Un verano, el de 2008, desfila por las páginas de este diario de Patxi Irurzun, escrito con una fiereza solo equiparable a su ternura.
Contiene, en efecto, la fiera crónica cotidiana de un ser humano que desea y persigue la verdadera vida en todas y cada una de las rendijas de la existencia y de sus múltiples escenarios. Sus anotaciones son entonces afiladas, pero también empáticas. Contempla y relata, pero, al mismo tiempo, se implica y vive. He ahí la clave.
La ternura se cuela en las páginas de este diario tanto cuando Irurzun habla de su entorno afectivo, de su hijo nacido antes y de su hija, cuyo nacimiento nos relata en directo, de su compañera, de sus amigos, de su cosmos, como cuando nos habla de esos seres que lo que denominamos “sistema” expulsa de su interior como materia inservible, ya deglutida, digerida y amortizada…
Esta crónica cotidiana, que bien podría haberse titulado Diario de mudanzas, recorre un trayecto vital que se inicia, efectivamente, con la perspectiva de una mudanza de domicilio, y acaba en una mudanza mucho más agria: el despido.
Entre ambas mudanzas, Irurzun nos ofrece todo un mundo en sus múltiples y, a menudo, crueles manifestaciones.
Dios nunca reza trae, sin duda, un aire radicalmente nuevo a la escritura del yo y de la memoria.
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