Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 26/07/21
Cada vez que pensaba en ello mi escroto
se convertía en una cáscara de nuez. Pero eso era lo de menos.
Llevaba casi dos semanas sin ir al baño. Y me estaba volviendo
loco.
Todo comenzó cuando leí aquella noticia: “Una serpiente pitón muerde los genitales de un hombre en el inodoro”. Yo ya había imaginado una situación así otras veces. Uno sentado ahí, con todo colgando, sobre ese agujero, esa madriguera interminable… Pero solo era un momento, terminaba la faena cuanto antes y me olvidaba. Cuando leí la noticia, sin embargo, comencé a obsesionarme. Cualquier movimiento por debajo de mis pelendengues me hacía dar un bote y alejarme de la taza como un pingüino. Bueno, al menos al principio, cuando esos movimientos eran en realidad el chapoteo de mi propia orina o el zambullido de mi estómago. Después ni siquiera eso, me obsesionaba con la idea de que en cualquier momento asomaría una culebra, una rata, un dragón de Komodo y me dejaría “nenuco”, y no podía, me cerraba en banda, se me detenía el mecanismo…
A mí, que siempre he sido como un reloj suizo.
La noticia había sucedido en Australia y al parecer la pitón se le había escapado a un vecino de la víctima. De modo que, al principio, yo conseguía aliviarme usando baños públicos, en los que no hubiera vecinos amantes de los animales exóticos y emasculadores. Pero después comencé a pensar en ese laberinto de desagües, tuberías, cloacas, colectores, en esa gran maraña que conectaba el mundo, y me pareció que en realidad uno podía llegar a través de ella hasta las mismísimas antípodas.
Y una serpiente pitón ya ni te cuento.
Pocos días después, de hecho, leí
una nueva noticia, procedente ya no de Australia, sino de Austria
-cada vez estaban más cerca-: “Una serpiente trata de introducirse
por la vagina de una mujer mientras usaba el retrete”. Esta vez,
además, el redactor intentaba buscar una explicación a ese extraño
suceso y lo relacionaba con el abandono de mascotas domésticas
durante las vacaciones estivales. Como aquellos cocodrilos de Nueva
York, que la gente compraba a sus hijos creyendo que eran lagartijas,
y que cuando empezaban a crecer y a echar dientes tiraban por la taza
del baño, convirtiendo las alcantarillas de la ciudad en el delta
del Misisipi.
La cuestión es que, poco a poco, fui
perdiendo también el sueño. En parte por las pesadillas. En ellas
aparecían cocodrilos que cocinaban criadillas humanas, plagas de
serpientes a las que cuando las matabas aparecía una mayor, jaurías
de perros abandonados en las gasolineras que se vengaban atacando
terrazas, cines de verano, colas de vacunación… Pero en parte
también por el dolor insoportable en el abdomen, aquella presión
que me convertía en un hombre bomba, a punto siempre y nunca de
reventar…
Todo ello me volvió irritable y
conspiranoico. Por ejemplo, en una reunión del portal amenacé con
cortarle los huevos a un vecino que llevaba una camiseta de White
Snake; o estaba convencido de que en realidad la mayoría de los
humanos vivíamos también en una gran cloaca, alimentándonos de la
mierda que unos pocos nos echaban (la diferencia era que nosotros no
nos atrevíamos a morderles las partes).
Así hasta que hace unos días, por fin el tapón cedió, no pude contenerme más, el dolor se volvió tan intenso que pude vencer mi miedo, sentarme en la taza y acabar con aquella obsesión. Fue como un parto múltiple. De hecho, cuando me levanté y quise ver de qué me había liberado, allá abajo me encontré con cientos de pequeñas crías de culebras que intentaban remontar la corriente y desaparecían zigzagueando por la cañería, en busca de alimento y órganos sexuales.
PATXI IRURZUN. Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 24/07/21
Los hábitos lectores pueden cambiar. Hace años, por ejemplo, yo nunca
leía varios libros a la vez. La culpa era de Vargas Llosa; o mejor
dicho, de su novela La tía Julia y el
escribidor, en la que un autor de
radionovelas mal pagadas se veía obligado a escribir varias al mismo tiempo y
acababa enloqueciendo, mezclando a los personajes y las tramas de unas y otras.
Temía que a mí me sucediera algo parecido. Después, forzado yo también por las
circunstancias (entrevistas, reseñas, clubs de lectura…), descubrí los
beneficios de simultanear lecturas. Por ejemplo, a menudo sucede que los libros
se atraen unos a otros, buscan almas gemelas, o pasadizos que los comuniquen.
Hace unas semanas, sin ir más lejos, al terminar Autokarabana, de Fermin Etxegoien, comencé Galdu arte de Juan Luis Zabala,
sin ningún motivo aparente que las conectara, y resultó, en una feliz
casualidad, que los personajes de ambas novelas frecuentaban el mismo bar, el
Atraskua de Azkoitia.
Al releer Nada me ha sucedido
algo parecido. La novela de Carmen Laforet ha compartido mesita de noche
con Regreso al edén, el último cómic
de Paco Roca, y con el último Premio Nadal, El lunes nos querrán, de Najat El Hachmi. En el caso de esta
última, los vasos comunicantes son claros y ya han sido reseñados en otros
artículos: la novela de Laforet y la de El Hachmi son el primer y el último
Premio Nadal, respectivamente, ambas son novelas de iniciación, las dos cuentan
historias de mujeres jóvenes que buscan su libertad en entornos y sociedades
adversas hacia su condición social o de género…
Una joven ganadora del Nadal
Carmen Laforet fue, efectivamente, la primera ganadora del Premio
Nadal, cuando solo contaba con 23 años y los galardones literarios —sobre todo
el Nadal— servían precisamente para eso, para descubrir nuevos y prometedores
autores, antes de convertirse en una especie de promoción interna de escritores
de la casa o de OPA hostil a otras editoriales.
Desde Laforet hasta El Hachmi han ganado el Nadal autores como Miguel Delibes, Francisco Umbral, Carmen Martín Gaite, Ramiro Pinilla, Francisco Casavella... Diecisiete mujeres en casi ochenta ediciones, la primera de ellas la desconocida Carmen Laforet, quien sin embargo obtuvo el premio in extremis, pues presentó su manuscrito el día que se cerraba la convocatoria y cuando el jurado ya había elegido sus candidatos, algunos de ellos escritores de postín. Nada, no obstante, era una novela incontestable, una retrato impresionante de la España de posguerra, gris, desesperanzada, opresiva como la casa de la calle de Aribau de Barcelona a la que llega una medianoche su protagonista, Andrea, la joven universitaria que ve cómo sus sueños y aspiraciones se diluyen junto a la extraña y violenta familia que la acoge, que es su propia familia, y de cuya locura trata por tanto a toda costa de huir, temiendo reconocerse en ella a sí misma.
Obra maestra
“Me marchaba sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba:
la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor”, escribe
Laforet en la última página de la novela, cuando abandona dicha casa.
Sorprende el escepticismo, a veces la resignación, el profundo
pesimismo, la tristeza insondable de esas frases y otras, sentimientos
impropios de una veinteañera (o quizás no, quizás son esos los años más felices
pero también los más atormentados de nuestra vida); en todo caso es portentoso
que con esa edad Carmen Laforet fuera capaz de escribir una novela tan
magistral, un clásico ya de la literatura española e incluso de la literatura
exitencialista; algo que, por otra parte, acabará en cierto modo lastrando la
carrera de la escritora, hasta ir apartándola poco a poco de la vida literaria.
“La verdad es que tuvo usted la rara fortuna (peligrosa) de comenzar
con una obra maestra”, le advierte Ramón J. Sender en una de las cartas
que durante largos años intercambiaron los dos escritores, y que se antologan
en el libro Puedo contar contigo.
Andrea y Naíma
Es también una larga carta la que escribe Najat El Hachmi en El lunes nos querrán, a una de sus amigas, otra joven musulmana catalana, en la cual ve el referente, el modelo para desatarse de las amarras, las imposiciones familiares y comunitarias (para desprenderse del velo o escapar a los matrimonios impuestos, por ejemplo…). Y son, como se ha señalado ya, varias las coincidencias entre esa novela y Nada (de hecho El lunes nos querrán se cierra con esta frase: “Nada más”). Si en Nada la casa de Aribau se convierte en un monstruo que devora a Andrea, Naíma, la joven protagonista de El lunes nos querrán lucha por huir de las fauces de los bloques de los barrios de la periferia, de los barrios verticales y sus leyes no escritas, o escritas a palos o con el desprecio visceral, la muerte en vida de quien las incumple; si la familia de Naíma y su interpretación estricta de la religión la retienen una y otra vez, Andrea siente sobre sus alas todo el peso de los traumas, los odios enquistados, la enfermedad mental de sus tíos; si esta bebe el caldo de verduras a escondidas, para mitigar su hambre, aquella se alimenta de comida basura, en pisos sin calefacción y paredes sin pintar…
Al oeste del edén
Y lo mismo podría aplicarse a Regreso al edén, de Paco Roca, cuya trama parte de una vieja fotografía, tomada en 1946 (Nada se publicó en 1944), a partir de la cual el dibujante reconstruye una historia familiar que guarda igualmente numerosos paralelismos con la novela de Carmen Laforet. Por ejemplo, en Nada Andrea es invitada en varias ocasiones por su compañera de universidad Ena a estudiar en su aristocrática casa, donde le dan de merendar, algo que a ella le avergüenza, pero que su estómago agradece (“Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía”, escribe otra de sus demoledoras frases Laforet); pues bien, Antonia, una de las protagonistas del cómic de Paco Roca también aplaca su hambre merendando en casa de una vecina (o se vale de su amistad, en su caso algo menos desinteresada, para birlarle la merienda mientras juegan a dar de comer a las muñecas). Además, en ambas obras hay alusiones al estraperlo, se narran escenas de violencia doméstica, con una aparente —en realidad premeditada— naturalidad que resulta aterradora, pues refleja lo cotidiano de las mismas…
Pasadizos y trampillas
Creo, en fin, que he contado todo sin mezclar pasajes y personajes de unos libros con otros, como le sucedía al escritor de radionovelas de Vargas Llosa. Pero también sería bonito que, por ejemplo, los personajes de Autokarabana y Galdu arte coincidieran un día en el bar Atraskua, de Azkoitia; que existiera otro mundo paralelo, literario, en el que cada novela fuera un capítulo, formara parte de otra obra, de una entidad superior, llena de pasadizos, atajos, trampillas… Como si en realidad siempre estuviéramos leyendo el mismo libro y este (son las ventajas de simultanear lecturas, les invito a probar) nunca dejara de sorprendernos.
PAPILLON (HENRI CHARRIÈRE) Y OTROS LIBROS DE LITERATURA CARCELARIA
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/07/21
A lo largo de mi vida he leído un montón de libros, pero
luego la mayoría se me olvidan. A veces se me olvida incluso el libro que estoy
leyendo en ese momento. Pero algunos, muy pocos, permanecen en mi memoria como
una de esas marcas hechas sobre cemento fresco. Es el caso de Papillon, de Henri Charrière, que leí siendo adolescente y al que, además, nunca
he vuelto, a pesar de la honda impresión (nunca mejor dicho) que dejó en mi
memoria; o quizás precisamente por eso, por no borrar o tapar el recuerdo de
aquella lectura con otra que resulte decepcionante. A veces sucede, un libro
que nos ha impresionado en una época de nuestra vida en otras no nos deja
huella alguna (o nos hace preguntarnos por qué nos gustó tanto entonces, cómo
hemos cambiado, si ha sido para mejor, si acaso no nos habremos hecho ya
viejos, resabiados, conformistas…).
Papillon es, además, uno de los pocos libros prestados, tal vez el único, que nunca he devuelto a su dueño (lo cual, de todos modos, no compensa todos los libros, algunos muy preciados, que yo he prestado y de los que nunca he vuelto a saber). Una tontería, o un acto de puro fetichismo, porque ¿para qué conservar un libro que no tienes intención de volver a leer?
Las
peripecias de Papillon El
caso es que recuerdo con gran viveza muchos de los pasajes de este clásico de
la literatura de aventuras y carcelaria: los leprosos, que acogen a Papillon en
una de sus fugas (cómo al darle la mano a uno de ellos se desprende de esta un
dedo); Papillon desde lo alto de un acantilado estudiando las mareas, lanzando
cocos para ver cuáles de ellos se rompen contra las rocas y cuáles viajan mar
adentro, hacia la libertad; los escondrijos de dinero y armas en lo más recóndito
de las anatomías; las autolesiones para acceder a la enfermería y evadirse
desde esta, tras seducir al enfermero; la huida por la selva, fortalecido por
las hojas de coca, siguiendo a un “mugalari” que camina a saltitos, como un
animal; los días felices y plenos de amor, acogido por una tribu indígena (¿Por
qué se “fugó” también Papillon de aquel pequeño y escondido paraíso, en busca
de nuevos padecimientos? ¿Fue quizás para poder contárnoslo después?)…
Cito de memoria algunos de esos episodios, pero la novela de
Charrière es una sucesión de peripecias increíbles que dejan al lector sin
aliento y al mismo tiempo lo convierten en un fiel acompañante del narrador, al
que sigue —como si sus hojas de coca fueran las del libro, que devora de manera
adictiva— sin desfallecer por su periplo en penales siniestros, intrincadas selvas
tropicales, infectas celdas de castigo, manicomios, chalupas con vías de agua,
saltos al vacío…
Un preso ejemplar Papillon narra una historia real, la del convicto francés Henri Charrière, acusado (injustamente, según él) de asesinar a un proxeneta en París y enviado a una de las terribles prisiones de la Guayana francesa, concebidas como auténticos pudrideros de hombres o ataúdes de piedra, de las que Papillon (su apodo, que lo debe a una gran mariposa con las alas extendidas —papillon, en francés— tatuada en su pecho) intenta huir una y otra vez, a pesar de que lo que le espera sea con toda probabilidad la muerte u otra mazmorra en condiciones todavía, aunque parezca imposible, más duras que la anterior.
Si la obligación de todo preso es la de fugarse, Papillon
fue un preso ejemplar. Condenado en 1931, obtendría la libertad en 1945, tras
varias huidas, capturas, castigos,
condenas a trabajos forzados… hasta que finalmente consiguió escapar, ayudado
por las mareas y tras darle muchas vueltas al coco —nunca mejor dicho—, y
llegar a un país sin acuerdo de extradición con Francia, Venezuela, donde se
establece y se convierte en un rutilante empresario de la noche, primero, y
después, tras publicar su novela, en 1969, en el autor de uno de los best-sellers más vendidos de todos los
tiempos (éxito del que disfrutaría brevemente, pues murió, en Madrid, cuatro
años después).
El fenómeno literario en que se convirtió Papillon no es de extrañar, pues el
libro cuenta, por una parte, con el aval de su endiablado ritmo narrativo y con
esa sucesión de aventuras que hacen de él molde para innumerables clichés del
subgénero carcelario, tanto literario como cinematográfico: la tenacidad, el
equilibrio mental para salir vivo de una celda de castigo, arrugando los ojos
ante los hirientes rayos de sol; fingirse loco o enfermo para ser internado en
un hospital o un manicomio, desde el que la huida es más sencilla; el director
de la prisión que dice a los reclusos que nunca saldrán vivos de esta…
(La novela de Charrière ha sido llevada, por cierto, dos veces al cine, primero en 1973, con buena parte de la película rodada en Hondarribia*, e interpretada, entre otros, por Steve MacQueen y Dustin Hoffman, y con guión de Dalton Trumbo, el autor de Johnny cogió su fusil, novela que ya comentamos hace tiempo en estas páginas; y en 2017, con Rami Malek, el actor que encarnaría a Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody, haciendo de Louis Dega, el compinche de Papillon).
Por otra parte, Papillon, la novela, desprende autenticidad, es un relato autobiográfico (Charrière confesó que tres cuartas partes del mismo eran vivencias personales, pero que el resto las había extraído de las de algunos de sus compañeros de penal), todo lo cual lo acaba convirtiendo primero en un incontestable testimonio, una denuncia del inhumano sistema carcelario francés y finalmente, en un alegato a favor de algo que, en realidad, no solo debería ser la obligación de todo preso sino también de cualquier ser humano: la búsqueda incansable e irrenunciable de la libertad.
La literatura carcelaria Probablemente Papillon sea, junto con El conde de Montecristo, una de las cumbres de la literatura carcelaria, pero son innumerables las novelas que han llevado a sus páginas el mundo penitenciario (demasiadas como para hacer en las pocas líneas que nos quedan un resumen exhaustivo de este subgénero — sobre todo si quien lo hace es alguien que se olvida de la mayoría de los libros que lee—), aunque sí conviene distinguir entre obras, como el Quijote, escritas en prisión —es innumerable asimismo la lista de escritores que han sido encarcelados: Voltaire, Jean Genet, Oscar Wilde, Ken Kesey, Dostoievski, Miguel Hernández, Marqués de Sade…— y aquellas cuyo tema es la propia cárcel. Entre estas últimas me vienen a la memoria Archipielago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, algunos capítulos de las memorias de Giacomo Casanova (cuya descripción de la celda anegada en agua recuerda a la que hace Reinaldo Arenas en Antes que anochezca), En el patio de Malcolm Braly, en la que se relata la vida en el legendario penal de San Quintín, El astrágalo de Albertine Sarrazin, o más próximos a nosotros, la descarnada Carne apaleada, de Inés Palou, o Kartzelako poemak de Joseba Sarrionandia.
Pero me gustaría acabar citando al (injustamente) desconocido para el gran público poeta asturiano David González, el cual escribe, refiriéndose a la cárcel: “En este sitio/nadie cuenta estrellas por la noche”. El poema se titula Seamos realistas y pertenece a su libro Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, que les recomiendo encarecidamente —cualquier libro de este autor, en realidad— y que se puede leer aquí:
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 10/07/21
Vale, yo soy, jurídicamente hablando, un iletrado, un analfabeto,como Pablo Casado, pero me quedé patidifuso el otro día cuando leí una noticia que decía que Tribunal Superior de Justicia de Madrid había rechazado una querella contra Rocío Monasterio, la pija macarra esa de Vox, porque consideraba que el presunto delito de falsificación que había cometido había sido tan burdo que no colaba. Es decir, para poder llevar a cabo un proyecto, la susodicha presentó al Ayuntamiento de Madrid un sello falso del colegio de aparejadores, pero -dicen los jueces- el timo era tan perceptible a simple vista que no inducía a error y por lo tanto no existía delito de falsedad documental. Cágate lorito. Es como si yo me salto un STOP, me para la Guardia Civil y cuando me piden el permiso de conducir les enseño el carnet de los jóvenes castores. “Ah, si es usted lector del Don Miki, siga, siga, caballero”, me permitirán amablemente, sin duda, proseguir mi camino. O como si monto un estudio de tatuaje y estampo en la piel de mis clientes calcomanías. “Ah, se siente, estaba claro que os estaba tangando”, me defenderé cuando ellos reclamen. Estoy pensando incluso en atracar un banco con una pistola de agua, si, por lo que sea, la cosa sale mal, siempre puedo alegar que he comprado mi arma en los chinos, como es bien perceptible por su color verde fosforito, incluso puedo dispararle, como prueba irrefutable, al señor juez un chorrito de agua en la cara y él tendrá que tragar. Por la misma regla de tres, de hecho, me pregunto si esa decisión judicial no es también tan burda y la tomadura de pelo tan clara que carece igualmente de valor legal.
Casi al mismo tiempo que la sorprendente, desde mi ignorancia, sentencia, corría por las redes sociales un vídeo en el que se veía a la susodicha Rocío Monasterio paseándose chulescamente por el madrileño barrio de Lavapiés y en el que unos jóvenes desde una terraza se lo reprochaban y le decían que se largara, que ella allí no pintaba nada y que ese era un barrio trabajador, a lo que Monasterio respondía desafiante y sarcástica: “Sí, sí, ya veo, seguid trabajando”. En la mente de esta señora un trabajador no tiene derecho a la libertad -es decir, a tomarse una caña-, es un esclavo de un ingenio azucarero que debe estar produciendo las veinticuatro horas del día, y al que ella, terrateniente y cayetana, pasa revista.
En otra terraza de Madrid picaba yo
algo precisamente hace unos días (entre las cazuelas una bautizada
Ayuso, “en reconocimiento a su apoyo al sector de la hostelería”,
rezaba la carta) mientras a mi lado otra pija ahogaba sus penas en
alcohol y las desahogaba después escupiéndoselas a sus amigos, que
escuchaban estoicamente sus lamentos por un amor despechado. Costaba
creer que alguna vez había querido a la persona de la que hablaba,
pues se refería a ella con cariñosos apelativos como mediocre,
pigmeo, gilipollas… Aunque la guinda del pastel fue cuando dijo que
siempre había sido un paleto de provincias, “un puto paleto de
provincias”, remarcó, en un alarde de refinamiento y
cosmopolitismo. Recuerdo que me pregunté si esa chica con el corazón
partido y podrido votaría a Monasterio, o a Ayuso, o a algún otro
partido nacionalista, aunque no sé, porque después de sus lamentos
amorosos comenzó con otros de carácter laboral y dijo que trabajaba
en PRISA. En fin, era todo tan burdo…
Los rayos paralelos, y otros cuentos KARMELE SAINT-MARTIN
Karmele Saint-Martin,
Carmen San Martin, Carmela V. de San Martin, Carmela V. de Saint-Martin,
Carmela Saint-Martin… Con todos esos nombres firmó sus obras la
escritora pamplonesa. Como si no acabara de encontrar acomodo, de sentir el
reconocimiento que merecía una obra literaria que hasta el día de hoy sigue
siendo en buena medida desconocida a pesar de sus méritos literarios y la
contundencia y actualidad de buena parte de, sobre todo, sus relatos, con los
que bien podría girar hoy en día por semanas y festivales de literatura negra,
por ejemplo.
(Karmele Saint-Martin fue el
último de los nombres literarios que adoptó y por eso es el que mantenemos
aquí, aunque quizás con el que más se prodigara o al que haya que recurrir para
encontrar muchos de sus libros sea Carmela Saint-Martin).
Vínculos familiares Su nombre real era María delCarmen Navaz Sanz. Nacida en Pamplona en 1895, era hija de María Ana Sanz, directora durante años de la Escuela Normal de Maestras de Navarra y pionera pedagoga, que reivindicó la promoción de la cultura y la lectura como fuente de aprendizaje, fuente de la que Karmele bebió desde su más tierna infancia. Uno de los hermanos de Karmele fue José María Navaz Sanz, amigo de Federico García Lorca o Luis Buñuel (a quienes conoció en la Residencia de Estudiantes) y actor de La Barraca, además de prestigioso oceanógrafo y jugador y entrenador de Osasuna en la década de los 20 del pasado siglo. La figura de José María Navaz ha sido rehabilitada y reivindicada recientemente en libros como Tras la pista de Federico García Lorca, de Joseba Eceolaza (en la que se sigue el rastro del poeta en una visita a Navarra) o Rojos. Fútbol, política y represión en Osasuna de Mikel Huarte, aunque curiosamente en ninguno de los dos se establece el vínculo familiar con la escritora.
Un
toque ligeramente negro Karmele,
no obstante, publicó nueve libros de relatos, dos novelas y algunas obras de
literatura infantil, y ganó o fue finalista de prestigiosos premios literarios
como el Leopoldo Alas para libros de cuentos, el Premio Doncel o el Premio
Sésamo.
Y eso a pesar de que comenzó a
escribir, o al menos a publicar, de manera tardía, con casi cincuenta años, tras
la muerte de su marido Rufino San Martín,
de quien tomó y afrancesó su apellido
literario y junto al que se instaló primero en Madrid y posteriormente en Donosti,
donde hoy una de sus calles homenajea a la escritora, distinción de la que
carece en su ciudad natal (al menos su madre, María Ana Sanz, nombra desde hace
décadas un centro educativo público en el barrio de la Txantrea).
Karmele Saint-Martin publicó su primera colección de relatos en 1959, con un título que es una declaración de intenciones: Ligeramente negro. Muchos de los cuentos de Saint-Martin tienen, efectivamente, un toque que los aproximan a la literatura negra, son cuentos poblados por personajes marginales o grotescos, con episodios truculentos, revanchas, arrebatos violentos, asesinatos, suicidios, estallidos de locura… Formalmente, sus relatos se caracterizan por sus finales sorprendentes y cerrados, giros que dan un sentido inesperado o resuelven la tensión creada, y que en ocasiones recuerdan a los de algunos autores del siglo XIX, maestros del género como Edgar Allan Poe o especialmente Guy de Maupassant. Y, en ellos, como en los de Maupassant, también late en ocasiones cierto tono zumbón, en el que el desasosiego y la burla revolotean junto a nuestra oreja.
Los
rayos paralelos En
el libro que nos ocupa, Los rayos
paralelos, publicado cuando la autora ya tenía más de ochenta años, esta
recupera algunos relatos que ya habían aparecido —aunque no todos— en otras de
sus colecciones, por eso, por su carácter compilatorio, lo hemos elegido (del
mismo modo podríamos haber elegido otra antología, Cruel Venecia, publicada por el Gobierno de Navarra y con edición
de J. L. Martín Nogales, que incluye
un estupendo y completo estudio sobre la autora y su obra).
Y así, podemos encontrar en Los rayos paralelos cuentos afilados
como navajas, es el caso de Celos, una
historia en la que ese sentimiento de posesión se enquista durante años y en la
que, en apenas unas intensas páginas, aparecen muchos de los elementos antes
mencionados: la violencia, el suicidio, la locura…
O Tablas, uno de los relatos sobre los que sobrevuela la influencia
de Maupassant, en concreto la de sus cuentos de guerra. En él se nos narra el
encuentro entre un pelotón de soldados liberales y una partida de carlistas,
que los oficiales al mando, cansados de los horrores y la crueldad de la
contienda, saldan de manera amistosa,
simulando que ese encuentro nunca se ha producido.
No faltan tampoco cuentos con
elementos fantásticos, como La exposición,
que bien podría haber servido de inspiración para una película como Noche en el museo, pues en él nos topamos
con el vigilante nocturno de un museo que ve cómo las piezas de la exposición Oro del Perú cobran vida y él mismo se
convierte en un ídolo inca.
Y hay, además, cuentos de
aventuras, misterio, terror (especialmente reseñable Mi santa madre, en el que aparecen en una cámara frigorífica
colgados de unos ganchos varios cadáveres), u otros protagonizados por enanos, gordas
— orgullosas de serlo—, niños en sillas de ruedas…
El ciclo vasco En sus últimas colecciones de cuentos Karmele Saint-Martin se interesó por temas relacionados con la cultura, la historia y el folklore vascos. Por ejemplo, con Las seroras vascas (no es una errata, la seroras eran sacristanas que se dedicaban a cuidar iglesias y ermitas) o con el que tal vez sea su libro más conocido, Nosotras, las brujas vascas, que prologó Julio Caro Baroja y algunos de cuyos relatos recuerdan, por cierto, a otros, como La dama de Urtubi, que el tío de este, Pío Baroja, incluyó en el que fuera su primer libro, Vidas sombrías.
Karmele Saint-Martin es, en fin, una autora injustamente olvidada o no lo suficientemente reconocida y que merece, sí, una calle en su ciudad natal —aunque ya me veo que entonces surgiría un enconado debate sobre qué nombre elegir para la placa, ¿Karmele, Carmela?, algo que podría solucionarse utilizando el título de alguno de sus cuentos: Calle las Gordas, Calle Dos navajazos, Calle Mi santa madre… creo que a ella le haría cierta gracia eso—; y es también y, sobre todo, una autora que merece la pena ser leída. Que es, a fin de cuentas, de lo que se trata aquí.