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Publicado en Rubio de bote (ON, suplemento de los diarios de Grupo Noticias), 2/07/1969
Yo estaba durmiendo tan tranquilo, sin ser ministro del Interior ni nada, cuando de repente se me ha aparecido el ángel Marcelo. Ya saben, el ángel de la guarda de Jorge Fernández Díaz. El que le busca sitio para aparcar pero no se cosca cuando les están grabando las conversaciones que lo dejan con el culo al aire.
El ángel Marcelo se me ha presentado hecho un asco, con las alas despeinadas, barba de Picapiedra y la boca apestándole a coñac y a escombro.
—Me han dimitido, me han dimitido —balbuceaba, y también me ha ofrecido sus servicios, ahora que el supernumerario ministro del interior, el que condecora vírgenes e inaugura, al más puro estilo NODO, cuarteles de la guardia civil en el pueblo de su padre, ha prescindido de sus servicios.
Yo, sin embargo, cuando veo un ángel de la guarda me pongo en guardia. Cuando era pequeño mi madre, supongo que para entretenernos durante aquellos viajes sin cinturón de seguridad y apiñados los cuatro hermanos en el asiento trasero del 127, solía llamar así a los motoristas de tráfico:
—A ver si veis un angelito—decía.
Y yo estaba convencido de que lo eran hasta que una vez nos pararon en un control y nos hicieron bajar del coche y a mi tía le obligaron a quitarse de muy malos modos las gafas negras para identificarla y lo que pasaba es que mi tía no era una terrorista sino ciega.
Tengo también un recuerdo de otros angelitos grabado en la cabeza, pero grabado por fuera: cinco puntos de sutura, que me sellaron con un porrazo durante las inolvidables fiestas de la Txantrea de 1996, las del helicóptero de la policía nacional, popopó, sobrevolando los campos de trigo por los que huíamos con la cabeza rota y el carnet en la boca; me acuerdo también de los angelitos de la guardia pidiéndome a gritos que sacara toda la droga que llevaba encima, una vez que volvía de meterle mano a mi novia por lo oscuro, y yo puse el paquete de Fortuna sobre el capó del coche Z; o de cuando tiraron sobre la carretera todos mis apuntes de euskera, en otro control en el puerto de Lizarrusti, “¿A dónde va usted?”, “Al barnetegi de Lazkao”, “¿Un barnetegi, y eso qué es?”…
Este es un país en el que cuando ves a la policía en lugar de sentirte protegido tienes deseos de salir corriendo; un país en el que los ángeles de la guarda trabajan de gorrillas; en el que los ministros del interior se parecen a Gargamel —y en el que millones de pitufos votan a Gargamel—; un país en el que se protege, cuando no se condecora, a los policías que han torturado o a los que han sacado ojos o han matado con disparos de pelotas de goma; un país en los que el que se espía a los adversarios y disidentes políticos y se conspira contra ellos con la connivencia de leguleyos y periodistas a sueldo y de presidentes-sé-fuerte. Un asco de país, como sus ángeles de la guarda.
—Bueno, ¿y entonces qué?— insiste el mío, Marcelo.
Y yo, para que me deje en paz más que nada, lo pongo a prueba y le digo a ver si es capaz de conseguirme una entrada para el concierto de El Drogas de esta noche.
—Venga, que hoy, además, es mi cumpleaños— añado.
—Puf, imposible, está todo el papel vendido —me contesta él—. Lo único, si eso, te acerco a la reventa y te busco un hueco para aparcar el coche.
Pero yo le contesto que soy más de los de ir al centro en autobús. Y el ángel Marcelo sale de mis sueños como alma que lleva el diablo. Como un ángel caído.
“Oro Verde es una novela de ruptura y transformación, sobre el final de una época”
Inma Roiz. Escritora
Inma Roiz retrata en Oro verde la vida de los serrones, leñadores como su propio aita, que llegaron a lugares como el Valle de Ayala o el Goierri procedentes de las montañas de Liébana (Cantabria), para trabajar en montes y serrerías y tallar, a menudo en unas condiciones durísimas, su propio destino.
Patxi Irurzun. Iruñea
Oro verde es la segunda novela de la escritora de Okendo, tras el éxito de Manuela, y esta vez transcurre a mediados del siglo XX, una frontera en el tiempo que marca el final de una época y un modo de vida que parecen muy lejanos, pero que en realidad fueron los de nuestros padres o abuelos. El frío, el hambre, la llegada de las nuevas herramientas y métodos de trabajo (del hacha a la motosierra)… impregan las páginas de esta obra recién editada por Ttarttalo.
De la nota de agradecimientos del libro, en la que menciona a su aita, se deduce que en esta novela hay vínculos familiares o el deseo de indagar en sus orígenes.
Sí, mi aita fue uno de aquellos chicos de Liébana que se vino al País Vasco a cortar madera, a trabajar en los montes, primero a Gipuzkoa y luego aquí en Okendo, y en cierto modo el libro está inspirado en eso, en los recuerdos de la historias que nos contaba él cuando yo era pequeña. Pero no es una biografía, mi aita falleció y también he entrevistado a otras personas, a algunos que vinieron de Cantabria y se quedaron, a otros que volvieron a Liébana, también a maderistas de aquí…, y con todo ello he recreado Oro Verde
Es curioso como historias que son las de nuestros padres parece que pertenecen a otra época mucho más lejana
A mí también me pareció alucinante que hace cincuenta años se viviera de esa manera. Creo que es el final de una época. La novela viene a reflejar ese tiempo que se muere, y que se abre a otro momento. Yo suelo decir que Oro Verde es una novela de ruptura y transformación, una frontera temporal, algo que se ve muy bien en la novela, por ejemplo, en el cambio de herramientas de trabajo, cómo pasan del hacha a la motosierra, o del carro de bueyes a sacar la madera con camiones y las grúas… Quería reflejar todos esos cambios.
Es una novela en la que además se pasa mucho frío, mucho hambre y estos se transmiten al lector, se recrea muy bien la época, las condiciones de vida de los serrones… ¿Cómo ha sido esa labor de documentación?
La parte de Liébana quizás es la que menos conozco, porque no hemos sido de los de volver al pueblo en verano, pero en estos dos últimos años he estado bastantes veces, he hablado con gente de allí, también he leído libros de los primeros alpinistas que estuvieron por esa zona, cómo subían a los montes, y de ello me han quedado muchas sensaciones. Por otra parte, yo soy del Valle de Ayala, y cuando era pequeña tengo la sensación de que hacía mucho más frío y llovía mucho más, así que me imagino que a la intemperie, o en una chabola en el monte, como estaban los serrones, la humedad, el frío, las condiciones debían ser extremas… Literariamente no he encontrado muchas referencias, me han sido útiles algunos libros como Las ratas o El camino, de Delibes o Peñas arriba de José María Pereda, y también algunas, pocas historias de serrones, que se habían publicado en Cantabria. Por aquí encontré muy poquito sobre el tema.
La historia de Roque, el protagonista, es la de la búsqueda de un destino, de su propio destino, pero este casi siempre se frustra, sus relaciones amorosas, su deseo de estudiar…
Roque es un personaje incansable, con muchas esperanzas, siempre está buscando mejorar y crecer, y lo hace de forma honesta, pero yo creo que el personaje también refleja ese tiempo que muere. Por otra parte, en la vida siempre uno se va encontrando y deshaciendo de amores, de aprendizajes… Yo creo que inconscientemente me ha salido un personaje muy propio de aquella época, sí.
¿Qué es lo que podríamos salvar de aquel tiempo que muere, qué valores?
Yo creo que al menos no debemos olvidarlo, es lo que vivieron nuestros padres y al fin y al cabo nosotros venimos de allí. ¿Valores? Todas las personas con las que he hablado que vivieron en el monte, en aquellas condiciones que a mí me parecen tan terribles, recuerdan sin embargo aquella época con alegría. Es cierto que siempre nos quedamos con lo bueno, pero yo creo que aquellas generaciones han sido más capaces de adaptarse. Aquello era lo que tenían, tenían que salir delante de esa manera y no se rendían, trabajaban duro, siempre buscando un futuro…
Tanto Oro Verde como Manuela se han calificado como novelas costumbristas, un término que a veces se usa despectivamente.
Sí, tanto esta como la anterior, Manuela, son novelas costumbristas, describen una época, pero yo eso no lo veo como algo negativo. Otra cosa que tienen en común las dos novelas es que en ambas hay un proceso migratorio, un tema que me apasiona. Y, por otra parte, en cuanto a Oro verde, una cosa más que me gustaría destacar es que me da mucha pena toda la riqueza forestal que hemos perdido. Es cierto que en una época eso creó mucha riqueza, fortaleció la economía, pero a lo largo de todo el proceso de preparación y de escritura de la novela me ha apenado mucho haber descubierto todo lo que se tiró, saber por ejemplo que había serrerías que durante décadas trabajaron solo con madera de haya. Tenía que ser algo increíble, ver todos estos montes cubiertos de hayas y robles.
Publicado en Gara 21/06/2016
Los alumnos del colegio Rey Pastor de Logroño han ganado un premio de cortometrajes con la adaptación que hicieron de mi cuento Kaperu. ¡Enhorabuena!
http://noticias.lainformacion.com/interes-humano/premios/Alumnos-Colegio-Concurso-Cortos-Violencia_0_926609019.html
Pablo Cerezal y Patxi Irurzun en Madrid, como Corneille y Milton en el París cardenalicio de 1638. Años borbónicos, ángeles caídos, caldo de cultivo del futuro entre desechos del pretérito. De ese encuentro/presentación (escribe Patxi, presenta Pablo), heredéAtrapados en el paraíso (PAMIELA, 2014), que abro ahora, 23 de febrero del 2016, en Aurora, Colorado, a las seis de la mañana y con la escarcha que suena derritiéndose igual a antiguos goznes. Abro un intervalo; primero tengo que leerlo, aunque lo he hojeado tanto que ya, multiforme y saltado, se materializó como imagen.
4 de abril. Sobre la montaña de mierda de Payatas pasa una nube. La primera parte de este magnífico libro de viajes, diario íntimo, transcurre en un par de vertederos de las Filipinas. Esa sección titulaUn infierno con goteras, y lejos está del paraíso a medias de la segunda parte, en Papúa.
Qué decir. Soy pésimo reseñador. Me gusta que este no sea libro que exija reseñar ni tampoco relato ortodoxo de viajes. Si algo quiero de Patxi es esa bonhomía, incluida la literaria, que no le da ínfulas de nada, ni de maestro ni de alumno. Él está allí, donde esté, pensando en su Malen hoy y después también en el hijo, en escrituras que son coloquios sin presunción para quien quiera escucharlos (y leerlos). No es Pierre Loti en Pekín porque no necesita serlo. Eso lo acerca.
Hay peripecias del por qué de la obra, un premio, seis mil euros, un viaje; la pregunta de adónde ir y la extraña decisión de gastárselo en el basurero más grande del mundo. Ningún empeño a lo Schweitzer de ubicarse en el dramático contexto mundial y rescatarlo. El horizonte como excremento sin que los efluvios hediondos de la miseria perturben un escrito calmo en su espíritu, asombrado a ratos, sí, ingenuo también, pero, sobre todo, sólido, a pesar de que el autor se refiera a sí mismo como algo distinto a ese estado.
En agosto viajo a San José, California, al matrimonio de una muchacha boliviana con un hombre filipino. Las páginas de Irurzun han hecho que observe al novio desde otra perspectiva. Tenía la mente llena de la épica de Rizal y la guerrilla antijaponesa. La malaleche inmigrante local que los considera como una mixtura entre chinos y malayos no tiene idea de la casi dulzura que se presta a esa tierra en este libro, así, en medio de la podredumbre, del hambre, la mugre. Pueblo marcado como animal por la conquista española, tanto que según leo acá, y como éxtasis racista y abusivo, las autoridades coloniales daban los apellidos a los filipinos en ton de sorna. Pareces jamón, apellidarás Jamón… Quizá viene de ese origen infame que el mayor héroe filipino apellidase Aguinaldo, José Aguinaldo… Bolivia y Filipinas, países amistosos, fiesteros, dramáticos y generosos. Mira dónde lo vengo a encontrar.
Papúa, el Sepik, el río Sepik de hombres emasculados por pirañas, dice Irurzun. Por pacús, en realidad, un inmenso pez trasladado al Pacífico desde Sudamérica, emparentado a la piraña y que carga muelas mejores que las mías. Lo aprendo en Monstruos de río, esa fábula viajera, aventurera, sociológica de la televisión y que en medio del color aterrador de la isla relata la solución del misterio: hombres castrados por peces, peces alimentados de testículos, tal vez por un delicioso (para el pez) dejo de orina en el agua. Y el temor, terror, imagino, del autor por pisar tierra caníbal. No sería para menos.
He tardado como tres meses en leerlo. Es libro de sabor, no de intelecto. Dos páginas en el baño, tres a la intemperie, en el patio, así, entre la escatología literaria y el sol, mirando correr niños congoleses y oyendo platicar, en el balcón de arriba, a sirios, armenios o no sé qué. Entorno que me hace cómplice, en aventuras que no son grandilocuentes epopeyas sino tristes y/o risibles detalles de gente simple y común. Cuando Henry Morton Stanley escribe su carta introductoria a quien dedica In Darkest Africa, edición de 1890 (en casa), explica que su misión “de alivio” se convirtió en odisea de enfermedades, debilidades, y no la potente carga imperial planificada. No comparo a estos dos escritores tan disímiles; voy a la belleza y brutalidad de la piedra sin pulir, a la anotación instantánea de la que se nutre la historia, a pesar de no siempre conseguirse los objetivos.
Cuando termina el monstruo de Manila, que incluso se hará melancólico a momentos, comienza la odisea papuana, el ombligo del mundo. Patxi y su febril acompañante, el contrapunto necesario y molestoso de toda acción de dos, tropiezan con una realidad al margen de la desesperación. Su mundo ha dejado de ser real y se zambullen a la fuerza en el aquelarre de las máscaras, el otro lado del que hablan los gitanos rumanos: el vivo y el muerto-vivo. De fondo hay un verde, o un conjunto de verdes, tan intenso que nos obliga a recurrir a los fauves.
Huyen, prácticamente, de allí, no sin antes visitar otro ejemplo del objeto de su viaje: el vertedero de Port Moresby. Humano, muy humano. Irurzun sobrevive en lo que hasta parecería un aura trivial sin serlo: el amor de su Malen…
20/05/16
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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 19/06/2016
Publicado en Rubio de bote, suplemento ON de los diarios de Grupo Noticias (18/06/2016)
Algunas mañanas, cuando salimos para ir al cole y los niños están imposibles, chinchándose sin parar, tengo que recurrir a un “os imagináis que…”.
—Os imagináis que tuviéramos un ojo en el culo —por ejemplo.
Hay que empezar fuerte porque los niños también discuten fuerte; llamar su atención usando una captatio benevolentia ajustada a sus intereses: pedos-pitos-culos, peonzas, filosofía existencial (¿cómo nació la primera persona, aita?; aita, si cuando te mueres es como si estuvieras dormido ¿entonces qué sueñan los muertos?, etc.).
—Te refieres a un ojo para ver ¿no? —replica mi hijo, al tiempo que suelta el cuello de su hermana.
—Sí, para ver por detrás. Pero igual mejor lo llevaríamos en la cabeza, en la nuca —aprovecho para reconducir la conversación.
—Claro, porque si no con el otro veríamos como el culo —dice dulcemente la niña, y para hacerlo tiene que dejar de morder el brazo de su hermano.
Si tuviéramos un ojo en la nuca — llegamos a algunas conclusiones a partir de ahí—tendríamos que cortarnos también el pelo por detrás, hacer una pequeña tonsura alrededor del tercer ojo; o nos pondríamos las gafas trifocales por arriba, como si fueran un sombrero; si tuviéramos un tercer ojo en la nuca, atacar por la espalda no sería deshonesto y muchas sillas las fabricarían sin respaldo y ya nadie te castigaría de cara a la pared y la industria de los retrovisores se iría a pique (pero, por el contrario, la de las máquinas troqueladoras experimentaría un auge considerable y encontraría nuevos nichos de mercado en los cascos para motos, los gorros de piscina…).
—¿Y os imagináis que el cielo fuera una tablet? —toman a veces también la iniciativa mis hijos—. Que estiraras la mano y pudieras apartar las nubes—dice, por ejemplo, la niña.
Y el niño le responde:
—Noooo, porque igual a otro le gusta que llueva. O igual coges un avión para irte de vacaciones a Nueva York y un gracioso lo mueve y acabas en Maputo —entre las capitales del mundo tienen especial fijación por esta)—. Estaría todo el mundo siempre discutiendo.
Y, antes de que ellos también vuelvan a enzarzarse, intento mediar:
—Cada uno tendría su propio clima, sería como en los dibujos animados, uno iría con una nube encima, otro apagaría la luz y sería de noche…
—Menudo lío. ¿Os imagináis que pudiéramos volar? —me corta mi hijo, y empieza a hacer fiufiú con la boca, como si en las suelas de las zapatillas llevara turbopropulsores, y ya se imagina a sí mismo sobrevolando las casas, los árboles, hola, pajarito, y piensa que ya nadie le podría decir “Estás en las nubes” cuando está despistado, sería absurdo, como decirle “Estás en el súper”, porque en el cielo habría también tiendas y aparcamientos, y desde allá arriba ve el patio del colegio y, fiufiú, se dirige como una exhalación hasta su fila, tan deprisa y tan en su mundo que hasta se olvida de despedirse de su hermana con el habitual “Adiós, fea”…
—¿Y entonces por donde haríamos cacas? —me pregunta, cuando nos quedamos solos, ella—. Si viéramos por el culo, digo. Tendría que ser por otro sitio, porque si no nos meteríamos el dedo en el ojo cada vez que fuéramos al baño, ¿no?
Y así.
Estas tácticas de pacificación no siempre resultan, claro. Pero usar la imaginación a veces resuelve un montón de problemas.