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Miércoles 18 de junio de 2008
Creo que todavía hay algo que me irrita más que que los bancos me roben mi dinero. Que me roben mi tiempo. Como si éste no valiera nada. Es igual que cuando iba a sacarme la tarjeta del paro, te volvían loco con los papeleos, recorrías la ciudad en busca de certificados, justificantes, recibos. Tú eras un desempleado, un desocupado y eso quería decir que tenías todo el tiempo del mundo para dedicarte a hacer colas, para acostumbrarte a que te trataran como a un fardo de carne.
En los bancos sigues siendo ese fardo de carne, pero encima te hacen picadillo.
Esta mañana mi mujer y yo hemos estado cancelando las cuentas vivienda, ordenando transferencias para pagar al constructor… En realidad ya estuvimos haciéndolo hace dos días, pero alguna de las operaciones nos puede perjudicar en la próxima declaración de hacienda. Eso hoy, hace dos días no había ningún problema, fue lo que dijo la chica que nos atendió. Pero ayer por la noche llamó el director (supongo que habría revisado los movimientos al ver que nos llevamos la hipoteca a otra entidad) y esta mañana hemos tenido que volver a pasar por la oficina, antes de ir a trabajar (por supuesto, hemos llegado tarde). Nos ha atendido otra empleada que no sabía nada del tema y que en lugar de ponerse a solucionar el problema se ha dedicado a defender a sus compañeros. «Las operaciones efectuadas ya no tienen vuelta atrás», ha dicho, da igual que su compañera no nos hubiera explicado sus consecuencias. Me he acordado de Las uvas de la ira, de Steinbeck: «Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es un hombre. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar«.
Al oír a la chica, Malen ha roto a llorar de pura rabia. Con el embarazo sus sentimientos son como burbujas que emergen y explotan sin control. Yo, al verla así, he tenido ganas de volcar la mesa, dar gritos, abofetear a esa empleada, pero no podía, seguramente ella también odia al monstruo, pero su obligación es alimentarlo con nuestro dinero; el monstruo no puede parar de crecer, porque si dejamos de hacerlo tal vez nos devore a todos…
Aunque lo peor de todo no ha sido eso, lo peor de todo es que después he tenido que ir a la oficina. Trabajo en una agencia de comunicación (suena bien pero solo soy un mileurista). Escribo anuncios, cartas, discursos para el director de… el mismo banco que me roba mi dinero y mi tiempo. Me dedico a maquillar al monstruo, a disimular el hedor de sus tripas digiriendo carne humana, trato de taparlo con palabras como obra social, solidaridad, compromiso… Sí, mi trabajo apesta, más que cuando trabajaba como barrendero, entonces recogía basura, ahora la esparzo envuelta en papel de regalo (ecológico). Pero prefiero eso a volver a vacíar papeleras, a la fábrica o la cola del INEM…»Y después de todo, yo no tengo la culpa, la culpa es del monstruo», intento justificarme. Pero no me lo creo ni yo.
De «Dios nunca reza». Patxi Irurzun. Alberdania, 2011.

Lo que yo quería era escribir un cuento de ciencia ficción, con ministerios patrocinados que ya no se llamarían Ministerio de Sanidad, sino Ministerio McDonalds, por ejemplo, pero en la tercera línea ya me di cuenta de que eso no tenía nada de futurista; eso podía decretarse cualquier viernes terrible de estos. Así que empecé a imaginar qué más podíamos hacer. Indignarse estaba bien, pero no era suficiente (o quizás no se había tomado al pie de la letra la definición de la RAE: Indignación: Enojo, ira, enfado vehemente contra una persona o contra sus actos). Y seguí pensando. Seguí imaginando. Mientras lo hacía, en la radio, el ministro BBVA (al que antes llamábamos de Economía y Hacienda), decía en el congreso —aunque más bien parecía que estaba en una taberna—: “Pero ustedes qué quieren, reinventar el sistema financiero”, y lo peor no era el tono despectivo, burlón, desafiante, casi gansteril en que hablaba, sino que lo hacía como si aquello fuera irrebatible, y de hecho lo fue para aquel a quien se dirigía, alguien que, supongo, para lo que en el fondo estaba allí o a lo que aspiraba era a sentarse un día en el sillón del Ministerio Repsol, CASA o alguno parecido…De lo contrario podía haber replicado:
—Claro, eso es precisamente lo que pretendemos: reinventar, imaginar. A eso es a lo que deberíamos ponernos ahora. Ya nos hemos quejado todo lo que hemos podido —o quizás no, solo lo que nos han dejado—, pero no es lo único que vamos a hacer, también tenemos alternativas, o igual no las tenemos todavía, pero al menos sabemos que las hay, que puede haberlas, que debe haberlas. Nos imaginamos que hay alternativas, y eso es lo vamos a empezar a hacer: imaginarlas, ponernos a pensar en ellas.
Suena vago, claro. Además, en realidad yo, en particular, no tengo ni idea de cómo se puede reinventar el sistema financiero, económico, las relaciones sociales y laborales… Nos hemos indignado, más o menos, pero esa indignación no puede ser indiscriminada, ni vaga (“ellos”, “el sistema”, “el capitalismo”…) y también debe incluirnos a nosotros mismos. Deberíamos indignarnos por habernos indignado, únicamente, porque detrás del grito no haya siempre palabras, argumentos, propuestas. O por dejar estas en manos de otros. El sistema financiero se puede reinventar, claro que sí, de igual modo que se puede reinventar el sistema político, la democracia, la partidocracia… Hay también una responsabilidad que no puede ser eludida en quienes dieron el voto a los partidos que nos están desgobernando. Lo están haciendo porque unos cuantos millones de personas se lo han pedido, o al menos se lo han consentido.
Es su responsabilidad, y es también la de quienes no los hemos elegido ni nunca hemos confiado en ellos: seguir imaginando, reinventado.
Todo eso, por supuesto, no quiere decir, como al parecer se pretende, que mientras tanto seamos nosotros quienes tengamos que cargar con todo el peso, que caiga sobre nuestras espaldas toda la responsabilidad y las consecuencias de esto que llaman crisis y que en realidad es un expolio. La indignación, pues, debe seguir, entre tanto (mientras imaginamos un mundo mejor), y ajustarse a su valor etimológico, dando un paso al frente, por vías vehememente imaginativas como la desobedencia: los médicos navarros que anteponen la deontología a los decretos leyes y que han dicho que atenderán a sin papeles; el impago en peajes y metros con precios abusivos… La desobediencia es también una manera de reinventar, de imaginar, y puestos a imaginar, yo me imagino por ejemplo manifestaciones en las que, ya que pretenden que no podamos encadenarnos con los brazos rodeemos nuestros hombros, o incluso hagamos la conga (porque tampoco podemos sucumbir al miedo o la tristeza). Y la insumisión fiscal, el plante al repago sanitario, la okupación de sillas con taxímetro para acompañantes de enfermos…
Lo que yo quería era, en definitiva, escribir un cuento de ciencia ficción, y al final parece que me ha salido un panfleto, dirán algunos, pero me parece, creo que eso es lo que toca, lo que hay que hacer, antes de que sea tarde, antes de que la realidad supere la ficción y solo sean personas con derechos aquellos que tengan la tarjeta de El Corte Inglés.
Patxi Irurzun
Ayer en Diario de Navarra, donde de repente me he hecho visible y soy escritor (he salido dos semanas seguidas, casi más que en el resto de mi vida y de mi docena larga de libros) , coincidiendo casualmente con la publicación de los cuentos infantiles que estoy publicando para la colección «Erase una vez en Navarra», publicaron un artículo sobre las relecturas de algunos escriotres, entre ellos, un servidor.. Como la cosa no salió en edición digital recurro al cutrerío y le hago una foto al papel y la pongo aquí, y como todo eso no sirve para nada porque no se ve un pijo pego también la respuesta completa que di, que no es la misma que salió, porque luego, ya se sabe, por cuestiones de espacio no entra todo, hay que recortar, etc, etc:
«La verdad es que no suelo releer mucho, primero porque se me acumulan los libros para leer por primera vez o descubrir; y segundo porque cuando vuelvo algunas veces sobre lecturas las asocio con las épocas de mi vida en las que los leí por primera vez o descubrí a un autor, y a veces tengo miedo a que algunos de los libros de los que guardo buen recuerdo me decepcionen. No es lo mismo, ni marca igual leer a Bukowski con 15 que con 40, aunque es uno sobre los que vuelvo a veces y no me suele fallar, pero ya no hay ese deslumbramiento. Pero sí hay algunos autores que siempre me acompañan, en mi estantería tengo un par de baldas con mis libros preferidos (libros más que autores) y ahí no faltan «El pan desnudo» de Mohamed Chukri, «Un puñado de estrellas» de Rafik Schami, «Pregúntale al polvo» y «Espera a la primavera» de John Fante, «Última salida para Brooklym» de Hubert Jr, Selby,» Las pirañas» de Miguel sanchez Ostiz y culaquiera de sus dietarios, el Lazarillo de Tormes, Luces de Bohemia de Valle-Inclan. También releo mucho y me parecen muy actuales los comics de Maki Navaja. Ültimamente estoy releyendo algunos libros (como La lluvia amarilla, de Lllamazares, o La tregua de Benedetti), para el club de lectura que llevo en la biblioteca de San Jorge, y en este caso, y gracias a los puntos de vista de quienes participan en ese club, descubro cosas nuevas o en las que no había reparado. Releer me provoca sensaciones contradictorias, por una parte me hace sentirme culpable porque me «quita» tiempo para nuevas lecturas, pero por otra parte me parece enriquecedor por esos nuevos descubrimientos o matices. Es, en fin, como cuando alguien planea un viaje, siempre quiere ir a lugares en los que no ha estado, pero tampoco está nada mal volver a París o a Nueva York y verlos con otra mirada, que cada vez es distinta, depende de tu circunstancia vital más que de la propia ciudad o el libro que revisitas.
El cuento de hoy, 1 de mayo, es un viejo cuento (que recupera e ilustra una vez más Exprai), sobre la que fue mi primera experiencia laboral, con 17 o 18 años. Las cosas no han cambiado demasiado, y si lo han hecho ha sido a peor. Un viejo cuento.
PRIMERO DE MAYO
Patxi Irurzun
¿Experiencia? No. ¿Carnet de conducir? No. Servicio militar? No. Cada una de aquellas preguntas era como un conjuro que me hacía más y más diminuto frente al mostrador y también frente al mundo. El mundo siempre esperaba de uno que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, una carrera, un trabajo fijo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo no podía porque le pisaban como a una cucaracha.
—¿Puede venir mañana a las seis?
—Eso si– contesté apresuradamente, aunque quizás no pudiera: la empresa que había que limpiar estaba en un polígono industrial a las afueras y a esas horas todavía no circulaban autobuses.
—Perfecto. Entonces allí le esperamos.
A la mañana siguiente tuve que pedir un taxi. Mientras éste se dirigía a la fábrica miraba el taxímetro y pensaba que debía conseguir que alguien me prestara una bici sino quería trabajar únicamente para pagarme el desplazamiento al trabajo.
No había amanecido todavía cuando llegué a la fábrica.
—Llegas tarde– dijo el encargado, de todas maneras, cuando lo encontré, y me entregó un buzo, unas botas, un cubo y jabón.
El trabajo no parecía complicado: consistía en limpiar la grasa acumulada en las máquinas. Sin embargo al cabo de dos horas la piel de mis manos se agrietó y despellejó. Al mediodía el encargado vino con unos guantes de goma.
—Póntelo, que ese jabón es muy fuerte– dijo, pero por lo visto empezaba a serlo a partir de ese momento.
Luego sacamos escombros a un contenedor y me corté con una chapa. Fui a limpiarme. En el lavabo serpenteaban, arratradas por un débil chorro de agua, gotitas de sangre, pero no pude ni siquiera ponerme una tirita. Vi en la puerta, paseándose malhumorado, al encargado y volví al trabajo.
Al mediodia, en el vestuario, le pregunté a un compañero que me sonaba del barrio cómo había ido hasta la fábrica. Parecía un tipo legal.
—Tengo una moto– dijo.
A la mañana siguiente el tipo me llevó en su moto a la fábrica. Era un tipo legal. Continuamos limpiando máquinas. Hacíamos apuestas sobre que color aparecería bajo la capa de grasa. En una ocasión estábamos riéndonos por el resultado de una de las apuestas y el encargado gritó:
—Menos risas y más caña, que hay mucho curro, joder.
A los demás no les gritaba, incluso se mostraba cordial con ellos. Me fijé en cómo trabajaban. La gente se lo montaba de puta madre en todos los sitios. En la universidad hacían preguntas tontas para que el profesor se fijara en ellos. Allí, para que el encargado no lo hiciera, limpiaban muchas máquinas, pero sólo en las partes visibles, y si te acercabas veías las manchas de grasa en los rincones y en las tripas de los motores. En todos los sitios parecía premiarse la superficialidad.
Una vez acabado el trabajo y a pesar de la bronca, el encargado vino al vestuario y nos habló cortésmente, incluso con dulzura. Dijo que le perdonáramos pero íbamos muy mal de tiempo, tal vez habría que hacer horas extras “¿qué os parece esta tarde?”. No respondí nada. En la oficina me habían preguntado cuántas horas podía trabajar al día y había contestado ocho, que suponía era el máximo permitido. Además había visto en las paredes de la fábrica pintadas que decían :. “Horas extras, vergüenza obrera” y creía que cada uno decidía si quería ser un sinvergüenza o no. Esa misma tarde comprendí que aquello no siempre dependía de ti.
Llamaron por teléfono.
—¿Por qué no ha ido a trabajar esta tarde?– preguntaron con cierta agresividad.
Yo, por contra, intenté mostrarme amable.
—Lo siento, pero no voy a hacer horas extras.
—De acuerdo. Entonces no hace falta que mañana vuelva. Pásese por la oficina y le pagaremos su cheque.
—Vale– contesté, intentando todavía mostrarme amable, indiferente, y también que mi actitud les resultara molesta, aunque creo que yo a ellos les daba igual.
Suponía que había hecho lo que debía pero a la vez me sentía un pardillo. Colgué y pensé que al menos al día siguiente no tendría que madrugar.
Os dejo con el cuento que me premiaron hace unos meses en el Villa de Murchante y que me parece tristemente actual:
PEAJE
Patxi Irurzun
A veces, cuando vuelvo de dejar a los niños en la escuela y luce el sol, pienso que ha habido una catástrofe nuclear, unos días, y otros que estoy en Salou o en Benidorm en un mes de temporada baja. Los bloques de apartamentos baratos, los árboles desnudos, las tiendas cerradas… Pero después, al final de ese desierto de calles peatonales, no aparece el horizonte luminoso del mar o un gran hongo naranja de humo radioactivo, sino polígonos industriales, descampados con esqueletos de nuevas VPO, el skyline de piedra de la vieja ciudad; la vieja ciudad, de la que nos echaron; la vieja ciudad donde quienes viven tiene apellidos viejos y largos y respetables, apellidos de toda la vida que no se mezclan con los Chumbé, Bulgakov, Benjeloun que se leen en nuestros buzones.
El barrio me recuerda a los barrios en los que crecí; barrios de descampados y toboganes oxidados, con bajeras vacías que se convertían en videoclubs que luego se convertían en peluquerías que luego se convertían en bares, eso nunca fallaba. Ahora nos mandan a las afueras de las afueras, y todo es igual que entonces, la gente abre y cierra farmacias, centros de estética, bazares chinos, y bares, también bares, eso sigue sin fallar. La única diferencia es que ahora en las azoteas de las casas en vez de tendederos hay placas solares, y a eso lo llaman progreso. Pero nosotros cada vez estamos más lejos del centro. Más lejos de todo.
A veces, cuando vuelvo de dejar a los niños en la escuela, veo a otros supervivientes por esas calles. Caminan arrimados a las paredes o tomando atajos por callejuelas. No quieren encontrarse con nadie, dar explicaciones, no quieren que nadie descubra en su aliento el herido de muerte que arrastran en su interior, el hedor adherido a sus chandals, o a su piel insomne restregada contra sábanas como sudarios. No quieren contar que les han echado del trabajo, repetir cuándo se les acaba el paro… No quieren mentir otra vez: “No, de vez en cuando hago alguna chapucilla”…. Yo los entiendo. Yo también mentí durante muchos meses, cuando tú te fuiste: “¿Mi marido? Es que trabaja fuera”. No quieren sentirse todavía más insignificantes. Los entiendo. Y los evito. Porque yo ahora estoy al otro lado. Y me pregunto si alguno será uno de ellos. Me lo pregunto también, mientras esperamos a que los niños entren, cuando hablo con algún padre en el patio de la escuela, y me sonríe de un modo extraño, sucio, cómplice. Pienso si al llegar a casa abrirá un botellín de cerveza o encenderá el ordenador y se masturbará para aliviar todo el sufrimiento durante unos segundos y a continuación sentir cómo la culpabilidad hace el abismo más profundo.
A veces, cuando vuelvo de dejar a los niños en la escuela, me meto otra vez en la cama y duermo una o dos horas. Recupero poco a poco todas las que he perdido en el peaje de mi anterior vida. Cuando tenía que levantarme de madrugada y conducir cincuenta kilómetros hasta la cabina de la autopista, entrar en ella y protegerme del relente de las noches con el abrigo que había tejido en el aire helado mi compañero del anterior turno. Con su respiración y el humo de sus cigarros y la incandescencia de los pensamientos de una cabeza sola en mitad de la nada y de la oscuridad. Veinte años desperdiciados, viendo como todos se dirigían hacían algún lugar y yo me quedaba allá, encerrada. Veinte años manoseando constantemente dinero, para llevarme al final de mes solo un puñado de monedas.
Pero ahora todo eso se ha acabado. Todo va a cambiar. Las cosas van bien. Quizás pronto me pueda largar de este barrio. No pido mucho, solo que haya cerca un centro de salud, o que el colegio no sea un prefabricado. Vivir tranquilos. Poder irme con los niños de vacaciones a Benidorm y Salou en temporada alta. Me lo repito cada vez que, después de tomarme un café, o levantarme por segunda vez de la cama, pongo en marcha el portátil. Sé que al otro lado están todos ellos: los habitantes de la vieja ciudad, con sus apellidos largos y respetables de toda la vida; los supervivientes de las catástrofes nucleares de cada día, los que habitan más muertos que vivos las ruinas en las afueras de las afueras; y tú, sé que tú también estás ahí. Lo sé, pero no pienso en todos vosotros. Solo pienso en mí, y en los niños. Es eso, en lo único que pienso, cuando enciendo la webcam y empiezo, lentamente, a desnudarme.