Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 18/07/2020
RRV, o Rock Radikal Vasco. Esa era la etiqueta
que se colgó a aquellos grupos de punk, rock, ska, reggae, que en la década de
los 80 brotaron como bonguis a lo largo y ancho de toda Euskal Herria (Hertzainak,
Eskorbuto, Barricada, La Polla Récords, Kortatu, RIP, Tijuana in blue, Cicatriz…)
y de la que todos ellos renegaban, pero que el tiempo ha demostrado que, cuando
menos, resultaba muy práctica.
La lista y la discografía del RRV son extensas,
pero no sucede lo mismo en cuanto a su bibliografía—al menos comparándolo con la magnitud que para muchos de nosotros tuvo
el RRV en nuestras vidas—. Hoy, y en la siguiente entrega de este club
de lectura de verano, vamos a intentar hacer un somero repaso (no están todos
los que son pero son todos los que están, etc.) a los libros que de una u otra
manera, desde la biografía, el ensayo o la ficción, se han acercado a este fenómeno.
Hertzainak, la confesión radikal
Una de
los primeras obras dedicadas a grupos del rock radikal fue esta biografía oral
que publicaron a mediados de los 90 Pedro Espinosa y Elena López y que se
reeditó veinte años después por la editorial Pepitas de Calabaza, con nuevas
fotos y testimonios, ilustraciones, y con un apéndice final en el que aparece
todo el cancionero de la banda. Hertzainak fue un grupo clave dentro del RRV, que
quizás no tuvo el tirón que han tenido o han mantenido con el paso del tiempo
otros como Kortatu, Eskorbuto o Barricada, pero que fue pionero y en el que
estaba contenida toda aquella explosión de furia y creatividad. Ellos fueron,
por ejemplo, quienes volcaron por primera vez al euskara el punk y el ska. Eran
—puestos a usar etiquetas manidas— los The Clash vascos. Alrededor de Hertzainak
se gestaron las procesiones ateas de Vitoria, las radios libres, el Euskadi
Tropical… Herztainak era una especie de colectivo, un planeta alrededor del
cual giraba otros satélites, otros grupos como Cicatriz, Potato (grupo al que
pertenecían los autores de Hertzainak, la confesión radikal),
Ruper Ordorika, Karra Elejalde —que escribió alguna de las letras de
Hertzainak—, Gamma, el cantante original de la banda, que con el tiempo
acabaría siendo el escritor Xabier Montoia… Un grupo, en definitiva, que
aglutinaba muy bien todo el espíritu rebelde, festivo y combativo de la época y
que se recoge muy bien en este libro, con ese formato de biografía oral, es
decir, en el que no hay un narrador sino que aparecen diferentes personas que
han tenido relación con la banda y que van contando sus vivencias y recuerdos
relacionados con ella.
Eternas cicatrices
Una de las autoras de Hertzainak, la confesión radikal, Elena López, lo es también de otro libro pionero, Del txistu a la telecaster, uno de los que abrió el camino en cuanto a un estudio, un recuento, una crónica del rock vasco, que se antojaba de todos modos inabarcable, a pesar de las referencias a decenas de grupos. Quizás los que más presencia tienen en estas páginas son Cicatriz, de hecho el título está extraído de unas declaraciones de Natxo, el cantante del grupo, en las que decía que ellos aspiraban a sustituir el txistu y el tamboril por la telecaster (un modelo de guitarra eléctrica).
Y por seguir el hilo, Cicatriz también tiene su propia biografía, Eternas cicatrices, esta más reciente, de 2016, pero tras la que está el trabajo de toda una vida por parte del autor, Juan Carlos Azkoitia, un fanático de la banda que ha dedicado dos décadas de su vida a escribir este libro, en el que recoge la trayectoria de seguramente el grupo más salvaje de Euskal Herria (recordemos que se formó en un pabellón psiquiátrico o que prácticamente todos sus miembros murieron como consecuencia de las drogas). Cicatriz, después de todo, encarnan la crónica de una década, los 80, y de una juventud que pasó por ella como un ciclón, arrasando con todo y a menudo consigo mismos: heroína, botes de humo, delincuencia… Una juventud inconformista y autodestructiva que, desde luego, no recorrió de puntillas ni mirando para otro lado la época, difícil, convulsa, cambiante que le tocó vivir.
Eternas cicatrices adopta igualmente el patrón narrativo de la biografía oral (aunque recoge además una especie de memorias inconclusas de Natxo Cicatriz) y por sus páginas vemos desfilar, entre otros muchos, a otro de los capos del rock radikal: el comandante Muguruza, de cuyas andanzas en diferentes grupos, como Kortatu o Negu Gorriak , también se han recogido testimonio en algunos libros.
Kortatu
y las pegatinas de los bares
El estado de las cosas. Kortatu. Lucha, fiesta y guerra sucia (2013) fue escrito por los periodistas Roberto Herreros e Isidro López, dentro de una colección llamada Cara B que publicó durante una temporada la editorial Lengua de Trapo, en la que se analizaban discos significativos de diferentes grupos (por ejemplo, el Omega de Morente y Lagartija Nick; o, en el caso de Kortatu, El estado de las cosas, el último del grupo en castellano). Más allá de lo musical, este libro es también un análisis del contexto social y político en el que se compuso el disco, e incluso de las claves que hicieron que surgiera el propio rock radikal vasco. Bernardo Atxaga describe en el prólogo, de una manera muy visual, lo que fue aquella época, resumida en la imagen de algunos bares con las paredes llenas de pegatinas de todo tipo: ecologistas, feministas, presos, radios libres, gaztetxes… “Un maremágnum de cosas y —como escribe el propio Atxaga— afectando a todo, marcándolo todo, la violencia”.
Hay algún otro libro más referido a Kortatu, o, mejor dicho, en este caso a Negu Gorriak, como es Ideia Zabaldu Tour 95, en el que la autora, Garbiñe Ubeda, hace la crónica de una gira del grupo por Europa.
Eskorbuto, demasiados enemigos
Otro de los grupos que ha generado abundante literatura es Eskorbuto (y todo indica que la seguirán generando, a juzgar por la proliferación de pintadas con el nombre del grupo que todavía siguen descosiendo las paredes de muchos barrios y que no creemos que esté haciéndolas alguien de sesenta años). Eskorbuto es, de hecho, quizás el grupo que con el paso del tiempo va adquiriendo más categoría de leyenda, hasta tal punto que, en efecto, la mayoría de sus seguidores son jóvenes que no los conocieron en vida y que nunca estuvieron en ninguno de sus conciertos (Eskorbuto, además, no se prodigaron mucho). Buena muestra del interés que desata la banda son el documental Generación Anti Todo (2018), de Iñigo Cobo, o la anunciada película de ficción Demasiados enemigos de Aitor Gutiérrez que producirá Alex de la Iglesia.
En cuanto a la literatura, el primer libro dedicado a Eskorbuto, después de algunos fanzines y dossieres o del propio periódico que el grupo editó en su maqueta Ya no quedan más cojones, Eskorbuto a las elecciones, fue seguramente Historia Triste, de Diego Cerdán, una biografía bastante completa del grupo, que incluía algunas memorias del propio Iosu Expósito, todas las letras de las canciones, recuerdos de personas que estuvieron próximas a ellos —Fermín Muguruza, Roberto Mosso…—, fotos inéditas o artículos periodísticos de algunos de quienes más y mejor han escrito sobre el rock radikal: Pablo Cabeza, Josu Arteaga, Óscar Beorlegui…
Historia triste se publicó en 2001 y posteriormente aparecerían más biografías, como parafraseando una de las canciones del grupo, Rock y violencia, de Roberto Ortega, que se publicó en tres tomos, o más recientemente La mejor banda del mundo, de Anjel Landa y Crisóstomo Amezaga, un libro que está a caballo entre la biografía y la novela y que además tiene la particularidad de que Amezaga es el fundador de una de las compañías discográficas por las que anduvieron deambulando Eskorbuto: Discos Suicidas; es decir, que los conoció de primera mano y tuvo que sufrirlos, porque los Eskorbuto no se andaban con chiquitas y, por ejemplo, entraron en una ocasión en las oficinas de la casa discográfica para llevarse por la fuerza el máster de uno de sus discos y venderlo a otra compañía.
Recuerdo que la primera vez que terminé de leer Las ratas, una de las novelas fundamentales de Miguel Delibes, de quien este año se celebra el centenario de su nacimiento, volví a la primera página y empecé de nuevo el libro. Yo era un niño raro, lector, lo cual agradezco, porque eso me ha permitido juntarme, como hacen las trayectorias de las balas perdidas, con otros niños raros como yo, y así, hace apenas unos meses, Kutxi Romero, el cantante de Marea, lector voraz y por tanto niño rarísimo, me confesó que a él le había sucedido lo mismo con esta novela. Hay libros que deseas que nunca terminen (del mismo modo que hay libros que deseas que terminen en la segunda línea, lo malo es que por lo general estos suelen tener más de seiscientas páginas y vienen prescritos por agentes comerciales que se hacen pasar por críticos literarios; pero me estoy desviando); hay libros que deseas que nunca terminen, decía, ni siquiera aunque te obliguen a leerlos, como, de hecho, me sucedió con Las ratas o con otros de aquellos, como el Lazarillo de Tormes, La perla, de John Steinbeck, Rebeldes, de Susan E. Hinton o El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, que conformaban nuestras lecturas en las clases de literatura de la escuela o el instituto.
My
tailor is rich
Hay quien dice que la vocación lectora se trunca a menudo
por obligar a los niños y a los adolescentes a leer obras “difíciles” para su
edad, pero a nadie le parece mal que los chavales tengan que aprender inglés o
a hacer raíces cuadradas. El resultado suele ser que las lecturas obligatorias
se rebajan al nivel de un chimpancé o de un crítico literario/agente comercial,
lo cual es absurdo, del mismo modo que los profesores de matemáticas no se limitan
a mandar a sus alumnos sumas y problemas de trenes hasta que pueden librarse de
la asignatura ni los profesores de inglés se pasan años haciéndoles repetir Good morning o My tailor is rich. Hace
apenas unos días, por ejemplo, volví a leer Las
ratas, de Miguel Delibes, y me
sorprendió algo que, probable y paradójicamente, en aquellas primeras lecturas,
me hubiera pasado desapercibido: la riqueza de su vocabulario. Entonces,
supongo, lo que me atrapó fue la figura del niño cazador de ratas, de aquel niño
sabio que se mantenía intacto, puro, en mitad de una naturaleza y una sociedad
hostiles; o la de El Ratero, que se aferraba a un modo de vida que moría y se
resistía a abandonar su cueva (Las ratas
es, entre otras muchas cosas, la historia de un intento de desahucio, una lucha
desigual entre el poder y el individuo); o esas escenas sórdidas que Delibes
como nadie sabe dibujar con trazos, por el contrario, limpios y claros, como la
de Simeona, pidiendo al Nini que la humille, que le escupa… Hoy en día, supongo,
se sacrificaría todo ello porque Delibes lo cuenta escribiendo palabras como
relejes o cachaba que los niños no van a entender, por mucho que para eso estén
los diccionarios, del mismo modo que para lo otro están las calculadoras o los
diccionarios de inglés.
Un
mundo que agoniza
No se puede negar, en todo caso, que Miguel Delibes escribía hace ya más de medio siglo (Las ratas se publicó en 1962) sobre un mundo, el rural, que agonizaba y junto con él las palabras que lo contaban. Tengo la impresión, en ese sentido, de que Delibes es un escritor que ha envejecido mal, o, más bien, al que se ha llevado al asilo y ya apenas nadie va a visitar. Todo eso se habría solucionado, tal vez, si le hubieran dado, como merecía, el Premio Nobel (tal vez no se lo dieron porque no tenía otras habilidades, como absorber dos litros de agua por el culo). La obra de Delibes es, sin embargo, larga y variada y junto a sus novelas rurales hay otras que transcurren en el medio urbano, que nos hablan de un mundo que, en lugar de agonizar, empieza a conformarse y de las dificultades de los desplazados o recién llegados al mismo.
Entre ellas, se cuenta por ejemplo otra de las joyas del
escritor vallisoletano: El príncipe
destronado. El pequeño protagonista de esta novela, Quico, un niño de tres
años, es, en efecto, otro desplazado: su hermana acaba de nacer y de llegar a
una casa en la que, hasta ese momento, él era el centro de atención, atención
que Quico trata de recuperar a toda
costa. La gracia del libro, como la de todos los libros, es el punto de vista,
que en esta ocasión es la de este pequeño príncipe destronado, quien desde su
mirada inocente (y a veces no tanto) eleva la historia a una mirada sobre las
relaciones matrimoniales o sobre la posguerra española, sus vencedores y
vencidos.
En El príncipe destronado refulge, tal vez como en ninguna de las novelas de Delibes, uno de sus registros que a menudo se obvian (seguramente eclipsado por la fatalidad y la profunda impotencia y tristeza de otras obras como Los santos inocentes): el humor, desperdigado en realidad por toda su obra, también en algunas escenas de Las ratas, como aquella en la que el Nini se venga de un desaire vertiendo gasolina en un pozo y haciendo creer a sus propietarios que bajo sus pies tienen un yacimiento de petróleo; o en otra de sus novelas menos conocidas, Las guerras de nuestros antepasados, en la que el protagonista, un recluso condenado por homicidio, responde al nombre de Pacífico.
Delibes
y el cine
El príncipe destronado, al igual que varias de las novelas de Delibes, fue llevada al cine por Antonio Mercero, con el angelical niño Lolo Rico interpretando a Quico; Antonio Giménez-Rico haría lo propio con Las ratas en 1997. Y existen además adaptaciones de El disputado voto del señor Cayo, Mi idolatrado hijo Sisí (bajo el título Retrato de familia, en donde podemos ver a un bisoño Miguel Bosé), El camino… Aunque, sin duda, entre todas las adaptaciones fue la de Los santos inocentes de Mario Camus la más aclamada (¿quién no recuerda a Paco Rabal repitiendo aquello de “¡Milana bonita! u orinándose en las manos para curar sus heridas; o al pamplonés Alfredo Landa haciendo de perro humano; ambos recibieron ex aequo el premio a la mejor interpretación masculina en Cannes).
Tampoco el teatro ha sido ajeno a la literatura de Miguel Delibes y sus Cinco horas con Mario podrían convertirse en el caso de la actriz Lola Herrera en Cinco décadas con Mario, pues lleva años representando este monólogo, en diferentes etapas, desde su estreno en 1979.Cualquiera de estas adaptaciones serían, seguramente, hoy más provechosas en una clase de literatura que la lectura de uno de esos libros tontines para que los escolares no abominen de la literatura, esa literatura que algunos niños raros comenzamos a amar con las novelas de Miguel Delibes.
Publicado en semanario ON con diarios de Grupo Noticias (04/07/20)
Para mi sorpresa y estupefacción, hace unos meses cuando comentamos en un club de lectura La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, uno de los universalmente reconocidos clásicos de la literatura de humor, a la mayoría de los participantes el libro no les hizo ninguna gracia e Ignatius J. Reylli, su estrambótico protagonista —esto es más comprensible—, les resultó un personaje repulsivo. Sin embargo, conforme a lo largo de la tertulia fuimos recordando algunas de sus peripecias las carcajadas comenzaron a escaparse con la misma libertad que Ignatius abre su válvula pilórica y deja fluir en cualquier circunstancia y lugar sonoros regüeldos.
Hacer reír por medio de la literatura es ciertamente una misión complicada. A no ser que se consiga sin pretenderlo, cosa que a mí me pasa mucho con ciertos best-sellers cuyas fajas, adornadas con calificativos disuasorios como “Trepidante”, “Imprescindible”, “Fenómeno literario”, en realidad no hacen sino disimular la fofez e inconsistencia de esas obras. Pero no nos desviemos con apreciaciones personales. La cuestión es que los libros humorísticos parten a menudo con una clara desventaja, y es ese valor casi sagrado que se le otorga a menudo a la literatura. ¿Para qué va a perder uno el tiempo con un libro de chistecitos cuando hay cientos de novelas que te conmocionarán, harán temblar los cimientos de nuestra sociedad, cambiarán tu vida?
Long-seller Bueno, lo cierto es que a miles de personas en todo el mundo La conjura de los necios también les cambió la vida. Existe una legión de devotos y reincidentes lectores que han convertido la obra en un long-seller, es decir, un éxito prolongado en el tiempo —de hecho Anagrama, la editorial que la publica en España sigue vendiendo un buen número de ejemplares casi cuarenta años después de su primera edición—, que la conmemoran en celebraciones como el Ignatius day convocado en Madrid en 2015, o que se disfrazan cada año en la cuna del autor y escenario de la novela, Nueva Orleans, de alguno de sus personajes, como el Patrullero Mancuso, a quien también rindió tributo un grupo de rock español adoptando su nombre, del mismo modo que Fernando Arrabal, quien podría figurar como uno de los personajes de la novela, subtituló Homenaje a La conjura de los necios su obra de teatro Tormentos y delicias de la carne.
Al autor de La conjura de los necios, por su parte, más que cambiarle la vida, su novela se la arrebató, pues se suicidaría once años antes de que esta viera la luz en 1980, convencido de que había escrito una obra maestra y de que, sin embargo, esta pasaría desapercibida.
Una historia tristísima Esta novela que tantas risas ha desatado arrastra consigo, por tanto, una historia tristísima —como tantas otras, por otra parte: ¿cuántas grandes novelas dormirán el sueño eterno en cajones, junto a pilas de notas de rechazo, mientras Alfonso Ussía publica un libro tras otro?— ; una historia tristísima, en la que resplandece a la vez una luz de tenacidad y justicia poética. Fue Thelma Toole, la madre de Jhon Kennedy Toole, quien finalmente conseguiría que La conjura de los necios se publicara después de llamar a la puerta de una decena de editoriales, algunas de las cuales, dirigidas por una suerte de Nostradamus a la inversa las rechazaron con el siguiente argumento: “Tiene estilo literario, pero las novelas cómicas no se venden”. Otras ni siquiera dieron acuse de recibo.
Finalmente, Thelma asaltó en una conferencia al escritor Walker Percy, antes quien se presentó, cual todopoderosa agente literaria, vestida de dama sureña y haciendo pasar por su chófer a su propio hermano. El escritor, caballeroso, recogió el manuscrito, aunque sin demasiado entusiasmo, pero su mujer, que sí sintió curiosidad por la obra y se descacharró con ella, le animó a leerla. Y a partir de entonces, todo vino rodado: Percey consiguió que se publicaran sus dos primeros capítulos de la novela en una revista literaria, apareció al poco completa en una pequeña editorial, obtuvo el Premio Pulitzer al año siguiente…
Es innegable que a este, ahora sí, meteórico éxito, contribuyeron paradójicamente las circunstancias que antes se lo negaron: la madre coraje que hace justicia al genio muerto e incomprendido, el suicidio de este, los incomprensibles y burriciegos rechazos editoriales… En este punto es conveniente aclarar, eso sí, que en realidad Jhon Kennedy Toole no sufrió tales rechazos, pues a lo largo de su vida tan solo ofreció a un editor su novela, que nunca se negó a su publicación sino que fue dilatando la misma con interminables correcciones, sugerencias, reproches… Hay quien dice incluso que en realidad no está claro que el suicidio de Toole se debiera a la desazón por esa espera y esa falta de confianza de su editor, y en su muerte confluyeran otras tribulaciones personales, pero eso nunca lo sabremos, pues el escritor se llevó el secreto a la tumba, entre otras cosas porque su sobreprotectora madre destruyó la nota de despedida que él dejó.
La relación entre Toole y su madre tiene su reflejo —aunque sea, evidentemente, deformado por el esperpento— en la que mantiene el protagonista con su progenitora en la novela, y, naturalmente, en La conjura de los necios encontramos ecos biográficos. Por ejemplo, al igual que Ignatius, el autor trabajó en una fábrica textil y, aunque de modo puntual, vendiendo comida en un carro callejero, si bien la mayor parte de su vida se ganó esta como profesor universitario. A esto último le debe seguramente Ignatius su logorrea académica o su devoción por Boecio. Pero, en realidad, tal y como confesó el escritor, el personaje de Ignatius está inspirado en un amigo suyo al que describe de este modo: “El bigote, el sobrepeso, alto, torpe, adoraba los perritos calientes, estaba obsesionado con la filosofía medieval, era un intelectual pero al mismo tiempo tenía un punto grotesco: era conocido por tirarse pedos en público”.
Bueno, igual tan amigos no eran.
La conjura de los necios y el gafe del cine La conjura de los necios, por lo demás, está conjurada en lo que respecta a sus adaptaciones para el cine. Hasta tres veces intentó llevarla a la gran pantalla el director Harold Ramis, pero en todas ellas los actores que iban a encarnar a Ignatius —entre ellos John Belussi, el granuja a todo ritmo de los Blues Brothers— fallecieron cuando el guión estaba en sus mesillas de noche, en dos de los tres casos junto a abundantes dosis de speedball, eso también.
Y hablando de finales abruptos, estamos acercándonos al de este artículo y aún no hemos contado de qué va el libro. En realidad, se podría decir, y es algo que se le ha achacado a menudo, no va de nada, es un libro en el que no pasa nada, si atendemos a los estándares de lo que debe ser hoy en día una novela de éxito: no hay crímenes ni romanos ni escenas de sexo torrencial… Y precisamente como no pasa nada de eso, pasa de todo, o es más sencillo detenerse, arrimar a los extravagantes personajes esa lupa que nos revela que de cerca todos somos raros. La conjura de los necios es, en fin, una novela picaresca, rabelesiana, una sátira bajo la cual discurre una crítica feroz y amable —el personaje de Ignatius tiene en su singularidad algo de muñeco de ventriloquía, con bulo para poder arremeter contra todo: el capitalismo, el comunismo, el sueño americano…—. Pero lo mejor, por supuesto, es que sean ustedes quien lo descubran, quienes tengan la osadía de enfrentarse a una obra que, es cierto, tiene tantos seguidores como detractores, a los últimos de los cuales, como hemos dicho, las peripecias de Ignatius, del Patrullero Mancuso, de la señorita Trixie… no les hacen la más mínima gracia. Hay que arriesgarse, no obstante. A veces reírse, y hacer reír —y si es con un libro ya ni les cuento— exige mucho sacrificio, del mismo modo que para ser un holgazán, como Ignatius, hay que trabajar duro. En eso está la gracia.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en semanario ON (27/06/20), con diarios de Grupo Noticias.
Hipercor me debe 7,49 euros. Eso es lo que me costó el cable de carga más lento del mundo. Noches enteras de pandemia tratando de reanimar el corazón verde de mi teléfono a través de un cable moribundo que no hay manera de devolver a la tienda, a la que ya he ido cuatro veces para nada (a los 7,49 euros habría que añadir, por tanto, una dieta por kilometraje y unos cuantos litros de mala leche, que no se pagan con dinero). En el primer intento tuve que volverme a casa porque no hacían devoluciones por culpa de la cuarentena, a pesar de que el establecimiento estaba abierto y las cajas registradoras haciendo clinclín. En el segundo me atendió de muy malos modos un empleado que en cuanto me vio llegar dijo que no devolvían productos que ya habían sido desprecintados. “Es la norma”, argumentó, aunque la norma, en mi ticket de compra, no diga exactamente eso sino que el producto debe ser devuelto en su embalaje original y en perfecto estado, como estaba, bueno, no, porque era el cable más lento del mundo. Da igual, el caso es que no se trataba de eso sino de que era un producto defectuoso y, salvo que seas Rappel, si no lo sacas de la cajita y lo utilizas resulta un poco difícil comprobar si funciona (es decir, si en lugar de un cable al desenvolverlo te encuentras una txistorra de Larrasoaña ¿tampoco puedes devolverla?). Llegados a este punto y ante mi insistencia, el empleado dijo que tenía que probar el cable. “¿Ves? Funciona”, dijo tras enchufarlo diez segundos en su teléfono. “Ya, pero yo te estoy diciendo que me paso noches enteras para hacer una carga completa y que eso no es normal”. “No podemos devolverlo, es la norma”, insistió él, y por un momento yo pensé si acaso sería el dueño de Hipercor. De hecho, me dio la espalda y se fue a hacer algo mucho más importante que atender a un quejica como yo. Intenté después hacer una reclamación en Atención al cliente, donde me dijeron que como mucho podían probar el cable durante una noche entera y a ver qué pasaba. Eso no solucionaba nada —de hecho, ese era el problema— pero puesto que era lo único que me ofrecían y yo estaba ya al borde de un ataque de nervios, accedí. Craso error, pues me fui de la tienda sin el cable, sin el dinero y sin ningún tipo de justificante, esperando a que contactaran conmigo en el número de teléfono que les anoté con las manos dentro de dos bolsas para la fruta. Como todavía estoy esperando la llamada, tuve que volver otra vez a la tienda, donde ya me trataron directamente de mentiroso asegurando que me habían llamado varias veces y que el cable sí funcionaba. Fue entonces cuando decidí escribir este artículo —y así se lo advertí— entre otras cosas porque a mi lado había una chica haciendo alguna otra reclamación con episodios igualmente kafkianos (es decir, cuando me di cuenta de que mi queja trascendía de lo particular a lo universal y de que en realidad no se trata de los 7,49 euros, que también, sino de la lucha y de la dignidad del individuo contra el sistema). Paralelamente yo había iniciado una reclamación telemática que no hizo sino aumentar el absurdo —mensajes tipo en los que me pedían los datos del ticket de compra, ticket que previamente me habían pedido en otros mensajes anteriores, etc.—) y en la que todavía estoy enredado. A estas alturas, dudo mucho de que vayan a compensarme con un cable de carga supersónica, sesenta litros de leche con calcio y media docena de txistorras picantes. Tampoco me importa ya mucho, la verdad. Yo al menos tengo la oportunidad de que mi hoja de reclamación —esta— no acabe en una papelera. Me bastaría, en todo caso, con una disculpa (y con los 7,49 euros). Mientras no llegue juro por Evaristo Páramos que en cada nueva novela que escriba y de vez en cuando también en mis columnas de opinión aparecerán personajes que despotriquen contra Hipercor o que se planten en sus oficinas de Atención al cliente con una garrafa de gasolina.
“Hablar
de los victimarios era y sigue siendo un tabú”
Bingen
Amadoz, escritor
Matones,
victimarios, cuneteros… Sus nombres propios
fueron impronunciables durante décadas, todavía lo siguen siendo en
muchos casos, pero Bingen Amadoz recopila en Matones testimonios e historias que nos revelan quiénes fueron
aquellos que acabaron con la vida de miles de navarros tras el golpe militar de
1936
Patxi
Irurzun/ Iruñea
Acabaron con sus vidas e intentaron acabar también con su
memoria. Aunque todos supieran quienes habían sido los asesinos, los delatores,
los que con frialdad elaboraban listas en sacristías y casas con blasón. En el
caso de Bingen Amadoz él mismo es esa memoria, pues lleva el nombre de su tío
asesinado. Matones parte de esa
historia familiar y desde allí nos lleva a otras muchas, a lo largo de todo Nafarroa,
las de aquellos que fueron impunemente asesinados, violadas, cazados como
conejos, y las de sus familias, humilladas, saqueadas, obligadas a callar
durante décadas…Bingen Amadoz ha
escrito —con un gran pulso narrativo, por cierto— en realidad su historia, la
de las víctimas, antes que la de los verdugos, y no busca venganza, sino
reparación y justicia, tal y como señala la profesora y antropóloga Jacqueline
Urla en el prólogo de Matones,
publicado por Pamiela
¿Se
puede decir que el germen de Matones
es la experiencia propia, lo sucedido con su familia?
Nada es casual desde luego. Nacer en el seno de una familia
supone heredar inevitablemente su historia, su propia cultura y también las
dolorosas vivencias de los referentes más cercanos. Se me impuso además el
nombre del hermano mayor de mi padre, asesinado con solo 22 años. Hay una
cierta obligación moral para honrar su memoria y la de todos los que corrieron
la misma suerte por pensar y por soñar con un futuro mejor para todos. En mi
casa siempre hubo transmisión de la memoria y por suerte yo no olvido
fácilmente.
En ese
sentido, en el prólogo y a lo largo del libro, se dice que de todos modos no
hay un deseo de venganza sino de reparación.
Sí. El deseo de venganza no existe en los testimonios
recogidos. Solo existe dolor. No sé si existió en los años posteriores a
aquella enorme tragedia. Lo cierto es que a pesar de que las víctimas mortales
se contaron por millares y los robos y las humillaciones fueron incontables, no
se conoció por parte de los represaliados ningún acto de venganza. Tal vez
fuera por miedo a empeorar las cosas o quizás esto signifique sencillamente que
la catadura moral de las personas victimizadas nada tenía que ver con la de los
victimarios. Justicia, reparación y dignidad en cambio son valores que
identifican a nuestras familias y por eso se reivindican con firmeza.
A lo
largo de muchos años, todavía hoy, hablar de los victimarios, con nombres y
apellidos, parecía casi un tabú. ¿Por qué cree que ha sido?
Era y sigue siendo un tabú en buena medida. No se habla
sobre esto entre los descendientes de las partes que un día estuvieron
enfrentadas. A ciencia cierta nadie está seguro de cuánto y hasta dónde saben
los otros. ¿Por qué tanto silencio? Pues, fundamentalmente por el miedo,
también por el desconocimiento, que es una consecuencia del mismo silencio. En
algunos casos por el deseo de ocultar. No ocurre esto en Alemania o en Italia.
Claro que existe una gran diferencia. Allá el fascismo perdió la guerra y aquí
en cambio la ganó. Los malos que se creyeron buenos nos gobernaron con mano de
hierro durante cerca de cuarenta años para que nadie rechistara y además cuando
murió el dictador en su cama, en la época de lo que se llamó transición,
ordenaron las cosas de tal manera que las marionetas se fueron moviendo al
ritmo de los hilos que ellos controlaban. Cambiaron las camisas azules por las
blancas de demócratas de toda la vida y de esta manera no hubo justicia, ni se
cerraron las heridas abiertas. Y los culpables pudieron terminar sus días
gozando de un anonimato impune que les protegió.
Una de
las cosas que impresionan al leer las historias es el gran número de personajes
insignificantes que se sintieron importantes al formar parte del bando de los
matones. ¿Hay algo de psicológico o psicótico en ello?
Sí. Creo que investigar la personalidad de los matones es
todo un reto para los profesionales de
la psicología y de la psiquiatría. Estoy convencido de que en muchas de las
acciones protagonizadas por los matones hay elementos psicóticos, de descontrol
mental, al menos transitorio. De otro modo resulta humanamente incomprensible
tanta crueldad, tanta ausencia de empatía, y tanto odio exacerbado y absurdo.
Una de las cosas que más asustan seguramente es saber que los que se apuntaron
a matar eran gentes “normales” que no atemorizaban a nadie en las fechas
previas al golpe de estado. Luego al mundo cercano lo barrió un huracán, las
pasiones más bajas se desataron y ya nada fue igual.
También
me parece terrible, incluso más que los propios arrestos y fusilamientos, esas
personas que hacían fríamente listas de personas que había que eliminar.
Eran los prolegómenos del asesinato. De las denuncias se
hacía criba en las Juntas de Guerra Carlistas, en las casas de los sublevados o
en las de los ricos que decidían quién debía vivir y quién no. Se hacían las
listas que luego pasaban a los ejecutores. A la hora de confeccionar las listas
había discusiones: “Este no que es pariente, este sí que no va a misa, vamos a
añadir a aquel otro que se destacó en tal manifestación o como militante de una
organización”. Los que elaboraban las listas conocían muy de cerca a los
condenados, que no iban a tener a su favor ni a un abogado defensor ni a un
juez benevolente, sencillamente porque nunca habría juicio.
A pesar
de esa impunidad, otra de las cosas que se repiten y llama la atención en el
libro es cómo de alguna manera muchos esos victimarios tuvieron una especie de
justicia poética o del destino, con muertes horribles o funerales a los que
nadie acudía.
Los matones lo eran a pesar de todos los pesares. Muchos de
ellos no solamente eran aborrecidos y denostados por las familias de sus
víctimas. Sus amigotes, habían sido compañeros de hazañas inconfesables y cuando
las cosas se fueron serenando, se ponía distancia sobre todo a los que se
habían destacado en hechos crueles, que
vistos desde una perspectiva de intentar una cierta normalización de la
convivencia, se hacían inaceptables para todos. Había entre los asesinos
personalidades muy difíciles de encajar en el conjunto de la comunidad. Por
otra parte, en las familias represaliadas existía la romántica idea de creer
que la justicia divina caía sobre los culpables condenándoles en vida a sufrir
castigos corporales, consecuencia de enfermedades que se los llevaba
prematuramente. Cierto es que algunos de ellos malvivían no pudiendo acallar la
voz de su mala conciencia. Hubo entre ellos suicidios y locuras varias. Se les
castigó en multitud de ocasiones con entierros solitarios y eso en nuestra
cultura cobra un gran significado.
En Matones hay un montón de trabajo de
campo que parece recopilado a lo largo de muchos años, de escuchar historias,
encontrarse con gente, etc. ¿Cómo se ha conformado el libro?
Hay una parte que surge de mis propios conocimientos.
Siempre pregunté mucho y en mi casa el silencio solo se mantuvo de puertas afuera. Por otro lado
durante seis años he ido recogiendo testimonios de personas que vivieron aquella
terrible experiencia. Perdieron a sus padres, a sus hermanos o a otros
familiares y amigos. La segunda generación que recibió la herencia de sus
mayores con todo detalle, también ha participado en entrevistas y encuentros, a
veces acompañando a los protagonistas directos y otras como testigos
importantes que sabían muy bien de qué hablaban. Para la recogida de las
palabras me moví por pueblos y ciudades de Nafarroa, a veces para seguir las
pistas de los matones me desplacé a Gipuzkoa, Alto Aragón y Castilla. Hubo
contactos telefónicos para recabar informaciones con personas que trabajan la
Memoria en distintos lugares. ¿Como conseguí los contactos con las personas que
tenían mucho que contar y que querían hacerlo? Pues generalmente a través de
amigos que hicieron de intermediarios y gracias a la ayuda de asociaciones
memorialísticas que siempre han estado dispuestas a echar una mano. También
encontré a los testigos en actos de homenaje, inauguraciones de memoriales,
actos institucionales organizados como reparación para las víctimas, en exhumaciones…
Libros
como Matones son necesarios en cuanto a la reparación y a la memoria histórica,
pero ¿qué más pasos serían necesarios dar?
Yo creo que en Nafarroa y en el conjunto de Euskal Herria, se han dado muchos pasos, sobre todo en estos últimos tiempos, en favor de la reparación y la memoria. Las asociaciones memorialísticas están muy activas y gracias a ellas ha habido un empuje muy importante que ha implicado directamente a las instituciones, que por fin están, en gran número, en manos de fuerzas al menos antifascistas. Esto facilita las cosas evidentemente. Sin embargo queda mucho por hacer. Hay centenares de exhumaciones pendientes solo en Nafarroa. En muchas comarcas del estado ni siquiera se ha empezado. Lo he podido comprobar en visitas recientes a lugares donde todavía no se ha podido hacer nada y entiendo que todas las personas asesinadas y arrojadas a las cunetas y a las fosas comunes merecen ser honradas dignamente.