Una madeja de miradas se enreda en esta fotografía. Observen, por ejemplo, a la chica del centro de la foto, la más alta de todos, con el pelo cardado. Sus ojos están clavados en uno de los dos guitarristas que nos dan la espalda a la derecha de la imagen (Alfredo Piedrafita y Boni, de Barricada). Su mirada, y su postura, apoyada de costado en la barra, despiden una mezcla de seguridad y naturalidad, como si estuviera acostumbrada a ver a los músicos a esa distancia (el ¡Hola! del Rock Radikal Vasco nos apunta que la chica quizás sea la pareja de una de sus artistas más reconocidos); la media sonrisa de la chica, de hecho, parece indicar también algún tipo de atracción por alguno de los guitarristas, no necesariamente una atracción sexual, sino por la propia figura del músico sobre un escenario, o más bien por la propia música, por el propio rocanrol.
Observen ahora al
chaval que hay apenas un paso por detrás de la chica. Es una de las dos únicas
personas que no mira a los músicos, él mira a la chica que mira a los músicos,
lo hace con una mezcla de timidez y embobamiento, le gusta y a la vez la
considera inalcanzable, pero ha encontrado la manera de llegar a ella, de
mirarla sin que ella se de cuenta. Gracias al rocanrol puede robarle una mirada.
Tal vez al chico que mira a la chica que mira a los músicos le gustaría ser uno
de los músicos para que ella lo mirara a él de esa manera (o tal vez al chico
que mira a la chica que mira a los músicos también tiene un grupo, también es
músico, y en sus conciertos hay chicas que le miran a él arrobadas —el chico es
guapete— y chicos que miran a las chica que le miran a él, en un bucle infinito
y misterioso, como la vida misma)
Pero aún hay más. Para completar este enrevesado cruce de miradas y de venas del corazón, en la parte izquierda de la fotografía, justo encima del platillo del batería (uno de los aciertos de esta fotografía es que nos ofrece la perspectiva del baterista y nos hace así sentir parte de la banda) otra chica sentada observa a uno de los guitarristas con un gesto tenso y aburrido, que tiene algo de doméstico. El ¡Hola! del Rock Radikal Vasco afirma en este caso sin atisbo de duda que ella sí es la pareja de uno de los músicos. Seguramente ha escuchado decenas de veces ya la canción que Barricada está interpretando (tal vez No hay tregua, tal vez Aún queda un sitio, tal vez Juegos ocultos –¡Tus ojos buscando la complicidad!—) y a pesar de todo, teme que algo salga mal, que algún punteo desafine, o que el guitarrista golpee con el mástil de la guitarra algún micrófono, algún bafle…
Seguramente comparte con el guitarrista ya su pasión por el ruido, sus sueños, un proyecto de vida en común…
La otra persona
que no mira a los músicos es una jovencísima Marisa, la eterna camarera del bar
Garazi. Ella encara la cámara con desparpajo, tal vez porque al otro lado de la
misma quien retrata la escena es su primo Peio, con tino (con el tino y la
profesionalidad suficientes para invisibilizarse, a pesar de estar junto al
baterista, y que nadie, salvo su prima, se fije en él).
La fotografía de Peio H. recoge un momento de la presentación de No hay tregua en 1986 en el legendario bar de la calle Calderería de Iruña. No hay tregua es el tercer disco de Barricada, y para entonces los de la Txantrea ya no eran unos descamisados, a pesar de la pose a pecho descubierto —a espalda para nosotros—de El Drogas. Nos lo hace ver el resto de protagonistas de la imagen, los chavales que se agolpan en las primeras filas, con su indumentaria ochentera (las John Smith, los jerseys de lana…), o al fondo, subidos a algún banco, la devoción con que observan al grupo, sin moverse, ni parpadear, como si quisieran aprehender cada gesto, cada acorde… Observan a los músicos como a auténticos ídolos. Como a maestros. Hay incluso algo extraño, religioso, en su gestualidad corporal, una especie de retraimiento, de temor, de inmovilismo, no hay nadie que se deje arrastrar por la música, nadie que cierre los ojos, siga el ritmo con los pies o la cabeza… Como si Barricada, en realidad, no estuviera tocando en ese momento (algo que desmiente la ligera genuflexión de El Drogas o el leve balanceo de las melenas del Boni o Alfredo). Como si todos posaran para la posteridad en esta fotografía, o fuera en realidad a nosotros a quienes miraran, desde una enigmática máquina del tiempo.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/03/21
Tengo un conocido —creo todos tenemos uno— sobre el que
podría escribir una novela, pero no lo hago porque nadie se la iba a creer. Cada
vez que me lo encuentro, me da pavor preguntarle cómo está, pues sé que a
continuación me referirá los últimos acontecimientos de su vida y todos ellos
serán calamidades: accidentes domésticos, de tráfico, de trabajo, de todo tipo,
divorcios tormentosos, hijos y novias a la fuga, denuncias —interpuestas por él
o contra él—, incendios, plagas, robos, estafas, inspecciones de hacienda,
enfermedades raras, errores médicos, viajes que se los pasa en la habitación
del hotel por culpa de un huracán o una inundación bíblica, o en los que pierde
las maletas, le meten en ellas drogas… Todas las desgracias que puedan imaginarse
le suceden a ese conocido mío. Y, aunque yo tenga miedo a preguntar, él me las
refiere con una naturalidad y una falta de pudor pasmosas, del mismo modo que
otro te contaría que va hacer un recado o que ha salido buen día o que a ver si
se acaba pronto esto de la pandemia. Para pandemia él.
La cuestión es que los avatares de ese conocido mío, al que
en casa llamamos unos días Calamity y otros —menos— Antonio Alcántara, son a
menudo tan inverosímiles y recurrentes que en lugar de darte pena te da la risa.
El otro día, por ejemplo, me lo crucé por la calle y al cabo de un minuto ya
estaba poniéndome al día de sus últimas calamidades, las cuales ahora mismo no
recuerdo, porque esa es otra, son tantas y las encadena de tal modo que al
final uno pierde el hilo —creo que en esta ocasión, entre otras cosas, me habló de una mascota que le había comprado
a una de sus hijas, un conejo, o una cobaya, algo por el estilo, y que no había
tenido otra idea que bajarlo a la calle atado con un arnés, y entonces había llegado
un perrazo enorme y se había abalanzado sobre el animalico y en menos de un
segundo lo había convertido en una hamburguesa; después mi conocido había
denunciado al dueño del perro asesino pero resultó que este pertenecía a algún
tipo de mafia, siciliana, o japonesa, o policial, y ahora se encuentra en su
buzón fotos de cabezas de caballo cortadas—.
La cuestión es que mientras me lo contaba yo me mordía los carrillos, tratando de contenerme y de no envenenarme con mi propia sangre, porque no puedes evitar sentirte un poco mezquino y mala persona mientras alguien describe cómo lloraba su hija con su conejito hecho un Big Mac entre las manos y tú te estás descojonando vivo por dentro. Aunque creo que a él tampoco le importa. Una de las virtudes de Calamity es que es buen encajador, y que nunca pide ayuda, ni te implica en sus marrones —a diferencia de Antonio Alcántara; debe de ser horrible ser vecino de ese hombre—. A veces pienso, incluso, que es más bien al revés, que es Calamity quien está ofreciéndote ayuda a ti, pues cada vez que te lo encuentras tus desgracias se relativizan, pierden importancia, se convierten en menudencias. Es como si su objetivo en la vida fuera ese, como si se tratara de un profesional de las calamidades, que va buscándolas o provocándolas —¿a quién se le ocurre ponerle un arnés a un hámster?— para después contártelas y aliviar, por comparación, tus pequeñas o puntuales fatalidades. Supongo que nunca escribiré una novela sobre Calamity pero me parecía que al menos, como agradecimiento a su abnegado y anónimo servicio a la comunidad, se merecía un “Rubio de bote”. ¡Ánimo, Calamity!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para diarios de Grupo Noticias 06/03/21
Durante
los últimos años centenares de cines y salas de teatro han echado el cierre y
no hay que ser pitoniso para adivinar que la situación actual tampoco ayuda
mucho para que muchos de ellos vuelvan a abrir. Es muy doloroso, porque cuando
la bola de demolición arremete contra una sala de cine o de teatro golpea
también la memoria, los sentimientos, las vivencias de miles de personas que un
día se ampararon en la oscuridad para soñar, para evadirse o para acariciarse
en las filas de mancos.
Los
cines, los teatros, las salas de concierto, son, más allá de un espacio físico,
una especie de contenedores invisibles de emociones y recuerdos y por ello, a
menudo, forman parte de nuestro
imaginario colectivo. El Gayarre, el Arriaga,
el Victoria Eugenia, la Hell Dorado… Así, de esa manera familiar, los
nombramos. Los sentimos como nuestros.
El proyecto Irudilantegia-Atelier de Imaginarios, de Labrit Multimedia, busca identificar ese patrimonio inmaterial, indagar qué representan esos lugares, qué nos evocan, qué lugar ocupan en la memoria común de nuestras ciudades…. Para ello durante unas semanas han recogido testimonios relacionados, en este caso con el teatro Gayarre de Pamplona. La colaboración era abierta y voluntaria y yo no pude resistirme a contribuir con una historia que me gustaría ahora compartir.
Se
trata, eso sí, de una historia íntima,
pequeña, insignificante, sobre todo si
tenemos en cuenta que el escenario del Gayarre lo han pisado artistas de la
talla de Valle-Inclán, The Pogues, García Lorca, Faemino y Cansado… Pero creo
que la suma de esas insignificancias es lo que busca este proyecto.
Vamos
allá.
Cuando yo era niño, aunque vivía en el barrio de la Txantrea de Pamplona, estudiaba en el centro de la ciudad, con lo cual cada día tenía que hacer cuatro viajes en autobús. La cola de la parada de mi villavesa quedaba justamente a la altura de una puerta trasera del teatro y a menudo mientras esperaba esta se entreabría y podía ver un trozo del escenario. Era algo que me fascinaba. Muchas veces, los operarios estaban montando los decorados para las representaciones y a través de aquel umbral yo sentía que mi imaginación me hacía viajar a otras épocas y lugares… Otras veces, los actores o los músicos se asomaban por esa puerta y salían a fumarse un cigarro en mitad o en el descanso de alguna obra o un ensayo. Me parecía increible que solo un metro separara aquellos dos mundos tan diferentes, el real (la tarea, el frío, las notas, los abusones) y el imaginario (los artistas en traje de pingüino, o vestidos de egipcios, de floristas…).
Años
más tarde adapté uno de mis relatos y lo presenté a un concurso de textos
teatrales organizado por el Teatro Gayarre, con tal fortuna que gané el premio
y la obra se representó en aquel mismo escenario. Yo la vi entre el público,
deseando que la butaca me engullera, pues al final de la representación debía
salir a saludar al público. No pude escaquearme y lo hice como buenamente pude,
es decir dando penica. A continuación me retiré por la parte trasera del
escenario y alguien me acompañó hasta una puerta. Era aquella puerta. Encendí
nervioso un cigarrillo y lo fumé allí mismo, igual que había visto de niño
hacer a los musicos y a actores. Y mientras miraba los coches pasando, la gente
esperando aburrida la villavesa, fue por un momento ese mundo, el mundo supuestamente real, el
que me pareció extraño, ajeno. Supongo que eso es lo que todos buscamos cuando
vamos al cine o al teatro o a un concierto: vivir otras vidas para recuperar el
aliento durante un instante y poder seguir viviendo las nuestras. Y por eso es
tan importante preservar esos lugares. Mucha mierda, pues, para todos ellos.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 20/02/2021
Puesto que hace unos días cayó una nevada en Madrid — no sé
si ustedes se habrían enterado— yo ahora
tengo que mear a oscuras, como en aquel poema de Neruda: Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada.
Bueno, en mi caso no es tan poético:
—¡La luz, pesado! —me riñen si por culpa de un reflejo
automático se me ocurre darle al interruptor mientras mi agüita amarilla baja
por una tubería y pasa por debajo de tu casa, pasa por debajo de tu familia,
etcétera (ahora que lo pienso, hay toda una literatura urinaria, desde la letra
de esa canción de Toreros muertos, pasando por el “Entre heces y orines
nacemos” de San Agustín, hasta el famoso verso de Gloria Fuertes: “Nos están
meando y dicen que llueve”).
Pero volvamos a lo nuestro. Hace unos días circuló por las
redes una viñeta de J.R. Mora en la que, junto a un texto en el que se leía
“Los ladrones hicieron millones de pequeños butrones por los que entraban a robar
cada mes”, aparecía el dibujo de los dos agujeritos de un enchufe.
La factura de la luz de enero, en efecto, fue un atraco. La
más cara de la historia. A pesar de lo cual en nuestra casa cada día es una
fiesta de cumpleaños, o sea, que cuando nos levantamos, después de mear a
oscuras, encendemos velas, y también
cuando se hace de noche, y además estamos adelgazando un montón, porque si
vamos al frigo tenemos que abrirlo y cerrarlo muy deprisa y coger lo que esté
más a mano que suele ser casi siempre un
yogur desnatado o una hoja de lechuga chuchurría.
Lo de las compañías eléctricas es, por no abandonar del todo
la escatología, para mear y no echar gota. Algo incomprensible, es decir, que
las propias compañías se encargan de que al consumidor nos resulte un
galimatías, algo que escape a nuestro raciocinio, con sus facturas como
jeroglíficos y sus subastas diarias y caprichosas en las que, por ejemplo, se decide que si en Madrid nieva —no sé si se
habrían enterado ustedes— y quienes
tienen que capear el temporal son unos destalentados, la filómenica factura la debemos
pagar también aquellos a los que los muñecos se nos deshicieron en solo unas
horas.
“Pues eso será porque usted quiere y no tiene contratada una
factura en el mercado libre”, se oye la voz de un ofendidito al fondo, pero es
que hasta en eso el vocabulario de las eléctricas es confuso, y las tarifas
reguladas son precisamente aquellas en las que el precio de la electricidad
varía y depende del hombre del tiempo —menuda regularidad de los cojones; por
no hablar de que la tarifa aplicada responde a las siglas PVPC, es decir Precio
Voluntario para el Pequeño Consumidor; voluntario, dicen… — y las libres
aquellas en las que ese precio es una tarifa fija (y en la que de todos modos los
que cortan el bacalao son los cinco grandes grupos de butroneros eléctricos, lo
cual para el caso acaba siendo casi siempre lo mismo).
La factura de la luz en España es, en todo caso, una de las
más caras de Europa, un auténtico pelotazo. Seguramente por eso las asesorías
externas y los consejos de administración de las compañías están superpoblados
de expolíticos que acceden a ellos a través de enchufes, nunca mejor dicho,
puertas giratorias, retiros dorados (en
ocasiones con la desfachatez del repulsivo José María Aznar, que fichó por
Endesa después de que esta compañía fuera privatizada durante su mandato;
privatización que a su vez puso en marcha otro eXpresidente, Felipe González,
quien también estuvo a sueldo de Gas Natural, hasta que lo dejó porque “se
aburría”).
Y así todo, en este país en el que mientras unos se pasan todo el invierno sin poner la calefacción o sin dar la luz, el rey emérito toma el sol en Abu Dabi con chambelanes pagados por Patrimonio Nacional y la Audiencia Nacional encarcela a raperos (o mientras el mismo día que doscientos artistas se solidarizan con Pablo Hasel firmando un manifiesto bajo el encabezado “Sin libertad de expresión no hay democracia” el heredero del rey a la fuga se descojona de nosotros, con la misma altivez borbónica que su predecesor, repitiendo exactamente ese mismo encabezado en un encuentro con la Asociación de la Prensa de Madrid, donde, por cierto, no sé si se lo han contado todavía, hace unas semanas cayó una nevada universal).
Por lo demás, está claro que la amante de Neruda aquel día que meaba a oscuras no había comido espárragos.
“Si Joxe Lacalle no retrataba una situación concreta no quedaba reflejada”
Virginia Senosiain y Juan Luis Napal han recogido en “Lacalle” la trayectoria del popular tabernero y fotógrafo de prensa Joxe Lacalle, en un merecido reconocimiento a quien fue el dueño de uno de los primeros bares en colocar la ikurriña en Iruña (lo cual le costó una bomba de la ultraderecha) o dejó testimonio de diferentes luchas con sus fotos para EGIN y Euskadunon Egunkaria.
Patxi Irurzun/GARA
“Lacalle” viene a sumarse a los libros de fotografías “Si te mandan una carta” o “Memorias de Lacalle”, publicados ambos por Txalaparta. Una jubilación bien ganada para este fotógrafo autodidacta, que lo aprendió todo en la calle, cuya figura menuda y nerviosa, era inevitable durante los años 80 y 90 en manifestaciones, enfrentamientos con la policía, desalojos… Joxe siempre en primera línea del frente. Recibió muchos porrazos y le velaron el carrete en numerosas ocasiones. Sus fotos dejaban testimonio de todo lo que otros muchos callaban. Senosiain y Napal, como ya hicieron antes con Josefina Lamberto, hacen un ejercicio de memoria histórica reivindicando con su documental a quien a su vez retrató con sus fotos imprescindibles aquellos conflictivos años.
¿Por qué decidís hacer un documental sobre Lacalle?
Al igual que Josefina Lamberto consideramos que tanto las vivencias, las experiencias, las situaciones y la trayectoria tanto personal como laboral de Joxe Lacalle son de alguna manera una referencia que forma parte de nuestra memoria histórica. La época de Joxe Lacalle fue también parte de la nuestra, y por eso queríamos reflejar todas esas situaciones de una manera cercana, íntima, explícita, arriesgada…Pensamos que toda esa época vivida no queda tan lejana porque muchas de esas situaciones siguen existiendo. Tanto con el documental sobre Josefina Lamberto como en este se refleja de una forma explícita la represión que hoy en día sigue latente. En nuestro caso, Joxe ha sido un referente de lucha, al igual que para otras muchas generaciones. El trabajo de Joxe hizo de alguna manera la labor que hoy hacen las redes sociales. Si Joxe no retrataba una situación concreta no quedaba reflejada.
Al igual que en Florecica en el documental optáis por apartaros y darle voz al protagonista…
Efectivamente cuando realizamos este tipo de documental, personal, cercano… damos voz a la persona. Queremos ser los transmisores de todas esas historias para que no queden en el olvido. Lo importante en estos trabajos son los protagonistas de la historia, sus relatos y sus formas de expresarse y transmitir. Creemos que siendo así hace el documental más cercano al espectador, empatizando así con la persona entrevistada sin ningún tipo de manipulación en ella.
¿Por qué elegís el blanco y negro?
Teníamos muy claro que este documental tenía que ser en blanco y negro porque la mayor parte del trabajo de Joxe también ha sido así. Aunque también ha hecho fotografías en color, predomina el blanco y negro. Es un guiño a la época vivida y al trabajo de Joxe.
En la trayectoria de Joxe hay como dos momentos muy marcados, su etapa como tabernero y su etapa de fotógrafo, ¿qué se puede destacar de cada una de ellas?
Lacalle es un recorrido por la vida de Joxe. Desde su nacimiento en Etxauri, su niñez, sus recuerdos en el pueblo que le vio crecer, los recuerdos de sus aitas, su juventud en Iruña, su madurez… Y los recuerdos como propietario del bar Lacalle junto con su compañera Marisa, el nacimiento de sus hijos…El día que le pusieron la bomba en el bar, el trabajo y apoyo posterior de todo un barrio volcado en Joxe y su familia… Las entrevistas al protagonista están realizadas en tres lugares muy especiales para él. En Etxauri donde nació y vivió su niñez; en Aitzina Taberna, lo que fue su bar Lacalle de la calle Jarauta de Iruña; y en el Paseo Sarasate, donde tantas fotos ha realizado. En el Aitzina nos cuenta los primeros conciertos que se realizaron, el momento de colocar junto con el bar Monterrojo las primeras ikurriñas dentro de los bares, los ataques sufridos por los “Guerrilleros de Cristo Rey”, el momento de la bomba colocada en los baños del bar Lacalle, la solidaridad de un barrio entero, el primer brindis por los presos políticos vascos, la primera noche vieja con disfraces… En la entrevista del Paseo Sarasate nos cuenta su trayectoria como fotógrafo tanto en EGIN o en Euskadi información como en Euskaldunon Egunkaria. Nos cuenta diferentes momentos claves, de represión, de palizas, de rotura de cámaras, de carretes secuestrados, de insumisión, de kale borroka, de reivindicación… Lacalle es una gran parte de nuestra memoria, debemos homenajear, volcarnos y dedicar tiempo a personas que como Joxe lucharon y luchan incansablemente por una sociedad, un pueblo y un futuro más digno, más fuerte y más solidario.
¿Andáis metidos en nuevos proyectos, se pueden contar?
Actualmente nos encontramos inmersos en varios proyectos. Continuamos con trabajos de memoria histórica, realizando entrevistas por diferentes localidades de Euskal Herria, integrando en esta ocasión también escenas de ficción. Por otro lado también estamos trabajando en diferentes documentales. Uno sobre un conocido y gamberro músico de Iruña y otro sobre un reconocido, controvertido, polémico, disidente, y arriesgado artista también de Iruña. Otro documental sobre fotógrafos de Euskal Herria y Catalunya. Y además de estos proyectos documentales estamos inmersos en un ambicioso proyecto de largometraje de ficción: “La sima”. Nos encontramos ya, con la ayuda de Jose Mari Esparza, perfilando el guion escrito por nuestro compañero guionista y director Xavi Berraondo.
EL FOTÓGRAFO DE EGIN
Estaba en todos las salsas. La insumisión, Itoiz, el Euskal Jai, las manifestaciones por los presos, las redadas policiales… Entre la bruma de los botes de humo y el sonido hueco de los pelotazos aparecía él, pequeñico, coletudo y echado para delante. El fotógrafo de EGIN. Nadie diría que siendo un chaval, cuando comenzó a ponerse tras la barra tartamudeaba, por pura timidez, cuando le tocaba coger el teléfono del bar. El bar Lacalle de la calle Jarauta, que olía a gasolina y pachulí. Si sus paredes hablaran… En él se apiñaron durante los años ochenta cientos de jóvenes alegres y combativos, mientras por los altavoces sonaban Motorhead y Baldin Bada. Antes, Joxe Lacalle, fue uno de los primeros taberneros de Iruña en colocar la ikurriña en su local. Le costó varias palizas y una bomba de la ultraderecha, que nunca nadie ha esclarecido. En el Lacalle se gestó también la costumbre de disfrazarse durante las nocheviejas de Iruña, o los brindis sanfermineros por los presos. Más tarde, comenzó su etapa como fotógrafo. Aprendió por correspondencia y haciendo honor a su apellido, es decir, curtiéndose en la calle. Era otra época. “Había que revelar las fotos a toda hostia y mandarlas a Donosti en el autobús de la Roncalesa”, recuerda Joxe, quien no sabe ni cuántas fotos guardará en sus archivos. “Miles. Por suerte yo he sido siempre bastante ordenado. Ahora he aprendido a escanear y las estoy recuperando, poco a poco”. Los libros y el documental dan fe de ellos. Pero esto no ha hecho más que empezar. A Joxe aún le queda carrete para rato.