciones y sugerencias a la novela, del mismo modo que tampoco se molestó nunca demasiado en reconocer la aportación de Harper Lee a su obra maestra, A sangre fría. Volveremos después sobre eso
Racismo, pobreza, violencia
Matar un ruiseñor (¿o Matar a un ruiseñor? Delas dos maneras lo hemos visto escrito en las diferentes ediciones de la novela), nos narra el juicio contra un joven negro acusado injustamente de una violación, al que defiende el inolvidable y noble Atticus Finch — a quien siempre pondremos el rostro de Gregory Peck, que lo interpretó en la magnífica adaptación cinematográfica—, todo ello en el ambiente violento, racista y opresivo de un pueblito del sur de los Estados Unidos. Pero la novela es, en realidad mucho más que eso, es a la vez una novela de iniciación, y una novela del gótico sureño (género en el que podríamos incluir a autores como Tenesse Willians, Willian Faulkner o incluso algunas obras de Stephen King; novelas con escenarios asfixiantes, decadentes, protagonizadas por personajes perturbadores, aunque en Matar un ruiseñor todo esto se atempera con la visión de Scout, la narradora, una niña de 9 años), y es también a ratos una novela feminista, en la que Scout se rebela ante el papel que, por su condición de mujer, el futuro parece depararle… Una novela, en suma, que trata temas universales de la literatura como el despertar a la vida, la perdida de la inocencia, la educación o la defensa de la ética, del respeto a los seres humanos, valores encarnados en esa figura casi épica que es el personaje de Atticus Finch-Gregory Peck (a quien, por cierto, dedicó una maravillosa canción Iñigo Muguruza en uno de sus últimos grupos, Lurra); de hecho, Harper Lee tomó el nombre de su protagonista del orador romano Cicerón, llamado Titus Pomponious Atticus, conocido, según la escritora, como “un hombre sabio, culto y humano”.
La desaparición de Harper Lee
La novela se nutre en parte de la propia experiencia biográfica de la autora, cuyo padre, como Atticus, era viudo, abogado y defendió a un padre y su hijo negros acusados del asesinato de una dependienta blanca. El personaje de Dill, por otra parte, el amigo de Scout, es evidentemente un trasunto de Truman Capote. Y tras la historia de Boo Ridley, el enigmático ser que viven encerrado en una casa vecina y deja de vez en cuando mensajes y pequeños regalos a los niños en el hueco de un árbol, hay también una historia real, la del hijo de una familia de Monroeville al que esta mantuvo oculto, por vergüenza, durante 24 años tras tener algún problemilla con la justicia.
La propia Harper Lee se convirtió en una especie de Boo Ridley, es decir, en una ermitaña, tras la publicación de la novela (que estuvo a punto de perderse para siempre cuando tras dos años y medio escribiendo bocetos, en un acceso de inseguridad, arrojó el manuscrito por la ventana de su modesto apartamento en Nueva York). Matar un ruiseñor fue, sin embargo, un éxito inmediato: ganó el Premio Pulitzer, la adaptación cinematográfica obtuvo tres Oscar y a lo largo del tiempo la novela ha vendido más de treinta de millones de ejemplares. Pese a lo cual fueron mínimas las apariciones públicas de Harper Lee, quien no volvió a escribir, o al menos a publicar ninguna otra obra (Ve y pon un centinela es anterior a Matar a un ruiseñor, y en realidad uno de esos bocetos de esta, que fue recuperado en una operación de marketing editorial apenas un año antes de que la escritora muriera, con casi noventa años).
A sangre fría
Todo lo contrario a esta actitud misántropa de Harper Lee fue la mantenida por su amigo Truman Capote, a quien la fama, la vanidad y la vida social lo perdían, y al que le reconcomía saber que Harper Lee había ganado un premio como el Pulitzer, que él siempre anheló y nunca consiguió, ni siquiera con A sangre fría, a la que, como decíamos más arriba, también contribuyó en cierto modo la escritora de Monroeville. Truman Capote (que, por cierto, tomó su apellido de su padre adoptivo de origen canario) viajó hasta Holcomb, un pequeño pueblecito de Kansas para investigar el truculento asesinato de una familia y lo hizo acompañado de su íntima amiga, la autora de Matar un ruiseñor, quien fue quien rompió el hielo entre los recelosos vecinos, poco acostumbrados a tratar con personas como el estrafalario escritor, quien, homosexual, deslenguado y con la voz pituda, debía de ser en Holcomb un perro verde (aquellos primeros días de Harper Lee y Truman Capote juntos en Holcomb aparecen reflejados en la película Capote, de Bennet Miller).
Fue, pues, Harper Lee quien inició las investigaciones, aunque el carácter magnético de Capote no tardaría en imponerse y tomar el mando del trabajo, que sufrió un giro decisivo cuando el escritor pudo conocer e intimar con los dos autores de la matanza, condenados ambos a muerte, de quienes nos describe tanto su vida antes del asesinato como sus últimos días, hasta componer ese gran reportaje, es monumental novela de no ficción que es A sangre fría. El papel de Harper Lee, sin embargo, no parece limitarse al de rompehielos, como demuestran algunas revelaciones periodísticas que hizo uno de sus biógrafos, tan solo dos meses después de la muerte de esta, cuando hizo público un artículo sobre el asesinato de Kansas que Lee había escrito para una revista del FBI. Por lo demás, Harper Lee también intentó escribir su propio A sangre fría, pues durante algún tiempo estuvo investigando un caso similar, el de un reverendo que había asesinado a varias personas para cobrar su seguro de vida y que posteriormente sería asesinado por el hijo de una de las víctimas, un proyecto del que finalmente desistiría (aunque uno de sus amigos cercanos asegura que en realidad escribió el libro, con lo cual cualquier día nos llevamos otra sorpresa, u otra decepción), como desistió literariamente de todo lo demás, seguramente atenazada por la imposibilidad de superar una de las novelas más destacadas e inolvidables del siglo XX, como es Matar un ruiseñor.