No está el libro completo, le han arrancado -o como se diga eso en versión digital- varias páginas, pero buena parte de esta mi segunda novela, de 2002 (
Txalaparta) se puede leer
aquí. Y yo sin enterarme. Bueno, varias veces me han enviado desde
CEDRO una solicitud para recibir los derechos de los libros escaneados por
Google, pero a mí no se me ocurría que con la de libros que hay en el mundo, llegara el día en que le tocara a uno de los míos. Pero ¿esto qué es, esto qué es?, que decía
Sara Montiel. ¿El Gran Hermano? ¿Cuánta gente trabaja para Google? ¿Hasta dónde llegan sus tentáculos? Lo que realmente me sorprende es que el autor sea el último en saber cosas como esta, y que se entere por casualidad. Es como si fueras un cornudo feliz del que todos se ríen a sus espaldas. ¿No debería alguien haberme dicho algo, o pedirme un permiso? Que no sé, digo yo ¿eh? Hace algún tiempo, también de casualidad, me enteré de que una editorial a la que vengo reclamando derechos de autor desde hace tiempo -sin que me hagan ni puto caso, claro; además, con las cuentas que suelen hacer las editoriales igual hasta les debo dinero- había cedido una de mis obras para traducirla al euskera. No sé en qué ha quedado la cosa, porque como digo la noticia me llegó de un modo rocambolesco; a lo que voy es que puesto que las editoriales disponen de los derechos de los autores como les viene en gana igual los autores tenemos que empezar a disponer de nuestros libros del mismo modo, saltándonos a la torera compromisos, contratos, etc. (por ejemplo para reproducirlos en blogs). No sé, yo ahora voy a rellenar el papelico ese de CEDRO, a ver si aún se puede rascar algo.
Hace algún tiempo me invitaron a formar parte del jurado del concurso de pintxos de la Txantrea. “Es que no encontrábamos a nadie…”, me dijeron. Cada año en el jurado incluían a algún famosote del barrio, un músico, un futbolista (la Txantrea, por cierto, ha dado al mundo unos cuantos artistas de talla mundial, como Barricada, Montxo Armendáriz…). Ese año, sin embargo, el star-system del barrio conflictivo andaba flojo: “Tú escribías, o pintabas, o algo, ¿no?”, me preguntaron esperanzados. A nadie le gusta ser segundo plato pero uno se vuelve débil y pierde todo su orgullo cuando se trata de pasar una semana comiendo por la cara pimientos del piquillo rellenos de onddo beltza, ajoarriero emulsionado con patxarán, etc… En realidad, si yo hubiera sido honesto, habría tenido que negarme, porque mi paladar no discrimina, no tiene criterio, soy un tragantúa feliz y despreocupado…
Durante aquellos días, entre avezados gastrónomos, me sentí algo descolocado, un impostor, además en cada bar acompañaban los pintxos con un crianza, y mis papilas gustativas se volvían todavía más mongolas (aparte de volver a casa cada noche achispado perdido).
El caso es que uno de los bares que se encargó de organizar aquel año el concurso de pintxos era “el bar de abajo”, que regentaba y regenta el que era entonces mi vecino el del segundo, quien colgó de las paredes del mismo un retrato del “famoso” de ese año. Para ello saqueó mi página web –la foto es la de ahí arriba, no hay mucho más que explicar-. El retrato, según me contó mi madre hace unos días, todavía sigue colgado en el bar. Y a mí eso me hace ilusión, tener un retrato tuyo colgado en calidad de escritor, o pintor, o algo, en un bar de barrio debe de ser lo más parecido a que le pongan tu nombre a una calle, un colegio… Y encima, no tienes que morirte para ello. Eso sí, cada vez que voy a la Txantrea a visitar a mi madre, los vecinos me miran como asustados, supongo que –como ven apocado y poco cosa- temiendo que en cualquier momento me dé el tarantantán y me transforme en el de la foto.
En el viaje-odisea que cuento en Atrapados en el paraíso (con su Penélope y todo, esperando en Pamplona) la segunda parte del libro corresponde a Papúa Nueva Guinea, donde estuvimos un mes, la mayor parte de tiempo en el río Sepik, una auténtica autopista de agua (a falta de otros medios y vías de comunicación). La puerta de entrada a este país alucinante, sin embargo, es su capital, Port Moresby, desde la que escribí esta postal. La foto de arriba es de Eric Lafforgue, y si uno se fija bien, lo que esos hombres en apariencia tan primitivos llevan en la nariz es un CD, algo que explica muy bien el texto que sigue a continuación:
POSTALES DEL MUNDO: PORT MORESBY
Port Moresby, la capital de Papúa Nueva Guinea, y en realidad toda esta gran isla situada al norte de Australia, es un lugar sin ninguna posibilidad de desarrollo, desahuciado por completo para el capitalismo. Dicho de otro modo: Papúa Nueva Guinea es uno de los pocos países del mundo en el que no hay McDonalds. Tal vez porque los ejecutivos de McDonalds creen que la dieta carnívora de los papús ya está completamente satisfecha con los corazones humanos que, tras arrancar con manos de carteristas de almas, allá acostumbran a devorar crudos.
Lo cierto es que cuando uno aterriza en Port Moresby todas las leyendas sobre antropofagia que se asocian con Papúa toman visos de realidad. Las vallas publicitarias que nos reciben en el aeropuerto muestran el rostro en primer plano de un hombre cuyo gesto feroz descascarilla sus pinturas de guerra. “La última frontera”, podemos leer bajo la foto, mientras imaginamos al guerrero únicamente ataviado con una funda peniana. Pero sobre todo, cuando el viajero recorre por primera vez las calles de la ciudad y descubre adheridos a las dentaduras de los hombres y mujeres que se cruzan con él unos sospechosos cuajarones rojos, no puede evitar sentir un calambre que recorre su columna vertebral, como si esta se convirtiera de repente en un pincho moruno. Las aceras de Port Moresby, además, están completamente cubiertas de escupitajos que semejan sangre. El terror se desvanece casi inmediatamente, cuando se descubre que en realidad estas manchas no son las pulpas de los corazones de los escasos turistas sino restos de “betelnut”, el popular estimulante local (una especie de nuez, que se amasa en la boca con raíces de mostaza y cal viva y después se escupe).
Por lo demás, no hay demasiado que ver en Port Moresby, entre otras cosas porque a partir de las cuatro de la tarde, las calles pertenecen a los “raskal”, bandas de delincuentes armados. La capital de Papúa Nueva Guinea es una ciudad pequeña —unos 200.000 habitantes— y dormilona, sin otros atractivos que la playa (una de esas playas que te revelan que siempre hay playas con el mar de un azul más hiriente y la arena de un blanco más nuclear que todas las que has visto hasta entonces) y algún mercado. Port Moresby es sólo punto de paso hacia otras zonas del país, como el mítico Río Sepik, uno de los ríos más caudalosos del mundo, una auténtica autopista de agua y a veces incluso un túnel del tiempo, pues a sus orillas viven tribus que sólo conocieron la rueda hace 30 años. Desde Port Moresby, en definitiva, sólo escriben postales filólogos y etnógrafos (en Papúa Nueva Guinea conviven —a veces— unas 700 etnias, con sus respectivas lenguas), naturalistas, entomólogos (allá, entre aves del paraíso, cocodrilos de nueve metros y casuarios, revolotean algunas de las mariposas más grandes del mundo)… Personas, en definitiva, acostumbradas al rigor y que sin embargo, cuando se trata de la remota Papúa Nueva Guinea, no pueden evitar el impulso romántico de pintarla más enigmática e indómita de lo que en realidad es, ese impulso que les lleva a no revelar que, en realidad, los terribles guerreros de las fotos antes de envainarse la funda en el pito se han despojado para la misma, a cambio de unas monedas, de unos vaqueros y una camiseta , o que en Papua Nueva Guinea no se comen hamburguesas pero tampoco corazones humanos.