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El otro día fui con Hugo al oftalmólogo y me acordé del día en que lo hice yo, hará treinta años, era como revivir un episodio, ahora a través de los ojos de mi hijo. Algunas frases, hasta se repitieron del mismo modo: «Necesita gafas para clase, para ver la tele y para clase». Siento que Hugo ya va llenando su saco de recuerdos, de experiencias que rememorá cuando sea mayor y de algunas que quizás le marquen o determinen algunos aspectos de su vida. No sé si ser un gafoso, un cuatroojos, un empollón, puede ser una de ellas, yo desde luego recuerdo perfecta y algo desagradablemente el día que tuve que ponerme por primera vez la chaflis en clase, cómo dejé el estuche sobre la mesa, miré a mi alrededor y cuando creía que nadie me veía, deslicé lenta y sigilosamente las manos, como si aquel estuche fuera una granada de mano, me puse las gafas, y cómo al poco todo eso estalló: ¡Patxi lleva gafas! gritó el primero que me vio, y luego las risas, la sorpresa, etc. que en mi caso, de todos modos no fueron a más, nadie se cebó conmigo con crueldad infantil ni me supuso ningún trauma, ni nada. A ver qué pasa con Hugo. Lo que sí puedo decir es que él no ha pasado por el episodio de alucinaciones visuales y alteraciones del comportamiento que yo experimenté, como efectos secundarios del colirio dilatador de las pupilas, y que el prospecto marcaba como casos excepcionales. Mi madre me lo recuerda a veces divertida. Si me hubiera ocurrido hoy quizás podría haberlo inmortalizado con el móvil o una videocámara, como al niño ese del youtube que salió del dentista convertido en Ozzy Osbourne, y al que yo me adelanté tres décadas. Fue mi primera e involuntaria experiencia con las drogas sobre la que escribí este cuento:
EFECTOS SECUNDARIOS
En séptimo de EGB me pusieron gafas. Cada vez que escribían algo en la pizarra tenía que preguntarle a mi compañero qué era lo que ponía. Al principio se trataba sólo de algunas palabras, y yo creía que se debía a la mala caligrafía del profesor. Luego fueron frases enteras y como me daba vergüenza preguntarle todo el rato al compañero le copiaba del cuaderno. Al final se lo dije a mi madre y decidió llevarme al oculista. Mi hermana también vino. Antes de entrar en la consulta una enfermera nos echó unas gotitas en los ojos «para dilatar las pupilas». Mientras esperábamos nuestro turno me puse a leer «Las aventuras del pequeño Nicolás», pero de repente las letras se borraron, así que empecé a hablar con mi hermana. Ella dijo: -los minutos hacen gimnasia desnudos- y yo entendí lo que quería decir. Vimos una monja con tres ojos sentada frente a nosotros. La monja se arrancó uno de ellos de la cara, se lo metió en la boca y dijo que sabía a mandarinas. Nos ofreció unos chupetones, pero le contestamos que nos gustaban más las orejas de regaliz de nuestra mamá. Luego le comenté a mi hermana que habíamos fichado a la estatua de la libertad para el equipo de minibasquet del colegio. Ella se alegró por mí y se tiró un pedo de colores.
Cuando entramos a la consulta nos colocaron frente a un cartelito con letras que bailaban rocanrol. Mi hermana, a la que le habían puesto gafas el año anterior, les vio sin ellas las bragas a las letras de la última fila. A mi, que no llevaba gafas, me pareció que aquellas letras fumaban puros, sobre todo las de más abajo. Nos echamos a reír. Todo estaba al revés. El médico se puso un casco de minero, con linterna y todo, y se zambulló de cabeza en mis ojos. Cuando salió traía trocitos de coral que colocó delante de mí hasta que, detrás del humo, conseguí ver todas las letras. La P tenía una espinilla terrible en la frente. La S era una chica haciendo estriptis. Bien. Todo arreglado. Yo necesitaba gafas. Mi hermana no.
—¿Y puedo ponerle las gafas de la chica al chico?—preguntó mi madre.
—Pues sí, qué coincidencia—- dijo el médico —Si le gustan al chaval, sí— añadió, y me miró.
—Sí, me gustan. Son muy magnoliaceas—- dije yo.
A mi madre se le escapó la risa. El médico me miró extrañado. Mi hermana opinaba que a ella las gafas le parecían más bien tripanosómicas.
—Puede ser— pensé, y luego le pregunté al médico si tenía que llevar las gafas siempre.
—No, sólo para ir al cine, en casa, en clase y por la calle— contestó.
—Okey Makey— dijo mi hermana, se puso de pie, le besó la mano y el paquete de tabaco al médico y salimos de la consulta.
En la calle el sol era un espadachín loco. Me puse las gafas. Echaban un película en tecnicolor con miles de hormigas dando volteretas en una discoteca. Entramos al coche. Me quité las gafas. Mi madre arrancó y en medio segundo llegamos a casa. Salimos del coche. Me puse las gafas. Vaya lata.
—¡A la mierda!— grité, y me las volví a quitar, las tiré al suelo, las pisoteé, les dí una patada, las mandé al centro de la carretera, donde una excavadora que conducía el alcalde en persona las apisonó…
—¡No!— gritó mi hermana entonces, y cogió la excavadora, la tiró a una papelera, con alcalde y todo, recuperó las gafas y les hizo un liftin. Quedaron como nuevas. Me las devolvió.
-Ten en cuenta que el año que viene me toca llevarlas a mí- dijo.
Tenía razón, así que me puse otra vez las gafas. Vi pasar un coche de plastilina con gansters que disparaban calcetines de deporte lavados con Ariel.
«Patxi es uno de los autores más salvajes y provocadores del panorama literario español, como queda patente en sus libros o en su blog. En persona es un pedazo de pan».
Eso es lo que añaden José Ángel Barrueco y Mario Crespo a mi ridiculum (las obras publicadas, etc.) en el perfil para el Facebook de Viscerales, una de las antologías en la que participaré el año que viene. Yo no sé si eso, lo del pedazo de pan, es cierto, me gustaría que fuera así, por supuesto. Aunque, como dice Calamaro, hay algunos hombres que son buenos porque tienen miedo. Yo soy una persona introvertida, cualquiera que me conozca lo sabe. Y tengo miedo, por supuesto, de muchas cosas, Pero no me considero un cobarde. Ni mala persona. De ahí a ser una buena persona supongo que va un trecho, pero siempre es emocionante que las personas a las que aprecias piensen eso de ti.
Creo que por ahí van los tiros, la emoción, también en cuanto a lo otro, lo de salvaje y provocador, eso es algo de lo que busco cuando escribo, no se trata de algo gratuito. Y me gusta que en el Facebook, un escritor como Daniel Ruiz García haya escrito lo siguiente, porque es algo recíproco:
Sintonizo plenamente con su concepción de la literatura, en el fondo y en la forma.
Gracias, compañeros.
El amigo Exprai sigue rescatando los cuentos que me publicaron en mis sucesivas columnas de los suplementos juveniles de GARA durante cinco años -antes de que aquello acabara de malas maneras- y que si mal no recuerdo respondían (mis secciones) a estos títulos: DIA D HORA H, DULCE VENENO y LA PEDRADA (que era el que más me gustaba). De entre todos aquellos yo hice una selección de 70 (o de 69 más uno) para La polla más grande del mundo, y deseché otros tantos porque aludían a asuntos de actualidad que yo suponía que no resistirían el paso del tiempo. Releyendo ahora muchas de aquellas columnas (aunque yo nunca las consideré como tales, sino como cuentos) veo que, tristemente, muchas todavía aguantan. Y es que algunas cosas nunca cambian, lamentablemente.
¿COLEGAS?
—¿Si alguna vez me metieran en la cárcel vendrías a verme?– recordó la conversación, tantos años después.
—¿A la cárcel? Por Dios! ¿Qué has hecho?
Estaban sentados en una cafetería, junto a un ventanal por el que culebreaban gotitas de lluvia. Algunas de ellas se encontraban y se fundían, otras continuaban zigzagueando desesperadas. Todas terminaban diluyéndose sobre el cristal. Diluyéndose como aquel amor que tanto le hizo sufrir.
Ahora, al volver a verla, después de tanto tiempo, sabía que no había merecido la pena.
—Bah, déjalo, era una tontería– le contestó entonces, aunque supiera que no, que no era ninguna tontería, que tarde o temprano acabaría encerrado. Lo sabía y no podía hacer nada por evitarlo. Del mismo modo que no podía querer a alguien que se avergonzaría de ir a visitarle a la cárcel; o que las gotas de lluvia que recorrían su camino en solitario trazaban rocambolescos caminos con tal de llegar a su destino, a veces incluso arrastrando toda la suciedad aparentemente invisible, pero acumulada sobre el cristal.
—Sigues igual que siempre– decía ahora ella.
A él le habría gustado corresponderle, pero no pudo, ni siquiera por cortesía. Y no se trataba sólo de ella. Todos sus antiguos compañeros de la facultad de periodismo le parecían mayores, aunque él también hubiera echado barriguita y el corazón le hubiera dado algún que otro aviso. Era algo más, algo que les hacía parecer terriblemente cansados y avergonzados y derrotados, y que no podían disimular ni siquiera con los méritos profesionales de los que alardeaban en los corrillos que formaban.
Cada vez que él había intentado incorporarse a uno de ellos se había producido un inoportuno silencio. No le sorprendía. Antes de presentarse en la reunión de antiguos alumnos sabía que habían intentado por todos los medios que él no acudiera. Se había enterado a través del artículo de uno de sus compañeros en el que declaraba una tregua a otro articulista, también presente, con el que pretendía rivalizar, cuando ambos se sentían muy orgullosos de sostener con sus respectivas columnas, desde extremos perfectamente equilibrados, el peso de la opinión pública. Aquella comida era un gesto de fraternidad, un encuentro entre colegas.
A él, sin embargo, no le consideraban como tal, pues nadie le había llamado. Como nadie lo hizo cuando lo quitaron de en medio, tras publicar varios reportajes molestos. Había llegado demasiado lejos. Hasta la raíz. Y había visto que estaba podrida. Ya entonces sabía que si la tocaba todos los nervios del árbol se resentirían. Y sin embargo no pudo evitarlo. Hizo lo que debía, aunque supiera cual era el precio que debía pagar.
Nadie, por supuesto, ningún compañero, fue a visitarle a la cárcel. Ellos también formaban parte del árbol.
Nadie, ni siquiera ella.
—No has cambiado nada – continuaba halagándole ahora, sin embargo.
Pero después, a la hora de sentarse a cenar, le evitó, prefirió hacerlo entre el resto.
Él hubo de colocarse en una esquina de la mesa. Lo cierto que a él tampoco le apetecía nada acudir a aquella comida. Pero al igual que, como una premonición, cuando decidió que quería ser periodista supo que tarde o temprano acabaría entre rejas, también había imaginado durante mucho tiempo aquel reencuentro, y lo había imaginado exactamente así, regresando al rebaño convertido en una oveja negra. Eso era todo lo que quería. Comprobar que era distinto a ellos. Que para él tampoco eran colegas. Que ese algo que les hacía parecer cansados y avergonzados y derrotados, era el lastre de sus propias conciencias sobre las espaldas. Confirmar, cada vez que la sorprendía a ella, mirándole de reojo, añorando todo cuanto echó a perder a cambio de la triste, cobarde tranquilidad de su vida, que no había merecido la pena. Que ninguno de sus antiguos compañeros merecía la pena y que aunque también le miraran de vez en cuando, el brillo con el cual pretendían armar sus miradas no era de desprecio, sino de una envidia que se les disparaba hacia dentro de sí mismos
Hace unos días hablábamos de los señores del dinero, los amiguitos del rey, los que se reúnen con Zapatero para solucionar la crisis, y al poco, ¡toma!, privatizaciones, recortes sociales… Un gobierno que deja desprotegidos, que sacrifica a quienes más expuestos están a la pobreza da mucho miedo. Después, dentro de tres o seis meses, los sindicatos convocarán una huelguita general, y si alguien grita un poco más de lo que esté en el guión le llamarán antisistema, o pactarán unos servicios mínimos para que haya huelga, sí, pero el que quiera trabajar pueda llegar a la hora… Aquí los únicos que hacen huelgas salvajes son los pijos, y de un plumazo los someten a la justicia militar. Y todo el mundo plas, plas, plas… Eso también, a mí por lo menos, me da mucho miedo. Un gobierno que no gobierna para las personas, sino para los mercados, que lo hace a decretazo limpio, que no duda en militarizarse cuando las cosas se ponen feas… Eso antes se llamaba de otra manera ¿no? (por cierto, que puestos a ahorrar y a hacer recortes, es un clásico y si lo mentas pareces un jipi trasnochado, pero ahí está, ¿qué pasa con con los miles de millones de euros que chupa el ministerio de defensa -o los que se desvían o maquillan en partidas de otros ministerios y que son igualmente gastos militares-).
Vete tú a saber, si en la proxima huelguita general los antisistema rompen muchos escaparates lo mismo sacan los tanques a la calle o proclaman el estado de excepción.
De todos modos ¿a quién le importa eso? La gente está muy distraída y muy contenta haciendo cola para adorar la Copa del mundo en El Corte Inglés y sacarse una estampita con ella. Lo único que falta para que se complete la Santísima Trinidad es que les amenicen la espera con una tele encendida y un programa de esos en los que gritan. Ya lo decía El Drogas el otro día. Sabemos más de la biografía de Belén Esteban que de las nuestras abuelas. Y así nos va.
En abril publicaré una novela de lo más gamberra -me parece a mí- en una nueva editorial madrileña, Eutelequia, al frente de la cual hay una editora extraña, que te mima, te cuida, te anima, te llama, cree en ti… Su proyecto, en el que además hay embarcados unos cuantos amigos, promete mucho y estoy muy contento de formar parte de la tripulación. Estas son las novedades en la sección de narrativa (además tiene otra de filosofía de lo más interesante, que ya lleva algún tiempo rodando y que podéis ver aquí: www.eutelequia.com).
Diario de un escritor delgado es la historia de un hombre ingenuo y primitivo que unos días contempla la vida desde el optimismo más beligerante y otros desde el más profundo desaliento. Sobre unas cosas parece tener las ideas muy claras, sobre otras no tanto, pero su peculiar sentido de la realidad siempre le está empujando a dejar testimonio de todo. Cualquier incidente cotidiano, por insignificante que pueda parecer, le sirve como excusa para ejercitar el lenguaje achulado y en ocasiones barriobajero que le caracteriza, y mientras se cuenta a sí mismo sus andanzas y chismes íntimos, aprovecha para hacer una crítica, a pequeña escala, del mundo mediocre y ruin que le rodea, disparando en todas direcciones sin pensar en las consecuencias. De modo que al final, entre introspección y autoexamen, nuestro escritor delgado consigue enhebrar sus anotaciones para que el anecdotario del día a día acabe cobrando forma de memoria imaginada.
Cuento kilómetros podría ser el diario de un navegante del S. XVI adaptado a nuestro tiempo, un cuaderno de bitácora contemporáneo, pero, en realidad, este compendio de relatos conectados entre sí por distintas voces narra la historia de una pareja que rompe la secuencia espacio-tiempo para fundir sus almas en una sola y viajar lejos, muy lejos. Mario Crespo construye una ficción con entidad de novela mediante relatos cortos que se articulan en torno a las aventuras del personaje de Claudio Rivera y donde el propio autor entra y sale de la narración en un inquietante juego entre la ficción y la realidad de sus vivencias.
Asco cuenta el periplo de una familia a bordo de un crucero por el Adriático, el mismo barco en el que una vez viajó el escritor David Foster Wallace para elaborar uno de sus más célebres reportajes. Durante la travesía, en la que atracan en las costas de Grecia, Croacia e Italia, el narrador empieza a sentir aversión hacia el comportamiento de muchos pasajeros, contaminados por la gula y la falta de respeto.
Asco es una diatriba visceral contra el consumismo y la mala educación, contra todo lo que hay de simple y de egoísta en el hombre. Relato inclasificable, novela que juega con el diario, el ensayo y el libro de viajes, es la última obra narrativa de José Ángel Barrueco.
Pascual se levanta de la cama y descubre que no puede apoyar el pie izquierdo. El médico le dice que sufre una calcificación del talón de Aquiles. Meses después, cuando lo del pie parece que se ha solucionado, el testículo empieza a darle problemas. Entonces cae en la cuenta de que una serie de lesiones y enfermedades que está sufriendo (infección de muelas, contracturas, roturas de huesos, pérdida de visión y de audición, trastornos en el estómago…) se localizan curiosamente en el lado izquierdo de su cuerpo. Analizando la situación llega a la conclusión de que ese lado izquierdo es el que más próximo está de su mujer a la hora de dormir, y que quizá todo se deba a su influencia maligna. Podrían pensar ustedes que eso es algo demencial, pero no conocen a su mujer, Norma, ni sus Leyes Fundamentales escritas en un cuaderno de hule azul.
Así comienza esta hilarante aventura de un hombre a la búsqueda de su destino.
Abriéndolo al azar, en La métrica del olvido escucharemos todo un coro de voces en cualquiera de sus páginas. Aquí resuena el dolor punzante que se provocan las parejas, los comienzos de un romance que nunca llega a consumarse, los enredos de un acusado, las confesiones de los anacoretas de hoy, las reflexiones filosóficas de un prisionero antes de ser ejecutado, los suspiros y anhelos de mujeres despechadas, la búsqueda de uno mismo en los otros, los aullidos hacia una posibilidad de amor siempre en el horizonte o las respuestas duras y certeras de un escritor ante las impertinencias del reportero. Al adentrarnos en sus relatos, sentiremos la obsesión que transmite un lenguaje afilado donde el estilo se convierte en contenido, todo ello bañado con la espuma del humor, enriquecido con un acondicionador de ironía, perfumado con los fluidos del sexo y, por fin, desinfectado de la trivialidad con litros de alcohol. Relatos que permanecerán siempre actuales en una espontaneidad expresada con la palabra digna y orgullosa de ser ella misma.
En los años 80, Dick Grande, un barrendero “heavy” de Pamplona se convierte accidentalmente en estrella internacional del porno. ¿El secreto de su éxito? Su privilegiada herramienta de trabajo (la “blakandeker”), sí, pero sobre todo su aspecto de hombre vulgar: tirillas y difícil de ver, cuando aparece en sus películas haciendo el amor con las mujeres más hermosas del mundo, los hombres solos, tristes y rotos creen que pueden ser como él. Dick Grande recorre los santuarios secretos del porno “amateur” —La Habana, París, Bangkok, Manila, México DF…—, funda un movimiento musical (el porno-rock radikal vasco), financia involuntariamente con sus películas una guerrilla maoísta… Pero él también es un hombre insatisfecho, que solo persigue desesperadamente el corazón de la mujer que le introdujo en el mundo del porno: la dulce y sucia Janis. Brutal y tierna, soez y poética, animal y, por ello, terriblemente humana, ¡Oh Janis, mi dulce y sucia Janis! se convierte, bajo la apariencia de una novela de género (erótico) en un pimpapúm social que no deja títere con cabeza y un artefacto infalible para hacer reír a mandíbula batiente mientras una pantera resopla en nuestra entrepierna. Por fin una novela atrevida (que antes fue novela-blog y recibió medio millón de visitas), escrito a tumba abierta por un autor valiente para lectores valientes cansados de leer solapas de libros que nunca cumplen lo que prometen.