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Colaboración para blogsanfermin.com
Los reventas nos entraron donde el Moreno, el que echaba al arrebuche los viernes caramelicos o premiaba con un una pasta marrón con azúcar glas al primero que diera una vuelta corriendo a la Plaza de Toros (el Moreno era un adelantado del marketing; a la del otro kiosko, la de enfrente de los Escolapios, a la que llamábamos la bulldog, no le comprábamos nunca —o casi nunca—, aunque nos pillara más cerca del colegio).
—Eh, chavales, si os ponéis en esa fila —señalaron la taquilla de la plaza los reventas— os damos veinte duros y os compramos una bolsa de pipas de las grandes, para que os entretengáis mientras esperáis.
Y antes de contestar ya nos estaban agarrando del brazo, con las manos sudadas y las uñas negras por la tinta de las entradas y la roña de los billetes, y llevándonos a la cola.
—El dinero luego, las pipas aquí las tenéis —dijeron.
Y allá nos pusimos a esperar a que abrieran las taquillas, pelando pipas, clic, clac, y cada una sonaba como algo que se quebraba por dentro de nuestros cuerpos. Acojonaditos, estábamos. Sin atrevernos a mover un solo músculo (que no fuera el de cascar pipas). Después ya apareció el borracho aquel, y empezó a decir tonterías, y más tarde el antitaurino, con sus carteles cutres y su voz de trueno enfermo, y el borracho se solidarizó con él: “Las plazas de toros hay que reconvertirlas”, decía, “concursos, concursos de polvo sobre la arena, habría que hacer”, y las familias enteras de gitanos que también guardaban cola junto a nosotros se retorcían de risa en sus sillas de camping oyéndole e imaginándose a unos cuantos payos blancuchos con el culo al aire, y así nosotros poco a poco nos íbamos relajando y sacudiéndonos el miedo.
Después se fueron los dos, el borracho y el antitaurino, y los gitanos se echaron una siesta, y a nosotros se nos acabaron las pipas y decidimos abandonar nuestro primer trabajo, porque pensándolo bien no había derecho, ahí, sin contrato ni nada.
Al día siguiente, quedamos como siempre donde la estatua de Hemingway. Y como siempre mis amigos llegaron tarde. En realidad, no sé ni si llegaron, porque mientras estaba esperándoles, de repente vi venir pisando muy fuerte y con el ceño convertido en una grapa a uno de los reventas que la tarde anterior nos habían comprado las pipas. Salí pitando. Yo nunca había ganado una de aquellas carreras que organizaba el Moreno, pero estoy seguro de que ese día di la vuelta a la Plaza de toros más rápido que nadie nunca.
Durante todos aquellos sanfermines no pude quitarme del brazo el olor a tabaco negro y a billetes que pasaban de mano en mano. Y durante varias semanas, por mucho marketing que hiciera el Moreno, la bulldog ganó un nuevo cliente.
Patxi Irurzun
ENCIERRO TXIKI
Patxi Irurzun
Le metió un viaje… Desencajonaban las cabricas, como las llamaban algunos, de un camión aparcado de culo al final de la Estafeta, pero esos a los que les parecían tan inofensivas las vacas del encierro-txikitenían que haber estado allí, cuando una de ellas salió dando brincos, como un misil norcoreano y se llevó a Natxo por delante, lo tiró al suelo y le partió la clavícula en varios cachos. Cabricas tu puta madre. Yo solía aprovechar para visitarle en el hospital cuando por las mañanas iba a ver a mi madre, a la que habían operado de un desprendimiento de retina. Mi madre, que tenía un parche en el ojo que daba a la puerta, decía que sabía cuando llegaba yo por el olor a cuadra que me precedía. Eran algunos de aquellos sanfermines fundacionales, en los que por primera vez íbamos sueltos, y la ropa olía a petardos, champán de doscientas pelas la botella, humo de fortunas sueltos, hierbín y acera, zapatillas y calzoncillos de adolescente priápico…
El marido de la compañera de habitación de mi madre tenía el olfato aún más fino: a Arcadio, que así se llamaba, lo oía saludarme cuando todavía yo estaba por la Avenida Bayona, y aún creo yo que le oirían también en Artajona, de donde era natural.
—¿Qué tal las vacas hoy, muete, se ha descacharrao algún otro? —gritaba, y se reía, los dos se reían, también mi madre, les hacía mucha gracia eso del encierro txiki.
Los padres de entonces eran unos inconscientes, nos dejaban entrar a correr solos y sin poner demasiadas pegas, hasta un poco orgullosos. A todo el mundo le parecía tan normal todo aquello, bah, total son cabricas, bah, así van haciendo cantera, cuando la realidad era que había allá unos terneracos de sesenta kilos de peso abriéndose paso a cabezazos entre una multitud de críos cagados de miedo, un sálvese sin pueda sin primero los niños, en fin, varias clavículas y fémures rotos en plena época de estirones (Natxo, de hecho, no creció mucho más, no sé si tuvo que ver algo el viaje que le metió aquel bicho o las mierdas que empezamos a beber por aquella época: kiwi con vodka, patxarán con naranja, bulumbas… ).
Hoy algo así sería impensable. Todos los niños y niñas llevarían sus cascos reglamentarios, la mayoría de ellos correrían de la mano de sus progenitores y la mitad de estos harían cola después del encierro en vez de para comer churros de la Mañueta para poner una demanda al ayuntamiento. Que me parece todo dabuten, porque aquello era una burrada, muy castica, pero una burrada, claro que ahora los niños también juegan en la nintendo a masacrar gente o tienen que ver pasar vestidos con chistera o traje de roncalesa a delincuentes y tampoco pasa nada.
Eran otros tiempos (gesto melancólico y patéticamente viejuno al leerlo) y yo todavía tardaría muchos años en saber que priápico quería decir que te pasabas la vida empalmado.
Por entonces yo vivía en la Rotxapea, no es como ahora que técnicamente no soy pamplonés (ahora vivo en Sarriguren), pero ya entonces empezaba a ver las fiestas un poco desde fuera, o más bien era al revés, ellas me veían a mí como un intruso. Me di cuenta el día que alguien nos invitó a ver el encierro en un balcón de Santo Domingo y subimos andando por la cuesta. Yo llevaba a mi hijo colgado a la espalda en una de esas mochilas para padres guais. H tendría unos 8 meses, su cabeza era una pelotica y era lo único que se le veía asomando por ahí atrás, eso y sus dos ojos, enormes y mirándolo todo, como dos periscopios
—¡Un niño, un niño! —le señalaba la turba que esperaba a que dieran las ocho, envuelta en una manta sucia e invisible que olía a vino, tabaco, sobacos insumisos, pedos nucleares y anónimos entre la multitud, serrín de los bares…
—¡Un niño, un niño! —repetían los que se volvían a mirar, con los ojos como surtidores de kalimotxo y sonrisas psicotrópicas.
Parecía que en lugar de un niño H fuera un extraterrestre, o la Barcina quitándose la peluca de rastas, o Moisés atravesando el mar rojo (porque lo cierto es que a nuestro paso la calle se despejaba milagrosamente). Toda aquella chavalería podía pasarse días (o más bien noches, yo recuerdo sanfermines de vampiro en que la única luz que vi fue la de los bares y la de los mecheros) sin cruzarse con un niño. Yo por el contrario veía niños a todas horas, niños cagando, niños llorando, niños pidiendo a gritos biberón (por entonces solo tenía un hijo, pero es que era muy movido).
Los niños, en definitiva, estaban desterrados de la noche y del vocabulario de los menores de treinta años, quienes tampoco tenían ni idea de que existían otros sanfermines, los sanfermines de día, los sanfermines en Salou, los sanfermines con silleta… Una puta mierda todos ellos, una excusa, lo que dice uno para consolarse cuando se ha hecho viejo. No hay nada que se pueda comparar a tener veinte años y salir a quemar la ciudad, a beberte hasta el agua de los floreros, a follar como un jabato (ah, no, esto no, siempre se me escapa, siempre se me olvida que estamos en Pamplona). Claro que ahora no me metería en una máquina del tiempo ni loco, me quedo con mis extraterrestres y sus periscopios y con mis sanfermines de forastero sarrigunense. Pero comparable, lo que se dice comparable a aquellos sanfermines, nada. A mí que no me jodan.
PATO BUENO PATO MUERTO
Patxi Irurzun
—O matas al puto pato o te matamos a ti —fue la última frase que me vino a la mente, antes de que a mi coche le fallaran los frenos y se estrellara, conduciéndome hasta esta galaxia extraña, poblada de hombrecitos verdes, en la que he permanecido perdido estos últimos días.
Yo volvía a Pamplona desde mi escondrijo de los últimos meses, en un lugar que no había revelado a nadie: mi mujer, mis padres, mi camello habitual… Nunca, desde que era un adolescente, había dejado de sumergirme en la olla a presión que es la plaza consistorial el día 6 de julio a las 12 del mediodía (ni de cocerme hasta las trancas dentro de ella). Y este año tampoco iba a ser menos. Pensaba que ni siquiera esos cabronazos me iban a fastidiar el chupinazo. Pero ellos, como perros de presa, me habían encontrado.
Permítanme que me presente. Me llamo Dimas Otxoa y soy fontanero. Aunque nunca en mi vida haya puesto el culo en pompa debajo de un lavabo. A lo que me dedico (a lo que me dedicaba, mejor dicho) era a desatascar otro tipo de cañerías. Mis compañeros del servicio de inteligencia me llamaban “Señor Lobo”, porque, al igual que aquel personaje de “Pulp fiction”, solucionaba problemas. Se los solucionaba a esa panda de forajidos que nos gobiernan. Eran cosas sencillas. Chapuzas. La última, por ejemplo, consistía en romperle el cuello a Fermintxo. Fermintxo, no se asusten, era uno de los patos del parque de la Taconera. Les explico: durante las últimas semanas habían arreciado las protestas por el funcionamiento de nuestros hospitales y centros de salud: listas de espera, falta de personal…Eso, por una parte. Por otra, la psicosis sobre el avance de la gripe aviaria se extendía como el fuego en la rastrojera y algún lumbreras del Gobierno había tenido la brillante idea de cargarse un pato para que al día siguiente la noticia apareciera en el periódico. Y junto a ella un detallado informe que explicaba cómo nuestra red de salud estaba sobradamente preparada para afrontar una posible epidemia. Una epidemia que, por supuesto, nunca iba a tener lugar, porque Fermintxo era un pato que estaba hecho un toro. De ese modo, lo que quedaría de toda aquella esperpéntica historia serían algunos chistes de Oroz y la sensación de seguridad que proporcionaba saber que nuestra comunidad todavía se encontraba a la cabeza en materia de sanidad.
El caso es que yo nunca había rechazado hasta entonces una misión. Pero una cosa era hacerme pasar, en llamadas de los oyentes o cartas al director, por un experto en lenguas minoritarias bielorruso que avalaba la política lingüística del ejecutivo foral —por poner un ejemplo— y otra bien distinta convertirse en un asesino de patos inocentes. Más todavía cuando el único tablón al que se agarraba mi dignidad desde que había aceptado zambullirme en las cloacas era mi militancia en un grupo ecologista. Por otro lado, también era cierto que, si me negaba, me arriesgaba a perder un trabajo que me proporcionaba los ingresos necesarios para mantener una serie de vicios de lo más esclavos y que no me da puta la gana de detallarles porque yo con mi cuerpo hago lo que quiero.
Me encontraba, por tanto, entre la espada y la pared y retrasé la solución a aquel dilema hasta el último momento, cuando ya vestido de camuflaje en los fosos de la Taconera sostenía al pobre pato entre mis garras.
—Tienes que hacerlo, Señor Lobo, el periódico ya está impreso —me dijeron por el móvil, cuando finalmente comuniqué que no ejecutaría a Fermintxo.
—¿Y qué pasa si me niego? No podéis despedirme. Sé demasiadas cosas —jugué mis bazas.
—O matas al puto pato o te matamos a ti—contestaron. Y me colgaron. Pero yo pensé que no tendrían huevos. Así que dejé en libertad a Fermintxo, arrojé el móvil al estanque y me largué. Muy lejos. Aunque no les tenía miedo, durante una temporadita me convendría quitarme de en medio.
En cuanto a Fermintxo, no pudo eludir su condena a muerte. Algún otro fontanero con menos conciencia ecológica aceptó el encarguito y a la mañana la noticia apareció en portada, como estaba previsto.
Me dio mucha pena por el patito, pero en cierto modo me sentí liberado. Así sólo tendría que permanecer callado, dejar pasar el tiempo y esperar a que todo se olvidara.
Además esas semanas de retiro me vendrían muy bien. Aprovecharía para desintoxicarme y después me limpiaría también por dentro. Dejaría de ser el “Señor Lobo” y qué sé yo, tal vez me embarcara en el Rainbow Warriors, el barco de Greenpeace, o montaría mi propia oenegé y me iría a darles de hostias a esos cabrones que matan bebés focas en Groenlandia…
Mi particular cuento de la lechera, vamos, porque lo cierto fue que en cuanto saqué la cabeza de mi agujero me hicieron añicos el jarrón. No sé cómo se enteraron mis excompañeros, pero me encontraron, manipularon los frenos del coche y en la primera curva que tomé aquel 6 de julio, me pegué contra un árbol una castaña de campeonato.
—Mierda, precisamente hoy, que me he puesto la tanga con trompa de elefante —recuerdo que me dio tiempo a pensar, en lugar de todas esas zarandajas “new age”: que si una luz blanca, que si la película de tu vida…A mi, por el contrario, en un momento como aquel me salió la madre que todos llevamos dentro, esa que te dice “tú siempre con mudas limpias, que nunca se sabe cuando puedes tener una accidente”.
Recuerdo también que me avergonzó pensar que aquel podía ser mi último pensamiento: una reflexión sobre un tanga rematado por delante con la cabecita de un elefantito de color rosa, en cuya trompa uno tenía que embutir la suya (me lo habían regalado en una estúpida despedida de soltero y sólo me lo calzaba —con bastantes dificultades, pues me tiraba de la sisa— para hacer el ganso en días como el del chupinazo). Intenté, por ello, buscar alguna otra explicación que no redujera la vida a un trance absurdo. Fue entonces cuando estalló el fogonazo (“o matas al puto pato o te matamos a ti”). Y después, el coma, esa nebulosa blanca y roja como un océano de sangre y semen en el que mecí, haciéndome el muerto, durante varios días.
Cuando me desperté estaba en la UCI.
—¿Qué día es hoy?—fue lo primero que pregunté.
—10 de julio— me contestaron, y aunque lo hizo uno de los hombrecillos verdes sentí una sensación de alivio.
Nunca en mi vida me había perdido unos sanfermines y me alegró saber que, aunque fuera desde la cuneta de la fiesta, todavía podía participar de alguna manera de ella. Pronto supe, por ejemplo, que en la cama de mi izquierda yacía un torero al que un cebadagago había convertido en un colador y al que, en cuanto pude moverme un poco, yo solía torturar, desconectándole los goteros.
—Que aprenda lo que es sufrir, como los toros que se carga —me decía.
—Eso, eso —me alentaba el piesnegros de mi derecha, al que habían ingresado con un subidón terrible de anestésico para caballos y con el que por la noche, cuando las enfermeras daban alguna cabezada, solía tomarme unos chupitos en los vasitos de los análisis de orina (sus colegas solían traerle de estranjis güisqui, pacharán, kalimotxo y a veces una mezcla de todo ello).
Era divertido, nuestros pequeños sanfermines. Pero también había momentos malos, recaídas. A veces me costaba pensar. No lograba recordar, por ejemplo, cómo había caído tan bajo, quién me había ofrecido aquel trabajo como fontanero. Sólo sabía por qué lo había aceptado. Estaba harto de ver cómo los más bobos del colegio, los niños de papá, los putos “peteuve” que no sabían hacer la o con un canuto pero tenían un apellido, eran los que acababan convertidos en jefazos, en esos forajidos que nos gobernaban. La sociedad era como un puzzle en el que las fichas se encajaban en los lugares que no correspondía y yo ya estaba harto de ser la última de esas fichas, la que se encajaba a la fuerza, a hostia limpia. Prefería ser un cabronazo. Pero no estaba orgulloso. De hecho, cada vez que pensaba en ello, allá en el hospital, me deprimía. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los hombrecillos verdes. Venían cada mañana, con el rostro tapado, se descolgaban vestidos de camuflaje del techo y trataban de taparme la boca, ahogarme, hacerme callar para siempre.
—¡Os conozco, sé quienes sois! —gritaba yo, y conseguía que las enfermeras se acercaran y los hicieran huir.
Hoy, día 14, me han bajado a planta y hace ya varias horas que los hombrecillos verdes no intentan entrar a mi habitación. Los médicos dicen que sólo eran alucinaciones, como consecuencia de la medicación. Pero yo sé que mientras escribo estas líneas (para que alguien, ustedes sepan la verdad) ellos siguen ahí fuera, al acecho. Como perros de presa. Puedo incluso oír sus voces:
—O matas al puto pato o o te matamos a ti —dicen.
Y yo, por lo bajinis, entono el pobre de mí, con más pena y más resignación que nunca.
Patxi Irurzun
Foto: Daniel Ochoa de Olza (Ganador II Concurso de fotografía erótica San Fermín)
Así, con la chorra fuera, dormía la mona una mañana sanferminera un sátiro involuntario, en la parte de atrás del ayuntamiento, mientras la gente pasaba a su lado, volvía de comprar churros, o iba a los kilikis, con los niños a hombros, y a nadie parecía molestarle demasiado, a pesar de la descomunal erección, que él apuntalaba agarrándose el ciruelo con firmeza, antes al contrario, cuando lo veían no podían contener una carcajada, incluidos los escritores de cartas al director y los de editoriales del Diario, los supernumerarios con concejalías de cultura o consejerías de educación, las meapilas del sector duro, los curas de pueblo que nunca habían venido a echar un polvo por sanfermín, a todos se les escapaba una risita cabrona, y es que algún pata papirofléxico le había ensombrerado el instrumento con un gorrito de papel, en el que hasta se había tomado la molestia de escribir en chiquitico Gora Euskadi!, y también le había anudado con una servilleta roja un pañuelico y una pequeña faja, que constreñía todavía más las venas gordas y azules de aquel Priapo gaupasero (o para el caso de empalmada), bueno las de su pito, que por lo tanto palpitaba con el oleaje de sus sueños lúbricos, a saber con qué estaba fantaseando, quizás con alguna nibelunga de esas que se subían a lo alto de la fuente de la Navarrería y enseñaban sus tetas como cántaros rebosantes de cerveza rubia y gélida, o con las transparencias de tangas y culos autóctonos a través de faldas enkalimotxadas , o con quinceañeras que meaban tan ricamente entre dos coches mientras hablaban del tamaño de los cojones de sus novios y decían lo ricos que sabían, como huevos del Museo, quién sabe, quizás el sátiro involuntario era un bizarro, y se había puesto giusepe solo por estar en aquel lugar, a las puertas (traseras) de la casa consistorial, quizás estaba soñando que tenía un traje de roncalesa de la corporación, que se ponía a escondidas frente al espejo de su casa, y que su casa estaba en una zona pija de la ciudad, con su ático y todo, que había construido sin permiso de obras, eso no importaba, él podía, y soñaba también que tenía comisiones en consejos de administración y de la caja, y que podía tenerlas, ¡si hasta el jefe de la oposición votaba a favor!, (bueno se abstenía, por mantener un poco las formas con los cuatro electores que le quedaban), todo eso soñaba, y cada vez el nabo se le iba inflando más, ah, qué gusto daba, qué burro le ponía tener un carné del partido y un apellido de Pamplona toda la vida y que todo eso fuera suficiente para triunfar en la vida, ah, ah, la erótica del poder, era cierto, cuanto más tenía más quería, y que se jodieran los pobres y que se murieran los feos, y que protestaran todo lo que quisieran, siempre podremos decir que son de la ETA, ah, ahhh, cuanto más pensaba en eso más se erguía el mástil, y nadie decía nada, la gente pasaba o gaupasaba, iba a almorzar o bajaba a las barracas, o a casa a echarse un poco, y todos se reían al ver aquella polla soñadora y con gorrito, Gora Euskalherria alaia!, y así estuvo el sátiro involuntario durante un par de horas, hasta que todo aquello comenzó a desmoronarse, por sí solo, y después se despertó, y se dio cuenta de que su lado no tenía ninguna rotunda nibelunga ni una alcaldesa con un traje rojo, ni una pizpireta navarrica con tanga del Bershka y también de que él no había entrado por aquella puerta trasera del ayuntamiento donde dormía la mona más que para pagar los impuestos o para pedir los datos del padrón y ver si le tocaba (así decían, como si las regalaran) una VPO bien lejos de los barios pijos, donde no molestara ni pudiera sentir que era capaz de atrapar los sueños en la palma de su mano.
Patxi Irurzun
Esta es la primera colaboración de esta temporada para El blog de los sanfermines, escrita con la chorra fuera, casi como si la firmara el mismísimo Dick Grande.