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1986: EL COJO MANTECA EN PAMPLONA

Ene 15, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


Ya que lo hemos mentado en el post anterior, ahí va este cuento:

1986: EL COJO MANTECA EN PAMPLONA

Por aquel tiempo bebíamos litronas y, algún sábado, pillábamos chocolate. Aunque todavía no frecuentábamos los bares a veces entrábamos en uno de ellos, cerca de la Plaza San Francisco, donde siempre había unos vejetes con pintas de bohemios jugando al ajedrez con el Cojo Manteca, que se haría célebre en las revueltas de estudiantes de aquel año.
El Cojo Manteca no tenía en absoluto aspecto agresivo, allá sentado en su silla de ruedas, con la cicatriz en su cabeza afeitada y dándole vueltas al siguiente jaque mate. Precisamente entrábamos a aquel bar porque ni él ni los vejetes apartaban la mirada del tablero mientras trapicheaban. Eran como máquinas de tabaco: echabas la moneda y ellos te devolvían, fría e impersonalmente, el costo.
Salíamos pronto de casa. Nos citábamos hacia las cinco o las seis, comprábamos unas litronas y nos sentábamos a beberlas en las escaleras de la Biblioteca. Era un lugar agradable. Nadie te molestaba, tal vez porque en la plaza no resultaba extraño ver a media docena de alcohólicos trasegando tetra-bricks de vino, cantando y hablando con su mala sombra, o con yonkis mendigando duros «para un bocadillo, tronco», decían, aunque nunca se les veía comer, sólo arrastrarse como cadáveres sobre sus piernas como palitos. Y junto a ellos estudiantes que hacían un alto para fumarse un cigarrillo, vecinos paseando al perro, jugando con los niños…
La Plaza de San Francisco era como un cuartito de estar en el que nos dejaban entrar sin pedir permiso y donde a cambio, nosotros, desagradecidos, nos tomábamos algunas libertades, como colocar los pies sobre la mesa camilla, o vomitar sobre la alfombra…
Mientras bebíamos las litronas en las escaleras de la Biblioteca discutíamos. Las conversaciones surgían espontaneamente, saltaban como chispas, y luego iban tomando cuerpo, convirtiéndose en resplandecientes llamaradas que prendían fuego a aquel mundo de mierda. Pensábamos que tal vez éste funcionara mejor si los grandes hombres celebraran las cumbres en las que decidían el rumbo de la humanidad sentados en el banco de cualquier parque, en las escaleras de un portal, si tomaran las decisiones en ese momento de clarividencia en la frontera entre lucidez y melopea.
A veces, tras vaciar las litronas, íbamos a los bares, casi siempre al mismo, uno de la calle Jarauta. Ponían a Eskorbuto, y a Hertzainak, y a los Cika, , había gente de nuestra edad y la cerveza estaba barata. Nos sentábamos en una mesa, o amoldábamos el costado a la barra. Pasaban las chicas y les mirábamos. De repente, al fondo se veía gente que entraba asustada. Aparecían dos cascos blancos. Encendíamos un cigarrillo y le dábamos un trago a la cerveza. Ellos sacaban a los que no bebían; o a los que jadeaban, se les aceleraba el pulso; a cualquiera. Les hacían el pasillo y a veces se llevaban a alguno detenido. Entonces, cuando se iban, salíamos a la calle y les tirábamos piedras a las furgonetas. Sabíamos que al día siguiente los periódicos hablarían de disturbios provocados por “los de siempre” pero para nosotros “los de siempre” eran ellos.
El Cojo Manteca también tiraba piedras, en Madrid, se había levantado de su silla de ruedas y rompía con las muletas los cristales de las cabinas telefónicas. Mientras tanto algunos estudiantes a los que nadie sabía exactamente quien había elegido se reunían con el ministro y firmaban papeles. Jesús Quintero, El Loco de la colina, invitaba al Cojo Manteca a su programa, le pasaba cubatas y cigarrillos. El Cojo Manteca se levantaba en mitad de la entrevista y decía «me voy a mear». Era todo cuanto quedaba de aquellas revueltas de estudiantes. Aquí, nosotros seguíamos tirando piedras. Después volvíamos al bar . Ponían una de Kortatu o de los «Barri» o de La Polla. Las chicas nunca nos miraban al pasar. Pedíamos más cerveza. Así todos los sábados.

De «La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos», Patxi Irurzun (Baile del Sol, 2007)

BATALLITAS SANFERMINERAS

Ene 15, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Las que voy contando cada mes en www.blogsanfermin.com, en plan abuelo cebolleta. La última es esta, con un cameo del Cojo Manteca:

NO HAY PEOR RESACA QUE LA DEL PATXARÁN

Yo hace veinte años que no tomo una copa. De patxarán, quiero decir. Cuando tenía trece o catorce, unos sanfermines, me bajó a casa una ambulancia de la DYA (y casi tuvo que hacer el viaje de vuelta con mi madre, del soponcio que se llevó, la pobre). Esos ángeles de la guarda con chalecos reflectantes me habían recogido de un hierbín de Antoniutti babeando espuma por la boca, después de pimplarme a medias una botella de patxarán casero con un amigo (vale, también nos fumamos un china, que le compramos al Cojo Manteca en el bar Malembe; y, sí, además nos ventilamos una botella de “¡champandedoscientas!” que compramos en una tienda de la plaza San Francisco, cuando para que te despacharán alcohol no había que poner tu DNI sobre el mostrador, bastaba con enseñarles un retrato de Manuel de Falla). Pero lo que me dejó una resaca que todavía perdura y se manifiesta en cuanto huelo en un radio de cien metros a la redonda sus efluvios, fue el patxarán. No hay peor resaca que la del patxarán. Ninguna que aguante mejor el paso del tiempo. Ninguna tan cabezona, con mejor memoria. Puto patxarán.
Los de la DYA, ninó ninó, me llevaron a Urgencias, donde me lavaron el estómago (o al menos eso ponía en la factura que me llegó unos meses después; yo la verdad no me acuerdo de nada) y después me dejaron en casa. Por el camino yo ya me iba sintiendo algo mejor y me quedé con la cara del conductor, que luego resultó ser también el chófer de la villavesa que cogía todos los días para ir a clase, menuda lacha. Todavía me lo encuentro de vez en cuando por ahí y me pongo colorado como una endrina al verlo.
En casa, dice mi madre, aunque yo de eso tampoco me acuerdo, me dio por escupirle al gato. El pobre daba acrobáticos saltos por todo el cuarto de estar cada vez que yo le apuntaba con el lanzallamas de mi boca. Después, el fuego ya se volvió hacia dentro y me consumí en una camada de veinte horas al cabo de las cuales me levanté de mis cenizas, hecho una braga.
No volví a salir hasta el día 14. Me tomé una tónica, anduve como una alma en pena por la verbena infantil, sin la chispa suficiente para presentarme y dar besos coleccionables en las mejillas a las chicas (toda la precocidad que teníamos los chavales de entonces con el alcohol y las drogas era inversamente proporcional en lo tocante –aunque no sé si esta es la mejor palabra- a las chicas) y, pobre de mí, volví a casa de lo más formalico, para alivio de mi madre, que pensó que la madre de todas las borracheras me había escarmentado para siempre. Y de algún modo así fue, o al menos la DYA no volvió a bajarme en coma etílico a casa, como mucho el conductor de la villavesa, la última villavesa, lo cual servía para cortarme el pedo automáticamente y que eso de “Me habrá sentado mal algo que he cenado” sonara convincente después de tirar la cadena en el baño y que por la taza desaguaran destornilladores, bulumbas, tequilas con kiwi y otras cuantas marranadas con, no obstante, resacas mucho más limpias que las del patxarán.
El patxarán, el puto patxarán, en definitiva, me repugna, no lo puedo ni ver, soy un mal navarro y un peor sanferminero, pero a la vez, en mi defensa, diré que a veces también lo echo de menos. Echo de menos untar un Faria en la copa, verme cara de interesante al fondo del vaso durante sobremesas de mover hielos, no parecer una nenaza después de los cafeses (“Yo un licor de melocotón)…
Por lo demás, la factura de la DYA nunca llegamos a pagarla (nunca supe si era una prehistórica factura en la sombra), al Cojo Manteca solo volví a verlo en un telediario rompiendo cabinas de teléfonos con la muleta y el gato nunca me guardó rencor. Eran otros tiempos.

http://www.blogsanfermin.com/no-hay-peor-resaca-que-la-del-patxaran/

ENTREVISTA DE TRABAJO CON TACHENKO AL FONDO

Ene 13, 2012   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments

La cabeza me va a estallar. La noto bullir. Esto va por temporadas y últimamente los periódicos y también las circusntancias de la vida me llenan de relatos la mollera. Leo los periódicos y encuentro literatura por todo los lados. El tipo que pide un alargador de pene y le mandan una lupa. El que se autosecuestra y exige un rescate de 23.100 euros. ¿Para qué necesita esos 100 últimos? Tengo, también sueños raros, en los que aparece Tachenko, y me apetece hacer una semblanza sobre aquel jugador de baloncesto soviético que convirtió su apellido en un sustantivo y en el nombre de un grupo indie. Dios, estoy mal. Que alguien me ayude. Necesito echar todo eso sobre un papel, que me lean las masas, alimentarlas con el caldo de mi cabeza. ¿Nadie se da cuenta? ¿Nadie me va a dar una oportunidad? El talento me rebosa. Ya estoy harto de falsa modestia. Yo le hago una columna, una colaboración en un pispás, señora directora. Le garantizo lectores. Tengo historias para dar y regalar, de los periódicos y también de verdad, tengo mantas que tirar, crónicas para no dormir, historias de la mafia, hilos que alguien importante se ha dejado en mi chaqueta después de asaltarme y que llevan hasta la madeja, ases en la manga, momentos extraños en mi vida… ¿Por qué no dice nada? No, mejor no abra la boca, ¡No, por favor!… Ya le llamaremos, lo sabía.

REFRANES

Ene 11, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


Uno de los cuentos que va rescatando pacientemente Exprai en su página, y que ilustró en su día para el periódico en el que yo los escribía (GARA). Aquí están todos los recuperados hasta el momento. Era una buena gimnasia semanal. Un cuento cada siete días, durante unos cinco años. Son muchos cuentos y de algunos yo ya ni me acordaba.

REFRANES

Había llegado a la estación con una hora de adelanto.

—Hombre precavido vale por dos –recordé el refrán.

Pero nunca me habían gustado los refranes. A menudo dos hombres no vaan más que uno solo. Ni siquiera unos cuantos hombres vaan más que uno solo. De hecho creía que los hombres eran más ruines y en consecuencia peligrosos a medida que diluían sus personalidades en matrimonios, familias, religiones, patrias… Quizás yo fuera un misántropo, pero al menos obraba con cierta justicia, pues no me excluía a mismo de ese odio a la humanidad. Saa por ejemplo que después de todo el refrán era cierto y que mi precaución me desdoblaba en dos hombres: un cobarde y un desgraciado. Era un desgraciado porque nunca había tenido suerte y un cobarde porque nunca había tenido el valor de buscarla. Siempre saa corriendo cuando las cosas amenazaban con cambiar. Por eso llegaba siempre con una hora de adelanto a las estaciones de autobuses. Las estaciones de autobuses eran tierra de nadie. En ellas el tiempo parecía detenido. Todos estaban punto de llegar o de partir hacia algún lugar. Asustados. Aturdidos. Pero seguros mientras esperaban.

Aquella estación, en concreto, era triste, oscura, desangelada… Me gustaba, estaba llena de posibilidades, de historias, una por cada viajero que esperaba un autobús, o que llegaba a la ciudad, una por cada pervertido que merodeaba alrededor de los destartalados y malolientes baños… Era todo aquello, la vida, los sueños y las miserias de la gente, sus dudas y sus temores, lo que alimentaba el arte. El mundo, el ser humano con todas sus aspiraciones y sentimientos caan dentro de una pequeña estación de autobuses.
—Eh, colega ¿tienes un cigarrito?– interrumpió mis pensamientos una voz rota por el vino y el tabaco, una voz que parecía llegar de ultratumba.
Era uno de los vagabundos que se arremolinaban alrededor de una fogata en uno de los andenes inutilizados. Continué adelante, en dirección a la cafetería, sin prestarle atención, como si realmente fuera un espíritu que habitaba otro mundo, un mundo que pretendíamos invisible dentro del nuestro, que a su vez pretendíamos perfecto.
Me sentí avergonzado. Me hubiera gustado alargarle un pitillo, decirle “Vaya rasca hace esta mañana, tronco”, hacerle saber que a mis ojos ni nuestro mundo era perfecto ni él invisible. Pero ni siquiera me atreví a mirarle. Siempre saa corriendo. Era un cobarde. Un desgraciado. El mundo, el ser humano, la vida, con todas sus contradicciones, también caan dentro de tu propia cabeza.
Entré a la cafetería.
La clientela la componían personas que difícilmente coincidirían por voluntad propia en otro lugar: trabajadores del turno de noche, hombres de negocios en tránsito, trasnochadores en busca del último –o el primer– bar abierto…
—¿Qué va a tomar el señor?– preguntó el camarero. Era ecuatoriano. Extranjeros. Más hombres y mujeres invisibles, seres humanos que sobrevivían en las juntas y los ángulos muertos de nuestro mundo perfecto: en clubes de carretera, subidos a los andamios, en las estaciones de autobuses interurbanos…
Me tomé mi café despacito y después sa a la sala de espera. Había varios bancos, con gente esperando. Hombres y mujeres solos que miraban los terminales en los cuales aparecían escritos sus destinos. Yo también me senté en uno de aquellos bancos y miré los horarios de llegada y partida. No saa qué hacer, a donde dirigirme. Me hubiera gustado quedarme para siempre allá sentado, en aquella estación de autobuses.

—Eh, tronco ¿tienes un cigarrico?– volvió a interrumpir alguien mis pensamientos, esta vez un yonki.

Le miré a los ojos. Al fondo de ellos había escombros, una bicicleta rota y oxidada, peces de colores muertos…

Le pasé la pava de mi cigarrillo.

—Este es el último– me excusé.

El se encogió de hombros.

—Tranqui tronco, siempre que ha llovido ha parado– dijo.

Pensé que tal vez deberían empezar a gustarme los refranes.

EN EL SEMANARIO ‘UNO’ DE BOLIVIA+EL EXILIO VOLUNTARIO

Ene 11, 2012   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

El precioso texto que escribió hace unos días Claudio Ferrufino sobre ‘Dios nunca reza’ ha sido publicado también en el semanario Uno de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia).

http://issuu.com/semanariouno/docs/semanariouno_443 (en la penúltima página)

Lo afea un poco que han puesto una foto mía. A este paso me hago famoso en Bolivia, aquí no se puede. Dentro de poco contaré algo sobre este autor boliviano, pero si alguien quiere hincarle ya el diente Alberdania publicó su novela El exilio voluntario, de la que se pueden leer aquí sus primeros capítulos. Y esto es lo que dice la editorial:

El exilio voluntario. Claudio Ferrufino-Coqueugniot.
*Premio Casa de las Américas

La novela de Ferrufino-Coqueugniot puede leerse de diversas maneras. Como un detalle casi testimonial de la vida de un inmigrante boliviano en los Estados Unidos, o como un libro de experimentación literaria y lingüística. Ahí, en parte, radica su riqueza, en las posibilidades que entrega al lector de situarse en diferentes facetas a ratos, o siempre, yuxtapuestas.

La vida de Carlos Flores, universitario nacido en Bolivia cuya discusión interna está en la de ser o no ser un hombre de acción, lo separa del inmigrante usual que emigra por factores económicos. Sin embargo, ya en el campo, el país ajeno, extraño, se ve inmerso en esa realidad y comienza a vivirla, sufrirla y también disfrutarla. Su prurito individual cede paso a opciones colectivas. En el momento en que se solidariza con sus compañeros de trabajo y/o infortunio –y estos se solidarizan con él–, su punto de vista se altera. Sin dejar de lado el intelectual que presume ser, piensa en los aspectos sociales de su voluntario destino desde la óptica de un trabajador, que encima soporta un exilio, la ausencia de la tierra y de la madre, la orfandad del idioma, la adversidad del clima. Como Sísifo, carga una piedra que nunca se deja de cargar. Ello añade a la nostalgia, al cuestionamiento personal, pero, al mismo tiempo, a la dinámica de la lucha y la posibilidad de vencer, en casi absoluta soledad, aquello que se le opone.

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