Hará dos o tres años la escritora Nerea Riesco me invitó a participar en un libro en el que diferentes autores debíamos escribir sobre nuestros autores y lecturas favoritos. Un canon literario de esos . Que yo sepa el libro nunca llegó a editarse, pero esto es lo que yo perpetré para la ocasión:
ESCRITO EN LOS MÁRGENES
Yo tenía 13 o 14 años y aunque no sabía qué era un canon literario ni con qué criterio se establecían las listas de los libros recomendados (sobre todo en los suplementos culturales de los periódicos—bueno, eso sigo sin saberlo—) anotaba en un cuaderno todo lo relacionado con mi incipiente carrera de narrador: la fecha de cada cuento que escribía (unos dos o tres cada día), las ideas geniales para las novelas con las que asombraría al mundo y, también, los títulos de los libros que más me habían gustado y de los que echaría mano cuando, después de ganar el Premio Nobel, inevitablemente me preguntaran aquello de: ¿y cuáles son los autores que más han influido en su obra? Hoy, dos décadas después, he asumido por fin que el Nobel no lo voy a ganar nunca —soy sólo un escritor de culto—y me doy con un canto en los dientes si escribo al año un cuento que merezca medianamente la pena, pero, al menos, la lista de libros que anoté siendo un adolescente soñador por fin sirve para algo. Claro que hay un problema, siempre hay un problema: en lo que se refiere a escritores españoles, en la lista (en la que se mezclan Bukowski con “El pequeño Nicolás” o Jack London con Raúl Nuñez) sólo consiguen salir despedidos de ese torbellino de hormonas en flor y chupachús kojack, Miguel Delibes, Pío Baroja y Eduardo Mendoza (aunque, como veremos más adelante, aún hay más, no se vayan todavía). De Mendoza siempre me ha admirado esa capacidad para alternar novelas en toda regla (o al menos en la regla decimonónica) como “La verdad sobre el caso Savolta” o “La ciudad de los prodigios” con artefactos gamberros del tipo “Sin noticias de Gurb” o “El misterio de la cripta embrujada”. Tal vez porque a mí me pasa algo parecido: los cuentos me salen o disparatados o algo melancólicos, amarilleados como fotos viejas algo truculentas. Claro que no sé qué fue primero si el huevo o la gallina, si esa esquizofrenia creativa es el reflejo de mi ánimo voluble o esos cuentos son tributarios de Mendoza. Con Baroja me sucede algo parecido. Me unen a sus libros y a sus protagonistas, además del paisanaje y del carácter brumoso que imprime la meteorología lluviosa, ciertos rasgos de mi personalidad, unas veces descreída, abúlica, otras, nihilista y dinamitera (y siempre de anarquista en pantuflas). En cuanto a Delibes reconozco que, aunque hace mucho que no le leo, sus libros fueron para mí una especie de taller literario (en el que fui el más zote de los alumnos, como demuestra esta engorrosa proliferación de paréntesis, cuando de lo que se trataba era de cómo hacer de la sencillez una obra maestra). La lista nació, pues, con vocación de convertirse en el canon de un futuro premio nobel y por eso me salió pulcramente académica, sin tachones (de hecho, todavía sigue vigente) ni anotaciones al margen. Hoy, sin embargo, dos décadas después, sé que en ella falta un buen número de influencias que si bien no son estrictamente literarias, han determinado tanto o más mi modo de escribir. Falta, por ejemplo, Maki Navaja, pegándole con la recortada de su jerga de barrio chino un trallazo al diccionario de la RAE o desgarrando con el sirlazo de su humor social esos manuales de literatura engordados con escritores sebosos, aburridos y pedantes. Falta el humor absurdo de Faemino y Cansado. Y la poesía callejera de Extremoduro. Faltan los dibujos demoledores de Juan Kalvellido. Y faltan todos los colegas que he ido conociendo por el camino, mis vecinos de papel en fanzines y ediciones alternativas, a los cuales no puedo dejar de citar, porque así está pactado entre nosotros y también porque son mis auténticos autores de cabecera, aquellos con los que me duermo y ronco el humo de los bares, la espuma de la cerveza de barril, los demonios de esta sociedad en las que quienes no aparecen en las listas de los suplementos literarios no existen. Lean, en definitiva, a Delibes, a Baroja, a Mendoza, pero lean también, si se atreven, a mis compadres David González, Vicente Muñoz, Kutxi Romero, Oscar Beorlegui… Y ya puestos, léanme a mí, que soy un escritor de culto (es decir al que adoran un reducido número de fieles: mi madre, mi mujer y media docena de chalados y despistados) y estoy como loco por evangelizar a nuevos lectores. Amén.
Ahí van dos fotos (o algo así) que saqué en Madrid, por donde pasamos a toda prisa, dos tonterías que a mí que soy un simple me hacen gracia. Una es en un baño de un supermercado DIA, por La Latina, pinchen para ampliarla y fíjense en lo que alguien ha escrito con rotulador en un momento de inspiración . La otra en la Plaza Mayor: para entrar en esa tienda hace falta un GPS. Unos metros más adelante, en la calle Toledo, se me acabaron las pilas y no pude sacar un rótulo en el que se leía. Doner Kebab. Cómida típicamente española.
Por lo demás, no sé si a Madrid le darán las Olimpiadas en 2016, pero para las Paraolimpiadas la llevan clara, moverse en metro con una silleta es una odisea, así que no quiero ni imaginarme qué debe hacer alguien con una silla de ruedas (y que encima irá tan confiado y tan feliz si se le ocurre preguntar sobre barreras arquitectónicas en las oficinas de información turística).
Bien, pues aquí estamos después del kit-kat sanferminero, esa burbuja que nos aisla a los pamploneses del resto del mundo durante estas fiestas «sn igual» No ha pasado gran cosa, de todos modos en estos días. Aunque uno constata que uno tiene que hacer que las cosas pasen, pues en cuanto se relaja, todo se detiene, no hay emails, no hay noticias. Me gusta mucho, me pone de muy buen humor, y viene al pelo, esa canción del último disco de Los delinqüentes, ¿Quién es más poderoso, el aire o el fuego?, que dice:
«Si te quedas sentado, todo se pierde, no solo vale con soñar, siempre puedes seguir luchando».
El caso es que estos sanfermines han sido algo raros, por una serie de circuntancias personales y también porque hicimos otro kit-kat, un kit-kat dentro del kit-kat, y durante cuatro días nos fuimos con los críos a la Warner, en Madrid. Huyendo de la avalancha. (Idea por si algún día vuelvo a escribir un cuento sanferminero: unos sanfermines sin pamploneses, con la ciudad abandonada a los bárbaros que vienen a quemar o a inundar en pis la ciudad sin ley).
Yo este año ni siquiera me he emborrachado como dios manda, ni un solo día. Así que tampoco he podido estrenar las pastillas contra la resaca que me enviaron los de Imprextom, después del plagio de la portada de Resaca y del acuerdo amistoso. Claro que tampoco sé si me hubiera atrevido, después de algunos comentarios que he leido por ahí de gente que dice que jiña verde tras tomarse el R-21. A propósito de las pastillas contra la resaca y de otro episodio de plagio, este en toda regla, fusilando a mi amigo Pepe Pereza a plena luz del día, José Ángel Barrueco, escribió el post que reproduzo a continuación en su blog. (Arriba una foto cutre de las pastillas milagrosas, abajo la deliciosa canción de Los delinqüentes con la no menos deliciosa Julieta Venegas).
Plagios en la red
Deberíamos hacernos varias preguntas sobre los contenidos que colgamos en internet, sean literarios o audiovisuales. ¿Cuánta gente se dedicará a plagiar el trabajo ajeno? ¿Cómo podemos evitar ese robo de documentos? ¿Cuántas veces habremos sido plagiados (y me refiero a cualquiera que posea un blog o una página web o a cualquiera que cuelgue su trabajo en la red) en el ciberespacio? En las últimas semanas ha habido dos casos de plagio en internet que me tocan de cerca. A Patxi Irurzun, uno de los antólogos de “Resaca / Hank Over. Un homenaje a Charles Bukowski”, junto a Vicente Muñoz Álvarez, le enviaron un día por correo electrónico un anuncio de pastillas contra la resaca. A él, precisamente a él. Y lo digo porque el dibujo que había empleado la empresa Impextrom era la ilustración de portada del citado libro, una obra original del dibujante y colega Miguel Ángel Martín. Patxi nos puso en antecedentes a unos cuantos y escribió a la empresa diciendo que, dado que usaban el dibujo sin autorización, al menos indicaran en el anuncio su procedencia y el autor del mismo o nos veríamos obligados a tomar medidas; y que, ya puestos, nos enviaran unas muestras gratuitas de esos botes de grageas contra la resaca. Como compensación. El desenlace fue rápido y hubo buen rollo: le contestaron que habían añadido en su anuncio el título del libro y los nombres del autor y de la editorial; pidieron perdón por el daño, pues habían encontrado la ilustración en la red; y enviaron unos botes de pastillas. La semana pasada le ocurrió algo parecido a Pepe Pereza, a quien conocí en persona en Gijón y de quien recomendé la película que protagonizó años atrás, “Tilt (Nos hacemos falta)”. El dos de julio publicó en su blog, “Asperezas”, un relato titulado “Autosuficientes”. Alguien le avisaba, unos días después: el seis de julio una mujer colgó en su bitácora (“La ciudad del ser”) un relato titulado “Germinar”, que era idéntico al de Pepe, pero cambiando el sexo del protagonista. Calcado palabra por palabra. Él advirtió que iba a tomar medidas legales si la responsable del blog no retiraba el cuento, pues lo había registrado. Unas horas después la mujer eliminó todos los contenidos de su blog. Si uno entra, comprobará que la página está vacía: sólo quedan el título y la dirección. Estos casos, dado que estamos en España, al final suelen solucionarse así: con un acuerdo amistoso o teniendo que recurrir a las amenazas. En Estados Unidos, los abogados de quienes son robados sacarían un pastón a los plagiadores. Recordemos que allí te ponen un pleito hasta por mirar mal a un tipo. Lo alucinante es que encima haya gente que defienda el plagio, que insista en que una obra colgada en la red pueda ser tomada por otra persona, cambiándola un poco a su gusto para publicarla de nuevo como si fuera de su autoría. Quizá sea el pensamiento español, supongo: que trabajen dos y los demás miremos o nos aprovechemos de su curro. No entiendo por qué la gente sin talento o sin ganas de currar recurre al plagio para darle de comer a su blog o para anunciar sus productos de venta. En el segundo caso, deberían gastar dinero en pagar a alguien que diseñara los anuncios; pero prefieren ahorrar, claro. En el primer caso, esos plagiadores deberían dedicarse a lo que suele dedicar sus horas muertas alguna gente: a refugiarse tras la máscara cobarde del anonimato y poner a parir a quienes se dedican a escribir de verdad, a diario y en proceso creativo constante. Por lo menos sus insultos no serán copiados a terceros, supongo. Un peligro, internet. Como decía Javier Belinchón en su blog: “Mañana te puede tocar a ti”.
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN. FOTOS: LUIS AZANZA
CAPÍTULO 5 (y último)
Aquellos sanfermines y los peculiares actos de su programa festivo fueron algo excepcional. En lo que se refiere a lo sucedido en el partido, sólo se les otorgó cierta relevancia al día siguiente, en el que, en efecto, la imagen del capitán merengue dando un beso de tornillo al escudo blaugrana, acaparó las portadas de todos los periódicos. Yo de hecho, madrugué, aquel 8 de julio, para comprar la prensa. Sin embargo, dado que me encontraba alojado en un hotel del casco viejo y faltaban sólo cinco minutos para las ocho, antes de dirigirme al kiosko decidí darme una vuelta por el recorrido del encierro. Lo hice por pura curiosidad, pues ya el día anterior, tras la fuga de las avestruces, el consistorio había anunciado la suspensión del resto de encierros e incluso el vallado había sido retirado por la tarde. Mi intuición, sin embargo, no me falló, ni a mi ni a otros miles de personas, que a pesar de todo, por una pura inercia festiva, se habían congregado en la cuesta de Santo Domingo, a la espera de que sucediera algo, no se sabía muy bien qué. Tras una espera de varios minutos la situación la resolvió espontáneamente la propia multitud adelantando el llamado “encierro de la villavesa”, el cual solía celebrarse el día 15 de julio, horas después de que concluyeran las fiestas. Éste heterodoxo encierro solía reunir a todos aquellos a los que nueve días de borrachera les sabían a poco. Solían ser lo mejor de cada casa y actuaban como si la no-fiesta no fuera con ellos, como si los sanfermines no hubieran finalizado y al igual que los días anteriores el encierro debiera celebrarse. La diferencia era que en lugar de correr —o más bien de hacer eses— ante las astas de los toros lo hacían delante de la primera villavesa (como llamaban en Pamplona a autobuses municipales) que aparecía por el recorrido del encierro.
Los chóferes de las villavesas solían disputarse el privilegio de conducir esa línea y yo lo entendí perfectamente aquella mañana, pues el espectáculo de una legión de borrachos ejecutando arriesgados recortes a un autobús municipal, cayendo de bruces ante sus ruedas o siendo heridos por los retrovisores, resultaba entre patético y sobrecogedor (y también un tanto pestilente, pues tras el paso de la procesión de dipsómanos impenitentes en el aire quedaba un vapor irrespirable, mezcla de vino peleón, orina y vómitos).
Durante el resto de las fiestas el encierro de la villavesa se repitió puntualmente, sin incidentes reseñables (excepción hecha del día en que un camión de reparto de barriles de cerveza se adelantó al autobús de línea y fue desvalijado por los corredores).
En realidad no tiene la menor importancia, lo cito sólo porque curiosamente mi mala suerte, el hecho de que me encargaran la guía turística de los sanfermines en el año de la lengua azul, me permitió ampliar la perspectiva, conocer en profundidad unas fiestas que según pude comprobar tenían muchos más matices, colores, o escenarios que aquellos por los que eran mundialmente conocidas: el encierro y las corridas de toros. Ello, por supuesto, repercutió en mi guía, que resolví como era habitual en mí con profesionalidad y elegancia, a pesar de las calamidades. Después de todo —esto, modesto que es uno, todavía no lo había contado—, por eso mismo me llaman “Güan”, que aparte de ser la transcripción fonética que delata mi origen malagueño, alude a mi solvencia como redactor. Y es que está mal que yo lo diga, pero un servidor es conocido como el número uno, el “One” de la profesión. Puede que sea un gafe, un malhadado, un malasombra o sombrón, un agorero, atrabiliario, infausto, en suma, un cenizo recalcitrante, pero al menos mis guías son capaces de devolver a los lugares que visito el encanto que le arrebataron tsunamis, epidemias y otras catástrofes. Por todo ello, insisto, soy el “Güan” (bueno por ello, y por cierto cachondeito a cuenta de mis problemas con el inglés y su pronunciación; por cierto, que mi próximo trabajo será un recorrido por Nueva Orleans, la ciudad del jazz y la música cajún, de la casa del sol naciente y la buena mesa).
Por lo demás, concluido satisfactoriamente mi trabajo en Pamplona sólo me quedó la espinita de ver cómo lo que allá había sucedido aquella tarde de julio nunca se reconoció en su justa medida. Ni siquiera a la mañana siguiente, cuando, una vez presenciado el encierro de la villavesa, compré los periódicos y pude leer algunos de los titulares que hacían referencia al partido: “Circo Romano”; “El color del dinero”, decían algunos; y los más radicales —la prensa deportiva—: “Infamia”, “Patochada”…
Han pasado ya varios días desde esa que estoy convencido, sin embargo, de que fue una fecha histórica. Los sanfermines finalizaron y la canícula estival derritió como un helado aquel acontecimiento sin par, dejando sólo el rastro inapreciable de algunos lamparones sobre una camisa que se limpiaba cada día. En la sequía informativa del verano se diluyeron también otras noticias: los pinchos de moda durante aquel verano en los bares de Pamplona incluían siempre entre sus ingredientes delicias, muslos, yemas de huevo de avestruz; y la cuarentena provocada por el mosquito culicoides inícola, la enfermedad de la lengua azul, fue levantada en agosto, tras constatarse que no se habían producido contagios, volviendo a celebrarse por todo el país corridas de toros y encierros de reses bravas.
Después, el sol de verano redujo a la categoría de anécdota lo sucedido—un Barça-Real Madrid con las camisetas de los jugadores intercambiadas— hasta convertirlo en cenizas esparcidas en la memoria colectiva. Yo, sin embargo, estoy convencido de que a la vez esas cenizas son el lecho del que renace el polluelo de un ave fénix, y de que aquel partido fue trascendental para la historia invisible de la humanidad, pues todos cuanto lo presenciaron por un momento fueron capaces de ponerse en la piel de su peor enemigo, de comprender que debajo de la camiseta del equipo rival hay otra camiseta que todos compartimos, nuestra piel, y bajo ella, un mismo corazón, en el que, en el fondo, las tradiciones, la fe, las banderas ondeando al viento se hunden por pura casualidad, menos arraigadas de lo que creemos, tan frágiles que la simple picadura de un mosquito puede ponerlas en cuarentena.
Estoy plenamente convencido. Aquel partido fue un hito secreto, una efemérides de culto, un mojón escondido tras el follaje en el camino hacia un mundo mejor. Algo, en suma, para lo que no encuentro calificativos. Ni siquiera en mi diccionario de sinónimos.
CUENTO SANFERMINERO POR CAPÍTULOS. TEXTO: PATXI IRURZUN. FOTOS: LUIS AZANZA
CAPÍTULO 4
El partido se ha celebrado respetando el horario y el lugar en el que lo hacen las corridas de abono de San Fermín: a las seis y media en la plaza de toros. Ello, la disposición geométrica del ruedo, ha obligado a alterar, además del color de las camisetas de los equipos participantes, el reglamento. Curiosamente, los cambios han aportado al mismo una frescura y una agilidad considerables. Había, por ejemplo, muchas menos interrupciones, pues cuando el balón rodaba por la arena no existían fueras de banda: rebotaba contra el tablado y volvía a entrar al terreno de juego (o más bien no acaba de salir). Circunstancia que los jugadores de más talento han aprovechado para ensayar nuevos jugadas: autoparedes, pases indirectos… Ha sido como si el fútbol volviera a su estado puro, el patio de colegio, el callejón suburbial, la playa ardiente… Pero empecemos por el principio.
En las horas previas al partido se han producido algunas carreras y enfrentamientos en las inmediaciones de la plaza de toros. A los hinchas violentos de ambos equipos, al parecer, había dejado de hacerles efecto el antídoto inoculado por el chupinazo, que les había provocado el día anterior sensaciones extrañas, contradictorias para ellos, como la diversión responsable, el pacífico respeto al prójimo… Ahora por el contrario la resaca se presentaba especialmente virulenta y volvían en sí reafirmándose en sus posturas más trogloditas. Continuaban ambas aficiones, eso sí, inusualmente unidas, como una prolongación de los disturbios iniciados tras ser suspendido el encierro. Y es que su propósito era compartido: impedir a toda costa que una aberración como aquella —sus héroes vistiendo la camiseta rival; o más bien, la camiseta propia siendo profanada por sus acérrimos enemigos— llegara a buen puerto. Para ello ultrasur y boixos nois habían tomado los accesos a la plaza de toros, que en buena parte se encuentra además protegida por la antigua muralla de la ciudad, y desde la misma arrojaban a quienes trataban de acercarse botellas, de las que se encontraban perfectamente abastecidos. Pero ni siquiera semejante e inagotable arsenal —en unas fiestas eminentemente báquicas como éstas— les ha sido de mucha ayuda. Desde abajo otra alianza igualmente contra natura les ha hecho frente y ha tomado la plaza sin demasiadas dificultades: algunas peñas pamplonesas han hecho causa común con los antidisturbios. Ha bastado que algunos forasteros intenten decir a los mozos qué deben de hacer con sus fiestas, por dónde pueden pasar y por dónde no, para que se dirigieran a la plaza en bloque con la policía –y eso, que según me dicen por aquí ningún agente antidisturbios sería jamás admitido como socio en una peña pamplonesa—.
Una vez desarmados y cautivos los violentos el partido ha dado comienzo a la hora prevista. Se había pensado en distribuir al público de tal modo que por seguridad cada afición ocupara una mitad de la plaza, pero dadas las circunstancias semejante disposición ha resultado caótica e inoperante y a los únicos que se distinguía uniformemente ataviados eran los policías forales, justo en la línea entre sol y sombra. Por una parte, como había sucedido en el encierro el día anterior, muchos aficionados combinaban símbolos y banderas —y ropa interior— de los dos equipos; por otra el público autóctono mayoritariamente simpatizaba con el Barcelona —aunque lo hiciera por puro antimadridismo— pero respetaba escrupulosamente su indumentaria sanferminera, de un blanco nuclear.
Así las cosas, cuando el primero de los equipos, el Real Madrid, ha saltado a la arena se ha impuesto un abucheo que, poco a poco, ha ido disminuyendo hasta tornarse en tímido aplauso cuando los espectadores han comprendido que aquel equipo en realidad ¡era el Barcelona!
La ovación, por otra parte, ha coincidido con la aparición del Barcelona (que en realidad era el Real Madrid) y de ese modo ha sucedido el proceso contrario, los aplausos se han ido desvaneciendo al reconocer a algunos de los llamados galácticos y ha habido silbidos, que a su vez se confundían con las palmas de los madridistas que distinguían bajo el uniforme blaugrana a Zidane, a Robinho, Ronaldo… Ha llegado, en fin, un momento en el que los vaivenes confusos de aquella marea de vítores y reproches se han transformado en una calma chicha, un silencio expectante, sólo roto por una carcajada nerviosa y generalizada, cuando los jugadores han posado para las fotos de equipo y se ha producido una avalancha de fotógrafos y cámaras que se han enredado en un cómico tumulto tratando de inmortalizar un momento como aquel.
No era para menos. Una foto de Raúl con el corazón blaugrana latiendo sobre su blanco pecho o la resplandeciente dentadura de Ronaldinho haciendo juego con la elástica merengue era portada segura al día siguiente.
Finalmente, cuando los periodistas han despejado el redondel ha dado comienzo, de una vez, el partido.
Yo —hago aquí un inciso— había entrado a la plaza con una acreditación de mi editorial, que a su vez lo era de dos o tres diarios deportivos, y me encontraba en las localidades reservadas a la prensa, por lo que asistía a los lances del juego emparedado entre media docena de locutores radiofónicos, quienes, terriblemente enojados, arrojaban sus opiniones sobre el enfrentamiento con la misma violencia con que los hinchas radicales habían arrojado antes botellas.
Sin embargo, por mucho que les pesara, tras unos minutos de confusión, el público se ha limitado a aplaudir unánime las nuevas jugadas, los regates espectaculares, a jalear los lances de pundonor y sancionar el juego sucio, sin diferenciar colores, aunque sólo fuera por evitar la confusión a la que les estaban llevando aquel partido esquizofrénico.
El único momento crítico ha llegado con el primer gol. El autor ha sido el capitán del Real Madrid, Raúl, quien tras batir al guardameta ha corrido inconscientemente primero a abrazar a los jugadores rivales, vestidos con la camiseta de su equipo habitual —en concreto se ha encaramado a los brazos de Etoo, tal vez porque en su día éste fuera compañero suyo—; después, algo aturdido, ha tratado de solucionarlo correteando hacia el tendido en el que ha visto ondear banderas madridistas, dándose cuenta a medio camino de que no hacía sino persistir en su error. Se ha vuelto, pues, y se ha dirigido hacia el otro extremo de la plaza, en el lugar en que se agitaban algunas senyeras, pero tampoco esa opción le ha convencido y finalmente se ha detenido torero en el centro del ruedo.
Y entonces ha sido cuando ha sucedido: Raúl ha cerrado los ojos, ha estirado con furia de la camiseta y llevándose el escudo del Barça a la boca lo ha besado apasionadamente. Un silencio sepulcral se ha apoderado durante unos segundos de la plaza. Como si de repente, en mitad de una misa, un obispo pisoteara una hostia consagrada. Un silencio estupefacto e incómodo. No se escuchaba nada, ni siquiera a los vocingleros locutores de radio. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en un fotograma y todos los presentes por un momento intuyeran que en cuanto la película se reanudara ya nada sería como antes. De hecho, no ha servido de mucho que Raúl, al ser consciente de su equivocación, haya comenzado a toser y a escupir aparatosamente, como si en lugar del escudo del Barça hubiera besado a un demonio libidinoso y con halitosis. El partido ha transcurrido a partir de ese momento sumido en una sensación extraña, que no ha contribuido a difuminar el resultado final: 3 goles del Real Madrid (que en realidad era el Barcelona) por 2 del Barça (que en realidad era el Madrid). Un empate habría resultado mucho más apropiado, mucho menos complicado, habría reducido aquel acontecimiento a algo puntual, un espectáculo festivo e irrepetible, y desde luego habría ahorrado la terrible comezón que reconcomía los corazones de los aficionados más sentidos, quienes han abandonado la plaza de toros como almas en pena, despojados de las emociones que dejaban tras de sí los buenos partidos —la victoria, la derrota, la revancha…—, sin saber muy bien si habían traicionado a sus colores, si su equipo en realidad había ganado o había perdido y sobre todo si, en el fondo, ello tenía importancia alguna.