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YA QUEDAN POCOS
Y ya que va de videos este otro sobre ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!, para recordar que en office@eutelequia.com, se puede pedir el libro y lo recibiréis contrarreembolso en casita por solo quince eurillos, que es bien poco a cambio de unas cuantas risas aseguradas. Venga, que solo quedan unos pocos.
PEZONES
Aquí va el prólogo que escribí para «Me quema el sabor de tus ojos», el disco-libro de Daniel Sancet e Insolenzia. Es además, una excusa para volver a poner el vidrioclip de este mismo grupo en el que aparezco encarnando a Dick Grande, el barrendero protagonista de mi novela ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! Memorias de una estrella del porno (amateur).
PEZONES
Joder, con las prisas. Dani me llamó ayer cuatro veces. Yo no me enteré. Estaría pasando el aspirador o bañando a los niños. Esta mañana he visto las llamadas perdidas, y justo cuando iba devolverlas, suena el móvil. Hay otro hilo invisible, además del teléfono, que nos conecta a cientocincuenta kilómetros. Después de todo los dos somos Ilundain.
—Primo, te llamo para meterte en un marrón… Necesito el prólogo para mañana…
Joder, con las putas prisas.
Aunque yo sabía que eso iba a pasar, cuando me invitó a escribirlo, a escribir este prólogo:
—Por mí, encantado, pásame la novela y eso está hecho.
—¿La novela? No, es que todavía no la he escrito.
Todo esto en mitad de un agosto frío como la mano de un esquimal muerto, cuando vinieron a Artica a grabar.
—¿Y cuando sacáis el disco?
—A finales de septiembre…
Dani me ha explicado cómo trabaja varias veces, cuál es el proceso creativo para escribir, primero las canciones y después, a partir de ellas, los capítulos de la novela; o quizás sea al revés, primero imagina la novela, la retiene en la cabeza, y una vez que ha escrito las canciones, suelta de una tacada la novela, no sé, todavía no lo he entendido muy bien. Lo que sí sé es que tiene todo eso dentro de él, ni siquiera diría que dentro de su cabeza, sino en las tripas, o en los pulmones, o en el forro de los cojones, y un día lo expulsa, como una polución nocturna, la bocanada de un luckiestrai, una vomitona…Lo hizo con “La boca del volcán” y lo ha vuelto a hacer con “Me quema el sabor de tus ojos”. Que me parece muy bien, pero yo ya estoy mayor, necesito más tiempo, yo escribía así hace años, cuando la cerveza entraba fácil y a porrillo, a oleadas, hasta que sentía el sabor de la espuma y de la sangre debajo de la lengua, y lo echaba todo, y en el suelo quedaban restos de tinta china. Qué tiempos. Qué cabrón, Dani, que todavía puedes hacerlo, divertirte, pintar con un palo en la arena, mientras a tu lado pasan chicas en bikini apuntándote con sus pezones duros.
—Vale, tendrás tu prólogo, a ver qué sale —siento húmedas las bragas de mis musas, y me comprometo.
Me comprometo, aunque tenga mil cosas pendientes. Esta mañana toca hacer la compra, así que de camino al súper pongo “Me quema el sabor de tus ojos” a toda hostia en el coche. Me saqué el carnet solo para eso. Para poder oír música. Y para berrearla. Todo lo demás, conducir, los talleres mecánicos, las conversaciones masculinas sobre coches, me da puto asco. La gente se sube a los coches y se convierte en bestias, depredadores, defensores de la pena de muerte. Conducir es una cuestión de educación, y las carreteras están llenas de maleducados, de listillos, de asesinos en potencia… Pero también hay gente que canta en el coche. Sin dejar hueco ni aire para la mala sangre. Yo pensaba que era un bicho raro, pero el día que Dani me llevó a casa, después de escuchar en el estudio de Iker Piedrafita por primera vez cómo habían quedado las dos primeras canciones del disco, vi que él también cantaba mientras conducía. A toda hostia. A pleno pulmón. Como un Ilundain.
A mí, ese día, se me puso la corteza del corazón en piel de gallina. Un ratico antes, me sentí un privilegiado acompañando al grupo en el estudio, mientras escuchaban la mezcla definitiva de las canciones. Sonaban como un trueno. Y ellos lo sabían. Escuchaban sus temas como si los hubieran escrito y tocado otros. Se sentían pequeñitos al lado de ellos. Y yo todavía más pequeñito, a su lado, un insecto, una mosca quieta en un cenicero. Yo era un intruso, un profanador, no tenía ni idea, nunca había oído una canción convertida en chóped, en lonchas, la batería por aquí, la voz de Isabel, a capella, por allá (qué bien canta Isabel siempre, y en este disco en particular, su voz suena como una flor desgarrando unas bragas de seda, o una mano blanquísima abriendo el corazón de un pájaro con los ojos del color de la miel… Y qué bien se araña la piel con las ortigas en la garganta de Dani. Dani e Isabel, bella y bestia, bailando un vals, sin pisarse los pies).
Después, al salir del estudio, nos tomamos una cerveza en un bar, a los pies del monte Ezkaba y a la salud de todos los huesos sin nombre enterrados en él, y Miguel no rompió ni tiró nada, y alguien del grupo dijo “A ver ahora cómo superamos esto”, y luego fue cuando Dani me llevó a casa, en coche, con la música atronando, y cuando empezó a cantar, sobre su propia voz, “A pleno pulmón”, y yo sentí cómo el asiento de copiloto me tragaba, como mi propio corazón convertido en una hoja de papel me envolvía, y sobre él la vida era un dictado con estribillos para corear con el puño en alto (que los hay por arrobas en el disco), y jarras de cerveza fría una tarde de verano, y risas despreocupadas… Puro rocanrol. Pura vida.
—Bueno, pues cuando tengas la novela, mándamela— fue sin embargo, lo único que pude decir, cuando Dani me dejó a la puerta de casa. Como una mosca muerta, ahogada en cenizas, incapaz de zumbar con un poco de entusiasmo.
La novela fue llegando después, también como ruedas de chóped: un día Dani me trajo dos capítulos, otros me los envió por email… Y al final el prólogo lo he tenido que hacer pintando sobre la arena, del tirón, contra el reloj… Al estilo Sancet. Escribiendo como cuando escribir era lo único que había. Cuando te jugabas la vida con ello (eso sigue igual, pero entonces tenía menos miedo y, aunque dejaba más flancos descubiertos, la inconsciencia me hacía más peligroso). Cuando pasar la aspiradora era escribir. Y cuando te daba lo mismo si los demás la tenían más larga.
Jean Dubuffet, escritor y pintor francés (para qué voy a escribir un prólogo si no puedo pegar un moco dentro de él), dijo que “la literatura lleva un retraso de cien años con respecto a la pintura. Hace varios siglos que no se alimenta de los frutos inmediatos que ofrece la vida, sino de obras anteriores”. Y tiene razón, pero eso no va con Dani ni con el libro que tienes en tus manos. En este libro no vas a encontrarte citas de Rimbaud, de Marcel Proust, ni siquiera de Bukowski (como mucho de Barricada, o de Cicatriz) sino bares, habitaciones con gente que se siente sola, se hace pajas, tiendas de discos, más bares… Pura vida. Puro rocanrol. Y muchos pezones. A Dani le vuelven loco los pezones. Pezones con forma de fresa, o pezones que te apuntan como recortadas, y tú levantas las manos y algo más, y ofreces el botín de tu alma a cambio. Pezones nutricionales, por los que fluye la existencia. Dani acaricia pezones con sus manos y se pone tetas, es capaz de desdoblarse, de cambiarse de sexo sin que se note, de meterse bajo la piel tanto de Alex, como de Selene, los dos protagonistas, de darse de hostias en un bar y de probarse un tanga delante de una amiga y preguntarle si le hace el culo demasiado gordo. Y mucho más: Dani retrata, mirando desde muy cerca, a dos jóvenes que echan a andar en dirección contraria al dedo que señala y acusa.
Dani Sancet es, en definitiva fiel a la Insolenzia, con zeta, y cuando es necesario muerde hasta la mano que le da de comer y le deja la cicatriz, la marca del zorro, un beso de antifaz, algo que dicen que no se debe hacer, mentira puta, detrás de esa mano hay siempre un brazo, una mente a veces peligrosa y otra mano con la que a menudo nos tienen agarrados por los huevos. Este es un disco, y un libro, escrito con los dientes apretados, a pleno pulmón, con la voz rota de tanto gritar –eso y los, luckystrais-, contra el tiempo, viudo de reloj, contra todos y a favor de los que todavía se atreven a danzar el baile de la libertad.
Patxi Irurzun
Sarriguren, 16 de septiembre de 2011
Sarriguren, 16 de septiembre de 2011
LA ÚLTIMA FRONTERA
Muy pero que muy de vez en cuando llegan noticias de la remota Papúa Nueva Guinea, hay que buscarlas por los bordes de los periódicos o en vistos y no vistos de los telediarios, total solo son, como las de esta semana, hundimientos de ferrys en los que no viaja ni un solo turista, o intentos de golpe de estado, cosas así, sin importancia.
Yo estuve en aquel país hace diez años. Lo cuento en la segunda parte de mi libro ‘Atrapados en el paraíso’ (en la primera hablo de Payatas, el basurero de Manila), del que os dejo aquí algunos párrafos papús de un capítulo titulado
EL PIRATA DEL SEPIK
No tardamos demasiado en aterrizar en Wewak, en un pequeño aeropuerto. Mientras esperábamos a que un carro trajera nuestras maletas, tras las verjas distinguí un rostro que me resultaba familiar: un hombre de unos 60 años, alto, espigado, de barba rala y pelirroja. Se acercó a nosotros en cuanto salimos del aeropuerto.
—Ralf —se presentó.
Pronto recordé. Había visto esa cara en una guía de viajes del Sudeste Asiático que hablaba de refilón de PNG. Según ésta, la casa de Ralf era el punto de paso imprescindible para todo viajero que pretendiera llegar hasta el Sepik, el lugar donde éste podía informarle de todo lo necesario, conseguir el vuelo en la avioneta, poner a recaudo los pasaportes, etc. Uno de los tesoros de Ralf, de hecho, era el libro de visitas, en el que los viajeros dejaban sus impresiones y consejos tras su incursión en el río. Ralf era un ex-jesuita alemán que había pasado casi 20 años navegando por el Sepik y que finalmente se había casado y tenido hijos con una nativa. Ralf ahora sobrevivía, casi como un ermitaño, en una colina a sólo unos kilómetros de Wewak, alquilando literas, vendiendo artesanía, utilizando su vieja ranchera como taxi…
Nos ofreció alojarnos en su casa. Dijo que tenía una habitación libre, aunque deberíamos compartirla con varios cachorros de perro —“pekininos”, los llamó—. Aceptamos. Por lo que sabíamos era el único lugar al alcance de nuestro bolsillo en el que podíamos hospedarnos en Wewak.
Ralf nos hizo montar en su ranchera, con decenas de abolladuras y que algún día bajo el óxido debió de ser amarilla. Subimos junto a él en la cabina. En el suelo había una capa de cáscaras de coco. Arrancó. Apenas recorrió unos metros y paró para que subieran dos o tres mujeres a la parte de atrás. Después un grupo de niños. Algunos chicos jóvenes. Así hasta que la ranchera se llenó. A veces Ralf disminuía la velocidad para coger una de las cáscaras de coco y arrojarla por la ventana a los perros que se cruzaban. Al principio pensé que era un amante de los animales, pero después me di cuenta de que les tiraba a dar, intentando espantarlos para no atropellarlos, lo cual resultaba algo ridículo, pues circulábamos a unos 20 kilómetros por hora.
La carretera fue elevándose por una colina de vegetación espesa, entre la cual se abría de vez en cuando un claro, algún camino, en el que se veían grupos de jóvenes con machetes, esperando no se sabía muy bien qué. En los días sucesivos no tardaría en darme cuenta de que los machetes eran herramientas de trabajo con las cuales abrirse paso a través de la selva, cortar caña o plátanos y de que aquellos muchachos simplemente esperaban algún camión que les condujera a Wewak, pero no pude evitar asociar esa imagen con cualquiera de las que estábamos acostumbrados a ver en los telediarios cuando hablaban de países como Papúa Nueva Guinea o de continentes como Africa, y que ilustraban noticias de matanzas, mutilaciones… Me pregunté qué sucedería con cada uno de nosotros con uno de esos machetes atrapados en un atasco; o ganando ochenta kinas, veinte euros a la semana.
Llegamos a la casa de Ralf, en un recodo de la carretera. Alrededor de ella, semienterradas, había varias rancheras aún más viejas que aquella en la que habíamos montado. En cuanto a la casa, era una rudimentaria construcción de madera, sostenida sobre cuatro troncos que dejaban un espacio debajo por el que desaguaba la ducha y que impedía entrar a los reptiles. En la fachada se veían colgadas máscaras de madera, tallas, escudos… Apenas un aperitivo de lo que aguardaba dentro. La casa de Ralf era una auténtica «haus-tambaran», las casas de los espíritus que construían en los poblados de Papúa Nueva Guinea en honor de los antepasados. Las paredes se encontraban completamente cubiertas por lanzas, tallas, figuritas, dientes de cocodrilo y demás adornos a los que no habían quitado el polvo desde hacía lustros, seguramente para no molestar a las decenas de arañas que colgaban por doquier y que para Ralf eran una especie de simpáticas mascotas o pequeños dioses animales. En contraste con esos adornos también se veían algunos recortes de periódicos de diferentes partes del mundo en los que se mencionaba la casa y, en una de las puertas, posters de Pamela Anderson y Leo Dicaprio.
—Era la habitación de mis hijos —se disculpó Ralf—. Ahora viven en Australia.
De esa misma habitación veríamos en los días que permanecimos en Wewak entrar y salir a varias mujeres que hacían la comida, barrían y apenas intercambiaban unas frases con Ralf. Siempre eran mujeres silenciosas, que permanecían dos o tres días, se iban y dejaban paso a otras como ellas. Era como todo cuanto rodeaba la vida de aquel singular alemán: misterioso.
Ralf nos hizo pasar a nuestra habitación y nos mostró varias literas, la mayoría de ellas ocupadas por cajas con más montones de figuritas y máscaras.
—Las mantas —nos ofreció.
Estaban mojadas. La colina era un lugar húmedo que todas las mañanas quedaba envuelto por una niebla densa. Comenzamos a hacer las camas. Debajo de ellas se escucharon unos gruñidos.
—Los “pekininos” —explicó Ralf—. Los perros grandes quieren comérselos, sienten celos de la madre.
Lo que nosotros no entendíamos era por qué los ponía a recaudo precisamente allá, en la habitación de los huéspedes. Era como si lo que él ofreciera fuera precisamente eso, un alojamiento para amantes de las emociones fuertes y molestas. Lo que estaba claro era que quien dormía en la casa de Ralf nunca olvidaba la experiencia, las noches de terror, con todas aquellas máscaras y arañas observándote en la oscuridad; las noches de enfermedad, al borde de la pulmonía al amanecer; las noches de pesadillas, en las que uno soñaba con convertirse en el Herodes perruno…
La casa de Ralf no era, en definitiva, el “Crown Plaza”, y eso que todavía no habíamos descubierto la pieza estrella: el baño, y su peculiar sistema de saneamiento. En una pequeña caseta, fuera, bajo una taza incrustada en unas tablas de madera se veía un gran agujero excavado directamente en la tierra, al fondo del cual se revolvían miles de gusanos que devoraban cuanto les echaran, excrementos, orina, papel higiénico…
—Si consigo cagar aquí creo que nunca más volveré a estar estreñido —dijo Josean.
La primera noche en la casa de Ralf apenas conseguimos pegar ojo. Los “pekininos” lloraban, rascaban el suelo… De vez en cuando, en la carretera, se oía un frenazo, gritos de hombres llamando a mujeres —supongo que a las mujeres de la habitación contigua—, y después a Ralf que salía a espantarlos. Los hombres se alejaban entonces entre un estrépito de botellas rotas. Fue una larga madrugada.
Atrapados en el paraíso (Patxi Irurzun).
Gobierno de Navarra, 2004
Gobierno de Navarra, 2004
Premio a la creación del Gobierno de Navarra. Finalista del Premio Desnivel.
pedidos: fondo.publicaciones@navarra.es (8 euros)
MIERDAS DE PERRO
«Inundan la ciudad. Mierdas de perro. Unas tú las pisas y otras te quieren pisar». Que cantaban los Tijuana in blue hace años, muchos años, pero hoy más que nunca sigue siendo una canción de plena actualidad. Observo un aumento de plastas por las aceras, pequeñas minas antipersona que traen buena suerte, dicen, pero que lo único que traen es peste y mala hostia y un odio cerval hacia los maleducados,que serán los mismos que se cuelan o empujan en la tienda, en la parada del autobús, que aparcan en doble fila, etc. Listos, listillos, gentuza. Con todo, las peores son las otras, las mierdas de perro que nos quieren pisar y que florecen por doquier, pones la radio y ya empieza a aventar la mierda, todo apesta, todo está corrompido y parece que no hay manera de limpiar las aceras, solo hay miedo y el miedo genera impunidad y así nos va ¡Mierda!
Os dejo con un capítulo de la que fue mi primera novela, Cuestión de supervivencia (1997):
Ilustración de Kalvellido para la reedición del libro bajo el que fuera su título original ‘La virgen puta’, que se puede leer aquí: http://lavirgenputa.blogspot.com
RAÍCES
Me gustaba andar. Sobre todo cuando estaba borracho. Era como hacer el muerto sobre el mar, permitir que las olas me acunaran, me arrastraran hasta dejarme varado en la playa. La única diferencia era que en lugar de alzar la mirada y encontrarme con el azul luminoso del cielo veía los bloques de viviendas de los barrios trabajadores -en los que ya casi nadie trabajaba- inclinándose hacia mí, hablándome al oído, recordándome los viejos tiempos, pero a la vez ensuciándome la oreja con su saliva maloliente.
Yo había crecido en uno de esos barrios, no importaba cuál, porque aunque entonces nos parecía a cada uno que el nuestro era singular -el barrio sin ley, el barrio conflictivo, EL BARRIO- en realidad eran todos iguales. Los edificios gemelos, cuarteados en bloques de cemento, sus fachadas descascarilladas, sudando sangre gris, los chandals limpios colgando en las ventanas, el ruido de los tubos de escape trucados de las motocicletas robadas, los gritos de los chavales en los portales, sin otra cosa que hacer y sin ganas de hacer otra cosa, las mierdas de perros en las aceras (últimamente, por cierto, todas las familias tenían un perro, y era el padre quien lo sacaba a pasear)…
Aquello era lo que me diferenciaba de Lorea. Raíces que crecían en las tripas y te las revolvían.
Me pregunté cuanto tardaría en regresar al barrio. Todo aquel que no hacía de tripas, de aquellas tripas de madera, corazón, terminaba regresando. Las fronteras también existían, quizás eran las únicas que existían de verdad, en cada ciudad, en cada país, y la única manera de atravesarlas era la traición, el olvido, la delación… Eso o la guerra. La guerra en los barrios se llamaba revolución, pero ya nadie lo recordaba. Sólo recordaban el nombre de sus perros.