Publicado en «Rubio de bote» colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 30/04/22
Hay un pasaje de La
senda del perdedor, de Charles Bukowski, en el que durante una ceremonia de graduación
del instituto los profesores sueltan sus discursos plagados de todo tipo de
tópicos yanquis (la tierra de las oportunidades, el tesoro al final del arcoíris,
la grandeza de América) y después, mientras van entregando a los alumnos los
diplomas, Henry Chinaski, el protagonista de la novela, vaticina el futuro de
sus compañeros de un modo bastante menos halagüeño: “Lavaplatos”, “Ladrón”,
“Celador de manicomio”…
Para quienes nos licenciamos en la universidad hacia el año 92, el año de los fastos —la Expo, el Quinto Centenario, los Juegos Olímpicos—, fue algo parecido. Nos vendían aquella imagen de éxito y prosperidad y allá estábamos nosotros, los chinaskis, a punto de afrontar toda una vida de contratos eventuales y precarios, sellados en la oficina de empleo, cartas de despido… Muchos éramos los primeros de nuestras familias que íbamos a la universidad. Y también los primeros a los que la universidad no nos iba a servir de nada. Habíamos hecho la carrera porque era lo que había que hacer, lo que creíamos que teníamos que hacer, lo que nuestros padres y madres querían que hiciéramos. Sentíamos sobre nuestras espaldas todo el peso de esa responsabilidad, que se hacía cada vez más grande e insoportable. En aquellas aulas superpobladas nos dábamos cuenta de que éramos demasiados, de que no hacían falta tantos abogados, tantos periodistas, tantos biólogos. Y de que los que sobrábamos éramos nosotros, los que estudiábamos con becas, los hijos de los fontaneros y las oficinistas, de los camareros y las amas de casa, nosotros, los nietos de los campesinos y de —como cantaba La Polla Records— “los obreros que nunca pudisteis matar”. Nos dábamos cuenta de eso y, a menudo, de que las carreras que estudiábamos no eran lo que esperábamos, lo que realmente queríamos… Nos sentíamos frustrados y nos avergonzaba la frustración silenciosa y sufriente de nuestras madres y padres, que nos acogían en sus casas mientras esperaban a que nos saliera algo de lo nuestro, mientras nosotros ya habíamos tirado la toalla y buscábamos curros en fábricas y almacenes en los que teníamos que mentir y ocultar que éramos universitarios. No queríamos seguir opositando para no acumular más frustración, más fracasos. No podíamos, en realidad, permitirnos opositar hasta los treinta (y eso nos condenó a continuar opositando hasta los sesenta). Perdimos el tiempo y el sueño, convertimos los sueños de nuestros padres y los nuestros propios en un insomnio demoledor. Volvimos a la casilla de salida peor situados. Y, sin embargo, nuestros padres y madres no se habían equivocado y nosotros hicimos lo que teníamos que hacer. Porque, a pesar de todo (a pesar de que, por ejemplo, cuando la universidad se democratizó se sacaran de la manga los masters), también había entre nosotros quienes lo conseguían, quienes encontraban algo de lo suyo, quienes sacaban la oposición… Aceptamos que para que dos o tres de los nuestros llegaran al final del tablero era necesario que otros diez o quince cayéramos al pozo o a la calavera; y confiamos en que esos dos o tres que llegaban no olvidaran desde donde habían llegado. Comprendimos también que siempre sería mejor un lavaplatos, un ladrón, un celador de manicomio con el título de filosofía o el de derecho que sin él. Éramos, en fin, chinaskis, pero teníamos, tal vez de una manera inconsciente, conciencia de clase.
Publicado en «Rubio de bote»,colaboración quincenal para magazine ON (diarios grupo Noticias) 16/04/221
Esto es verdad. O sea, es mentira. Bueno, a ver si me
explico. Hasta hace unos días en la Wikipedia figuraba la siguiente información
sobre un servidor: “Patxi Irurzun es periodista, escritor y esclavista de
personas negras”. Es mentira, por supuesto. Me refiero a lo de que yo sea un
negrero. Lo que es verdad, por extraño que parezca, es que alguien había
escrito eso sobre mí y esa información permanecía a la vista de todo el mundo,
en esa enciclopedia colaborativa, así se define, que para muchos viene a ser la
Biblia del conocimiento.
Desconozco los detalles y las normas sobre el funcionamiento
de ese artefacto, pero al parecer lo de colaborativa —y libre, eso también afirma
sobre sí misma la susodicha enciclopedia— quiere decir que cualquier mangarrán o
cualquier borracho puede escribir libremente sobre ti lo que le dé la gana
(podríamos llamarla, entonces, la Whiskypedia). A los hechos me remito. Y aquí
es cuando algún wikipedista fervoroso dice que los artículos son revisados,
contrastados, etc. Pero igual —replico yo— el que los revisa es otro mangarrán;
o tiene una vida, aparte de la Wikipedia, y no se pasa los días y las noches cazando
gazapos en ese campo infinito del saber; o piensa realmente que yo esclavizo a
personas negras.
Hace años varias personas cercanas me hicieron creer que si
yo, como escritor que soy, no estaba en la Wikipedia, no existía, así que me
decidí con cierta desgana a hacer mi propia entrada, que alguien, no sé muy
bien quién, tumbó en dos o tres ocasiones argumentando o bien que contenía
datos incorrectos, o bien que era autobombo, o bien que yo como figura pública
era irrelevante (eso a pesar de que llevaba escritos una veintena de libros y de
que Petete que solo tiene uno, por muy gordo que sea, sí aparece) . De modo que
desistí, hasta que hace algunos meses me enteré de que otra persona, a quien no
conozco pero le agradezco la buena voluntad, sí consiguió publicar el artículo.
Fue sobre ese artículo sobre el que algún saboteador añadió lo de “esclavista
de personas negras”.
No tengo ni idea de a qué viene esa gracia. Al principio
pensé que tal vez tuviera que ver con que hace años escribí una novela titulada
Diez mil heridas reivindicando y
visibilizando la presencia de la comunidad negra en los reinos de España
durante el siglo XVI, y a alguien no le gustó, le parecí un apropiacionista,
tuvo dificultades de comprensión lectora, qué sé yo. Pero luego descubrí que en
la Wikipedia uno puede ver quién ha hecho correcciones en los artículos. En mi
caso era un usuario anónimo y lo que figuraba no era su nombre sino el IP de su
ordenador. Descubrí también que a través del IP de un ordenador se pueden
conseguir las coordenadas geográficas en el que se ubica este. Y, oh, sorpresa,
esa corrección había sido escrita desde el Monumento a los caídos por España en
Madrid. ¿Casualidad? No lo sé. Lo que sí sé es que en mi entrada en la
Wikipedia figuraba también una banderita rojigualda o se encabezaba el artículo
calificándome en un par de ocasiones como escritor español, dato que a mí sí me
parece irrelevante y que me da lo mismo (le veo el mismo sentido que si
escribieran escritor delgado o canoso), y que eliminé y tantas veces como
eliminé alguien se ocupó de volver a incluir.
La cuestión es que en la Whiskypedia, aparte de estar
obligado a ser español y mucho español, uno no puede escribir sobre sí mismo
—yo no pude, al menos— pero puede hacerlo una persona anónima o borracha o de
ultraderecha y decir que eres un negrero. Lo digo para que se tenga en cuenta a
la hora de dar credibilidad a la enciclopedia libre y colaborativa. ¡Si Diderot
y Larousse levantaran la cabeza!
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 02/04/22
El otro día me dieron los resultados del reconocimiento médico del trabajo y debieron de equivocarse con el tubito de la sangre, porque decía que tenía altos los triglicéridos, que no sé ni qué son. “Haga ejercicio y coma frutas, hortalizas y pescado”, le recomendaban al pobre señor que tenía que haber recibido mi informe y que ahora estaría feliz de la vida, sintiéndose como un toro. De todos modos, por si acaso, no fuera a ser que no se tratara de una equivocación, decidí seguir esos consejos. Pero elegí un mal día para dejar de tomar azúcares y grasas saturadas, porque en el supermercado las estanterías estaban vacías y no quedaba un triste brócoli que llevarse a la boca. Así que me fui a andar, que de momento es gratis.
Había un montón de gente andando. Muchos, como yo, por recomendación médica, pero otros muchos por no coger el coche, que se ha convertido en un lujo asiático. Pasé junto a una gasolinera y vi que entre los surtidores habían puesto un desfibrilador. Por un momento pensé que igual en realidad esos surtidores no dispensaban gasolina sino que medían los dichosos triglicéridos, pero no, solo en el ratico que estuve allí a dos conductores aparentemente sanos les dio una angina de pecho al comprobar el importe de su repostaje.
También hubo otros tres o cuatro que se largaron haciendo un simpa.
—Normal, te sale más barato pagar la multa que llenar el depósito —me explicó un estraperlista que había por allí recogiendo con una botella de plástico las gotitas que se escapaban de las mangueras.
—¡Te la compro! —se abalanzó sobre él uno de los que salía tambaleándose de la tienda.
—No, no, que no es aceite de girasol —le aclaró el de la botella, y arrancó de esta la etiqueta que había dado pie a la confusión.
Luego se volvió hacia mí tocando las trompetas del apocalipsis:
—La gente está como loca, primero el aceite, luego la leche… Pero cuando se va a armar una buena es cuando falte la cerveza, ya verá.
Seguí mi camino. Al poco, me encontré con un conocido, uno que primero había sido virólogo, después sismólogo y que ahora le daba a la geopolítica y pronunciaba Kyiv en lugar de Kiev, aunque siempre hubiera dicho Gerona, Orense y Vascongadas; más tarde me paré con una vecina que estaba en ERTE por falta de suministros en la fábrica y me explicó qué eran los semiconductores (que yo al principio creí que se refería a compartir coche para ir al trabajo); luego hablé también un poco con un chaval que me pidió fuego y me contó que en mayo iba a impactar contra la Tierra un asteroide:
—Pues ya verás tú cómo no le cae en la cabeza a Putin o a Abascal sino a algún pobre desgraciado — vaticinó, al tiempo que soltaba una señal de humo denso y amarihuanado…
Así, con tanta paradita, no había manera. Así uno no cogía el ritmo. Así se te llenaba enseguida de piquetes la circulación de las arterias. Pero bueno, qué más daba, para qué necesitaba uno cuidarse si total todo se iba a la mierda y al planeta le quedaban cuatro días…. Decidí entrar a un bar y tomarme una caña. Carpe diem. Eran las diez de la mañana, pero a mi lado otro cliente pidió una ración de callos y un carajillo doble de ron. Pensé que igual el tipo al que le habían adjudicado por error mi tubito de la sangre.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/02/22
Hace unas semanas, cuando un adolescente mató a su padre, su madre y su hermano pequeño disparándoles con una escopeta, algunos medios de comunicación trataron de ver una justificación o un móvil para el crimen en el hecho de que hubiera leído determinado libro o jugara de manera habitual con ciertos videojuegos, en lugar de reparar en que el muchacho tenía a mano el arma de fuego y que sin duda ese detalle había tenido algo que ver con el fatal desenlace.
He dudado mucho antes de escribir este artículo —sobre la
guerra en Ucrania— por varios motivos: en primer lugar porque, como tantos
otros, me siento aturdido, impotente y confuso; también porque ¿qué importancia
puede tener lo que yo opine?, ¿qué puedo aportar que no sea más humo, más ruido,
más desasosiego?; y sobre todo porque estos artículos se envían con unos días
de antelación, con lo cual cuando ustedes lo lean ¿quién sabe en qué punto
estará el conflicto? Quizás Putin se haya convertido, cianuro o polonio mediante,
en Rasputin; quizás se hayan puesto concertinas en los Pirineos para detener a
los welcome refugiados; o quizás
seamos ya todos solo insignificantes gnomos bajo la sombra siniestra de un
gigantesco hongo nuclear…
Pero hay algo que, a día de hoy, me pasma y es el hecho de
que quienes expresan opiniones antimilitaristas frente al sinsentido en que se
convierten siempre las guerras, estén siendo menospreciados, tratados de
ingenuos, buenistas, jipis trasnochados, utopistas objeto de mofa y descrédito,
cuando no acusados de contribuir a esas guerras, de no hacer nada por
detenerlas.
Es el mundo al revés.
Al igual que el adolescente parricida asesinó a su familia
porque empuñó un arma, no un libro o un videojuego, los conflictos bélicos no
son sino la consecuencia natural de un mundo militarizado hasta las cachas en el
que los presupuestos de defensa doblan, triplican o quintuplican los de
educación, sanidad o cultura, y en el que la industria armamentística es uno de
los mayores negocios (España ocupa el séptimo lugar en el ranking de países exportadores de armas). ¿Se imaginan ustedes una
fábrica de camisetas que las produjera masivamente con el único objeto de almacenarlas?
Claro que no, lo que quiere el fabricante es que todos nos vistamos con sus
camisetas, del mismo modo que hay que sacar de vez en cuando a pasear los
bombarderos para que esa industria de la muerte se revitalice.
Releo lo que llevo escrito y, sí, parece de una simpleza elemental. Pero las cosas son a menudo así: simples. Quienes las complican son quienes tienen mucho que ganar o temen perder algo—y a quienes no les importa que para que eso no suceda los demás pierdan todo—. Existen guerras porque existen armas y ejércitos. Los grandes hombres que hablan en las tribunas de paz y democracia, los que nos dicen qué debemos pensar o cuál es la postura correcta para detener los huracanes de destrucción y barbarie, son los que los avivan constantemente, los que firman con la sangre de otros esos contratos armamentísticos, los que estrechan cuando les conviene las mismas manos que pulsan los botones rojos, los que provocan las guerras y pretenden después que se sientan culpables quienes claman contra ellas, quienes defienden una cultura de paz y democracia auténticas. ¿Están, por ejemplo, los ciudadanos rusos a favor de la guerra? ¿Ha tenido acaso Putin en cuenta su opinión? Ahora mismo creo que si hay algo que de verdad podría parar la invasión es un gran “No a la guerra” de la sociedad rusa (lo cual es fácil pedirlo desde aquí, claro). Y nosotros, ¿estamos a favor de que nuestro gobierno venda armas a otros países? ¿Estamos realmente contra las guerras o somos parte de ellas?
Los malos tiempos para el antimilitarismo son precisamente aquellos en que tiene más sentido.