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EL AMANECISMO VA A LLEGAR

Oct 23, 2013   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

La editorial Pepitas de calabaza presenta hoy en Bilbao un libro que recoge el guión original de la película «Amanece, que no es poco», con el proyecto inicial, introducción y anotaciones del propio autor y director del filme, José Luis Cuerda, que también estará presente, con sus ingles y todo.

Este libro es una biblia para los amanecistas, como se reconocen entre sí los fieles de esta película de culto, con perdón (aunque en este caso de culto no es sinónimo de «la han visto cuatro gatos», «es un truño insufrible» o «ha pasado injustamente desapercibida»); al contrario, los amanecistas son legión y resultan fácilmente reconocibles, pues suelen introducir en sus conversaciones algunas de las frases de «Amanece, que no es poco» (1988), como el celebérrimo diálogo entre Luis Ciges y Antonio Resines en una de sus escenas de cama: «Supongo que me respetarás ¿eh, Teodoro?», «¿Pero qué guarradas está usted pensando, padre?», «Déjate, déjate que un hombre en la cama es siempre un hombre en la cama», u otras no menos inolvidables como el examen en la escuela sobre las ingles («Las ingles descabaladas. Su porqué. Las ingles putas. Dibujo a mano de las ingles») o el «Calabaza, yo te llevo en mi corazón».

La calabaza a la que uno de los personajes dirige un shakespiriano monólogo en la película (calabaza que, descubrimos ahora, originalmente era una coliflor) es a la que debe precisamente su nombre la editorial que ha publicado la obra, para regocijo amanecista general, pues todos los demás libros pueden ser contingentes, pero este era necesario. «Editar este libro es un viejo proyecto, y que al fin se haya materializado todo un gustazo», nos dice Julián Lacalle, desde Pepitas de calabaza.

El libro se desgrana en un proyecto inicial que originalmente iba a ser una serie de televisión; el guión original, trufado de anotaciones del director y en el que descubrimos por ejemplo que los sudamericanos que unos días van en bicicleta y otros huelen bien al principio iban a levitar pero las bicis salían más baratas; y una profusa y a veces descacharrante introducción de José Luis Cuerda, en la que nos cuenta algunos datos autográficos que podrían dar para otra película (como, por ejemplo, que su padre se ganaba la vida jugando a póquer o que él mismo ingresó en un seminario por timidez, para no tener que confesar a la chica que le gustaba que le gustaba) y que en todo caso explican esta película y el humor y estilo joseluiscuerdianos, enraizados en Albacete como si de uno de los hombres que crecen plantados en los bancales en «Amanece, que no es poco» se tratara. Cuerda revela, por ejemplo, que muchas de las expresiones utilizadas en la película y no pocos de sus lances  o de su precursora «Total», de cuyos avatares también habla largamente en este libro, son reales. Y así Luis Ciges y Manuel Alexaindre apandando los chorizos colgados en las casas, reproducen la historia del tío abuelo de Cuerda y un amigo suyo que se dieron un atracón tras convencer a sus vecinos de que llegaba el fin del mundo y no tenía sentido ya tener las ristras de lomo y de chorizo colgadas. Total…

«Amanece que no es poco» se ha calificado en innumerables ocasiones como una película surrealista, pero su director reniega aquí de esa etiqueta, y considera más bien que es deudora de la picaresca, de Berlanga y Azcona. «Lo mío, esa es mi firme creencia, no es surrealismo, como se ha dicho, sino pegarle un revolcón a la lógica, fajarse con ella cuerpo a cuerpo y retorcerle el pescuezo hasta que vomite sus últimos argumentos», escribe Cuerda. En todo caso, en unos tiempos como los que corren en los que la surrealidad supera a la ficción, la película ha envejecido estupendamente, casi a la inversa, como uno de sus personajes, que tiene una hija mayor que ella.

«`Amanece que no es poco’ aporta una forma única de mirar el mundo, tan única que es fácilmente comprensible. Y un humor culto y popular a la vez», argumenta Julián Lacalle para explicar su éxito. Éxito palpable en cada una de las multitudinarias presentaciones que están realizando, como sin duda lo será la de este miércoles en Bilbao (a las 19.00, en el Teatro Campos Elíseos, en la jornada de clausura de La Risa de Bilbao) en la que se proyectará además la película y que contará con la presencia del propio Julián Lacalle, Pedro Sarracina y José Luis Cuerda y de las ingles de todos ellos.

Patxi Irurzun

Publicado en
http://gara.naiz.info/paperezkoa/20131022/428868/es/El-amanecismo-va-llegar

UN BAÚL LLENO DE DISFRACES (Prólogo de «Tres puntadas», el libro de EL DROGAS).

Oct 9, 2013   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Estoy casi seguro de que El Drogas y yo meábamos en el mismo árbol. El del camino negro. Junto a la cuesta rompeculos. Bajando del casco viejo al barrio, con la cabeza llena de un humo que intentaban disipar las pelotas de goma y el estómago de un alcohol que habíamos cambiado por espejos y abalorios de colores.

Durante muchos años, cada vez que volvía a casa, un sábado de madrugada, solía pararme en aquel árbol, tanto si la vejiga apretaba como si no: era un rito, un tributo, una contraseña. El árbol tenía una hendidura en su tronco, como una vagina, como un túnel –el túnel de Alicia—, como una cerradura, y yo me pegaba a ella y convertía mi orina en la llave que me permitía entrar al cuarto de los juguetes, aquel en que las palabras eran espadas, o locomotoras, y en el que los sueños me mantenían despierto. Cada vez que meaba en aquel árbol sentía que de alguna manera estaba entrando en un mundo subterráneo, lleno de respiraderos y escondites por los que escapar a ese otro mundo que quedaba arriba, ese mundo en el que nos tenían sometidos los que no olían, o follaban con la luz apagada, los que vivían afectados por el virus de la normalidad. Mi orina era el ron de los piratas, la pócima con la que las brujas se untaban las ingles y podían volar.

Luego seguía andando y un poco más adelante, después de cruzar el puente de la Magdalena, cuando llegaba a la Txantrea, me sentía en casa, aunque aún me quedara un buen rato de caminata; me sentía a salvo, entre los gatos que desgarraban las bolsas de basura y la ceniza de las barricadas de fuego; me sentía purificado e indestructible.

Era un rito privado, puede que una sandez, de la que nunca había hablado a nadie, pero ahora, tantos años después, me encuentro entre estos poemas de Enrique uno que dice: Hace algún tiempo/ cuando la noche me mordía / bajaba pa casa por el camino negro /y siempre paraba a mear en algún árbol /aunque no tuviese ganas./ El caso era filosofar con él /de lo que fuese/Unas veces le contaba mis penas /y otras, mis alegrías. Nunca ningún árbol / me contestó, pero daban a entender que me escuchaban/ (o eso me parecía a mí).

Y estoy seguro de que aquel árbol era el mismo árbol. Y de que sí, de que le escuchaba, y de que en realidad también le contestaba. Porque la poesía (o eso me parece a mí) debe de ser algo parecido a transcribir el silencio del árbol en que has meado con la cabeza llena de pájaros. O “la felicidad de las tumbas”, “la sed de la niebla”, “el tiempo acariciando el polvo de la memoria”… Los poemas de Enrique Villareal están repletos de imágenes como estas, de versos que te noquean con un beso en la nuca o una caricia en la mandíbula, con la contundencia de las contradicciones. Todos somos pura contradicción. “Tímido, valiente, contradictorio”, se definía en alguna ocasión el bertsolari Andoni Egaña. Todos llevamos dentro un baúl lleno de disfraces. En el caso de El Drogas, yo no sé nunca cómo preguntar por él cuando le llamo por teléfono: ¿Enrique? ¿El Drogas? ¿Eva?

Eva Zanroi fue el primero entre todos sus alter ego del que leí algunos poemas. Todavía conservo los folios que me pasó hace años, alguno de los cuales publiqué en Borraska, mi ciberfanzine de literatura subterránea, y que ya contenían muchos de los rasgos de la poesía de El Drogas, el hombre (y la mujer) de las mil caras: la evocación, el erotismo, el surrealismo, la música… Poemas con la fuerza de estos versos: Y ahora, en el abismo/la virgen me pedirá un cunnilingus;/sólo en sus espasmos lograré apreciar/el aroma/ que para mí/ está reservado.

Más tarde, lo volví a leer, ya firmando como Enrique Villareal (¿o era El Drogas?), en las colaboraciones que escribió durante algún tiempo en Gara bajo el título ‘El ojo de la aguja’, y que también recoge en este libro. A El Drogas le dieron una columna y comenzó a empujarla: en lugar de llenarla de letras como puro cemento —como suelen hacer los columnistas— las atravesó con las puntadas de sus versos. En la mayoría de las columnas de los periódicos ponen una firma y una foto arriba y con eso creen que basta. El Drogas puso su firma y su piel en cada palabra que escribió en aquellas columnas.

La tercera de las puntadas, la encuentro en este libro. Puntadas sin hilo, o con un hilo invisible, trazadas en el aire, para coserles jerseys de punto a la noche y a los gatos acurrucados en los rincones oscuros. Puntadas reincidentes, breves a veces como cuchilladas, otras asestadas a escondidas, entre versos como escudos.

La poesía de “Tres puntadas” es una poesía no recomendada para los higienistas, para los que huelen a la falsa neutralidad de lo política o democráticamente correcto, para los que no huelen a nada o a colonia y huelen a la legua a mierda, una poesía que declina los participios como se hace en las calles y no en las academias (y a pesar de lo cual no renuncia tampoco en ocasiones a recursos clásicos como las aliteraciones, la música de las palabras, o los acrósticos ocultos entre poemas como “penes de héroes muertos”; hay incluso algún poema que podía haber escrito un Quevedo con gafas de sol en lugar de con quevedos, “que los muertos si se mueven / dan mucho miedo”).

Una poesía evocadora, llena de matices, de escondrijos, de lluvia apátrida y pieles sudadas que se celebran con sexo en todos los sueños.

Una poesía despierta y alerta como la tos o como el miedo o como la memoria.

Una poesía con la voz propia e inconfundible de quien, cuando la noche oscura le muerde, mea en árboles silenciosos que dan las respuestas.

Patxi Irurzun.
Tres puntadas. El Drogas
www.desacordeediciones.com


NAMING (COLABORACIÓN EN FRANZINE, EL BLOG DE LA FRANZISKA)

Oct 7, 2013   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Aquí va la primera colaboración para el Franzine de mis amigos de La Franziska, en el que hablaremos de vez en cuando de publicidad, diseño, ese oscuro mundo en el que alguna vez estuve sumido

NAMING



«Bizcotur: dícese del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención. Puede también usarse como sustantivo.» Matías Martín, inventor de palabras (La Colmena)

Saben aquel que diu “Hemos tenido que ponerle al niño oxígeno. Vaya, pues yo que quería ponerle Ceferino, como su abuelo”. Pues eso: el naming. Cada vez que me tocaba inventar un nombre echaba humo por las orejas. Cuando trabajaba en aquel garito, digo. En la agencia de publicidad. Todos tenemos un pasado y a mí durante algún tiempo me tocó inventar nombres para ferias industriales, mascotas de hoteles rurales, productos financieros… (Vale, igual el pasado de algunos es más turbio que el de otros). El caso es que el naming era sin duda la parte de aquel trabajo que más odiaba. Uno podía volverse loco. Yo, después de todo, salí bien parado, hubo un compañero que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a buscarle nombre a una hipoteca inversa y al final el chaval daba pena, hablando solo en voz alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo cosas que sólo él entendía, como “acetopih” (es hipoteca al revés, inversa, ¿lo pilláis?), “hipoteca maricona” y otras sandeces por el estilo. Aquello no tenía nada que ver con Camilo José Cela en la película de La Colmena, en la que también se dedicaba al naming (claro que él lo decía mucho más castizamente: “Soy inventor de palabras. Bizcotur, se la regalo”). En el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho, cuando en la agencia te tocaba un naming te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada, para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno acababa aprendiendo era que al cliente le daban lo mismo lo que tú le dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo. Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Contra un Bar Manolo, por ejemplo. Un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a 9 euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y pedos y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, sus traiciones, los castillos dibujados en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, quiera ponerle oxígeno y diga que, si no es así, se muere o que la empresa se hunde. Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló Bizcotur porque sabía que era una mierda de palabra.

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