AUTOMUTILACIÓN
Que está muy bien, muy didáctico, pero luego, en el mundo real, tu hijo se pone enfermo y dice que los sobres de medicina pican y que no se los va a tomar y que menuda tontería eso de la ranita, y ahí no hay Caillou ni Pocoyó ni Teo que valgan.
Hace unos días H añadió a su colección de bacterias unos neumococos traicioneros, de esos que esperan a manifestarse violentamente justo la primera semana que tú te coges vacaciones para ir a comprar de una vez el sofá y el dormitorio de la niña (por cierto, el otro día M nos dio un susto… Se despertó y empezó a protestar. “Uy, ¿qué ha dicho?”, me preguntó Malen, y yo “No sé, yo le he entendido que apaguemos ya la tele que mañana tiene examen de lingüística comparada”).
El caso es que de repente, a las siete de la mañana, H empezó a llorar, nos levantamos y su cama parecía una piscina. “Mírale la fiebre”, me dice Malen. Y yo: “Casi 40, igual aprovecho y le caliento el biberón de M en la frente”, por destensar un poco la situación, pero la cosa no estaba para bromas, y acabamos toda la familia en urgencias (que más bien parecía un afterawer para virus).
–¿Ves?, a Teo estas cosas no le pasan –digo yo, por continuar con mi teoría de los dibujos–. Si Teo se pone malo siempre hay un médico que le conoce y le cura en un par de páginas y después le enseña todo el hospital, aquí los bebitos recién nacidos, esos de ahí de la sala de espera que tosen son los niños a los que te has colado, etc.
Nosotros tuvimos que esperar tres horas, para que nos atendieran, después H hizo pis en un bote (le pareció una aventura excitante), y finalmente, tras un análisis de sangre y unas radiografías, aparecieron aquellos neumococos como el Cojo Manteca, destrozando a muletazos el árbol pulmonar de nuestro pequeño.
–Que se tome estos sobres, tres cada día durante una semana –recetó la pediatra. ¡Como si fuera tan fácil! Ya me gustaría a mí ver al papá de Caillou camuflando los antibióticos en zumo de piña, o administrando minidósis con una jeringuilla, que en realidad era un cañón para matar a los bichos malos, o –más bajo no se podía caer– vaciando la hucha para Eurodisney de su hijo y amenazándole con gastarse sus ahorros en contratar a un ogro especialista en hacer tomar a los niños la medicina.Sí, fue una semana dura la de la neumonía, con H en casa, en cuarentena, como un león enjaulado al que ofreces para comer la dieta de la alcachofa. Parecía un capítulo de Los Simpson o de Shin Chan. Son los riesgos a los que uno se expone cuando desea que sus hijos se comporten como dibujos animados.
AGUJERITO EN LA NIEBLA
La cámara de niebla es un libro raro, gracias a dios, o al diablo al que Bufa vendió el alma para escribirlo en un cruce de cuatro caminos, con el cadáver del hombre corriente balanceándose ahorcado en un árbol muerto; y el mío, mi ejemplar, un libro doblemente raro (no sé si en realidad toda la tirada), pues de las páginas 147 a la 154 el encabezado de las páginas reza: “Ajuste de cuentos. Patxi Irurzun”. Un error de imprenta (comparto editorial con Alfonso) que agradezco a los duendes informáticos, y que me concede el increíble privilegio de abrir para mí un inmerecido agujerito en la niebla.
Gamberro y transgresor. Teoría del cuento sanferminero.
Teniendo esto en cuenta es lógico que un escritor pamplonés considere del mismo modo que así como existen cuentos de navidad (o cuentos de fantasmas, cuentos de terror, ¡cuentos de fútbol!…) las fiestas de su pueblo aporten al género el material, la trascendencia, la entidad suficiente para que también existan cuentos sanfermineros.
Lo que en principio puede parecer una consideración chauvinista e incluso aldeana trasciende en realidad lo local. Porque los sanfermines son unas fiestas universales. Y no lo son únicamente por la concurrencia de visitantes de las cuatro esquinas del planeta tierra y de algún que otro marciano. Los sanfermines son unas fiestas universales porque, por unos días, Pamplona, sus calles, se convierten en un escenario en el que se desarrolla el gran teatro del mundo (que diría Calderón). Por unos días en esta ciudad se confunde el día y la noche, lo divino y lo pagano, el vino y la sangre…
Pero vayamos por partes (que diría Jack el destripador).
En primer lugar, para un pamplonés los sanfermines suponen su particular rito de iniciación a la vida. La mayoría de los adolescentes pamploneses tienen durante ellos sus primeros encuentros con el amor, la muerte, el alcohol o el relente de la mañana. Por primera vez ese adolescente duerme, o más bien no duerme, fuera de casa. Por primera vez se emborracha y vomita su estómago de niño en una esquina meada por sus mayores. Por primera vez siente el escalofrío de la muerte enroscado a su columna, mientras corre delante de seis toros de lidia y unos 10.000 atolondrados. Por primera vez —en los fosos de las murallas o al abrigo de la media luna— acaricia otro corazón entre unas piernas ajenas… (Si nuestro adolescente, por otra parte, y si se me permite la digresión, cumple los ritos durante esos 9 intensos días de julio será un “peteuve”, un pamplonés de toda la vida. Si lo hace durante el resto del año será uno de “los de siempre”, que parece lo mismo pero es todo lo contrario: un gamberro, un macarra, un terrorista…)
En segundo lugar, los sanfermines son como un pozal de sangría, en el que casan todos los ingredientes y del que todo el mundo bebe y se achispa, un calderete en el que hierve lo mismo la carne que la patata y que se sirve en plato de plástico para todos los comensales. Una fiesta que se vive a pie de calle hasta desgastar y hacer desaparecer las aceras. En ella, en consecuencia se producen relaciones, encuentros de igual a igual entre personas de diferentes clases sociales, ideologías, religiones, cuya sangre por unos días es más semejante que nunca. Tal vez porque, reconozcámoslo San Fermín es una fiesta, hip, eminentemente etílica en la que lo que circula por las venas de todos y nos hermana es en realidad vino. Una fiesta, en suma, de lo más democrática, para todos, si bien es cierto que durante ella se observan dos clases sociales diferenciadas e incluso en ocasiones enfrentadas: los que disfrutan las fiestas y los que trabajan para que los primeros las puedan disfrutar: barrenderos, los naranjitos de protección civil, camareros, muchos camareros, etc.
En tercer lugar, San Fermín es una fiesta (aunque sería más apropiado hablar de “unas fiestas”, tantas como personas las sufren o disfrutan) en la que el protagonismo es compartido o anónimo. Las leyendas urbanas hablan, por ejemplo, de un joven Bill Clinton fumándose tranquilamente un puro a la hora del vermú en la Estafeta; o de un alcalde en funciones dando tumbos en el tendido de sol bajo un sombrero de ala mejicana: o de Donald Rumsfeld, el secretario de defensa norteamericano, subido a una farola durante un encierro. Y Arthur Miller, Javier Patarroyo… Y Hemingway, siempre Hemingway.
A propósito de Hemingway, en lo que toca a lo estrictamente literario, a pesar de “Fiesta”, no existe demasiada ficción literaria sobre San Fermín. “Fiesta”, de hecho, pasa por ser la novela sanferminera por excelencia, incluso la única –ninguneando a otras, como “Plaza del Castillo”, de Rafael García Serrano- pero lo cierto es que ni transcurre en su integridad en Pamplona, ni trata en realidad sobre las fiestas.
Por último, los sanfermines son un compendio inigualable de situaciones y escenas rocambolescas, desternillantes; una colección de estampas siempre altamente sugestivas: esos borrachos tirados como guiñapos en mitad de calles abarrotadas, ruidosas y sucias, durmiéndome plácidamente sobre un bordillo al arrullo del chun-chun de las peñas; esa pareja de jóvenes rebozados de harina y champán besándose tras el chupinazo en mitad de una plaza del ayuntamiento ya desierta –“Triunfo del amor en el campo de batalla”, podíamos titular el cuadro—; esos corredores del encierro a los que un asta como un cuchillo afilado roza el corazón sin hacer un rasguño; esos guiris emulando a Supermán incluso en sus parapléjicas consecuencias, al lanzarse desde lo alto de la fuente de Navarrería…
Existen, en definitiva, lances y argumentos de sobra para llenar hasta romperle las costuras el morral de un escritor. En estos “Cuentos sanfermineros” que aquí presento he intentado aligerar peso con algunos de ellos. Y así, aparecen en los mismos el adolescente al que por primera vez el corazón le rezuma esperma y se le encabrita hasta hacerse añicos arrojado a un foso, mientras en el cielo estallan fuegos de artificio; el portero de Osasuna de extracción humilde que durante el relax moral que proporcionan los sanfermines es capaz de enamorar a una alcaldesa estirada y pacata; el piesnegros que confraterniza con una estrella de Hollywood; el barrendero que encuentra sentido a su vida entre montañas de katxis destripados, carteras desvalijadas o fajas chitas de orina y kalimotxo; el “peteuve” que vive horrorizado sus primeros sanfermines lejos de Salou…
La mayoría de los relatos aquí reunidos, por otra parte, han sido publicados en prensa –alguno de ellos incluso ha sido censurado en prensa- y han visto la luz durante las propias fiestas lo cual determina su estructura, tono y carácter. En lo correspondiente a la estructura, muchos de ellos aparecieron por capítulos, uno por cada día. En cuanto al tono, hay que tener en cuenta el medio para el que son escritos y el modo en que se leen los periódicos en San Fermín: a salto de mata, en los intervalos y treguas que concede la parranda; con los periódicos recién salidos del horno, a las dos o las tres de la mañana, cuando la ciudad todavía está en danza; o esperando al encierro; o combatiendo la resaca… El cuento sanferminero debe ser, por tanto, un cuento ágil, humorístico, gamberro, chabacano incluso, por una parte; por otra, y en lo referido al carácter, corrosivo y transgresor. Un cuento, en resumidas cuentas, en consonancia con el espíritu festivo, pagano y subversivo de una ciudad más bien ñoña que por unos días se desmelena y esconde sus pelusas debajo de la alfombra: Pamplona por San Fermín. Feliz año nuevo.
CARTA ABIERTA AL GREMIO DE LIBREROS
Qué mejor ocasión que esta que gentilmente me brinda TK para confesar públicamente el odio que profeso al gremio de libreros; odio que los susodichos exacerbaron hasta extremos insostenibles colocándome a firmar ejemplares de una de mis novelas en una caseta de feria. Aunque fuera una feria del libro. En pocas ocasiones me he sentido tan ridículo. Una especie de muñeco del pim pam pum, expuesto a las miradas de transeúntes, curiosas unas, piadosas otras, las más, tristemente divertidas: aquellas de los transeúntes menos familiarizados con esos extraños artefactos, los libros, y acostumbrados a señalar entre carcajadas a los fenómenos de feria en la caseta de los monstruos en que se han convertido sus televisores.
Uno de estos transeúntes despistados hasta me pidió, aquel infausto día, seis boletos. “Esto es la tómbola ¿no?”, dijo, sin saber hasta que punto tenía razón, ignorante de la lotería en que se convierte que alguien compre no sólo libros sino además uno de tus libros.
Es un odio éste, lo confieso, que me viene de lejos. Odio a los libreros —que en Pamplona, no sé por qué, tienden a ser señores de mediana edad con barbas— por provocarme estados de ansiedad cada vez que he tenido que pisar sus dominios. La idea de entrar en las librerías y ser perfectamente consciente de que se encuentran repletas de libros, además de ser una idea de perogrullo, quiere decir que todos esos libros están ahí, engañosamente al alcance de tu mano, que nunca podrás leerlos todos, que debes elegir solo algunos de ellos… Odio a los libreros por tener el mundo encerrado entre un puñado de metros cuadrados y a la vez hacerlo más inabarcable que el mundo que queda al otro lado del escaparate (últimamente, eso sí, este odio se ha atemperado un poquito porque ando vagando por diferentes bibliotecas de Navarra —Alsasua, Falces…— y he terminado por acostumbrarme a la idea de ver a mi lado las estanterías repletas de libros, más pendiente —la feria, el circo continúa— de domar a esas fierecillas merodeadoras de bibliotecas públicas que son los preadolescentes).
Señores libreros, sepan pues que haré lo que sea, desembalaré las cajas y colocaré en las estanterías las novedades —la única condición que pido es oler durante un segundo las páginas nuevas, leer la contraportada y la última línea del libro y pasarle la mano al lomo como quien acaricia la piel de un ser querido—; atenderé amablemente a las señoras que pidan la última de Gala y a los quinceañeros que vengan en busca de las memorias de Bisbal; soportaré aguaceros y rayos de sol bajo la uralita en las ferias del libro antiguo y de ocasión… Me lo tomaré, en suma, como un nuevo paso en el proceso, una nueva etapa en una vida irremediable y tal vez condenadamente unida a los libros. He escrito libros en mi casa, los he firmado con mi nombre y con el de otros, los he reseñado en periódicos, los he ordenado y prestado en bibliotecas, por supuesto los he leído, y ahora me gustaría venderlos —entre otras cosas para ver si es cierto que eso sucede, que alguien compra libros, paga un dinero, y que ese dinero existe, va a parar a algún bolsillo, que probablemente no sea el del librero y desde luego nunca, excepto en casos como los de Gala o Bisbal, el del escritor—.
Para acabar sepan también, señores libreros, que el odio y el amor son el reverso el uno del otro, y que se puede odiar con todo el amor de tu corazón; o que a veces lo que llamamos odio no es sino envidia. Que cada vez que en las líneas anteriores he escrito “odio a los libreros” debí haber escrito “envidio a los libreros”. Los envidio por tener una de las profesiones más rematadamente hermosas del mundo. Una profesión para supervivientes y soñadores. Una profesión que odio, o sea envidio y admiro tanto, que por ustedes hasta volvería a encerrarme en la caseta del monstruo, a convertirme en el muñeco del pim pam pum. Que lo sepan.