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El próximo 15 de octubre, en la Biblioteca de San Jorge (Pamplona) me han invitado a charlar sobre mis libros relacionados con las fábricas, los encargados, los lameculos, los esquiroles… Ciudad retrete y los Cuentos curriquis de Ajuste de cuentos, ambos ambientados en la fábrica de tazas de baño de Jamerdana POZAL, SA.
La charla está enmarcada dentro de una serie de actividades para presentar una guía de lecturas, comics y películas relacionadas con el mundo laboral, que yo he podido leer ya en un borrador y que es, desde luego, muy completa y muy recomendable. En esa charla, además de darme el consabido autobombo, me gustaría hacer un pequeño recorrido por la literatura curriqui (o sobre la literatura sobre el desempleo, que esa es otra, la otra cara de la moneda). Se admiten sugerencias. Para ir abriendo boca, os dejo con este cuento curriqui de Ajuste de cuentos, con el correspondiente dibujo de Kalvellido (bueno, correspondiente no, porque esta es una de las -pocas- erratas del libro, el dibujo que aparece en él es repetido, va también con otro cuento; o sea, que es un Kalvellido inédito)
TURNO DE NOCHE
Patxi Irurzun
—¿Puedes venir este fin de semana?— me preguntó Martínez, el encargado
Tenía un trabajo en el turno de noche. Una puta mierda. 80 talegos al mes. Era una fábrica de porcelana. En el horno. Había que entrar dentro y sacar las vagonetas con las tazas, los platos, las cafeteras… Sudaba como un cerdo y volvía a casa hecho polvo, pero tampoco podía dormir a gusto, con el ruido de los coches en la calle y los gritos del viejo en casa —lo habían botado del currelo hacía poco y se pasaba las horas privando—. Me levantaba, pues, de mala hostia y ya no se me pasaba en todo el día; o sea, en toda la noche. Empezaba a estar harto de todo aquello.
—¿El fin de semana? No sé— le contesté.
No me hacía ninguna gracia pero ¿qué podía decir? Me tenían cogido de los huevos, con contratos de un mes y estando las cosas tan chungas en casa.
—Da igual, tienes que venir.
Jódete.
Por lo menos los fines de semana eran tranquilos. Sólo había que alimentar el horno con unos mínimos para que se mantuviera encendido.
—Estarás con Mamadú.
Mamadú era un africano que apenas sabía decir cuatro cosas en castellano —y que eran polla, joder, hostia y mierda— y yo… lo mismo.
Así que allá estábamos los dos, sentados junto a la boca del horno, esperando la siguiente vagoneta para descargarla, matando el tiempo oyendo música y fumando canutos
—¿Qué es sudar como cerdo?— preguntó Mamadú.
Joder , tenía razón. ¿Los cerdos sudaban? No. Al menos los encargados, no.
—Yo que sé. No me apetece pensar. Mierda, ahora tendría que estar por ahí, por los bares, con un pedo del copón.
Mamadú se levantó y al cabo de un par de minutos volvió con una botella de güisqui.
—¿De dónde has sacado eso?
—Martínez— dijo señalando hacia la mesa del encargado. O sea que además de un hijoputa mi encargado era un borracho de mierda. Yo también era un borracho, aunque todavía no un borracho de mierda, como mi viejo, pero después del comentario que había hecho y de la molestia que se había tomado Mamadú tuve que atizarle un buen lingotazo al güisqui. Él también lo hizo.
La siguiente vagoneta salió unos minutos más tarde. Cuando me levanté noté las piernas flojas y la cabeza ligera y vacía como un globo. La primera cafetera que cogí se me fue al suelo. Mamadú se rió y a mí me gustó su risa cantarina, sus dientes amarillos y cariados como el teclado de un piano viejo.
—Bah, hay muchas— dije, y tiré otra cafetera.
Mamadú volvió a reírse, y él también hizo añicos contra el suelo la pila de platos que había amontonado.
Aquella vagoneta tardamos en descargarla la mitad de tiempo.
Después volvimos a sentarnos, a oír música, fumar canutos y privar güisqui.
—Joder, lo malo es que ahora tendremos que barrer toda esa mierda— dije.
Faltaba todavía un rato para que asomara otra vagoneta pero nos quedamos allá, mirando los trozos de porcelana desparramados a nuestro alrededor. La porcelana era muy bonita, pero también muy frágil y si las hacías pedazos ya no resultaba tan bonita ni valía para nada. Sólo para tirarla a la basura. O para cortarte con ella.
—Una otra— señaló un buen rato después Mamadú la boca del horno.
Cuando las vagonetas salían teníamos que colocar al final de la vía un transbordador para pasarlas a otra vía, donde las cargábamos con género sin cocer. Si aquel transbordador no estaba en su sitio la vagoneta descarrilaba.
—Que se jodan— dije.
No me apetecía nada levantarme. Mamadú me miró sorprendido. Las teclas de su viejo piano escupieron un tímido y nervioso trino. Pensaba que estaba de coña.
—Ahora tendría que estar por ahí, levantándome alguna pitiki— dije, por si acaso era capaz de solucionar eso también, pero Mamadú tampoco se levantó.Me gustaba, el tío. Tenía dignidad. No estaba dispuesto a hacer el trabajo de los dos.
La vagoneta llegó al final de la vía, se frenó apenas un momento cuando las ruedas delanteras salieron de los raíles, pero después tomó impulso y, a toda hostia, fue a estrellarse contra una pared. Hubo un estruendo terrible, como si estuvieras poseído por un monstruo peludo y te soltara un eructo hipohuracanado dentro del cuerpo. Luego se levantó una gran nube de polvo y sólo un par de minutos más tarde, cuando se extinguió, pudimos ver el montón de escombros, cascotes de porcelana, ruedas desvencijadas…
—Yo no barrer eso— dijo Mamadú.
—Me la suda. Yo tampoco.
Tenía la garganta acartonada y la estropajeé un poco con priva. La botella había pegado ya un buen bajón. Se la pasé a Mamadú. Sí, él era un tío legal, no un lameculos, como la mayoría de mis compañeros. Mamadú bebió, se le fue por el canal plus y escupió un borbotón de güisqui. Después se echó a reír, de nuevo alegremente.
Estuvimos así, oyendo música, fumando canutos, privando y descojonándonos hasta que se acabó la botella. De vez en cuando se caía otra vagoneta y Mamadú y yo nos meábamos de risa.
—Voy al baño— dije, en una de ésas.
Cuando me levanté fue como si el globo de mi cabeza se desprendiera de mi cuerpo y subiera hacia arriba, hacia el techo. No estaba por ahí, en los bares, ni con ninguna pitiki, pero al menos llevaba ese pedo del copón.
Volví con Mamadú y me lo encontré meando dentro de la botella de güisqui. Todo el mundo hablaba sobre su polla pero a mí no me pareció distinta a la mayoría de las pollas.
—¿Qué haces?.
—Martínez— dijo, y cuando acabó le colocó el tapón a la botella y la llevó a la mesa del encargado. Lo vi volver tambaleándose y riendo como un loco. Se tiró al suelo y comenzó a rascarse la tripa, intentando aliviar las cosquillas de su monstruo peludo. Me tumbé a su lado y yo también comencé a reírme. Después, poco a poco, las carcajadas se fueron extinguiendo, y ya sólo se oían más vagonetas estrellándose contra la pared, y ahora también alarmas, y se veían los parpadeos de sirenas azules, rojas, verdes, de todos los colores y finalmente de ninguno.
Cerré los ojos y me pregunté que pensarían a la mañana siguiente mis compañeros, y Martínez, y López, el director. No me importaba. Supongo que tampoco a nadie le importaba que yo tuviera veinte años y estuviera un sábado por la noche en aquella mierda de fábrica, por ochenta talegos al mes, ni que Mamadú hubiese venido desde tan lejos para que todo el mundo hiciera bromas sobre su polla, ni que dentro de unos años todos termináramos convertidos en unos borrachos de mierda, como mi viejo, hechos añicos y en el cubo de la basura. Sí, me daba igual, yo prefería hacerles sangrar, que se cortaran con mis pedazos.
Antes de quedarme sobado se escuchó una explosión y después el horno dejó de emitir su monótono zumbido.
—Que se jodan— oí decir entonces a Mamadú.
Y muy bien dicho, por cierto.
Angel González González me hace ponerme colorado al dedicarme este poema en su blog, que acompaña con una foto que me hizo en Cuacos (Cáceres), en el cementerio militar alemán, entre soldados desconocidos, y en la que dice que la tecnología, los obturadores, objetivos, etc, mejoran considerablemente mi aspecto, así que imagínenese como debo de ser al natural (aunque para mí que Ángel llevaba una cámara digital de lo más normalica).
En el susodicho blog, Ángel reproduce el inventario que escribí hace un par de días (la entrada de más abajo), y lo llama generosamente poema, yo por si acaso no le voy a decir que es una lista que hice en tres o cuatro minutos, para ver si exorcizaba el puto dolor de oídos, muelas y garganta, pero cuando me he levantado esta mañana el dinosaurio todavía estaba ahí, se la suda el ibuprofeno y la poesía. Un abrazo a los franziskanos, que saben que todo esto lo curará Leonardo (Cohen), y
otro a Jorge Nagore, maestro de columnistas y azote de destalentados.
DESPUÉS DE NUESTRA ROAD MOVIE, LONG HARD ROAD OUT OF GOD & HELL
(a Patxi Irurzun)
Por aquí, por estas extrañas tierras, la cosa está llena de nubarrones apostados tras más nubarrones, y éstos a su vez parece como si maquinaran algo pantagruélico a mis espaldas. Quizás le dé por llover.
Mientras,
a unos cuantos dodecaedros de distancia
que nos restan
Patxi,
todo parece del mismo modo
VA ––––––––––––––––––––––––––––––– ENEIV &
VA ––––––––––––––––––––––––––––––– ENEIV &
Desde luego que es cuanto menos
anecdótico
el aro, My friend;
que todo lo que nos rodea
nos tenga así de domesticados.
Los gatos también entran en celo
Están
y luego embisten.
Quedémonos con ello.
Soñemos con otras cosas.
Imaginemos QUE TODO GERMINA EN LO IMPOSIBLE.
Ángel González González
Una infección de garganta que ha subido hasta el oído.
Una novela que he dejado a medias para hacer más caso a mis hijos.
Mi hija Malen dando sus tres primeros pasos.
Mi hija Malen con fiebre.
Mi hijo Hugo viendo demasiadas horas la tele.
Mi hijo Hugo diciendo que quiere ponerse una pajarita en la boda (mi mujer y yo nos casamos dentro de un mes)
Nueva York vista en el horizonte, como una tierra prometida (durante 10 días)
Dos entradas para ver a Leonard Cohen en el Madison Square Garden.
Leonard Cohen desmayándose en Valencia.
Mi mejor amigo metido en un lío muy gordo y con gente que da mucho asco.
Incertidumbre laboral.
Maravillas, de Berri Txarrak, dos o tres veces cada día.
Seis horas dormidas cada noche.
Lluvia y una bronca con mi mujer la primera noche que salimos en muchos meses.
Dos nuevos proyectos literarios ilusionantes.
Dolor físico y dolor por dentro.
Cansancio y miedo y esperanza y lucha, y amor, a pesar de todo.
El sitio más cutre en el que he dormido ha sido a su vez en el que mejor me han tratado. Fue en Navotas, el municipio más pobre de Manila, en una chabolita de pescadores levantada sobre una lengua de mar que mecía mareas de aguas fecales y desperdicios, tumbado sobre un frágil suelo de madera y acompañado de una legión de mosquitos, una rata enorme que perseguía a un gato sarnoso y un fotógrafo loco con insomnio obsesionado con fotografiar montañas de basura. En realidad yo tampoco llegué a dormir aquella noche. Por la tarde los vecinos de Navotas nos habían dado la bienvenida emborrachándonos con «sanmigueles» y aunque al volver a la casita de Arret -así se llamaba nuestro anfitrión- tenía la vejiga a reventar no conseguía echar ni gota ni gota. Sobre el agujero en mitad del pasillo que hacía las veces de urinario, Arret, que se dedicaba a criar y vender pajarracos, había apostado un águila, y cada vez que yo intentaba desahogarme me daba por pensar que aquel bicho confundiría «aquello» con una lombriz y se lanzaría en picado. Después volvía al cuarto y le pisaba el rabo a un perro con escorbuto, que despertaba con sus ladridos a una prole de niños que a continuación nos traía Arret para que les chupáramos la barriga porque, eso decía, les calmaba. Fue una pesadilla, y sin embargo, Arret nos había cedido su mejor habitación, y por la mañana nos preparó café y un pastel que se llamaba puto y después nos paseó por los callejones de Navotas con el mismo orgullo con que mostraría su canario más canoro. Todo a cambio de nada, porque Arret no aceptó que le pagáramos un céntimo. La chabola de Arret no aparece en guías de alojamientos y sin embargo, a pesar de todo, es un hotel de mil estrellas, tantas como se ven brillar en el cielo a través de los agujeros en su tejado de hojalata.
Fue como en aquella novela de Raul Nuñez, «La rubia del bar», creo que se llamaba, o tal vez «A solas con Betti Boop», no recuerdo, el caso es que el protagonista era un tipo que se enamoraba de la presentadora del telediario y hacía un viaje, una odisea alcohólica hasta Prado del Rey, en busca de su Penélope catódica, que esperaba su llegada tejiendo los hilos de guerras y goles, bodas reales y coches-bomba, aquellos hilos podridos que siempre se desanudaban para volver a comenzar la misma y miserable historia. A mí me pasó lo mismo con la chica del tiempo de la ETB. En cuanto la vi. Su ropa ajustada a un cuerpo como una carretera de montaña, sinuosa y recién asfaltada, con ese olor a brea que se te introduce en el cuerpo y hace florecer dentro un campo de amapolas, y provoca un aleteo de mariposas entre ellas, a la altura del estómago, y en el escroto un zumbido de abejas…
No era, de todas maneras, una sensación nueva. Tiempo atrás me volví loco por la chica del informativo local. Cada vez que la veía leer las noticias tenía la sensación de que ella clavaba sus ojos almendrados y tristes en los míos, que era capaz de verlos al otro lado de la cámara, que eran los únicos que veía, y también que su sonrisa era a mí a quien reconfortaba, y que sólo yo era capaz de adivinar en el contraste de aquellas dos expresiones la niña que fue, y de comprender que de la suma de las dos resultaba otra, al tiempo asustada y curiosa, soñadora y retraída que indicaba para mí, solo para mí, en las pequeñas patas de gallo que comenzaban a esbozársele como el mapa abrupto de su geografía interior, el recorrido correcto hasta su corazón.
Todo se acabó entre ella y yo, sin embargo, cuando conseguí verla al otro lado de la pantalla. Tampoco entonces, cuando la encaré, rehuyó mi mirada, como si realmente durante todo aquel tiempo hubiera estado mirándome a mí solo a mí, sentado en mitad de mi cuarto de estar, observándola boquiabierto.
Fue en una manifestación, a lo que yo había acudido a revolver un poco y ella a cubrir la noticia; o sea, a lo mismo que yo. Me sentí estafado. Era como si a lo largo de todo aquel tiempo ella me estuviera ocultando algo, una mitad de sí misma, todos aquellas arrugas en sus pantalones, y aquellos dedos de los pies que asomaban en su sandalias y se sobreponían unos sobre otros como pequeñas morcillitas desventradas.
Con la chica del tiempo de la ETB era distinto, porque conseguía verla de cuerpo entero, y su ropa era como asfalto caliente, ajustada como un guante a su cuerpo curvilíneo de carretera de montaña, y los pedazos de piel que asomaban bajo ella frondosas laderas, en las que uno encontraba bonguis, y se los comía, y se revolcaba loco de amor sobre la hierba húmeda.
Ella era una diosa, que manejaba el tiempo, las mareas a su antojo. Me excitaba la manera en que sostenía el bolígrafo, o en que el boli sostenía sus manos nerviosas, y oírle decir «isobaras», y «mar arbolada», y «las temperaturas sufrirán un leve ascenso en todo Euskalherria». La amaba.
Por eso estoy aquí, en los estudios de Miramar, como el protagonista de la novela de Raul Nuñez, que, ahora que lo pienso, tal vez se titulara «Sinatra». Sentado dentro de mi coche y mirando malencarado al guarda jurado, el mismo que me ha echado el alto hace unos minutos. Él no comprende nada. Lo único que quiero es que la chica del tiempo dibuje para mi, solo para mí, unos cuantos soles; que se abra un poco de luz entre las nubes negras que anidan en mi pecho de lobo hambriento y solitario. Por eso estoy aquí, odiando a ese guarda jurado. Por amor. Dispuesto a todo. Incluso a que otra chica a la que también amé una vez en secreto pronuncie mi nombre por vez primera. Mañana, en las noticias del informativo local. Por eso estoy aquí, agarrando cada vez con más fuerza la palanca antirrobos, dispuesto a descalabrar a ese guarda jurado y a cualquiera que se interponga en mi camino. Dispuesto a todo. Por amor. Por puro amor. Sólo por eso.
De La polla más grande del mundo. Patxi Irurzun (Baile del sol, 2007)