Colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/06/20
No me interesa demasiado el rap pero tengo la vejiga tímida, soy un bicho raro y me gusta el baloncesto. Ahora que el confinamiento va acabando intento leer de golpe todos los libros que dicen que hemos leído. Y entre ellos está Búnker, del rapero sevillano Toteking, quien yo pensaba que, como todos los raperos, era un gallo pero al que también se le corta el pis cuando en los urinarios públicos se le pone al lado uno de esos que mean alegres y campanudos. Me acuerdo de aquel capítulo de ¿Qué fue de Jorge Sanz? en el que cuando este ligaba e iba con una chica a casa se llevaba al baño una botella de agua y la vertía desde bien alto en la taza, simulando que era el chorro de su orina el que provocaba ese estrépito —nunca mejor dichas, las dos últimas sílabas—, pues alguien le había contado que eso impresionaba a las mujeres, que lo identificaban como una muestra de potencia viril. Pero la mayoría de las mujeres prefieren a los hombres que mean sentados. Me acuerdo también de cuando teníamos quince años y estábamos asustados y para hablar con las chicas nos cogíamos unos pedos terribles y no entendíamos porque ellas nos rehuían, con lo graciosos y arrojados que éramos.
Toteking además lee a Vila-Matas, que le ha escrito el
prólogo de Búnker —“Joder, magnífico”,
dice Vila-Matas en la faja del libro— y que es su prescriptor literario. Toteking
leyó, por ejemplo, Guía de Mongolia,
de Svetislav Basara, porque Vila-Matas se lo recomendó en un email. Vila-Matas
y Toteking se escriben emails. Yo también he leído Guía de Mongolia y, la verdad, es un buen libro. Un libro de de
humor cabrón, como dirían ellos. Me
gustan los libros que llevan a otros libros. Búnker —y este artículo— van un poco de eso. Guía de Mongolia, por ejemplo,
me recordó, no sé por qué, a otro
libro: Vidorra, de Jean Pierre
Martinet. Le regalé Vidorra a F.L
Chivite, que, como el protagonista del libro, vive en una casa con vistas al
cementerio. Asomarse cada mañana por la ventana y ver un paisaje de lápidas me
imagino que da mucha serenidad y quita mucha la tontería. Chivite, de hecho,
escribe unas columnas maravillosas en el periódico, y eso y poco más es lo que
en realidad he leído durante este confinamiento ¿Qué habrá leído Toteking
durante estos días? Igual se lo pregunto en un email.
Búnker tiene,
además, una portada muy chula, al menos para quienes jugábamos a baloncesto en
el siglo XX: una portada que imita la piel de unas Converse blancas. Las
Converse, cuando yo jugaba a baloncesto, se llamaban John Smith y eran de tela.
Una vez, cuando tenía quince años, me quiso fichar otro equipo y me
convencieron prometiéndome unas Converse de cuero. Acepté. Fue un error. Toteking
dice en Búnker que todo se acabó el
día que Michael Jordan enseñó su casa en un documental y la gente ya no quiso
ser Michael Jordan para jugar como él sino para tener una casa como la suya. Yo,
de hecho, cuando fiché por aquel equipo perdí a mis amigos y ya nunca más me
divertí jugando al baloncesto. Acabé poniéndome las Converse de cuero para
salir a emborracharme y espantar a las chicas. Era, en suma, un estúpido.
“Viajar a tus recuerdos es buscar pelea”, dice Toteking en Búnker, que es un libro honesto.
Toteking busca pelea, pero al primero que se sacude es a sí mismo. Nos
enseña sus debilidades e inseguridades,
sus TOC, sus rarezas y errores, y todo eso lo hace más fuerte y más
hermoso. Toteking se levanta por las mañanas y no se cuelga del cuello una cadena
gorda de oro, sino que ve con serenidad un paisaje de lápidas que le recuerdan
quién es. Toteking mea sentado. Toteking no sale del búnker con una biblia en
la mano, como el criminal de Trump, sino con un libro sincero, sencillo, joder,
magnífico. Creo, en fin, que empezaré a
interesarme por el rap; al menos por el rap de Toteking.
Leo periódicos, escucho la
radio, me devoran los wasaps y los tuits, todos coronaviralizados, yo también.
Escucho a los niños pequeños y desdentados pronunciar su nombre cuando salgo a
la calle, el “codonaviduz”, dicen, y me pregunto cómo se lo imaginarán, tal vez
como un monstruo peludo del que se pueden proteger, y, de hecho, lo hacen,
colocándose la mascarilla, del mismo modo que creen que los demás no los vemos
cuando cierran los ojos o se esconden detrás de la palma de su mano.
Me pregunto si habrá alguien
en el mundo que, como aquel soldado japonés abandonado en una isla —o como el
abuelo del anuncio, ¿y el Madrid, qué, otra vez campeón de Europa?— no sabrá
todavía que hay una pandemia mundial, un ogro microscópico que no nos deja vivir.
Y qué pensaría si, de repente, sin que nadie le contara qué ha sucedido, leyera
los periódicos, escuchara la radio, viera, por ejemplo, esa fotografía de unos
médicos vestidos como astronautas haciendo una cura a un anciano, tumbado de
espaldas a ellos en el dormitorio de su casa, mientras su mujer le sostiene la
mano y mira distraída la tele, en una escena en la que se mezcla lo doméstico
con lo excepcional, o en la que lo excepcional se ha vuelto doméstico.
¿Pensaría acaso, nuestro soldado japonés, que nos han invadido y dominado los
alienígenas?
Yo a veces también lo pienso.
Por ejemplo, cuando veo al ababol Trump o a la atolondrada Isabel Díaz Ayuso,
que son en sí mismos un riesgo para la salud pública. El primero bromeó
diciendo que al virus quizás se le podría vencer inyectándose desinfectante y
al cabo en unas horas más de cien personas fueron atendidas en urgencias por
una intoxicación de lejía. La segunda ha estado alimentando con pizza y
hamburguesas, un día sí y otro también durante dos meses —el descabellado menú
de Telepizza se puede encontrar fácilmente en internet—, a algunos niños
madrileños “porque es lo que les gusta”, dijo (y también porque, según hizo
saber el diario Público, la Fundación de Nutrición que durante años ha
asesorado y avalado los menús de los comedores escolares está sostenida
económicamente por empresas como Telepizza o Coca-Cola). La revista que sale
los miércoles, El Jueves, replicó atinadamente con una fake-new humorística en la que Ayuso repartía porros entre los jóvenes
“porque les gustan”.
La estupidez, pues, también se ha viralizado. Escucho que es muy demandado un papel de pared que imita estanterías con libros para usarlo como fondo en las videollamadas (¡maldita sea, y yo evitando las estanterías reales para no ir de guay!) u otros en los que aparecen en una esquina mujeres estupendas en bragas. Podría escribir un cuento con esto último, con esas amantes de papel y esas vidas fingidas. O con esto otro: un estafador habitual engañó a varias empresas haciéndose pasar por representante de una asociación de voluntariado, pero después el botín obtenido lo repartió entre asociaciones benéficas (al menos este “trabajó” de manera altruista, creyó que debía hacer algo por la sociedad, lo que mejor sabía hacer: estafar). Pero no todo son noticias majaderas. Escucho en la radio a una mujer mayor contando cómo lleva todo esto. “No estoy mal, me entretengo con mis lecturas, escuchando música, cuidando las plantas… Todavía tengo fe en el ser humano”, dice. Y me emociono —como en los primeros días en que salíamos a aplaudir al balcón—, se me cae una lagrimita y me da un poco de vergüenza, pero también creo que es necesario que de vez en cuando, debajo de esta piel dura que el aire cortante y atroz de los tiempos nos ha ido curtiendo, sintamos que hay algo ahí dentro que todavía se remueve.
A partir del 26 de mayo podréis ver este «Taller mecánico de relato» que voy a grabar para Civican, un pequeño tutorial-performance para aquellos a quienes se les averían las ideas cuando intentan escribir un cuento. Quién me lo iba a decir, a este paso el dichoso confinamiento igual consigue hasta que me haga runner
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias)
Cuando me desperté esa mañana de mi inquieto sueño, me encontré convertido en Gainsbourg, mi conejo enano belier. Al principio, me asusté un poco, pero luego, supongo que porque llevábamos ya casi dos meses de cuarentena, no tardé en acostumbrarme. De hecho, una de las primeras cosas en las que pensé fue en que, por suerte, el día anterior había limpiado el cagadero. Por el contrario, ya apenas quedaban unos restos del puñado de comida que le había echado al irme a la cama, algunas cáscaras y esos palitos que Gainsbourg, que es un sibarita, deja a un lado. Y entonces, imaginando que alguien vendría tarde o temprano a rellenar el comedero, fue cuando me asusté de verdad, porque al otro lado de la jaula me vi a mí mismo, en la cocina, desayunando con mis hijos, recién duchados los tres, preparados para salir a la calle. Fue eso, en realidad, lo que me asustó, más que mi metamorfosis, pues quería decir que ahora que, al parecer, ya había pasado la cuarentena, yo continuaba encerrado.
Nunca había reparado
en eso, en Gainsbourg, en que él vivía en una cuarentena permanente de la que
solo le dejábamos liberarse algún rato para corretear por la cocina o hacer un
vis a vis con Bardot, el mono de peluche con el que se desfogaba en la época de
celo. Me sentí un miserable, pero eso también se me pasó rápido, porque me dio
por apretar el culo por ver cómo era defecar una de esas caquitas como
conguitos, duras e inodoras, y salió una de las otras, de las blandas y
apestosas, esas que las conejos, a pesar de todo, vuelven a digerir.
—Acordaos de que
como hoy voy a presentar mi nuevo libro no estaré en casa al mediodía y tenéis
que ir a comer a casa de la superabuela —me escuché después a mí mismo hablar
con mi hijos mellizos.
Y entonces me di
cuenta de que la cosa todavía era peor de lo que había pensado: en realidad lo
que estaba sucediendo era que, ahí fuera, alguien que era yo pero no era yo
estaba viviendo la vida que yo debería haber vivido durante aquellos días, si
no hubiera habido una cuarentena, pues en esas fechas yo debía haber publicado
mi última novela.
No sé si me
explico.
—Seguro que lo putopetas
con esa novela sobre el Rock Radikal Vasco, aita, nos ha gustado mucho —me
contestaron los mellizos, al unísono.
Aquello era ya
el colmo. Tampoco se trataba de eso. No había alguien viviendo por mí mi vida
ahí fuera, sino viviendo mi vida perfecta. ¡Los mellizos interesándose por mis
libros! ¡Y leyéndolos! Di un brinco de alegría (y me di cuenta de que podía
hacer en el aire cabriolas con los cuartos traseros).
En los días
siguientes sucedió algo extraño. Me llamaban, o llamaban al tipo que había
usurpado mi identidad, a todas horas para hacer entrevistas, ir a firmar
libros, a la tele, dar cursos en universidades e institutos Cervantes, recoger
premios nacionales y Euskadi y de la crítica y de los libreros. Vale, me
pareció muy bonita esa idea de que en algún lugar hubiera alguien viviendo las
vidas que el coronavirus nos había arrebatado; pero también pensé que era una
faena: para una vez que mi libro se convertía en un éxito, allá estaba yo,
comiéndome mi propia caca y consolándome con un peluche.
Tenía que salir
de allí. Todas la mañanas, cuando aquel yo que no era yo venía a echarme la
comida o a rellenar el bebedero, le miraba a los ojos, trataba de enviarle un
S.O.S, pero el señor-escritor-famoso no me hacía ni caso. Hice varias
caceroladas, golpeando con mis patitas los barrotes de la jaula, pero ni por
esas. Y cuando ya creía que debería resignarme a aquel confinamiento eterno,
sucedió algo: una mañana al levantarme, vi que las personas que había al otro
lado ya no eran personas, sino conejos, conejos disfrazados de personas, con
sus gafas y sus pantalones vaqueros y sus sudaderas rosas, en el caso de mis
hijos, y entonces al pensar en estos, me di cuenta de que en realidad mis hijos
nunca habían sido mellizos, así que abrí los ojos y, por fin, me desperté de aquella pesadilla, de aquel
sueño inquieto y kafkiano… o tal vez no, porque ya no era un conejo enano
belier, pero todavía continuaba dentro de la jaula, en aquella cuarentena
interminable.