El
histórico grupo de Lizarra celebra tres décadas de recorrido recopilando en el
disco doble 30 aniversario veintidós de sus canciones más emblemáticas,
que han revisitado agrupándolas bajo un mismo concepto: la fidelidad al sonido
directo.
Patxi Irurzun/Gara 13/08/22
Quieren dar
carpetazo. Adaptarse a los nuevos tiempos, a las nuevas formas de consumir
música, y comenzar a liberar canciones,
sin esperar a agruparlas en un CD o un LP. Pero para ello se despiden de sus
primeros treinta años de recorrido a la vieja usanza: reincidiendo con un disco
doble que recoge sus mejores dentelladas (La vida ke kotxina es, Ven hacia
mí, La patilla…). Un descarga de energía en la que late una rabiosa pasión
por la música que todavía conservan intacta.
¿Por qué este
disco y por qué ahora, cuál ha sido la motivación, había ganas de celebrar los
treinta años, algo de nostalgia…?
Teníamos ganas
de unificar toda nuestra discografía bajo un mismo concepto sonoro, porque
tenemos discos muy dispares entre sí: coger los temas que más han resistido el
paso del tiempo, los más tocados en directo, los que más no pide la gente…
Esa era un poco esa la idea. Y luego celebrar que llevamos treinta años, por
supuesto. Para esa tarea se lo propusimos a El Dromedario Records, que para
nosotros era una compañía muy apetecible, porque estábamos buscando a una
discográfica que, como era el caso, tuviera oficina de contratación, y a ellos
les pareció bien. Por lo demás, estos dos años de pandemia nos han servido para
llevar a cabo todo ese trabajo con tranquilidad.
El disco es
una recopilación de canciones, un
“grandes éxitos”. ¿Cómo ha sido la selección de los temas?
La selección ha
sido bastante fácil, han sido las canciones que nos han acompañado siempre, La
vida ke kotxina es, Ven hacia mí, Fanático, Ruido de cerrojos, La patilla…
Hemos querido reflejar todos esos temas bajo un mismo concepto sonoro, que era sonar como sonamos en directo, en el
local, sin tirar de samplers y otras cosas que hicimos en el pasado.
Las canciones
son las de siempre, pero han sido revisadas, se les ha hecho un nuevo traje.
¿Cómo ha sido ese trabajo de producción, que además ha hecho usted mismo?
Las formas de
tocar han cambiado mucho desde cuando empezamos, las nuestras también,
claro, nosotros no hemos sido un grupo
como, por poner un ejemplo, los Ramones, que siempre tocaban con quintas,
nosotros hemos hecho cosas distintas y dispares entre sí, hemos cambiado
afinaciones a lo largo de los años… Lo que queríamos era unificar ese
trabajo, esas formas de tocar, las del principio y las de ahora. Por otra
parte, las manera de producir ahora son mucho más fáciles, antes la tecnología
estaba solo en los estudios y ahora desde casa puedes hacer cosas bastante
acertadas si tienes cierta experiencia.
Estamos bastante contentos con el resultado.
Flitter
quizás no fue un grupo de la primerísima línea del rock vasco, pero sí un
referente para muchos. ¿Cómo lo ven ahora desde la distancia? ¿Echan la vista
atrás?
La vista para atrás solo la hemos echado para hacer esto, somos gente de mirar siempre para adelante. Sobre lo que comentas, la gente es la que decide si te llaman más o menos, si estás más arriba o más abajo, pero el hecho es que Flitter siempre ha estado ahí, en los 90, por ejemplo, con grupos como Sutagar, Koma, πlt, estábamos todo el día por todos los frontones y polideportivos de Euskal Herria, eso es innegable. Fue la época en que más tocamos. No hay que darle más vueltas, nosotros hemos ido lanzando propuestas y la gente ha ido decidiendo. ¿Cómo nos vemos ahora? Nos vemos desde la madurez, haciendo las cosas con más cabeza. Aprovechamos mejor el tiempo, sabemos cuáles son nuestros puntos fuertes y nuestras flaquezas, y vamos sacando rendimiento a todo ello para que las cosas en directo, que es lo que nos importa, vayan mejor.
¿Recuerdan
algunos momentos en especial de estas tres décadas?
Recordamos con
mucho cariño la gira que hicimos en el 95 por Suiza, Alemania, Holanda y
Francia, estuvimos quince días tocando por sitios en los que tocaban grupos
como Bad Brains o Jingo de Lunch, estuvimos haciendo la gira con Cement, banda
liderada por Chuk Mosley, el primer cantane de Faith No More, y nos lo pasamos
genial. También cuando sacamos el tercer disco, Ciudadano masoquista, que hicimos la gira con S.A. Fue brutal,
tocábamos siempre para tres mil personas, y eso nos proyectó un poco a nivel
del estado. Destacaría también las giras con Marea, la de 2001, cuando
empezaron a despuntar y otra en 2004. Con ellos no compartíamos el mismo
público, pero sí que nos vio también mucha gente… Cuanto más rulas es cuando
mejor te lo pasas, la música siempre está ahí, pero lo que importa en realidad
es todo lo de alrededor, todas las vivencias, la gente que conoces, eso, lo
personal, es al final lo que más peso tiene.
Si pudieran
volver a atrás ¿repetirían la experiencia, cambiarían algo?
La verdad es que
el oficio de músico se va perdiendo. Sobre eso hay una frase de Rosendo, o de
Leño, que me parece muy acertada: “Voy aprendiendo el oficio, olvidando el
porvenir, saco las cosas de quicio, maneras de vivir”. Esa es la esencia, estás
en esto porque viste un concierto, y te dijiste: yo quiero hacer esto. Luego
vas aprendiendo, te das cuenta de que hay que currar mucho, pero no lo puedes
dejar… Es la pasión por la música y por esa forma de vida. A veces hemos coincidido con gente que no
tenía nada que ver con nosotros, orquestas pachangueras, y te das cuenta de que
al final la experiencia vital de un músico es la misma, estás en esto porque te
gusta ese mundo, y ya está. ¿Si volvería a hacer lo mismo? Como bien dice mi
madre si haces las cosas dos veces nunca las haces igual, de hecho con este
disco nos lo planteábamos: si hiciéramos ahora esta canción ¿como la haríamos?
Las hemos respetado al máximo, estrofas,
los estribillos, etc., pero hemos reforzado los rifs, hemos sacado más
potencial de de lo que tenía cada tema, siempre pensando en el directo, y
creemos que han quedado bien.
Y a partir de
ahora qué, ¿cómo se plantea Flitter el futuro?
La verdad es que no sabemos ni qué vamos a hacer mañana, pero sí queríamos dar carpetazo a lo que es nuestra vida discográfica tal y como la concebíamos hasta ahora. Ahora lo que nos planteamos es hacer canciones sueltas, con videoclips, e ir dando la vara, cada poco tiempo, en redes sociales, etc. Luego quizás meter todas esas canciones en un disco… Vamos un poco por ahí, las formas de consumir música han cambiado mucho y nos tenemos que adaptar. A toda la gente de nuestra generación se nos va siempre un poco la cabeza hacia la idea de hacer discos enteros, pero te das cuenta de que hoy en día la gente consume temas sueltos (como se hacía en los 50 y 60, cuando sacaban singles, hasta que a alguien se le ocurrió hacer el formato del LP, el Long Play). Ese es un poco nuestro pensamiento actual: hacer cosas, canciones nuevas cada poco tiempo.
Publicado en magazine On (diarios de Grupo Noticias), 13/08/22
“Cuando la tercera edición de
este libro estaba a punto de entrar en máquinas se ha hecho pública la noticia
de la muerte de su autora. Inés Palou
ha muerto en circunstancias particularmente trágicas y con su desaparición Carne apaleada parece adquirir un
sentimiento aún más hondo de testimonio del dolor humano”.
Esa es la nota que se lee en la edición de 1976 de Círculo de lectores de la novela que hoy traemos a este club de lectura, Carne apaleada, una obra testimonial sobre la experiencia carcelaria de la autora. Efectivamente, Inés Palou murió arrollada por un tren, cuyo paso esperó tumbada sobre las vías. Antes, en una carta de despedida a su editor, José Manuel Lara, había dejado escrito: “Le pongo en bandeja de plata el próximo Premio Planeta”, pues al parecer Palou aspiraba al galardón con una obra titulada Operación Dulce. Inés Palou no ganaría el Planeta aquel año (lo hizo Mercedes Salisachs con La gangrena), pese a lo cual Operación Dulce vendió miles de ejemplares, como ya había sucedido anteriormente con su predecesora, Carne apaleada. Inés Palou no era una escritora vocacional ni con pretensiones literarias, pero su corta experiencia en el mundo editorial le había bastado para comprender que el morbo vendía.
Cárceles de mujeres En el caso de Carne apaleada son varias las circunstancias que contribuyeron a ese morbo y en consecuencia al éxito de la novela. En primer lugar, la peripecia vital de la propia autora, una mujer de buena familia, con estudios y un trabajo estable como administrativa, que de manera inesperada, tras realizar una estafa empresarial inducida por su jefe —o al menos eso es lo que ella defiende—, acaba en prisión, inmersa de lleno en el mundo carcelario y delictivo. En segundo lugar, Carne apaleada nos abre las puertas a un universo desconocido, el de las prisiones de mujeres, al que la literatura apenas se había asomado (sí, por el contrario, a las cárceles de hombres, en obras como Papillon, de Henri Charrière o las novelas de Jean Genet). Por último, la novela de Inés Palou aborda otro tema hasta entonces tabú, como es el de las relaciones lésbicas, a través de la historia de amor que la protagonista —Berta, un trasunto nada disimulado de la autora— mantiene con otra presa llamada Senta, a la cual está dedicada la novela. A ella, de manera particular, pero también a todas las compañeras con las que Palou se topa, a las cuales ve entrar y salir de las diferentes prisiones por las que transcurre su periplo carcelario; a esas mujeres “que no son tan malas como parecen”, apostilla en la dedicatoria.
Y así, en Carne apaleada, además de fugas, traslados, peleas, se nos narran
también las historias de estas presas y las circunstancias vitales, económicas
y sociales que han determinado su destino. Por las páginas de la novela
desfilan ladronas, asesinas (en buena parte de los casos, de sus maridos
maltratadores), presas políticas, incluso una hija bastarda de la familia real
(o al menos eso es lo que afirma ella y al parecer también los inconfundibles
rasgos endogámicos de su borbónico rostro), a todas las cuales Palou siempre
retrata de una manera compasiva y solidaria, y reconoce como víctimas de una
sociedad y un sistema penitenciario injustos.
Novela de denuncia De hecho, el propósito final del libro, y así lo
subraya la autora en varias ocasiones a lo largo del mismo, es denunciar las
condiciones inhumanas de las prisiones y el fracaso del régimen carcelario como
medida de rehabilitación y reinserción, que ella misma sufre en su propia y
apaleada carne, pues ingresa en prisión sin ningún contacto previo con el mundo
del hampa, como consecuencia de un error, un engaño, una mala decisión, y sale
de la misma convertida en una delincuente habitual, que acaba reincidiendo de
manera inevitable tras cada una de sus puestas en libertad (en la novela se nos
narran también esas recaídas, los robos y estafas en joyerías de Berta/Palou,
su deambular como fugitiva por diferentes ciudades; un retrato de ambientes
criminales que retoma en su siguiente obra, Operación
Dulce, en la que relata los pormenores de un atraco a un banco).
Solo la propia Inés Palou sabrá
las razones por las que decidió acabar con su vida, pero es probable que le
aterrara la idea de no pertenecer a ninguno de esos dos mundos: al mundo
carcelario, en cuyo hábitat de todos modos consiguió hacerse respetar y
desenvolverse con naturalidad (tal vez incluso ser realmente ella misma o vivir
su amor con cierta normalidad); ni al mundo que quedaba al otro lado de las
rejas, en el que quienes han estado presos nunca llegan a librarse por completo
de sus cadenas.
El astrágalo Carne apaleada fue llevada al cine en 1978 de la mano de Javier Aguirre, que señaló en la película el trágico final de Inés Palou, interpretada por Esperanza Roy y acompañada en el reparto, entre otras, por Bárbara Rey en el papel de su amante Senta.
Aunque para vida de película la
de otra escritora, en este caso francesa, con una historia y una novela similar
a la de Inés Palou: Albertine Sarrazin,
la autora de El astrágalo.
El astrágalo fue publicado unos años antes que Carne
apaleada, en 1965, y es probable que contribuyera de alguna manera al éxito
de la novela de Inés Palou, pues se convirtió en un best-seller en el país vecino. En la obra se cuenta la vida de Anne
(de nuevo un indisimulado alter ego de la autora), una joven de vida corta y
turbulenta y final también trágico, aunque a diferencia de Inés Palou sus
andanzas al margen de la ley dan los primeros pasos desde que es solo una niña:
huésped habitual de reformatorios, violada en uno de ellos cuando solo contaba
diez años, se fugaría de otro saltando un muro y fracturándose un hueso del pie
—el astrágalo, de ahí el título del libro— y sería recogida por un conductor,
un expresidiario (ya es mala pata, nunca mejor dicho) que introduciría a la
muchacha en el mundo de la delincuencia organizada y la prostitución… De todo
ello —bajos fondos, alcohol, prostíbulos, pero también de su carácter bohemio e
indomable— da cuenta Sarrazin tanto en El
astrágalo como en La fuga o Diarios de prisión, obras que le
otorgan una fama literaria de la que apenas pudo disfrutar, pues murió con solo
veintinueve años sobre una mesa de operaciones como consecuencia de una serie
de errores médicos agravados por su propio deterioro físico y un precoz alcoholismo.
Son, en definitiva, El astrágalo y Carne apaleada, dos novelas cuyo valor reside más en lo testimonial que en lo literario, a pesar de lo cual ambas autoras no carecen de cierto e intuitivo don para la narración, a la que aportan frescura, valor, rebeldía y, desde luego, un trazo de verdad y denuncia que solo es posible desde su experiencia personal, trágica, dolorosa, pero a la que, en cierto modo (como si todo lo vivido y padecido tuviera sentido para poder ser escrito), resarce la literatura, una vez más.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/08/22
Por la mañana temprano hemos ido a andar. Hay tregua en
el infierno. La ola de calor ha dejado al retirarse una espuma de nubes grises
y estreñidas, que agradezco porque así no me tengo que vestir de Caillou, con
el pantalón corto y la visera. Habría pasado más desapercibido, de todos modos,
pues nos cruzamos con otras parejas de maduritos quechuas y dechlatones, muy
preparados para la vida moderna y andarina. Yo llevo puesta una camiseta del
Supermabo. Calculo que dentro de dos años será vintage y la venderán en el Zara, pero ahora resulta cutre. ¡Ay, qué
tiempos aquellos en los que las señoras salían a andar deprisa y con faldas de
tablas y los señores con las tetas al aire o con un paraguas colgando por
detrás del cuello de la camisa a cuadros!
Al volver, nos hemos cruzado con un empleado de limpieza
echando a los contenedores las bolsas que todos los cojonazos dejan por los
suelos. Me he acordado del verano que trabajé como barrendero. Recuerdo que era
invisible, o que quienes me miraban lo hacían con asco o con condescendencia. En
los barrenderos solo se fija el sol, que les clava sus rayos como machetazos en
la cabeza. Pero el sol no tiene la culpa, es su naturaleza. A los barrenderos
no los matan los golpes de calor, sino la indiferencia.
Antes de subir a casa hemos comprado algo en el súper. Al
pagar la cajera me ha preguntado si tengo tarjeta de cliente y yo le he dicho
en voz bajita el número de mi DNI, mientras controlaba de reojo si en la cola
había alguien con cara de hacker. La
cajera lo ha repetido cifra por cifra a grito pelado. Me ha pasado eso antes unas
quinientas veces más, pero merece la pena arriesgarse porque ahora tengo
acumulados 2,23 euros en la tarjeta.
Ya en casa he encendido el ordenador y he solicitado el
bono cultural para mi hijo, porque él, como el 90% de los chavales de dieciocho
años, no tiene DNI electrónico, ni Clave, ni ninguna de esas cosas que cuando
no te has olvidado la contraseña o el sistema no se cuelga o los SMS de
confirmación no se extravían sirven para hacerte la vida más sencilla. Ha sido
una cosa rápida, una o dos horas de nada, porque a mitad del proceso me han
pedido un documento de representación legal
que por lo visto cada cual debe autogestionarse. Cuando he ido a
imprimirlo, se ha acabado la tinta. Yo creo que cambié el cartucho hace un mes,
pero bueno… Por suerte tenía otro. Al sustituirlo, se han impreso tres o cuatro
páginas de prueba, con alineaciones y unos cuantos borrones bien oscuros y bien
empapados, y el cartucho ha vuelto a quedarse tieso.
Después de comer, hemos echado la siesta y luego hemos
salido otra vez a pasear, ya solo por el gusto de ponernos la chaquetica y
esnifar un poco de petricor, pues ha empezado a chispear. Hemos pasado junto a
las vallas de la piscina. No había nadie, solo un grupo de adolescentes
tumbados sobre la hierba mojada, con los cuerpos temblando después de salir del
agua o de jugar a verdad o atrevimiento. Me han dado envidia y también un poco
de pereza. Me he acordado de mí mismo, con esa edad, avergonzado de todo, por
ejemplo de mi aspecto físico. Algunas cosas ya las he superado, pero eso no.
Ahora yo soy esas señoras y esos señores que salen a andar deprisa, aunque
nunca seré capaz de hacerlo con las tetas al aire.
Luego hemos cenado, hemos intentado buscar algo en Netflix pero cuando llevábamos media hora intentando elegir nos hemos aburrido y nos hemos ido a la cama. En fin, mañana será otro día y todos seremos más viejos.
PUBLICADO EN MAGAZINE ON (DIARIOS DE GRUPO NOTICIAS) 30/07/22
Todavía conservo mi primer Bukowski. Es una edición de La
senda del perdedor del Círculo de lectores (por cierto, con errata incluida
en su portada, pues el apellido del autor aparece escrito como Bukowsky). En mi
casa solía ser yo quien elegía los libros del Círculo. El vendedor, que pasaba
cada treinta días, traía junto con el libro seleccionado la revista con la
oferta para el próximo mes y la ficha para elegir la nueva compra. Esta
normalmente permanecía en blanco hasta el momento en que aquel vendedor volvía
a tocar el portero automático, con lo cual había que rellenarla a toda prisa en
el espacio de tiempo en que “el del Círculo” tardaba en subir las escaleras.
“¡Patxi, elige tú!”, me apremiaba entonces mi madre, pues yo era el único que a
lo largo de aquel mes se había tomado la molestia de ojear la revista. Aquello
tenía una ventaja, y era que las prisas impedían a mi madre supervisar mi
elección y desechar lecturas inapropiadas para mi edad. Por entonces tendría
trece o catorce años y los de Bukowski no eran precisamente libros juveniles —o
tal vez sí—.
Un
puñetazo en la mandíbula
Sea como fuere, recuerdo que La senda del
perdedor me impactó como un puñetazo en mi mandíbula lectora, desencajando
todo lo que yo hasta entonces entendía que era la literatura. Fue —extrapolándolo
a la música— como pasar de escuchar Parchís a los Sex Pistols. Sin transición. De Los Hollister, Julio Verne o El
pequeño Nicolás a todos aquellos autores a los que Bukowski abrió la puerta: Henry Miller, Céline, Hubert Selby J., los
beats… y John Fante, por supuesto.
“¿Pero se puede escribir así?”, recuerdo que me preguntaba mientras devoraba con ansiedad adolescente las páginas de La senda del perdedor. “¿Se puede hablar del sexo, la masturbación, el alcohol, el acné… —de todo aquello que a un adolescente le preocupaba— de este modo tan desenfadado, tan desabrido y tan divertido al mismo tiempo? ¿Se puede escribir de la misma manera que se lanza un uppercut o un corte de mangas?”
La pesadilla
americana Se
podía. Bukowski lo hacía en esa novela, que de todos modos probablemente sea su
novela más comedida, la menos y a la vez la más bukowskiana, porque en ella
está la precuela de todas las demás: Mujeres,
Cartero, Factotum… En las páginas de
todas estas novelas —que se publicaron antes que La senda del perdedor— el niño que mira con desconfianza el mundo
de los adultos o escucha sus conversaciones escondido debajo de la mesa camilla
—de esa magistral manera arranca la novela que nos ocupa— acaba convertido en
lo que siempre había sospechado: un fracasado que da tumbos de bar en bar, de pensión
en pensión, de un trabajo de mala muerte en otro…
La senda del perdedor, por el contrario, es una novela de iniciación, en la que Bukowski evoca su infancia y su primera y atormentada juventud; una novela en la que ya se advierte que el sueño americano es una pesadilla (hay una escena demoledora en la que durante una fiesta de graduación el protagonista va vaticinando el futuro que aguarda a cada uno de sus compañeros —lavaplatos, basurero, ladrón— mientras los profesores les entregan sus diplomas y peroran sobre la América de las oportunidades y el arcoíris al final del camino de baldosas amarillas); una novela, en fin, en la que se perfila el famoso alter ego del autor, Henry Chinaski, ese perdedor, solitario, borracho, fanfarrón, adicto al sexo y las apuestas de caballos, que odia el mundo y ama la música clásica y que escribe compulsivamente poemas y relatos para desahogar toda su perplejidad, su descreimiento y su ira.
Algo
más que folleteo y borracheras
El mundo de Bukowski/Chinaski, así visto, aparentemente no es muy atractivo
—excepto para todos aquellos que mostramos inclinación hacia lo sórdido y hacia
la épica del fracaso—, pero hay en su escritura algo hipnótico, un trozo de
cristal medio sepultado en un vertedero en el que se refleja el sol de una
manera deslumbrante.
Yo desde luego me sentí inmediatamente iluminado por esa luz
y comencé a seguirla con devoción, en la biblioteca, donde las fichas de los libros
de Bukowski aparecían manoseadas, mucho más que las demás, lo cual me
demostraba que había toda una legión secreta de bukowskianos que lo leían a
escondidas, pues lo cierto era que, según iría descubriendo, Bukowski era un autor
desprestigiado, al que los críticos ignoraban o desdeñaban, como una suerte de escritor
de segunda categoría, popular, para adolescentes o pajilleros, del mismo modo
que despreciaban a los escritores emergentes en los que la influencia del viejo
indecente era obvia, y a los que calificaban de imitadores o epígonos (en
realidad calificaban de epígono de Bukowski a cualquier escritor que
introdujera en sus novelas escenarios como una fábrica o un bar de barrio; y en
realidad si calificaban a esos jóvenes escritores de epígonos era porque
reconocían la originalidad de Bukowski). Aquellos críticos, en fin, se fijaban
más en el trozo de cristal del vertedero, que consideraban solo la esquirla de
una botella rota, que en la luz que desprendía, es decir, la poesía, la belleza
y la reflexión sobre la condición humana que a menudo se agazapaba tras el
realismo sucio y los relatos de borrachos y folleteo de Bukowski.
La admiración por Bukowski, por otra parte, se veía irremediablemente contenida por el innegable e hiriente machismo que rezumaban sus historias, que resulta indefendible, si bien, y sin que ello lo justifique, cabe decir que Bukowski no era solo un misógino sino también un misántropo, y que si en sus historias las mujeres a menudo se cosifican o se reducen a trozos de carne, los hombres tampoco salen bien parados, convertidos casi siempre —empezando por el propio Chinaski— en personajes embrutecidos, repulsivos o con el cerebro hecho puré por la batidora de la estupidez humana.
La
huella de Bukowski Todo
ello no parece invitar a leer a Bukowski, precisamente, ni a reivindicarlo,
pese a lo cual lo considero uno de los autores, sino el que más, que, para bien
o para mal, ha dejado su huella literaria con mayor profundidad, casi como una
marca de fuego, sobre mi lomo de escritor y lector.
Creo también que es incuestionable la impronta de Charles
Bukowski en la literatura de las últimas décadas: su estilo descarado y
desmitificador; su poética de lo cotidiano, lo pequeño y lo feo; su humor
prevaleciendo sobre la sordidez y el desencanto (el pesimismo de Bukowski era
el de un optimista bien informado); su posicionamiento a favor de los
perdedores, los invisibles (“Prefiero
oír hablar de un vagabundo norteamericano de hoy que de un dios griego muerto”,
escribió), los torpes, los que tropiezan, los que la cagan, los que tienen
almorranas, espinillas, sueños que no se van a cumplir, en fin, las personas
corrientes…
Por no hablar (bueno, en realidad sí hablaremos de ello) de que leer a Bukowski merece la pena aunque solo sea para descubrir a través de él a John Fante, cuyas maravillosas novelas, como Espera a la primavera, Bandini, fueron rescatadas del olvido como consecuencia del famoso prólogo que un Bukowski convertido ya en una especie de estrella pop de la literatura mundial escribió para una de ellas: Pregúntale al polvo, de la que nos ocuparemos aquí la semana que viene.
PUBLICADO EN MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 06/08/22
No sé si el nombre artístico de Rigoberta Bandini, la vencedora moral de la preselección para
Eurovisión, debe algo al alter ego del escritor estadounidense John Fante, autor de la memorable saga
protagonizada por Arturo Bandini y
compuesta por las novelas Espera a la
primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939), Sueños de Bunker
Hill (1982) y Camino de Los Ángeles
(1985), y a la que podría sumarse La
hermandad de la uva (1977) si el escritor no hubiera cambiado el nombre a
sus protagonistas, aunque estos podrían ser perfectamente Arturo y su padre,
Svevo Bandini.
Imagino que sí, que lo de Rigoberta es un homenaje, puesto
que este escritor que en ocasiones ha sido calificado, no sé si con mucho tino,
como padre o abuelo del realismo sucio, tiene una cofradía de rendidos
admiradores que lo convierten en eso que se llama un escritor de culto (un
término confuso, porque hay cultos casi
secretos y otros que tienen millones de fieles). No es, en todo caso, la
cantante catalana la única artista que rinde tributo con su alias a los libros
de Fante, algo más cerca tenemos también a Xabi
Bandini, del grupo navarro de rock Kerobia.
¿Brillan
las estrellas bajo tierra? Aunque
el primer fan y quien consiguió rescatar del olvido a Fante, tal y como
señalábamos en la pasada entrega de este club de lectura, fue Charles Bukowski, que prologó la
reedición en 1980 de una de sus dos mejores novelas —junto a esta que
comentamos hoy—: Pregúntale al polvo. Bukowski
se había convertido por entonces en una rutilante estrella de la literatura underground (si es que eso es posible: ¿brillan las
estrellas bajo tierra?) y todo cuanto tocaban sus dedos, ya fuera poesía,
relatos o prólogos se transformaba en mandanga de la buena.
Esto es lo que escribe el viejo Buk sobre John Fante: “Las
líneas se encadenaban con soltura a lo
largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia
(…). La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se
había esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los
sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez
soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como
imprevisto”.
Una historia de macarronis Esas palabras pueden aplicarse de la misma manera a la novela inmediatamente anterior de Fante, Espera a la primavera, Bandini. En ella se nos narran las vicisitudes de una humilde familia italo-norteamericana (macarronis, como se refiere a ellos el autor, que puede hacerlo porque él también es de origen italiano) durante los años de la depresión y en el espacio temporal concreto de un invierno de nieves perpetuas en Colorado, que impiden a Svevo, el padre, trabajar como albañil. A lo largo de las deliciosas —que no ñoñas, están en realidad muy lejos de ser ñoñas— páginas de la novela seguiremos los pasos a los diferentes miembros de la familia, en particular a Svevo y a Arturo, su hijo mayor, un muchacho preadolescente fantasioso y enamoradizo, atormentado unas veces por la religión católica y otras consciente de lo ridículo de algunos aspectos de la misma (cada vez que se confiesa Arturo se quita de encima setenta u ochenta pecados mortales: blasfema constantemente, tiene pensamientos sucios con las chicas, se pelea con sus hermanos, deshonra a menudo a sus padres, a los que odia y culpa por su pobreza e incluso por su origen… Y todo ello porque puede hacerlo, porque puede conmutar esas penas de muerte por dos padrenuestros y un avemaría una vez que el cura borre con su absolución el historial delictivo, como si fuera un palimpsesto).
Svevo, por su parte, el padre, es un albañil borrachín y
jugador, asustado por sus responsabilidades familiares y por sus propios
sentimientos, los cuales como buen macho italiano debe reprimir (a pesar de lo
cual en la novela, tal y como señala Kiko
Amat en el prólogo para la compilación de la saga que editó en 2016 Anagrama,
los personajes masculinos de Fante lloran mucho, de manera inusual para la
época). Un hombre, Svevo, derrotado por la vida que se ve repentinamente
deslumbrado por las atenciones de todo tipo que le dedica una viuda ricachona,
a cuya mansión él acude a repararle la chimenea.
Dinero
quemado Pero
están también los hermanos de Arturo, el pequeño Federico y el santurrón
August. Y, por supuesto, María, la madre de la familia, la mujer sufriente y
rota que sin embargo es la que saca fuerzas de flaqueza para plantarse en la
tienda en la que los Bandini acumulan deudas desde hace tiempo o para arañar
los ojos a su marido cuando este le es infiel con la viuda Hildegarde, en una
traición que no solo lo es a su matrimonio sino también a su propia dignidad y a
su clase social (María reaccionará arrojando los billetes que Svevo lleva a casa
al fogón de la cocina).
Espera a la primavera, Bandini utiliza un narrador en tercera persona, pero en las otras novelas de la saga será el pequeño Arturo quien alce el vuelo y narre sus andanzas y sueños de convertirse en escritor en la soleada California, mientras malvive en pensiones de mala muerte, algo que nos recuerda inevitablemente el universo bukowskiano y por lo que se le ha comparado a menudo con él o se le ha colgado esa etiqueta de abuelo o padre del realismo sucio. Bukowski es desde luego deudor de Fante, pero este último arma a sus personajes con una compasión de la que carece el primero. Fante, además, no necesita recurrir a la fanfarronería, a la sobreactuación (con Bukowski el lector debe asumir que el alter ego del autor, Henry Chinaski, es un personaje, casi una caricatura, mientras que Fante consigue que veamos a los suyos como personas de carne y hueso), por no hablar del estilo del escritor macarroni, en el que incluso las palabras malsonantes y las blasfemias están escritas con elegancia, se emplean cuando corresponden, no buscan epatar, o en el que el humor, la ternura y la poesía laten siempre como un corazón bajo la tinta.
De
estas otras novelas de la saga es sin duda Pregúntale
al polvo la que habría que leer obligatoriamente. Sueños de Bunker Hill, por su parte,fue dictada por un Fante ya octogenario y ciego a su mujer; Camino de Los Ángeles se publicó de
manera póstuma; y ambas, en realidad, están algo alejadas de la brillantez de los
otras dos obras protagonizadas por Arturo Bandini que hemos comentado aquí. Fante, de hecho, no conoció en vida el éxito
como novelista (al contrario que su hijo, Dan Fante, tras una azarosa vida, eso sí),
aunque sí fue un reconocido y bien pagado guionista de Hollywood, donde trabajó
en películas como La gata
negra (Walk on the wild side), la adaptación de
la novela de Nelson
Algren.
Fante y
Tarzán Por
lo demás, Pregúntale al polvo fue
llevada al cine en una película de 2006 titulada Pregúntale al viento (el inexplicable cambio en el título ya
vaticinaba que se trataba de una adaptación fallida), con Salma Hayek y Colin Farrell
como protagonistas; y Espera a la
primavera, Bandini, tuvo también su versión cinematográfica en un film de
1989 en el que Ornella Muti se pone
en la piel de María, Joe Mantegna en
la de Svevo y Faye Dunaway en la de
la viuda Hildegarde.
John Fante moriría en 1983, tras agonizar en un hospital de California al que Bukowski acudió en alguna ocasión a visitarle y rendirle tributo y en cuyos pasillos se escuchaban los alaridos que el actor y campeón olímpico de natación Johnny Weissmüller, ya moribundo, profería creyéndose Tarzán, a quien tantas veces había interpretado en el cine. Una mezcla de realidad y ficción, de confusión entre el personaje y la realidad, que podría haber sido perfectamente un relato de Bukowski o de su maestro John Fante.