Este texto lo escribo con la cara pintada de gato. Podría ser una escena de un libro afterpop, pero yo más bien estoy pensando en Daniel Ruiz García, que se levanta cada día a las cinco de la mañana a escribir sus libros (libros con títulos como Perrera o Chatarra) antes de que sus niños y su mujer se despierten y él tenga que irse a trabajar. El otro día en su blog Daniel escribió una entrada sobre el afterpop, precisamente, con la que estoy bastante de acuerdo; estoy pensando en eso y también en un fragmento del último dietario de Sánchez-Ostiz, Sin tiempo que perder, que reproduzco:
«La autobiografía de Mark Twain es un libro estimulante, por el tono y el aire de la franqueza que respiran esas páginas sobre todo. Todo un modelo de cómo hablar de uno mismo con pocos tapujos y a la vez haciéndolo de asuntos esenciales que conciernen a los lectores y suscitan la complicidad de estos.
Hay un pasaje en el que Twain habla de la reputación literaria, pero no de la superficial, la que se debe al ruido de los críticos, sino de la que se sostiene en lectores de los que no cuentan demasiado en las estadísticas, los desfavorecidos, los sin voz, que han reconocido en esas páginas la voz que no tienen, los recuerdos dormidos, las emociones y pasiones que les son de verdad comunes: «abajo, en las aguas profundas; una vez favorito allí, siempre favorito; una vez amado, siempre amado; una vez respetado, siempre respetado, honrado y creído. Porque lo que el crítico dice nunca encuentra camino en esas plácidas profundidades, ni las befas de los periódicos, ni un solo soplo de los vientos de la calumnia que soplan arriba». ¿Hay algún escritor que se atreva hoy a buscar esos lectores?»
Es probable que sí, Daniel Ruiz García, por ejemplo, es uno de esos escritores. Lo que sí es cierto es que, por contra, muchos de los libros que se publican hoy parecen escritos para agradar a los críticos, antes que a los lectores; y que incomprensiblemente -o no tanto- son los libros de los que se habla, los que se venden… Que se lean ya es otro asunto. A mí el afterpop, la nocilla y la postpoesía, en general, me dejan más frío que un arenque, sus libros se me caen de las manos a las diez páginas, no entiendo muy bien de qué estan hablando, no soy capaz de comprender algunos conceptos, supongo que por mis propias limitaciones, conceptos como afterpop, ni siquiera sé a qué se refieren cuando hablan de cultura pop (¿cultura popular? ¿popular?)… No sé, a mí me gusta leer libros que, en lugar de hacerme sentir lo listo y lo intelectual que soy, me emocionen, o me hagan partirme la caja, que me corten la respiración, libros que me agarren por el cuello y me arrastren dentro de ellos … Y cada vez me cuesta más dar con esos libros (ahora que lo pienso, es algo que echo en falta no solo en el afterpop, sino en la mayoría de los libros que se publican).
De todos modos, igual que alguno de esos autores afterpop o nocillas no me desagradan del todo e incluso hay vínculos que me unen a alguno de ellos, tampoco me parece que levantarse a las cinco de la mañana o tener un puticlub debajo de la ventana, como le pasó a Daniel, sean condiciones necesarias para escribir libros apasionados. Solo son circunstancias que me hacen fiarme un poco más.
Por lo demás ¿que por qué llevo la cara pintada de gato? Pregúnteselo a mi hijo.
Hace unos días el diario Público traía la película El muro, de Pink Floyd, dirigida por Alan Parker. Compré el periódico y su DVD en la estación de autobuses de Avenida América, en Madrid, recién llegado de Nueva York y me sentó bastante bien oír al kioskero decirme “¿Qué, recordando viejos tiempos?”, entre otras cosas porque en Manhattan no hay problemas si no sabes inglés, te dice todo el mundo, pero yo debí de tener muy mala suerte, todos los que me entraban me hablaban como si tuvieran una manzana en la boca, así que agradecí por fin entender a alguien, y no solo eso, sentirme además en su misma sintonía; pero sobre todo resultó que ese kioskero tenía mucha razón, al cabo de unos días me puse la película, y de repente vinieron a mí algunos de esos recuerdos agazapados, como si tú la pararas al escondite, pero de repente decidieras largarte, cansado a casa, sin decir nada a nadie, y un día, mucho tiempo después de repente te encontraras a tus compañeros de juego todavía escondidos detrás de un árbol, ya con toda la barba, pero la misma mirada inocente y expectante, intacta…
Bien, no nos despistemos, el caso es que me acordé de la primera vez que vi esa película, en el instituto Irubide de la Txantrea, en lo que llamaban “la semana cultural”. Éramos cuarenta o cincuenta adolescentes melenudos y de ceñido pantalón, en una aula, arremolinados alrededor de un televisor y un video, y mirábamos la pantalla boquiabiertos, aquella película extraña, los martillos desfilando, los niños arrojando pupitres (bueno, eso a veces también lo hacíamos nosotros en las huelgas), el rock sinfónico de Pink Floyd como una sesión de hipnosis… No sé si los chavales de ahora mantienen esa capacidad de sorpresa, o todo está ya descubierto –o eso creen ellos- . El caso es que me emocionó rememorar ese momento, y también escuchar la banda sonora, uno de esos discos que por aquel entonces nos aprendíamos de memoria (como el Made in Japan, de Deep Purple), sus solos de guitarra cincelados en el cortex cerebral, las canciones entonadas como oraciones u himnos…
Hacía mucho que no me aprendía ningún disco, ni siquiera ninguna canción como entonces.
Recuerdo que en esa misma semana cultural también vino a darnos una charla Enrique Villareal, El Drogas, de los por entonces algo bisoños Barricada (quizás tendrían publicados Noche de rocanrol y Barrio conflictivo), pero ya apuntando maneras de banda de leyenda, y como Enrique también nos encandiló a todos con su sencillez y su timidez engañosa –sobre el escenario se transformaba en una fiera, y sobre todo era, es, en realidad, un tipo extrovertido, con mucho que contar y ganas de hacerlo, y nosotros de escucharle.
Digo esto porque el último disco de Barricada lo he oído ya unas cuantas veces, como hacía tiempo que no escuchaba discos, como escuchaba El muro, o Eskizofrenia de Eskorbuto, o los cuatro de Leño, o Tokio tapes de Scorpions, y porque lleva todas las trazas de convertirse en uno de esos discos aprendidos de memoria cuando ya creía que eso no pasaba.
Tal vez porque de memoria, y de recuerdos, y olvidos, es precisamente de lo que habla La tierra está sorda. Yo no sé si ellos mismos se han dado cuenta de lo importante que es lo que han hecho y cómo lo han hecho. Da gusto explicar, con humildad, a El Drogas que él descubrió lo sucedido en el fuerte de san Cristóbal, a cuyos pies había vivido, como yo, muchos años, cuando él tenía ya 46; la fuga, los muertos, el frío, el hambre, la humillación, la impunidad… Yo tuve una sensación parecida cuando supe –también muchos años después- que el colegio en el que estudié, los Escolapios de Pamplona, fue centro de detención durante la guerra civil, que requetés y carlistas asesinaron y torturaron a mansalva bajo las mismas paredes en las que a mí me enseñaban a amar al prójimo.
Hoy mismo he oído a una compañera de trabajo decir que ella no tiene ni idea de quienes son los requetés, por cierto. El disco de Barricada, y el libro que lo acompaña, contribuye pues a resarcir todo ese silencio, ese ocultamiento, sin pretensiones eruditas o historicistas, pero hablando a quienes se dirige en el lenguaje que entienden. Ellos, Barricada, de alguna manera, también están derribando el muro.