Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 30/01/21
Lo contaba Radio Macuto: “Sid Vicious se ha cargado a unos cuantos ricachones y a algunos generales y también a su novia Nancy Spungen, durante una actuación, les ha pegado unos cuantos tiros”. Y entre algunos de los que en aquellos años se iniciaban en el punk deslumbrados por la rabia y la mugre el rumor adquiría categoría de verdad verdadera, daba igual que en realidad todo aquello hubiera sucedido solo de manera ficticia en la grabación de un videoclip: el de la versión del My way de Sinatra, que, por cierto, era a su vez una versión de una canción francesa titulada Comme d`habittudede Claude François (y hay también versiones de la versión de la versión, al menos en lo que se refiere a la afinación punk-rockera, como el Entre borrachos de MCD).
Pero volvamos al videcoplip del bajista de los Sex Pistols y, en concreto, a lo referido a Nancy Spungen, porque, en realidad Simon John Ritchie — ese era el verdadero nombre de Sid Vicious— ni siquiera disparaba en el mismo a su novia, sino que es una licencia que el director de cine Alex Cox hace durante la recreación de la grabación del susodicho videcoplip para su película Sid y Nancy, eso sí, dándole un carácter premonitorio, pues en la vida real Nancy aparecería muerta, acuchillada, en la habitación 100 del Hotel Chelsea de Nueva York y Sid sería acusado del asesinato.
Extranjeros en el mundo
La película de Alex
Cox, con Gary Oldman en el papel
de Vicious, está basada en la novela con el mismo título de Gerald Cole que hoy comentamos. En ella
el escritor inglés narra la relación obsesiva y autodestructiva entre los dos
jóvenes punks y heroinómanos y esa última e incierta noche de un asesinato que
nunca se llegó a resolver y que dejó en el aire varias hipótesis, entre otros motivos
porque Sid moriría como consecuencia de una sobredosis unos días después, poco antes
del juicio (entre una cosa y otra, el asesinato de Nancy y el último chute de
Sid, a este todavía le dio tiempo a quebrantar su libertad condicional
rompiéndole en un club un vaso en la cara al hermano de Patti Smith).
A través de las páginas de la novela (nosotros hemos
manejado el único ejemplar en toda la red de bibliotecas de Navarra, con sus páginas amarilleadas y sucias de
manchas sospechosas, como haciendo justicia a una historia salpicada de sangre,
soledad y cochambre; la edición, por otra parte es de la editorial Anagrama en
su colección Contraseñas, con la que muchos nos adentramos en la contracultura
literaria), a través de las páginas de la novela, decíamos, vemos a la joven estadounidense
Nancy Spungen irrumpir como un torbellino en la vida de Sid, a quien descubre el caballo y el sexo —siempre según
la novela, puesto que lo cierto es que para entonces Sid Vicious ya estaba en
los nada inocentes Sex Pistols—, asistimos al auge y caída de la mayor banda
punk de todos los tiempos, los acompañamos en la caótica gira por Estados
Unidos que conduciría a su final como grupo y desembocamos en esos últimos y
fatales días de esa relación de amor fou y
terminal entre dos jóvenes que se sentían extranjeros en el mundo y que
encontraron cada uno en el otro la única horma posible para su zapato, aunque
lo que les gustara a ambos fuera descalzarse y lamerse uno a otro los pies.
Los
jóvenes rabiosos e inocentes
Todo ello narrado a un trepidante ritmo que ilustra
perfectamente aquellos años fundacionales del punk, rabiosos, violentos e
inocentes en los que muchos jóvenes, como el propio Sid Vicious, bajaron desde
los pisos de protección social a crucificarse con jeringuillas y mortajas de cuero
dentro de los televisores de todos los hogares ingleses o disparando con sus
guitarras eléctricas como si fueran metralletas frente al palacio de
Buckingham.
La novela de Cole no es el único libro por el que vemos desfilar a personajes como Sid y Nancy, Malcolm McLaren o Johnny Rotten. En Ropa música chicos, las memorias de Viv Albertine, la guitarrista del grupo The Slits recrea, entre otras cosas, los años previos al estallido punk, en los que Sid Vicious y Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistols, son todavía apenas dos adolescentes, dos buenos chicos algo gamberros que andan vagabundeando por las casas ocupadas, los conciertos de rock en pequeños clubs y las tiendas de ropa. Como curiosidad, cabe señalar que también aparece en este libro la baterista de The Slits, Palmolive, cuyo nombre real es Paloma Romero, una malagueña, compañera sentimental durante algunos años de otro de los grandes iconos del punk, Joe Strummer, de The Clash. A Palmolive, tras unos años de silencio, la volveríamos a ver en un programa de “Españoles por el mundo”, convertida en entregada y devota fiel de una iglesia evangélica de Boston. Los caminos del señor son inescrutables, y de hecho recientemente también hemos escuchado a John Lydon, antes el anarquista Johnny Rotten, asegurar que si él pudiera votar en Estados Unidos elegiría la papeleta de Donald Trump.
¿Quién
mató a Nancy?
Alan G. Parker, por su parte, es uno de quienes de manera más ferviente han defendido la inocencia de Sid en biografías como Sid Vicious: No One is Innocent o el documental¿Quién mató a Nancy?, en donde nos hace saber, a través de testimonios de varios testigos, que la noche fatídica del crimen desfilaron por la habitación 100 del Hotel Chelsea varias personas y que muchas de ellas aseguran que, con Nancy todavía viva y coleante, Sid estaba completamente fuera de juego tumbado en un colchón por una ingesta abusiva de pastillas.
(Por cierto, hacemos ahora aquí un paréntesis para recordar que al Hotel Chelsea ya nos referimos en alguna entrega anterior de este club de lectura: en él durmió la borrachera en alguna ocasión Bukowski y en una de sus habitaciones murió el poeta Dylan Thomas, tras ingerir dieciocho lingotazos de whiski; allí fue también donde tuvo lugar la famosa felación, convertida luego en canción, de Janis Joplin a Leonard Cohen, y en él, en fin, vivieron o se alojaron alguna vez Mark Twain, Simone de Beauvoir, Jack Kerouac, Bob Dylan, Jimi Hendrix, Bob Marley…)
Cerramos paréntesis y continuamos: la inocencia de Sid
Vicious es solo una de las hipótesis sobre la muerte de Nancy Spungen. Otras
hablan de un pacto de suicidio entre ambos, que él no llegó a cumplir, o
cumplió con retardo, y también hay las que directamente le atribuyen a Vicious, quien era
bastante dado a arrebatos violentos, el sangriento crimen.
Sobre Nancy Spungen también se ha escrito alguna que otra novela, como La reina del punk, de Susana Hernández, en la que se da voz a quien a fin de cuentas fue la víctima y que en todos los testimonios a favor de Sid es retratada de un modo muy negativo y culpabilizador. En la novela de Hernández, por el contrario se siguen los erráticos pasos de la joven, que a pesar del comportamiento rozando la oligofrenia que parecía caracterizar tanto a ella como a Sid, tenía un alto coeficiente intelectual, y se señala también que padecía una enfermedad mental, esquizofrenia paranoide, que su madre solo reveló tras su muerte, cuando ella, Sid o los Sex Pistols habían dejado de ser seres de carne y hueso para convertirse en leyendas y en personajes de la rumorología y de la cultura populares.
Esto es así hasta tal punto que en un episodio de la temporada diecinueve de los Simpson, Amor al estilo springfieldiano, hay un subcapítulo titulado, una vez más, Sid y Nancy y en el que Lisa Simpson es Nancy Spungen, Bart Simpson Johnny Rotten y Nelson Sid Vicious, y en el que los dos enamorados punks se convierten en adictos al chocolate (al de comer, queremos decir), lo cual nos sirve por otra parte para acabar de un modo más dulce toda esta truculenta y triste historia.
MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA, de LUCIA BERLIN
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 23/01/21
En el caso de Lucia Berlin es cierto que, en vida, habían
visto la luz varios libros con sus relatos, algunos de ellos en editoriales de
cierto prestigio, al menos literario, como Black Sparrow, que John Martin fundó con el único fin de publicar
a Charles Bukowski (para ello vendió
su colección de libros raros y asignó a Bukowski un sueldo vitalicio para que
se dedicará sólo a escribir – a eso me refiero cuando hablo de prestigio
literario; eso es un editor como Dios manda; oh, Dios, ¿dónde está mi John Martin?—; la cuestión es que a John Martin la
apuesta le salió bien, Bukowski comenzó a vender libros como rosquillas, con
mucho sabor a anís, y eso le permitió a su editor publicar a otros autores como
John Fante, Paul Bowles, Joyce Carol
Oates o la propia Lucia Berlin); y es cierto también que esta, Lucia Berlin
llegó a ganar con alguno de esos libros algún prestigioso galardón, como el
American Book Awards, una especie de Premio Nacional en Estados Unidos con el
que han sido distinguidos, por ejemplo, Philip
Roth, Alice Munro, John Updike o la Premio Nobel de este año Louise Glück.
A pesar de ello, Berlin no dejó de ser una escritora
desconocida para el gran público hasta que en 2015, más de una década después
de su muerte, apareció Manual paramujeres de la limpieza, una selección entre
los 77 cuentos que escribió a lo largo de su vida. Y como suele suceder también
a menudo y paradójicamente en estos casos, su vida, la vida tortuosa de muchos
escritores que los aparta de la fama y el reconocimiento mientras la mantienen, mientras están vivos, se
convierte en algo que atrae o lleva hasta su obra a muchos lectores una vez
muertos.
Una
vida dura
Lucia Berlin no tuvo desde luego una existencia plácida. Errante, alcohólica, atormentada por la escoliosis, a pesar de lo cual se echó a las espaldas la crianza de sus cuatro hijos, vivió dando tumbos por diferentes lugares del mundo, Alaska, Chile, México, trabajando como mujer de la limpieza, recepcionista o profesora en centros penitenciarios, para acabar consumida por un cáncer de pulmón, durante unos agónicos últimos años en que una bombona de oxígeno la acompañaba a todas partes como un caniche, como ella misma decía en alguno de sus cuentos.
Lo cual ya nos da varias pistas sobre el carácter y el tono
de los mismos. Escritos recurrentemente en primera persona, los relatos de
Lucia Berlin se nutren en su mayoría de sus propias experiencias. Lydia Davis escribe en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza:
“Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria
que en Francia se denominó “autoficción”, la narración de la propia vida,
tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y
vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin
ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo —se refiere a uno
de los hijos de Lucia Berlin, Mark
Berlin—, luego añadió: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se
han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no sé siempre
con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la
historia es lo que cuenta”.
Es decir, se trataba de mezclar realidad con ficción pero
nunca de mentir. O dicho de otro modo, lo que escribía Lucia Berlin tal vez no
fuera exactamente lo que había pasado, pero se convertía en algo cierto en el
momento en que ella lo que escribía. Esto es así hasta tal punto que Jeff Berlin, otro de los hijos de la
autora, señala que los recuerdos más vívidos de su infancia son los que
describe su madre en los relatos, o que el Chile que él evoca es el que retrata
Lucia Berlin en los cuentos que ubica en ese lugar, donde la escritora pasó
buena parte de su infancia y adolescencia, pululando como una extraña por colegios
de élite, fiestas de embajadores y cócteles en club náuticos, a los que su
padre, un ingeniero de minas destinado en Santiago era invitado con frecuencia.
Las
risas de los funerales
Ese ambiente trivial y lujoso tiene poco que ver con otros
relatos de una Lucia Berlin adulta cuyos escenarios son los centros de
desintoxicación, las tiendas de licores, las salas de urgencias; pero es que
incluso ese Chile elitista tiene también poco que ver con el que Lucia Berlin
nos muestra en sus relatos, pues ella es capaz de traspasar con su mirada la
superficie resplandeciente de las piscinas y bucear entre la ciénaga de la
condición humana, de soltar, por ejemplo,
en mitad de un relato que transcurre glamurosamente entre tintineo de
copas y sonrisas profidén, que a ella le atraen pensamientos de los que nunca
nadie habla, como que los funerales son divertidos o que es emocionante ver
arder un edificio, convirtiendo además de ese modo esos pensamientos en la
descripción perfecta de esas fiestas de sociedad.
Estos giros inesperados, esa manera de narrar eléctrica,
fluida, las metáforas certeras y evocadoras, los olores, la sinceridad
apabullante, las enumeraciones que revelan en el último de los términos algo
que quiebra y a la vez da sentido a todo lo anterior… todo ello, conforma el
estilo de la escritora. El estilo de Lucia Berlin es, en fin, la manera de
entender la literatura en la que algunos creemos o a la que aspiramos, una
literatura en la que cada párrafo contiene una recompensa para el lector, y que
además es ofrecida de manera generosa y
natural, sin resultar pedante o lastrar el ritmo de la redacción. Y así, Berlin es capaz de hablar de urracas
que caen desde el cielo como bombas, de colocar a sus personajes a hacer el
amor en una cámara frigorífica o a leer salmos religiosos de una manera
lasciva, como si acariciaran las palabras, de describirnos un lugar diciéndonos
que huele a cilantro y a pis, de escribir frases tan contundentes como “Aquí no
hay bandas ni hay racismo. Tampoco hay muchas razas, de hecho” o, refiriéndose
a un agente de policía y a sus compañeros: “El educado, llamábamos todos a
Wong. A los demás los llamábamos cerdos”…
¿Justicia
poética?
“No pudo imaginarme a nadie que no quisiera leer a Lucia Berlin”, dice Stephen Emerson en la introducción a Manual para mujeres de la limpieza. Pero lo cierto es que durante años casi nadie quiso hacerlo y que fue poco menos que una casualidad (una crítica positiva en New York Times) la que la rescató del olvido. Lydia Davis señaló premonitoriamente en el prólogo antes señalado, escrito de manera previa al boom en que acabaría convirtiéndose el libro, que quizás con este Lucia Berlin empezara a recibir la atención que se merecía. Y también, en un exceso de optimismo, que siempre había tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano acaban emergiendo, como la nata montada, y su obra siendo reconocida. Pero lo cierto es que por cada Lucia Berlin debe de haber cien autores u autoras olvidados y desconocidos y maravillosos a los que la mala fortuna, la falta de habilidades o de contactos sociales, la condición social, de género, económica, política o sexual nos ha arrebatado, todo ello mientras cada año surge un nuevo genio que ha escrito o va a escribir la novela definitiva sobre algo, el conflicto vasco, la pandemia o el corazón humano y sus abismos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Barricada ha sido y es, sin duda, el grupo de mi vida, algo que creo que comparto con miles de chavales y chavalas de entre cuarenta y sesenta años. El grupo que más veces habré escuchado y al que más veces habré visto tocando. Por eso entiendo la conmoción que ha supuesto la reciente muerte de Boni, guitarrista y cantante de la banda. Al contrario que a El Drogas, de cuya amistad y enredos mutuos me jacto, a Boni nunca llegué a conocerlo en persona y, sin embargo, sentí su pérdida como la de un amigo, alguien que ha caminado conmigo durante mis mejores años, desde que descubrí al grupo siendo un adolescente.
Recuerdo que de aquel primer disco de Barricada, Noche de rock&roll, me sorprendió que tuvieran tres cantantes tan distintos: Sergio Osés, con su voz limpia y melódica (que cantaba la mayoría de los temas, aunque después dejaría la banda); la gravedad y a la vez socarronería de El Drogas; y, sobre todo, esa manera tan entregada y desgarradora —como si tuviera una alambre de espino en la garganta— de cantar de Boni. Nadie cantaba como Boni, nadie apretaba tanto los dientes ni inflaba tanto la vena del cuello ni desprendía aquel poderío de animal caliente como él. La voz de Boni era rocanrol en estado puro, contenía toda la rabia, todo el desparpajo, toda la tormenta y toda la verdad. Aún queda un sitio, No hay tregua, Rojo, Pon esa música de nuevo, Okupación… Cuando uno lo escuchaba o cuando lo veía cantar comprendía que allí había un tipo dejándose el alma, acuchillándose la garganta con una navaja incandescente y usando el micrófono como el barreño al que arrojar las vísceras que se arrancaba a sí mismo con furia juvenil y pasión incendiaria por el ruido.
Esto fue así de manera literal, pues fue un cáncer de
laringe el que le arrebató primero la voz (no se me ocurre manera más
desagradecida en que la vida puede tratar a un cantante) y después esa vida
misma y una buena parte de las de quienes nos amamantamos a sus pechos como bafles.
A algunos quizás esto les parecerá exagerado, del mismo modo
que resulta tópico e incluso cursi recurrir a aquello tan manido de que las
canciones de Barricada son la banda sonora de nuestras vidas, pero es ciertamente
así: era Barricada lo que sonaba en los bares en los que, en un desfile mortal
de cervezas por el mostrador, sellamos amistades y amores para toda la vida;
Barricada lo que escuchábamos en nuestras habitaciones cuando sentíamos que la
vida se convertía en un callejón sin salida; Barricada lo que oíamos religiosa
y casualmente en el Boni —el bar de San Juan— antes de entrar, como quien
entraba a una catedral, al Anaitasuna a verlos tocar a pecho descubierto; y es
Barricada lo que oímos en el coche con nuestros hijos o lo que ellos aprenden
en las escuelas de música a las que los apuntamos soñando con que un día
lleguen a ser como Boni o como El Drogas, que es lo que realmente nos habría
gustado ser a nosotros.
Barricada eran nuestros héroes. Y lo eran precisamente
porque cuando se bajaban del escenario se quitaban la capa y te los podías
encontrar tomándose una caña a tu lado, o en tu parada de la villavesa, o
meando en el mismo árbol cuando volvías de madrugada y tambaleándote a casa.
Eran, los Barri, chavales sencillos y humildes — sus botas sabían cómo olía el
suelo—, nada orgullosos, pero que a la vez tenían la capacidad de hacernos
sentir orgullosos, invencibles, a quienes vivíamos en la Txantrea, en los
barrios conflictivos, en las afueras, no solo geográficas, de todo.
Por todo eso hemos llorado tanto a Boni las ovejas negras, los lobos malheridos; por eso lloramos tanto cuando Barricada se separó (y por eso también nos sentimos tan aliviados cuando Boni y El Drogas se reconciliaron, con Kutxi y Rosendo de testigos).
Echaremos de menos, en fin, a Boni. Nos quedan, afortunadamente, las canciones. Y todo este montón de recuerdos. Agur, Boni, eta eskerrik asko!
«Lucio Urtubia fue, por naturaleza, un auténtico tocapelotas del sistema»
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 23/01/21
Lucio Urtubia, el indomable anarquista navarro, tuvo en los últimos años de su vida la ilusión de contar su vida “en dibujicos”, y Mikel Santos “Belatz” cumplió su deseo con “El tesoro de Lucio”, un cómic que se ha convertido, merecidamente, en superventas y sobre el cual hablamos con el dibujante pamplonés.
El cascantino Lucio Urtubia es, lo fue en vida, una leyenda del anarquismo. Desertó del ejército español en pleno franquismo, atracó bancos, estuvo incluso a punto de hundir uno de los gigantes de la banca mundial falsificando cheques de viaje, propuso al Ché Guevara infectar el sistema sanguíneo del capitalismo fabricando millones de dólares de pega… Peleón hasta el último de sus días, Lucio murió el pasado 18 de julio, como si también quisiera aguar la fiesta a una efemérides tan siniestra. Fue un mito, pero también un hombre común y sencillo, un albañil que se meaba en los pantalones cuando “expropiaba” bancos a punta de metralleta. Lo cuenta Mikel Santos “Belatz”, en las primeras viñetas de El tesoro de Lucio, la magnífica novela gráfica en la que nos muestra las hazañas de este luchador incansable y también los detalles de su vida más cotidiana y familiar; un cómic que se ha convertido en un auténtico bombazo, con cinco ediciones en castellano, dos en euskera y traducciones al catalán, gallego, francés y danés.
El tesoro de Lucio
ha sido un auténtico éxito que le ha dado a usted conocer, o le ha descubierto
al gran público, pero antes hay un largo recorrido ¿Cómo y cuándo empezó a
dibujar, lo recuerda?
Sí, claro: en el
colegio dibujaba en las mesas, los cuadernos, hacía caricaturas a compañeros, a
los profesores a escondidas. Más de uno
ya me pilló alguna, me la quitó, y me castigó, pero luego veías que se reían, y
que no te las devolvían…Ese tipo de cosas. Incluso había compañeros que me
decían: “Dibújame con esta chica, que me gusta”, y yo les hacía una especie de
cómic, a cambio de 25 pesetas… Luego, ya de mayor, tuve una oportunidad en un
periódico sobre economía, en el que trabajaba un buen amigo y que me propuso
hacer humor gráfico. Empecé a hacer
viñetas, y ahora que las veo reconozco que soy un mal humorista gráfico, sin
mucha gracia. Más tarde empecé también en el TMEO, y a mandar cosas a editoriales,
y así me fui dando a conocer, me fueron llegando encargos para ilustrar
cuentos, libros, etc.
Por entonces usted era un poco Doctor
Jekyll y Mr. Hyde, tenía dos caras, dos firmas distintas…
Sí, en aquel
periódico salmón firmaba con mi nombre, Mikel Santos, pero cuando empecé en el
TMEO no quería que se vincularan mis dos trabajos, en dos publicaciones tan
opuestas, así que busqué un apodo, y como me gusta mucho la historia de Navarra
y estaba muy embobado con el tema de Amaiur, tomé mi nombre de guerra, nunca mejor dicho,
del alcaide del castillo, Jaime Velaz de Medrano, y empecé a firmar con él en el TMEO: Belatz. Y
así se quedó.
Desde luego es usted un dibujante
versátil, porque lo mismo que publicaba en el TMEO dibujaba para Tim Burton…
Sí, eso me llegó
un poco de rebote, a través de una empresa de Madrid que a su vez estaba en
contacto con una editorial inglesa que iba a publicar un libro de Burton, Pesadilla antes de Navidad, con unas
actividades ilustradas. Según me
contaron el propio Tim Burton, al que le gusta controlar todo lo que aparece
con su nombre, vio los dibujos y dio el visto bueno a mis dibujos. Para mí fue
algo importante, que no me dio mucho dinero pero si reconocimiento, y que cuento
siempre que puedo, claro.
Es curioso, porque el cómic de Lucio fue
un encargo y también le llegó de rebote…
Sí, al principio
desde Txalaparta se lo propusieron a mi amigo y compañero Martintxo Alzueta,
pero como estaba muy liado con otro cómic, la Historia de Euskalherria,
les habló de mí, algo de lo que le estoy superagradecido. Recuerdo que quedé
con los editores en este mismo sitio (el bar del barrio pamplonés de
Buztintxuri en el que hacemos la entrevista) y cuando ellos me dijeron “¿Conoces
a Lucio Urtubia? ¿Te gustaría escribir un cómic sobre su vida?” ya me di cuenta
de que me estaban poniendo un caramelo en la boca. Primero porque a mí lo que
más me gusta es hacer cómics (aunque claro, no todos podemos vivir de eso, no
todos somos Paco Roca) y, segundo, porque aunque veía que aquello me supondría al
menos dos años de trabajo también me daba cuenta de que era algo que podía
tener cierta repercusión. Así que sí, fue un encargo, pero a la vez en
Txalaparta han dado una libertad terrible y en realidad tanto para la editorial como para mí ha sido en
realidad siempre una obra de autor.
Dice que intuía que El tesoro de Lucio podía tener repercusión, pero ¿tanta?
Bueno, en
realidad lo que yo pensaba era que si tiraban mil ejemplares y se vendían ya
era como para tirar cohetes, pero cuando ya ves que hay cinco ediciones en
castellano, dos en euskera, que hay traducciones al gallego, al catalán,
francés… ¡al danés! Todo eso ¿cómo iba a imaginarlo?
La idea de hacer una biografía en cómic
de Lucio Urtubia parte de él mismo, según creo.
Sí, fue en una azoka de Durango, donde debió de ver algún cómic, creo que sobre
Durruti, y entonces fue cuando les dijo a los de Txalaparta, que ya habían
publicado algunos libros sobre Urtubia, aquello de: “¿Y eso no se podría hacer también
conmigo, contar mi vida en dibujicos?”
El proceso de elaboración del cómic ha
sido largo, el primer año lo dedicó usted prácticamente a documentarse, a
hablar con Lucio, supongo que eso también estableció entre ustedes un vínculo,
cierta intimidad…
Fue muy bonito
poder hacer un libro que es una novela gráfica, de acuerdo, pero que es también
una biografía y contar con la persona sobre la que dibujas a tu disposición.
Claro que también tenía el miedo de escribir una hagiografía, y en realidad he
ensalzado bastante a Lucio, pero no me importa, todo lo que he contado me lo
contaba él desde el corazón y la pasión… Ese año de documentación pude
conocerlo bien, entrar en su vida y hacerme amigo de él, la nuestra no ha sido
una relación meramente profesional, con entrevistas frías, no, nuestras
quedadas eran largas, con comida y gintonic, también hablábamos mucho por
teléfono, él a veces me llamaba y me decía, pon esto, quita lo otro; por
ejemplo, al mes de la primera vez que nos vimos, en Cascante, me llamó y me
dijo “¿Qué, ya los has acabado?”
Quizás Lucio no tenía muy claro cómo se
elaboraba un cómic, pero sí qué quería que apareciera en él…
Sí, ese primer día que nos conocimos ya me llevó una libreta en la que tenía escrito como quería todo: “Uno: aparezco yo de niño sentado en la plaza. Dos…” ¿Pero esto qué es, Lucio?, le dije yo. “Pues el cómix”, me contestó… Luego, en realidad ya vi que todo aparecía muy desordenado, y el proceso de documentación al final fue más costoso de lo que había supuesto, porque sus recuerdos eran muy caóticos, se saltaba años, mezclaba cosas. La verdad es que él escribía un montón, cada vez que nos veíamos me traía algo, decía que si no escribía se le olvidaban las cosas.
Llegó incluso a dictarle cómo tenía usted
que escribir el prólogo.
Si, ja, ja, me
trajo escrito algo así como: “Qué lujo, qué placer, poder dibujar la vida de
Lucio Urtubia…”. Y luego, al final, ponía: Belatz. Yo creo que en realidad no lo
hacía por vanidad, sino porque sentía que tenía que ayudarme, y no sabía muy
bien cómo.
¿Qué sabía usted sobre Lucio antes de
empezar a trabajar en el cómic?
Yo tenía un
conocimiento sobre Lucio a nivel usuario, recuerdo haber leído algunas noticias
en la prensa, vi la entrevista en Salvados…
Sabía lo típico, que era un anarquista de Cascante… Ni siquiera conocía muy
bien el anarquismo, sobre el que creo que hay muchos prejuicios y falta de
información. Así que empecé a documentarme, a ver documentales, leer
biografías… Entonces fue cuando descubrí esa dimensión tan importante de la
figura de Lucio, alguien que había hecho temblar los cimientos del capitalismo.
Y comencé a verlo casi como un héroe. Repasando su vida alucinaba, veía que era
increíble no solo lo del famoso golpe al Citibank, sino su infancia, todo, me
daba cuenta de que había sido, por naturaleza, un auténtico tocapelotas del
sistema… Eso que se dice “de joven pirómano, de mayor bombero”, no iba con él, él
se convirtió en doblemente pirómano, yo lo he visto en algún homenaje de
memoria histórica, en el que hubo un coche que intentó atropellar a algunos
asistentes, saltar con el bastón, enfrentarse al conductor, con sus
ochentaypico años.
A Lucio, acostumbrado a contar sus
hazañas y a que otros se interesaran por ellas, le sorprendía que usted le
hicieras algunas preguntas que igual antes no le había hecho nadie, cosas más
cotidianas, detalles que usted necesitaba para dibujar su cómic.
Sí, al principio me decía, con ese acento suyo: “¡Qué chorradas me preguntas!”, pero luego ya cayó en la cuenta de que yo necesitaba saber esas cosas, y le gustaba, porque estaba muy acostumbrado a las otras preguntas, ¿cuánto robaste al Citibank?, ¿cómo fue tu encuentro con el Ché Guevara?, etc, a las que respondía casi de carrerilla, pero que yo le preguntara que coches tenía, qué comía, si se afeitaba, qué radio escuchaba, si dormía en calzoncillos… era algo que le descolocaba.
Esos detalles dan al cómic una dimensión
más humana del héroe, es uno de los grandes aciertos de la obra. Por ejemplo,
saber que antes de los atracos se meaba en los pantalones, o cómo era la
conciliación familiar de un revolucionario…
Yo me di cuenta
de que no era fácil ser Lucio Urtubia, pero tampoco uno de sus familiares o de
su entorno. Te preguntas cómo podía conciliar su vida familiar alguien que se
pasa el día trabajando en la obra y el resto del tiempo lo dedica a estar en
imprentas clandestinas, haciendo atracos, traficando con obras de arte, etc. Y
te das cuenta de que su familia —y eso es algo que él siempre remarcó—, siempre
estuvo a su lado y que lo que él ha hecho lo ha hecho con la ayuda de ellos…
Todos de algún modo asimilaban como era Lucio y que a ellos les había tocado
estar a su lado.
Tras convertirse casi en su biógrafo
oficial y en su amigo, también le tocó vivir la muerte de Lucio Urtubia. ¿Cómo
lo llevó?
Fue duro. Le cogí un cariño especial, casi de familiar, me reuní con él muchas veces, en Cascante, en París, lo vi en el hospital, ahora hace un año, y ya lo encontré pocho, le di un abrazo y en cierto modo ya sabía que no volvería a verlo, que un día me llamarían para darme la noticia, y así fue, y, aunque era algo que esperaba, es como esta gente que piensas que nunca va a morir… Lucio era un mito. Y sí, solté mis lagrimillas y tuve esa pena de estar en la distancia. Me quedó la tranquilidad de haberle visto esa última vez, en el hospital, tal y como él era, a pesar de estar ya mal, cantando Le temps des cerisses, y recitando a Lorca de aquel modo tan pasmoso.
¿Llegó Lucio a conocer el éxito del
cómic?
Sí, porque fue todo bastante rápido, apenas se publicó salió enseguida la segunda edición. Me da pena, eso sí, que no viera la edición en francés, porque él tenía muchos amigos y compañeros en París y quería fardar un poco de su vida en dibujicos.
¿Y usted, como ha vivido la gran acogida
de El tesoro de Lucio, siente presión
de cara a nuevos trabajos?
Lo llevo bastante
bien, pero me alegro sobre todo por Lucio, y por el tema que hemos tratado en la
novela gráfica, creo que me habría alegrado menos si hubiera sido una historia
personal, mía, inventada por mí, estoy contento porque a él le hacía ilusión
transmitir sus mensaje de ese modo, que es además mucho más accesible para los
jóvenes, algo a lo que él daba mucha importancia… En cuanto a la presión, sí, siento
que cuando saque algo nuevo lo mirarán con lupa, y eso me da cierto miedo, pero
a la vez creo que ese miedo me ayuda, me permite dar pasos con cautela. Y lo
llevo bien, por otra parte, porque todo esto me motiva para nuevas historias. Este
cómic me ha hecho ver que pudo funcionar bien como novelista gráfico.
¿Cuál cree, para acabar, que sería ese mensaje que Lucio quería transmitir, cuál sería el tesoro de Lucio?
El mensaje sería: “Haz. Hay que hacer cosas”, algo que él llevó a la práctica y que echaba de menos en bastantes anarquistas de boquilla. Lucio estaba obsesionado con eso, en parte porque en su caso veía que obtenía resultados, claro que también arriesgaba mucho y que tuvo mucha suerte, lo decía él mismo, y yo le doy la razón, porque tuvo momentos muy complicados, cuando le pillaron traficando con víveres en la mili, o cuando le amenazó el GAL. Pero él hacía cosas y veía que servían, se daba cuenta, por ejemplo, de que el dinero al final solo era papel y que, por tanto se podía fabricar, y lo que no entendía era por qué los demás no hacían, o no hacemos lo mismo que él, por qué no eran o no somos menos borregos y más “luciourtubias”… Ese sería, en definitiva, su mensaje, el tesoro, el mensaje que Lucio nos deja: “Haz”.
***
Trayectoria: Belatz comenzó publicando viñetas gráfica en el diario económico Nueva gestión empresarial de Navarra e historietas en el TMEO. Ha ilustrado numerosos libros y cuentos infantiles de autores como Xabier Mendiguren, Paddy Rekalde, Unai Elorriaga o el director de cine Tim Burton, participando en el libro Pesadilla antes de Navidad. Además, es autor o coautor de numerosos libros de texto, portadas de discos, campañas institucionales y publicitarias y de las obras 90 minutos en el Reyno (Fundación Osasuna) y Una aventura en tres tiempos (Gobierno de Navarra). Formó parte del equipo creativo de Kukuxumuxu y todavía sigue trabajando junto a Mikel Urmeneta. El tesoro de Lucio ( Gerezi garaia en su edición en euskara), su obra más importante hasta el momento, ha sido traducida a varios idiomas y reeditada varias veces.
«NO ENCONTRÉ ROSAS PARA MI MADRE» José Antonio García Blázquez
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 16/01/21
Como si fuera un presagio, y aunque seguramente solo responda a una moda tipográfica de la época, la edición del Círculo de lectores que popularizó el libro del que hoy hablamos, No encontré rosas para mi madre, muestra el título de la obra y el nombre del autor en minúsculas.
José
Antonio García Blázquez fue finalista con ella del Premio
Alfaguara, vendió trescientos mil ejemplares de la misma, hubo una adaptación
cinematográfica dirigida por Francisco
Veleta Rovira y protagonizada por “la mujer más guapa del mundo”, así
llamaban por entonces a Gina
Lollobrigida, y por Concha Velasco
(quien años más tarde exageraría su participación en el filme calificándolo
como pornográfico)… Blázquez llegó incluso a ganar el Premio Nadal en 1973, con
la novela El rito. Pese a todo lo
cual, hoy en día el escritor extremeño es un autor desconocido, algo que
resulta sorprendente si tenemos en cuenta que No encontré rosas para mi madre ha resistido muy bien el paso de
los años y su lectura, su estilo sobre todo, es sorprendentemente actual, a
diferencia de otras obras de autores de la época (por ejemplo, un año antes de que
García Blázquez ganara el Nadal la novela premiada fue Groovy, de José María
Carrascal, a quien la seducción por el ambiente hippie de Nueva York que retrata
en la misma solo le dejó como poso unas corbatas de colorines que lucía en los
telediarios mientras de su boca salía un batallón de sapos y culebras afiliados
a VOX).
Contra
la prosa garbancera
Tal vez sea la modernidad de la novela de Blázquez, en
realidad, lo que explique su olvido: a
veces es tan perjudicial llegar tarde a la foto como llegar antes de tiempo. Claro
que en el caso de José Antonio García Blázquez también se da la circunstancia
de que nunca mostró demasiado interés en aparecer en esa foto, es decir, siempre fue reacio a hacer el payaso en el
gran circo de la literatura o, mejor dicho, de la industria editorial, tal y
como se desprende de algunas, no muchas entrevistas, que a pesar de todo
concedió.
José Antonio García Blázquez nació en Plasencia en 1940. Trabajó como traductor en diferentes organismos internacionales a lo largo de toda su vida. Sus personajes, como él, deambulan entre esos dos escenarios, la localidad natal —convertida unas veces en ese paraíso perdido que es la infancia, otras en ese infierno de los pueblos pequeños—, y las grandes ciudades como París, Nueva York, Barcelona…, en donde esos personajes se mueven a la deriva, arrastrados por las mareas de la soledad, la búsqueda o la locura. Además de No encontré rosas para mi madre, su gran éxito comercial, y El rito, la novela con la que ganó el Nadal entre Carrascal y Umbral (bueno, por medio también lo hizo Luis Gasulla, pero nos fastidiaba la rima), publicó otras obras como Señora muerte, que el propio autor consideraba su mejor novela, o Los diablos, un intento por superar el realismo social predominante en la literatura de aquellos años (la obra se publicó en 1966), realismo al que calificó de garbancero, del mismo modo que décadas atrás había hecho Valle-Inclán para referirse a la obra de Galdós. José Antonio García Blázquez murió en 2019, sin grandes reconocimientos: una calle con su nombre en Plasencia y algunas necrológicas en la prensa local.
Rara
pero bonita
Los obituarios coinciden en resaltar algunos rasgos del
carácter del escritor que quizás nos den el quid de la cuestión: su carácter
asocial y huidizo (al menos en lo literario) que le hacía alejarse de las
camarillas de escritores y de los medios de comunicación. “Desde luego el que
sale en la televisión es porque se mueve, y yo no tengo ni tiempo ni ganas”,
declaraba por ejemplo en una entrevista al diario ABC en 1981, en la cual
también tiraba con balín contra Vargas
Llosa o denunciaba la amenaza que suponía para los escritores de verdad la
irrupción de otros “escritores” como Susana
Estrada, Jimmy Giménez-Arnau o Lola
Flores, además de dejar claro que en sus obras no hacía concesiones
comerciales ni se plegaba a los cantos de sirena que entonan las editoriales
para otorgar determinados premios o promocionar determinadas obras o booms
literarios. Por supuesto, con semejante tarjeta de presentación, Blázquez
también añadía que no pretendía vivir de la literatura. “No considero la
literatura como una profesión. Si para mí se convirtiera en una rutina, el arte
desaparecería”.
En la misma entrevista el autor señala que lo que a él le gustaría que dijeran de su novela es “qué novela más rara, pero qué bonita”. Y aunque se refiere a su obra Rey de ruinas, podríamos aplicarlo también a No encontré rosas para mi madre, aunque que nadie se asuste, esta, la novela que nos ocupa es una novela totalmente legible y accesible, de hecho esa es una de sus virtudes. En ella se narran las peripecias de Jaci, un joven enamorado de manera edípica y posesiva de su madre, y que, incapaz de soportar cómo esta cae en brazos de otros —los huéspedes que pasan por la habitación que se ve obligada alquilar tras caer en ciertas penurias económicas—, se aleja y vuelve una y otra vez a ella, topándose en sus huidas con toda clase de personajes, prostitutas, protoquinquis, enfermos mentales, entre los que Jaci (Jacinto) ejerce cierto magnetismo sexual. Eso en cuanto al argumento, que quizás, como en todas las obras literarias, sea lo de menos, lo importante es la manera en que José Antonio García Blázquez nos hace vagabundear con su protagonista, mediante una prosa en la que se mezcla un humor que recordaría a las novelas del detective sin nombre de EduardoMendoza (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, etc.) si no fuera porque esta novela en realidad es anterior a ellas; unos diálogos a veces chispeantes otras absurdos; unas inmersiones oníricas y delirantes en la mente algo averiada del narrador (la novela está contada en primera persona); y, sobre todo, unos chispazos de poesía, unas metáforas brillantes que perlan la lectura como quien no quiere la cosa (“Desde mis muslos subieron canciones infinitas”).
Una extravagante naturalidad
A menudo, cuando se trata de elogiar una novela se utilizan
términos como carpintería, mecanismo, arquitectura, pero lo cierto —bueno, esta
es una opinión particular— es que en la mayoría de las ocasiones en realidad se
trata de su música, de la manera en que lo que vamos leyendo fluye en nuestra
cabeza, del modo en que las palabras están colocadas una tras otra, hasta tal
punto que si lo estuvieran de otro descarrilarían. Y en No encontré rosas para mi madre las páginas fluyen con una rara,
extravagante naturalidad.
Les recomiendo fervientemente esta novela, que deberán conseguir a través de librerías de viejo o en páginas de internet, en las ediciones de Círculo de lectores o de los legendarios libros Reno. Y de paso les advierto de que no la confundan con otra de título homónimo, publicada este mismo y calamitoso año, cuyo autor es Martín G. Ramis, en una extraña decisión. Desconozco esa novela, no la he leído, me gustaría pensar que es un homenaje o un guiño —un tanto excesivo, por decirlo suavemente—a su predecesora, o tal vez, no lo sé, a la adaptación cinematográfica de Francisco Rovira Veleta, ignorando u obviando que está basada en la obra literaria de José Antonio García Blázquez, una obra literaria, por lo demás, la de este último, mayúscula.