LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS, de Emilio Carrere
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 28/08/2
A La torre de los siete jorobados podríamos calificarla, para entendernos más que nada (porque en realidad es una novela incalificable, rara, excéntrica en la que confluye el folletín, lo policiaco, el humor, lo fantástico, incluso lo cabalístico…), como una novela de misterio. Empezando por su propia autoría. Pues aunque esta se atribuye (podríamos decir también que para entendernos) a Emilio Carrere, uno de los más destacados escritores de la bohemia madrileña de finales del siglo XIX y principios del XX, parece cada vez más claro que, tal como demuestra Jesús Palacios en el prólogo a la edición de 1998 de la editorial Valdemar, en realidad el cogollo del libro fue escrito por un autor algo menos conocido: Jesús de Aragón, alias Capitán Sirius, que fue además quien ideó toda la trama que particulariza a esta rara avis de la literatura española, es decir, la siniestra y criminal banda de jorobados que protagonizan la obra y la ciudad subterránea que estos habitan bajo las calles de Madrid.
Carrere y la vida bohemia Pero vayamos por partes, como diría el descuartizador de Boston (he aquí otro ejemplo de usurpación de la personalidad, pues esta expresión se atribuye habitual y erróneamente a Jack el destripador): ¿Quién era Emilio Carrere?
Carrere, como hemos adelantado, formó parte de toda aquella pléyade de estrellados escritores (los hermanos Sawa, Pedro Luis de Gálvez, Armando Buscarini, Eugenio Noel…) que con el cambio de siglo rimaron hambre y poesía; aquellos que pululaban como almas en pena, desgreñados y con los zapatos con agujeros, por las redacciones de los periódicos, ofreciendo sus versos escritos a golpe de sabañón, o por las casas de putas, los cafés, las comisarías, dando sablazos, o pena, acarreando, por ejemplo, una caja de zapatos con el cuerpo de un hijo recién nacido y muerto y pidiendo ayuda para su entierro (el tan conocido como macabro pasaje que se atribuye a Pedro Luis de Gálvez y del que da cuenta Valle Inclán en Luces de bohemia, la obra que sin duda mejor inmortalizó a aquel grupo de artistas del hambre; otras son La novela de un literato, de Cansinos Assens o más recientemente Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada).
A Carrere, por
ejemplo, no se le caía la cara de vergüenza, porque más cornadas da el hambre
(y porque en realidad buena parte de estos escritores dedicaban más tiempo a
la vida bohemia que a la literaria, es
decir, a escribir), a la hora de ofrecer a editores y directores de los
periódicos artículos repetidos, refritos de otras obras anteriores, novelas a
las que solo cambiaban el título, incluso novelas inconclusas, armadas con poco
más que las tapas.
El Julio Verne español Es el caso de La torre de los siete jorobados. Parece ser que Carrere vendió a un editor (Juan de Palomeque, si hacemos caso a las memorias de Cansinos Assens), una novela ya publicada previamente con el título Un crimen inverosímil, que engordó marrulleramente por la mitad con varias páginas en blanco o fragmentos inconexos de otras obras. Fue esta parte de la “nueva” novela, en realidad, más de la mitad de la misma, la que Jesús de Aragón, el Capitán Sirius, un hoy olvidado autor de novelas de ciencia ficción y misterio (al que, sin embargo, se conoció en su época como el Julio Verne español), tuvo que recomponer por encargo del estafado editor, imitando el estilo de Carrere y llevando el gusto por lo estrambótico y lo arcano de este hasta el feliz extremo de inventar la secta de los jorobados y ese Madrid de galerías bajo tierra por las que este negro literario nos conduce con una luminosa antorcha en la mano.
Jesús Palacios
coteja concienzudamente en el prólogo citado anteriormente los pasajes de la
novela que se pueden atribuir a un autor y a otro. La suma da como resultado
una novela extravagante, un alocado folletín de aventuras, una novela de
misterio escrita por una especie de Edgardo (así se referían a su admirado Edgar Allan Poe) chulapo, que mantiene
al lector con la boca abierta y la respiración contenida, pues por La torre
de los siete jorobados desfilan aparecidos, resucitados, alquimistas…
todo ello contado a la vez con un tono zumbón, que da la impresión a veces de
mostrarse descreído con la propia y fantástica trama, pero sin que esta se
resienta en ningún momento.
Tortugas humanas Ese tono castizo y siniestro, esa mezcla de azucarillos, ratas y aguardiente, lo mantiene otro Edgar, Edgar Neville, en la adaptación al cine que realizó en 1944 en una película igualmente excepcional por su rareza dentro de la cinematografía española. En ella, Neville muestra cierta conmiseración con los malvados jorobados de la novela, pues sugiere que si crean esa ciudad subterránea de galerías y abismos que solo ellos conocen se debe a que allí pueden sentirse plenos, libres, a salvo de las burlas y las miradas de los “normales”, de todos aquellos que únicamente los quieren para frotar por sus chepas los billetes de lotería o las fichas del casino (“Estas simpáticas y tristes tortugas humanas llevan en su mochila el talismán de la buena ventura”, escribe Carrere).
Lizarraga, artista en el exilio Pero antes que Neville hubo otros intentos por llevar al cine La torre de los siete jorobados que a pesar de resultar infructuosos es de justicia mencionar, como el del artista pamplonés Gerardo Lizarraga, a quien recientemente han reivindicado Blanca Oria y Juan Zapater con un documental (Estrellado), diferentes estudios y conferencias y una magnífica exposición (Gerardo Lizarraga. Artista en el exilio) que ha permanecido meses en el Museo de Navarra. Lizarraga, pintor, publicista, muralista…, se codeó a lo largo de su vida con artistas de la talla de Julio Romero de Torres, Salvador Dalí, Leonora Carrington, Ernest Hemingway o Remedios Varo (con la que estuvo casado), pese a lo cual y a la calidad y variedad de sus propias obras es —o ha sido hasta hace poco— un artista silenciado y desconocido. Tras el golpe militar del 36 huyó y fue internado en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer (de donde consiguió salvar milagrosamente varios de los dibujos e ilustraciones que allí realizó) y posteriormente se exilió a México. Lizarraga estuvo, además, vinculado durante toda su vida artística al mundo del cine. Participó, por ejemplo, en la adaptación cinematográfica de Fiesta, la novela de Hemingway, para la cual pintó decorados y cuadros taurinos, además de protagonizar un cameo junto a Ava Gardner, dándose la casualidad de que entre el atrezzo de la película se reencontró con un cartel festivo (el que anunciaba los sanfermines de 1930) que él mismo había pintado años atrás. Y también años atrás —es a lo que íbamos— Lizarraga proyectó dirigir La torre de los siete jorobados, atraído sin duda por los escenarios surrealistas y fantásticos que se describen en la novela (y que Neville reprodujo muy atinadamente en su película, sobre todo con una impresionante escalera curvilínea de estilo expresionista que se hunde en las profundidades de la tierra de cartón-piedra). Lizarraga, por el contrario, hubo de desistir en su empeño por culpa del estallido de la guerra civil.
Novela frankenstein La torre de los siete jorobados es, en definitiva, una novela rara, cuyo proceso de escritura —y sus adaptaciones al cine— son en sí mismo otros folletines; una novela frankenstein (de la novela de Mary Shellie, por cierto, también hablaremos en la próxima entrega) cuyas costuras y cicatrices dan como resultado una obra tan inquietante como gozosa que hará las delicias de los lectores más bizarros, en todos sus sentidos, es decir, de los más extravagantes, pero también de los más valientes. Anímense.
EL TRIUNFO, de FRANCISCO CASAVELLA y otras novelas quinquis
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 21/08/21
El Vaquilla, José Luis Manzano, Sonia Martínez, Dum-Dum Pacheco, los supermirafioris, los tirones, El Pico, Perras callejeras, El Pico 2, los chutes de heroína en primer plano, los navajeros, nuestras madres apuntándonos a judo para defendernos de los navajeros… ¿Quién no recuerda a los quinquis y el cine que los reflejó, las películas de Eloy de la Iglesia o de José Antonio de la Loma?
Aquel fenómeno social, aquella realidad de los años setenta y ochenta fruto de un desarrollismo salvaje que arrojaba a la cuneta, a los descampados, poblados y barrios de aluvión, a cientos de jóvenes de clase trabajadora —condenados, no obstante, al desempleo, la heroína, y la delincuencia, en ese orden— fue documentada fielmente por el cine quinqui, cuyas películas eran a menudo interpretadas por los propios delincuentes juveniles, convertidos de ese modo en héroes populares y trágicos, con tristes finales en la mayoría de los casos. El cine quinqui se reivindicó como un subgénero en sí mismo, que también tuvo su banda sonora: Los Chichos, los Chunguitos, Los Calis, La banda trapera del río, Burning…
Un
escritor sobrado La
literatura, sin embargo, apenas se ocupó de estos bandoleros de extrarradio,
con honrosas excepciones, como la primera y brillante novela de Francisco Casavella, El triunfo (1990),en la que se narra la historia de cuatro rateros de poca monta
atrapados en el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el dominio del
Barrio (entiéndase el barrio chino de Barcelona).
Francisco Casavella, escritor enorme y malogrado (murió con
45 años, apenas unos meses después de recibir el Premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, y tras haber
escrito obras descomunales como la trilogía El
día del Watusi), se llamaba en realidad Francisco García Hortelano, es
decir, compartía apellidos —que no parentesco— con otro famoso escritor, Juan García Hortelano, lo cual le llevó
primero a leer sus obras y después a dedicarse a la literatura. Es como si te
llamas Guillermo y te apellidas Séspir, con esas gracias no te queda otra que
probar suerte escribiendo, suerte que en el caso de Casavella le fue favorable.
Su primera novela, El triunfo, tenía de hecho un título premonitorio y reveló que nos encontrábamos ante un escritor de fuste. En ella, como decimos, se cuenta la vida de Palito (el narrador), el Topo, el Tostao y el Nen, cuatro jóvenes rumberos barceloneses que asisten a una guerra entre la vieja guardia, un grupo de legionarios que ha controlado el hampa del Raval, y los nuevos kies, los “moros” y los “negros”, que irrumpen con fuerza en el barrio. Junto a la narración en primera persona de Palito, que podía ser la extrapolación a la literatura de El Torete o el Pirri interpretándose a sí mismos en el cine, y que se vale de la jerga y el buen oído del autor (algo fundamental a la hora de escribir novelas quinquis), aunque sin despreciar una elaboración literaria o poética del discurso… junto a esa narración de Palito, decíamos, en la novela se intercalan una serie de capítulos en los que el Ghandi, el capo del barrio, expone su visión de la jugada, en este caso con un lenguaje más lírico, incluso arcaico, en un contraste que parece un alarde de Casavella, mostrando de partida todas sus cartas de escritor sobrado (de talento).
El
triunfo es mucho más que una novela sobre quinquis, rebasa con
creces el carácter documental, y en ella también late una tragedia clásica, el
enfrentamiento entre un hijo (el Nen) que intenta desagraviar la memoria de su
padre, y aquel que se lo arrebató, el Ghandi, quien representa la fuerza bruta,
la ley del más fuerte y de la costumbre; y es, además, una novela que junto con
la oralidad, el lenguaje callejero, bebe de fuentes clásicas, de Shakespeare (a
quien se cita al inicio) o del Diablo Cojuelo (el Nen y los rumberos buscan
refugio a menudo en los tejados, sobrevuelan su destino trágico en la tierra,
observando la ciudad desde las alturas y alejándose de ella, de su violencia y
su crueldad, mientras cantan rumbas y beben vino).
La
lírica lumpen
Tal vez sea El triunfo de Casavella la
primera, o una de las primeras novelas quinquis, si bien es cierto que en la
literatura española existe una larga tradición de obras sobre el hampa o la
pequeña delincuencia, que va desde la literatura picaresca (¿qué es sino una
novela quinqui Rinconete y Cortadillo?),
pasando por las novelas de los bajos fondos de Madrid de Baroja (la trilogía de La
lucha por la vida) o Galdós (Misericordia, Nazarín…) hasta el
Pijoaparte de Marsé, la Cecilia Ce
de Mercè Rodoreda o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.
Y, hablando de literatura quinqui, no podemos desde luego
obviar algunas de las novelas —posteriores a la de Casavella— de Montero Glez, como Manteca Colorá, Talco y bronce o
Sed de champán (con aquella primera frase memorable: “El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en
el mundo que jamás le daría por el culo”).
Montero
Glez, como Casavella, cuenta en ellas historias de soldados rasos, pobres
diablos reclutados por la fuerza o por las circunstancias para guerras entre
narcos o grupos de delincuencia organizada… Por esas trincheras de barrio bajo
pululan prostitutas, pequeños camellos, ladronzuelos, pícaros… Y como
Casavella, Montero Glez posee por una parte el don del oído, la capacidad de
captar la voz de la calle, de los barrios, el nuevo y cambiante lenguaje de
germanía, y por otra de convertir toda esa materia prima en una suerte de afinada
lírica lumpen o rumba literaria.
Otras novelas quinquis
Algo de lo que, en mi opinión, adolece Javier
Cercas en Las leyes de la frontera,
con la que intentó acercarse al fenómeno quinqui, y en su caso a la figura de
El Vaquilla, emulada a través del Zarco, el protagonista de la novela, a la
cual le falla el tono, como le falla el oído al autor (el resultado viene a ser
como cuando alguien intenta imitar a un rapero colocándose una visera al
revés).
La novela de Cercas, según él mismo ha reconocido, parte de una visita que hizo en su juventud a un poblado de barracas en Girona y la impresión que le causó, por una parte, y, por otra, de una exposición que el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) dedicó a los quinquis y cuyo catálogo, titulado Quinquis de los ochenta, es un buen compendio de esa subcultura, en el que se recogen testimonios, carteles de películas, carátulas de discos y casetes… No hay, sin embargo, apenas alusiones a la literatura (excepto a Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, de David González, que ya citamos aquí en otra ocasión).
De haber sido así, de haberse dedicado un apartado a los libros, además de las novelas de Casavella o Montero Glez, podríamos haber incluido en él, entre otros (a la hora de citar siempre se corre el riesgo del olvido o la ignorancia, pido disculpas) a Paco Gómez Escribano (Yonqui, Manguis, etc.), Eduardo Romero y su Autobiografía de Manuel Martínez o a Gabriel Oca Fidalgo, un tan magnífico como desconocido autor leonés, que además de haber conocido de primera mano los infiernos de la heroína, se ha inyectado en vena también a escritores como Celine, Bukowski, Burroughs o El Ángel, y se nota, vaya que si se nota, en sus recomendables novelas La carretera muerta, Ansiedad o la última de todas ellas titulada, precisamente, Una novela quinqui.
DIEZ DÍAS EN UN MANICOMIO, de NELLIE BLY y otros libros sobre locos
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/08/21
La isla de Roosevelt, entre Manhattan y Queens, a la que además de en metro se puede llegar en teleférico, es hoy un barrio tranquilo en el que viven unos diez mil neoyorkinos, una especie de remanso de paz dentro de la locura que gusanea la Gran Manzana; pero eso no siempre fue así, al contrario, en un tiempo Roosevelt, que entonces se llamaba Blackwell (pozo negro) fue una escombrera humana, el lugar en el que la ciudad arrojaba todo lo que consideraba sus despojos. Y así, en ella se estableció un penal, varios asilos para pobres, un reformatorio, un hospital para enfermedades contagiosas y — aquello por lo que fue más conocida—un terrible manicomio por el que pasaron miles de pacientes, abandonados a su suerte, además de, para dar cuenta de ello, algunos escritores y periodistas de relumbrón como Charles Dickens, que habló sobre aquel lugar en su libro Apuntes sobre América (su paso por la isla lo ficciona Vanessa Monfort en La leyenda de la isla sin voz) y, sobre todo, la reportera Nellie Bly, que escribió la impresionante crónica Diez días en un manicomio, la cual se convertiría en pionera del periodismo gonzo y con la que conseguiría cambiar, gracias a la denuncia que con ella hizo, las lamentables condiciones de vida de los locos (muchos de los cuales no lo eran) encerrados en ese siniestro centro psiquiátrico.
Cuanto más cuerda, más loca Nellie Bly, seudónimo de Elizabeth Jane Cochran, fue una de las primeras mujeres periodistas. Se inició en el oficio de un modo casi casual, respondiendo en un periódico de Pitssburgh a una columna de tono machista con una airada carta al director que llamó la atención de este, quien decidió contratarla como redactora; posteriormente, Nellie viajó a Nueva York, donde solicitó empleo en The New York World, dirigido por un tal Joseph Pulitzer, que fue quien, allá por 1887, le encargó el famoso reportaje de incógnito sobre el manicomio de la isla de Blackwell.
Para ser internada en este, Bly se alojó en una pensión para mujeres trabajadoras, en el que fingió un comportamiento lunático —aunque sin recurrir a estridencias, no se arrancó mechones de pelo, ni profirió carcajadas demoniacas, ni se comió sus propias heces— consiguiendo de todos modos que de un día para otro, con un superficial examen médico, la enviaran a Blackwell, donde se encontró con un panorama aterrador: hacinamiento, frío, maltratos físicos… Hay dos detalles que ilustran todo aquel horror. El primero: tras conversar con algunas de sus compañeras la periodista descubrió que algunas de ellas habían sido enviadas a aquel lugar por razones de lo más peregrinas, por ejemplo, por hablar alemán; y el segundo: una vez que llegó al manicomio, Nellie Bly dejó de fingirse loca y se comportó como lo hacía habitualmente, lo cual, en lugar de despertar dudas sobre su enfermedad mental, reafirmó esta. “Cuanto más sensatamente actuaba y hablaba, más loca me consideraban todos”, escribe. Por fortuna, Nellie Bly había pactado con Pulitzer ser rescatada de la institución al cabo de unos días y pudo salir de aquel pozo negro, a diferencia de otras pacientes, condenadas a ahogarse en él a menudo por culpa de malentendidos o arrebatos pasajeros y comunes de furia, que en el caso de las mujeres automáticamente se asociaban con demencia.
Precursora del periodismo gonzo La publicación por entregas del reportaje de Nellie Bly tuvo un gran impacto entre los lectores. A pesar de lo cual —tal y como señala Vanessa Monfort— muchos de quienes fueron enviados en los años posteriores a los diferentes presidios de Blackwell continuaron llegando hasta allí de manera abusiva, acusados de obscenidad y corrupción moral, en el caso, por ejemplo, de la actriz Mae West (es decir, por estrenar en Broadway una obra de teatro titulada Sex), o — por citar otra ilustre huésped de Blackwell— la cantante Billie Holiday—, por prostitución, cuando solo tenía 13 años (sobre Billie Holliday, quien precisamente escuchó en Blackwell por primera vez los discos de Louis Amstrong o la gran Bessie Smith, hay una recomendable y espeluznante autobiografía, Lady sings the blues, en la que la cantante narra su atormentada vida —drogadicción, hambre, racismo…—).
Como hemos señalado antes, Diez días en un manicomio fue precursora del periodismo gonzo, es decir, aquel en el que el periodista se convierte a sí mismo en protagonista y vive en carne propia aquello sobre lo que escribe, narrándolo en primera persona. Algunos de los autores más conocidos adscritos al género son Hunter S. Thompson que narró desde dentro sus experiencias con los ángeles del infierno (hasta que los motoristas descubrieron que era un infiltrado y lo apalizaron), su propia candidatura como sheriff (una de sus promesas fue despenalizar las drogas) o el psicotrópico viaje a bordo de un autobús fletado por Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que se dedicaba a ofrecer catas de LSD por los pueblos de la América profunda; otro ejemplo de escritor gonzo es el alemán Günter Wallraff, autor de Cabeza de turco, en elque, tras disfrazarse durante meses de inmigrante turco, narraba las humillaciones y racismo al que era sometido en la Alemania de mediados de los ochenta.
Más libros sobre manicomios Pero volviendo a Nellie Bly, su nombre es solo uno más dentro de una larga lista de autores que han escrito sobre la locura o desde la locura: Antonin Artaud, Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero (sobre el cual, a propósito de biografías recomendables y terribles, J. Benito Fernández escribió la magnífica El contorno del abismo), Sylvia Plath, Jean-Jacques Rousseau (que tenía manía persecutoria), Friedrich Nietszche, Jonathan Swift — el autor de Los viajes de Gulliver—… Por no hablar de novelas que transcurren en manicomios o están protagonizadas por enfermos mentales: El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena, Memorias de abajo, de Leonora Carrington (un dietario sobre los cinco días que pasó en un sanatorio de Santander, sometida a todo tipo de vejaciones), Antes del huracán, de Kiko Amat, Perorata del insensato de Miguel Sánchez-Ostiz, Cada cuervo en su noche, de F.L. Chivite o la propia Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey. Pero si hay un autor en cuya obra podemos seguir paso a paso el proceso de la locura, la aparición de los primero síntomas y el avance de la enfermedad, es Guy de Maupassant, que acabaría sus días en una clínica psiquiátrica tras diferentes episodios de pánico, alucinaciones, problemas nerviosos e intentos de suicidio. Maupassant reflejó todo ello, así como el terror ante la percepción de su propia locura, en cuentos memorables como ¿Quién sabe?,El loco, o El Horla, un diario en el que el personaje principal anota su inquietud por la irrupción en su vida de un ser invisible y misterioso que lo controla y lo vampiriza mientras duerme. “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista del cuento. Una desazón que, sin duda, ha llevado a muchos de los autores a interesarse por la enfermedad mental y a no pocos a sucumbir en ella y que tal vez no tenga respuesta, ni siquiera después de pasar diez días en un manicomio. Nellie Bly —tal y como señala en una nota cuando su reportaje, publicado inicialmente por entregas, apareció en formato de libro— consiguió al menos que las condiciones de los pacientes de Blackwell mejoraran notablemente, pues como consecuencia de su denuncia la ciudad de Nueva York destinó cada año un millón de dólares adicional al cuidado de sus enfermos mentales.
“¡Hala, y ahora tebeos!”, eso fue lo que dijo alguien la primera vez que llevé un cómic (creo recordar que era Maus, de Art Spiegelman) a una sesión de otro club de lectura. Sucedió hace ya mucho tiempo, cuando los tebeos o los cómics todavía no se llamaban novelas gráficas. Fueron rebautizados de ese modo en un intento por reivindicarse a sí mismos como una disciplina artística con entidad propia, orientada también a un público adulto y en la que el peso literario tiene tanta importancia o más que el de las imágenes.
Asocial, marginado, libre y anarquista En el caso que nos ocupa, las historietas de Makinavaja, que el genial dibujante catalán Ramón Tosas IVÀ publicó en El Jueves —y que fueron recopiladas en varios tomos, publicados primero por la propia revista satírica con títulos como Quien pelea no está muerto, Somos peligrosos, etc. y posteriormente por la editorial Dolmen siguiendo un orden cronológico—, basta con abrir cualquier página para comprobar cómo los bocadillos con el texto de los personajes se imponen abrumadoramente sobre los dibujos, los cuales tienen un carácter meramente auxiliar y que además se trazan con un estilo sencillo y feísta (el tupé del Maki es apenas un garabato), como si no quisieran despistarnos del hilo narrativo sostenido por los descacharrantes diálogos que mantienen este delincuente “asocial, marginado, libre y anarquista”, como lo definió Tijuana in Blue en una canción, y sus compinches: Popeye, El Pirata, La Maru, el Moromielda, el Pitufo…
Por si eso fuera poco, el origen del alias de Maki tiene raíz literaria, pues nos lleva hasta Bertolt Brecht y La ópera de los tres centavos, que se iniciaba con una canción a la que el propio Brecht escribió la letra y en la que narraba las peripecias de un asesino de los bajos fondos llamado Mackie Messer (Mackie el Cuchillo); canción que se popularizó rápidamente y tuvo múltiples versiones: Louis Amstrong,Frank Sinatra… o en español el Mackie el Navaja del cantante melódico José Guardiola, que es de donde “el choriso más grande que ha parido madre” toma su nombre (Miguel Ríos también versionó la canción).
IVÀ, Intento de
Variación Artística El creador de
Makinavaja, Ramón Tosas, más conocido como IVÀ (un acrónimo de “Intento de
Variación Artística”, nombre que intentó dar a un proyecto colectivo que no
prosperó y acabó asumiendo y firmando de manera unipersonal), nació en Manresa
en 1941 y murió en La Rioja en un accidente de tráfico en 1993, sin dejar por
medio apenas una triste entrevista (algo ciertamente sorprendente, tratándose
del padre de personajes tan icónicos e inmortales, auténticas cumbres de la
cultura pop –por popular—, como el Maki
o el sargento Arensivia de las Historias
de la puta mili).
Tras
foguearse en revistas como Hermano Lobo o El Papus, de la que llegó a ser
director, IVÀ comenzó a colaborar en El Jueves con las historietas de Maki, de
las que se nutrió de primera mano, tras vivir una temporada en el barrio chino
de Barcelona.
Uy lo que ma disho IVÀ desde luego tenía buen oído, pero además de eso crea el personaje con un fuerte componente político y social, altas dosis de filosofía y, sobre todo, agitando ese cóctel y convirtiéndolo en molotov con la mecha infalible del humor, de un humor bestia, políticamente incorrecto, irrenunciable, pues rebajarlo o blanquearlo sería matar a Maki (algo que en cierto modo sucedió con las adaptaciones televisivas y cinematográficas). Maki es un romántico, el último choriso, un delincuente que atraca bancos más que por necesidad por filosofía, en defensa propia… Y es también un poeta, capaz de intercalar en su discurso barriobajero auténticas perlas líricas y profundas reflexiones de carácter existencialista o tan contundentes como incendiarias proclamas políticas, siempre próximas a la acracia, junto a los “cagontó” (así, Cagontó, se tituló también un libro compilatorio sobre el autor, hoy inencontrable) y los “uy lo que ma disho” (las historietas de Makinavaja beben de la oralidad y la jerga del barrio chino pero se regurgitan sobre el papel con un lenguaje propio, inconfundible, que acaba haciendo sus propias aportaciones al vocabulario común con expresiones como “Po fueno, po fale, po malegro”).
Por
no hablar de que son, esas historietas, un fresco de aquella España de finales
de los 80 y principios de los 90, de sus villameonas, su Barcelona 92, su
Quinto centenario, sus pelotazos inmobiliarios y otras universales y olímpicas
desfachateces al lado de las cuales ladronzuelos como Makinavaja eran ciudadanos
ejemplares.
Maki en el cine
Las aventuras de Makinavaja, como decíamos antes, fueron llevadas al teatro, la
televisión y el cine, en adaptaciones que necesariamente resultaban
descafeinadas, en las que resultaba complicado —y más en aquella época—encajar
lances del cómic como el Maki tirando de recortada contra todo guardia civil o
policía que se le pusiera por delante, o su madre, La Maru, una vieja
prostituta del Raval, ganándose la vida con sus pajas alegres, es decir,
masturbando a sus clientes con cascabeles en las muñecas. A pesar de lo cual,
dichas adaptaciones tenían cierta gracia.
Maki
fue interpretado por Ferrán Rañé en
el teatro (con música de Pata Negra), en el cine por Andrés Pajares (hubo dos películas: Makinavaja, el último choriso y Semos
peligrosos, uséase, Makinavaja 2) y en la televisión por el gran Pepe Rubianes.
Aunque
El Maki que todos recordaremos siempre será el de IVÀ, el del flequillo como un
garabato y los abigarrados bocadillos con sus diálogos afilados y
desternillantes, convertido en un clásico de la historieta, el tebeo, el cómic,
la novela gráfica, como queramos llamarlo.
Por cierto, y para acabar, después de aquella primera vez que llevé un “tebeo” a un club de lectura, vinieron otras muchas (Arrugas de Paco Roca, Persépolis de Marjane Satrapi, Píldoras azules, de Frederik Peeters… etc.) y ahora son los propios lectores, la mayoría de los cuales antes no habían tenido contacto con el género, los que reclaman más, lo cual resulta emocionante, iba a decir, conteniendo las lágrimas, pero no, será solo “el humo el sigarrillo, que se ma metío en los ojo”.
TIEMPO DE LLORAR Y OTROS RELATOS, de María Luisa Elío
Yo tenía ya más de treinta años cuando supe que los
Escolapios, el colegio en el que estudié de niño, fue durante el golpe de
estado de 1936 cuartel general y centro de detención de los requetés, quienes
junto con las milicias falangistas asesinaron en cunetas y paredones de todo
Navarra, donde no hubo frente de guerra, a más de tres mil personas. El
mismo patio contra el que más de una vez, durante los recreos, estampé mi nariz
en los partidos a cara de perro de una clase contra otra, se tiñó de otra
sangre cuarenta años atrás, cuando los detenidos se arrojaban desde los
ventanales de nuestras aulas, incapaces de soportar la idea de que les
aguardaba una muerte segura, sin juicio, sin razón, por Cristo, por España y
por la puta cara. Las clases en las que los curas nos enseñaban a ser como Dios
mandaba, fueron hacía no tanto tiempo calabozos siniestros en los que se
torturaba salvajemente en el nombre de un hombre —el hijo de ese dios— clavado
en una cruz, es decir, torturado también.
Balas y churros Lo cuenta Galo
Vierge en Los culpables uno de
los escasos testimonios directos de la represión fascista en Pamplona, un grito aislado capaz de atravesar el manto de
silencio que durante décadas cubrió una ciudad en la que no pasaba, no había
pasado nada, en la que muchos de nosotros crecimos ignorando que en los glacis de la Vuelta del Castillo, donde jugábamos
al escondite después de la catequesis, pasaron por la piedra a cientos de
hombres inocentes.
Galo Vierge, obrero metalúrgico afiliado a la CNT, anota en Los culpables los nombres de las
víctimas y de los verdugos, habla (con el corazón ensangrentado en la mano,
pero sin rencor) de los detenidos a los que dejaban en libertad para volver a
detenerlos por la noche y darles el paseíllo; de los fusilados reclamados meses
después a sus viudas o padres, en leva para la cruzada fascista; de los
asesinos que cuneteaban a presos y volvían después a Pamplona para postrarse de
rodillas ante Santa María la Real, en procesión por el centro de la ciudad; de
la caza humana —ni heridos ni supervivientes, era la consigna— tras la
espectacular fuga (la mayor en la historia penal de España) del fuerte de San
Cristóbal y los cientos de prisioneros que tras huir fueron abatidos como
conejos por la laderas del monte Ezkaba.
Los culpables no es el único libro testimonial que nos habla de aquel horror. En Soledad de ausencia, del juez Luis Elío, probablemente el primer detenido en Pamplona tras el golpe militar, cuenta su peripecia personal, cuando tras ser rescatado y ocultado por amigos del bando insurgente, pasó tres años enterrado vivo entre dos paredes, en un cubículo a solo doscientos metros de aquel paredón de la Ciudadela contra el que los pelotones de fusilamiento ejecutaban a decenas de detenidos mientras algunos pamploneses de bien asistían al espectáculo comiendo churros.
María
Luisa Elío y Gabriel García Márquez
Elío conseguiría finalmente huir a Francia y, tras pasar por el campo de
prisioneros de Gurs, reunirse con su familia, junto a la cual se exiliaría a
México.
Allí crecieron sus tres hijas, una de las cuales es María Luisa Elío, autora de Tiempo de llorar, el libro que nos ocupa
hoy, y pamplonesa universal, pues su nombre no solo figura en la dedicatoria de
los millones de ejemplares de una de las novelas más importantes de la
literatura del siglo XX, Cien años de
soledad, de Gabriel García Márquez,
sino que además su aportación a la misma fue determinante.
En México María Luisa Elío frecuentó, junto con su marido el
cineasta Jomí García Ascot,
ambientes artísticos y conoció a intelectuales como Juan Rulfo, Álvaro Mutis, Octavio Paz… o García Márquez, con quien
el matrimonio entabló amistad.
Fue, de hecho, María Luisa una de las primeras personas a la
que el escritor colombiano contaría, de viva voz, las aventuras de la saga de
los Buendía, y también una de las primeras a las que confiaría su manuscrito
(una de las primeras personas por tanto que se deslumbraría al leer aquello de:
“Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”). De ella y
de su marido recibió García Márquez no solo el aliento, la confianza que todo
escritor necesita tras pasar meses, a veces años a solas frente a su obra, sin
otro juicio que su propio instinto literario, sino también apoyo económico
durante años de penuria, soledad y anonimato.
Tal vez, quién sabe, si ellos no hubieran estado allí, García Márquez habría desfallecido y nunca habría escrito Cien años de soledad.
Regresar es irse En cuanto a la obra de la propia María Luisa Elío, Tiempo de llorar, la autora narra el viaje que hizo a su infancia y a su ciudad natal, en 1970, tal vez en un intento de reconciliarse con ambas, y que resulta fallido, pues lo que se encuentra en su regreso a Pamplona, junto a uno de sus hijos, es una ciudad triste, gris, opresiva, un pueblón amurallado, mojigato, santurrón y cazurro, que no le invita a otra cosa que a largarse cuanto antes por donde ha venido (de hecho, Elío arranca su novela con la famosa frase “Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse”). El relato transpira esa sensación de vacío, da incluso la impresión al lector de ser un libro fallido, inacabado, que se va desvaneciendo, pero esto a la vez es el mejor reflejo de la herida que dejó en la autora aquella ciudad y aquella niñez arrebatadas por la fuerza de las armas. La herida es, de hecho, tan dolorosa que tal y como cuenta Eduardo Mateo, biógrafo de la autora, esta tuvo que internarse a su vuelta a México en un psiquiátrico y solo así consiguió “curarse de Pamplona”, de aquella Pamplona convertida en una enorme y silenciosa tumba en cuya lápida solo era posible leer los nombres de los caídos de un bando, y en la que todavía cuarenta, sesenta años después, muchos crecimos si saber, sin que nadie nos contara que el colegio en el que nos educamos o las faldas del monte que todos los días veíamos desde nuestra ventana fueron tiempo atrás mataderos, algo que —me refiero a nuestra ignorancia—, por fortuna y una vez más, subsanó la literatura, gracias a libros como Los culpables, Soledad de ausencia, Tiempo de llorar o algunos más recientes como Sin piedad, de Fernando Mikelarena, Agerre y Garcilaso, de Iván Giménez, El escarmiento y El botín, de Miguel Sánchez-Ostiz, Los promotores del 36 en Navarra, de Aitor Pescador, Matones, de Bingen Amadoz, Entre rejas, de Hedy Herrero, Fuerte de San Cristóbal, 1938 de Félix Sierra e Iñaki Alforja, El cementerio de las botellas (Francisco Etxeberria, Koldo Pla…) , Navarra 1936, de la esperanza al terror, de Mari Jose Ruiz, Juan Carlos Berrio y Jose Mari Esparza… y al infatigable trabajo de editoriales como Pamiela o Altafaylla kultur taldea y de historiadores como José María Jurío que los hicieron posibles.