Un cuento en la nueva revista AL OTRO LADO DEL ESPEJO.

Bueno, más bien es una crónica de viajes, sobre uno que hice a Bangkok, cuando todavía viajaba, y por la cara (a Tailandia lo hice gracias a un concurso de una agencia de viajes que gané con un microrrelato sobre La Habana… bueno, es una historia larga, ya la contaré otro día).
Podéis leer el primer y estupendo primer número de esta revista dedicada al cuento que promete convertirse en una referencia del género aquí. Y este es su blog: http://alotroladodelespejorevista.blogspot.com
AJUSTE DE CUENTOS EN «ESCRITO EN EL VIENTO», DE JOSE ANGEL BARRUECO

El escritor Jose Ángel Barrueco ha incluido un fragmento de uno de los cuentos de Ajuste de cuentos (Parpadeos) en su muy recomendable blog Escrito en el viento:
«Yo estaba por entonces lleno de odio a mí mismo y sobre todo al mundo, y las ganas de prender fuego a esta maldita ciudad y pegarme después un tiro en la boca se acrecentaban cada vez que me acercaba a la universidad. Iba andando. Hacía frío y nunca tenía un duro, pero eran ellos, los estudiantes que se cruzaban con mis orejas congeladas y mis bolsillos vacíos, quienes avivaban los deseos de hacer explotar todo. Sus conversaciones, vacías y seseantes, sus aires intelectualoides de importancia, sus zapatos, sus gabardinas, sus cerebros, me revolvían el estómago hasta la náusea. Pensaba: –Tío, estos son nuestro futuro– y sentía muchas más ganas de hacer estallar el mundo; o por lo menos de volarme los sesos. A ti, sin embargo, te quería.»
MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ HABLA DE AJUSTE DE CUENTOS

Lo hace en su nuevo y recomendable blog, Vivir de buena gana, en una entrada en la que me mete en el mismo saco que El Drogas (Barricada), Albert Pla y Kutxi Romero, ahí es nada. Y también elogia una de mi obras más querida: Atrapados en el paraíso. Y yo viniendo de quien viene, me pongo colorado.
EL DELIRIO
HACE unos meses, un desconocido para mí, entonces, me escribió pidiéndome autorización para utilizar unos versos de un largo poema, Carta de vagamundos, para una canción de rock, o eso al menos es lo que le entendí. No tenía ni idea de quién era. Kutxi Romero, del grupo Marea. Sabrá disculparme. Tampoco me enteré de que era Albert Pla quien iba a recitar esos versos. Me pareció un detalle generoso por su parte que se acordara de un libro perdido.
No enterarse de nada es más fácil de lo que parece. Si no estás atento, lo mejor de tu época te pasa inadvertido. Para cuando has querido darte cuenta, no es que haya pasado el tren, sino que han quitado hasta los raíles. Se los han llevado. Para chatarra.
LO mismo me pasó con un escritor de Pamplona, amigo del anterior, Patxi Irurzun, un narrador de verdadera valía que se mueve por territorios marginales, provocativos, muy de tabúes literarios, todavía, para una sociedad literaria demasiado ligada al poder político o mediático, muy dependiente de estos, en la que el buen y el mal gusto es una cuestión que se mide con ponderal.
Irurzun tiene un mundo literario rico, de mucho tener los pies en el suelo y los ojos bien abiertos, sin preocuparse de si su entorno o sus decorados tienen o no prestigio literario. El prestigio literario se lo da él con su forma de expresarlo.
Acaba de publicar unos relatos tan duros como hermosos, Ajuste de cuentos, y no hace mucho otros reunidos en La polla más grande del mundo, que es un título que invita a no leerlo o a despreciarlo. Y sin embargo en sus páginas late un humor zumbón y una forma de mirar más pacificadora que otra cosa, en un mundo hostil para quien parece estar condenado a ser un perdedor. Junto al vitriolo, Irurzun expresa un sentido de la belleza de lo cotidiano y pequeño, una emoción común y compartible. Pero no, el buen gusto ante todo. No corren buenos tiempos para las rupturas radicales, a no ser que puedan subvencionarse, reconvertirse en espectáculo, ponerles guardias de seguridad, keep outs, finca particular… Mal asunto el presente si no estás colocado donde hay que estarlo.
Por si fuera poco, Patxi Irurzun tiene un libro de viajes que nadie ha escrito en España, porque ese tipo de viajes no se hacen, no son comerciales, no son turísticos ni de lejos. Un libro hermoso, intenso, que habla del viaje primerizo, cuando quien lo hace y escribe no tiene mañas, y así es como aparece en escena, sin ponerse como un campeón, que es como hay que ponerse para tener éxito. Lástima que esté publicado donde está publicado. Se trata de Atrapados en el paraíso, un viaje al basurero de Manila, el de Payatas, donde más de cincuenta mil personas viven de las basuras.
Y volviendo al delirio o sin salir de él. Ese, Delirio, es el título del último disco de Kutxi Romero. En las canciones de Romero, como en las de Enrique Villarreal, El Drogas, para Barricada, en los recitativos prodigiosos de Albert Pla, hay más poesía que en la mayor parte de las resmas de versos y versitos que se cruzan los profesionales del ramo, entre conjurados, en el interior de un coto en el que no es fácil entrar. Lo saben los jóvenes que escriben una poesía que no sigue el ritmo de la batuta oficial, los que se expresan de manera poco digerible para el gusto dominante. Ay, otra vez el gusto. Existe. Lo saben los poetas que publican y a quienes se silencia porque no son de la cuerda de la que hay que ser. Y no lo digas, que se encampanan.
Dicen que lo importante es la música del poema, pero cuando lo escuchan con música la desdeñan. No es distinguido. Y a la poesía le hace falta distinción, a ser posible académica, social. Entre tartufos anda el juego. En esas canciones hay palabras fogosas, imágenes deslumbrantes hechas con palabras, con las palabras de la calle, las palabras de este mundo, las que reclamaba un personaje de Shakespeare -¿Podrías bajar un rato y hablar con palabras de la gente de este mundo?- hablan de cosas de este mundo y lo hacen de otra forma, de esa otra forma… La poesía contemporánea, oh, la poesía contemporánea… “repta”. Lo cantaba Leo Ferré… Pero no se le tiene en cuenta porque era un cantante, un artista de variedades. La poesía es otra cosa. Eso te lo dirá siempre el de la muela forrada, el que lleva encasquetada la muceta color de humo de la distinción.
ME siento orgulloso de que alguien como Albert Pla haya recitado unos versos de Carta de vagamundos. Es más, ahora, después de haberle visto en acción, pienso que en aquel largo monólogo tenía que haber sido menos lírico y más corrosivo, porque el motivo se prestaba. “¿Le gusta Albert Pla?”, me preguntan con un mohín de extrañeza y rechazo. Mucho. Un poeta. Sin adjetivos. Alguien que ha sido capaz de sacar a la poesía de la tipografía, que es donde suele quedarse encerrada, subirla a la escena, conmover a su público, provocarle, incitarle a que siga su viaje de lector, despertarle su atención, que no se deje engañar, enredar, envolver con palabras de humo que no acaban de bajar nunca de los cielos. Albert Pla, ha sido un gusto.
Atrapados en el paraíso, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2004 [Premio a la Creación Literaria, 2004]
UN RELATO DE AJUSTE DE CUENTOS

LA PRIMERA VEZ
Es de noche y como Urko no puede dormirse decide hacerse una paja. Con ella, calcula mientras se acaricia, con ella serán ya, a razón de dos por día, unas 3650 desde aquella tarde en que Urko se masturbó por vez primera. No es que Urko sea un maniático de la estadística, pero como hoy han enterrado al tío Alfonso y fue él quien, de alguna manera, le inició, Urko se ha acordado de aquella primera vez.
Entonces tenía trece años. Eran las fiestas del pueblo y como cada año, la familia se había reunido al completo para celebrar el día del patrón con una pantagruélica comida. Urko recuerda al abuelo presidiendo la mesa con su vaso de vino —del vino que el médico le tiene prohibido— ante las narices y con los ojos arrasados por la emoción de ver ante sí a todos sus hijos, a todos sus nietos, incluso al pequeño biznieto, que juguetea con sus orejas, las enormes y bailarinas orejas de elefante del abuelo, cada vez que lo sientan en su regazo. Al abuelo lo enterraron, también, una semana después, pero Urko siempre ha creído que el abuelo se murió feliz porque sabía que seguía vivo en cada uno de sus hijos, en cada uno de sus nietos, en las manos regordetas y suaves del biznieto.
Urko recuerda al abuelo y al tío Alfonso, junto al cual se sentó en aquella comida. A Urko le gustaba sentarse junto al tío Alfonso en las comidas porque el tío Alfonso se ponía la servilleta por encima de la cabeza, y tiraba migas a los demás comensales, y hablaba a gritos soltando tacos terribles que hacían sonrojarse a los mayores, y dejaba los platos llenos y las botellas vacías, y, durante la sobremesa, cuando se discutía de política, de religión, de las cosas de la vida, era él quien llevaba siempre la contraria, él contra todos… A Urko le gustaba sentarse junto al tío Alfonso porque el tío Alfonso se divertía mientras los demás mayores intentaban divertirse pero sólo le hacían quiebros a sus vidas aburridas.
Aquella tarde, sin embargo, Urko odió al tío Alfonso. Lo odió tanto como en esa otra ocasión en que el tío Alfonso le zarandeó y le gritó, malhumorado:
—¡COJONES, MÍRAME A LOS OJOS CUANDO TE HABLO!
Lo odió hasta sentirse eternamente agradecido, porque desde aquel día Urko mira a los ojos cuando habla con alguien y así sabe con quien habla.
Aquella tarde, cuando tras la sobremesa llegó el sopor y fue necesario estirar las piernas, el tío Alfonso invitó a Urko a una cerveza. Fue camino del bar. Con ellos iba la tía Mertxe, la mujer del tío Alfonso.
(Urko siente en la palma de su mano su polla bien tiesa y bien dura)
—¿Tú te haces pajas ya, Urko?— dijo de repente el tío Alfonso.
—¡Oye!— le recriminó la tía Mertxe, e inmediatamente atrajo hacia sí a Urko, que se había puesto rojo como un tomate, y le acarició el cabello.
Urko quería a la tía Mertxe. La tía Mertxe era guapa y delgada. La tía Mertxe, desde que era muy pequeño, le sentaba sobre sus rodillas y acariciándole el pelo le decía: —que pelo más negro tienes, qué pestañas más largas, como vas a gustar a las chicas— (El tío Alfonso por el contrario le decía: —Urko, narigón, tú si que eres feo.)
—¿Cómo le dices esas cosas al crío?
La tía Mertxe era buena, aunque eso sí, no parecía haberse dado cuenta de que él tenía ni más ni menos que trece años.
—Sí, me hago pajas— contestó Urko, y miró a la tía Mertxe, pero no entendió que había en sus ojos. Urko no sabía si ahora ya nunca más se sentaría en sus rodillas, o si la había hecho sentir vieja, o qué demonios. Urko no entendió qué había en los ojos de la tía Mertxe, y además, era mentira, él no se hacía pajas, aunque sus compañeros de clase se hicieran pajas, o al menos dijeran que se hacían pajas… Urko tenía ganas de llorar. Odiaba al tío Alfonso. Echó a correr.
Corrió y corrió, hasta que llegó a su casa. No había nadie. Urko, sin embargo, se encerró en el baño y lloró, lloró como un niño pequeño, lloró como se llora de verdad. Después llenó la bañera de agua tibia y se metió en ella. Estuvo casi media hora dentro y cuando sintió que entre sus piernas la sangre caliente henchía su pene de inquietud, de impaciencia, de algo que no sabía muy bien lo que era pero que pedía a gritos libertad, salió de la bañera, se sentó en la taza del baño y comenzó a frotar malhumorado su polla dura y tiesa.
Urko tenía trece años y por lo visto quien no se hacía pajas con trece años no era normal. Urko se frotaba la polla a toda velocidad —su mano, subiendo y bajando era sólo una nube púrpura— y no sentía nada especial, únicamente rabia, calor y algo de asco. Pero de repente llegó: un hormigueo en su escroto, una convulsión en su estómago, una sensación agradable que recorría todo su cuerpo y luego un desahogo, como si escupiera con aquel líquido blanco y espeso todas sus preocupaciones. Una caricia en el alma. La sensación más agradable que había experimentado jamás. Y después nada distinto a, por ejemplo, tumbarse sobre la hierba después de un partido de fútbol y descansar, descansar, descansar…. A no ser un sentimiento de culpabilidad que, de todos modos, no podía someter, no podría someter ya nunca a aquel placer extraordinario que proporcionaba hacerse pajas.
Urko, después, se arrodilló sobre la alfombra, olisqueó su semen —hierba, musgo…—, lo palpó —gelatina caliente—, lo chupó —dulce, algo insípido— , por último lo limpió —papel higiénico— y salió del baño. Quería volver cuanto antes a la calle, encontrarse con algún compañero de clase y decirle:
—Me acabo de hacer una paja…
Esta noche Urko, como hace unas horas han enterrado al tío Alfonso, que fue quien, de alguna manera, le inició, se acuerda de la primera vez que se masturbó y calcula que con la paja que se está haciendo lleva ya, a razón de dos por día, unas 3650 desde aquella tarde.
Esta noche Urko se acaricia lentamente. Intenta pensar en alguna chica pero no le viene a la imaginación ninguna. Urko está preocupado. Desde hace algunos días no consigue pensar en ninguna. Urko no está enamorado. Urko desea todas las chicas y no desea a ninguna. Urko se siente desorientado. Es como caminar sin rumbo. Es triste. Es tan triste como masturbarse pensando en chicas inalcanzables a las que, sin embargo, ve todos los días. Es peor. Con ellas por lo menos queda la ilusión. Urko se siente vacío. Imagina pechos, piernas, lenguas, traseros, olores, pieles que no pertenecen a nadie y que de repente pertenecen a la tía Mertxe. Es peor que sentirse vacío, pero Urko se acaricia ahora deprisa, muy deprisa. La tía Mertxe rodea con sus piernas largas su espalda. La tía Mertxe le chupa la oreja. La tía Mertxe cierra los ojos y gime. Urko se siente mezquino— hoy han enterrado al tío Alfonso y seguramente ahora la tía Mertxe esté llorando— pero no puede evitar un hormigueo en su escroto, una convulsión en su estómago, una caricia en el alma, y desahoga toda su mezquindad.
Después Urko se queda dormido. Sueña que se sienta en las rodillas de la tía Mertxe y que ella le acaricia el pelo. Sueña que el tío Alfonso le dice: —Urko, narigón, tú si que eres feo.