“Según
a quién preguntes te dirá que mi versión de Rust in peace
de Megadeth no es jazz”
Satxa
Soriazu versiona en The Megadeth project: Rust in peace, uno
de los discos referenciales del heavy-metal, al que le dio
miles de vueltas siendo adolescente. Una propuesta singular y
rompedora que, pone a cabecear a los más fieles devotos del
thrahs-metal y puede
defenderse a la vez en cualquier festival de jazz.
¿Megadeth
a ritmo de jazz? ¡Sacrilegio!, pensarán los más puristas, tanto de
un bando, el heavy metal,
como del otro, el jazz, un género este último que, sin embargo,
enarbola como esencia la libertad creativa y desde el que ya hemos
asistido a fusiones de todo tipo. Miles Davis versionó el concierto
de Aranjuez, por ejemplo, o ha habido aproximaciones a temas y
artistas más próximos al pop y al rock: Beatles, Michael Jackson,
Radiohead, Oasis… Pero resulta más complicado encontrarse con un
disco que haga transitar el thrash metal por
el territorio del jazz. El pianista hernaniarra establecido en
Sarriguren, Satxa Soriazu, se ha atrevido y además lo ha hecho con
un disco completo, un clásico del género, Rust in peace
(1990) de Megadeth, que le voló
la cabeza cuando tenía doce años y ha seguido girando dentro de
ella hasta hoy. Le acompañan en su aventura Alejandro Mingot a la
guitarra, Kike Arza, al contrabajo y Dani Lizarraga a la batería, en
un trabajo editado por Aztarna (donde Soriazu publicó hace diez años
su anterior trabajo, Zuri,
junto con Jorge Abadías) y grabado el pasado mayo en el estudio Ona
Etxea de Areatza.
¿De dónde surge
la idea de grabar este disco?
El disco original,
Rust in peace, es uno de mis discos de cabecera. Aunque ya
estoy muy desconectado del heavy metal, en mi adolescencia sí
escuché bastante este trabajo de Megadeth, que salió en el 90, me
pilló con doce años y me explotó la cabeza. De hecho, hoy es el
día en todavía lo sigo oyendo de vez en cuando, y no por nostalgia,
como quien oye, yo qué sé, Parchís, sino porque realmente es un
disco muy bueno. Por todo eso, desde hacía tiempo me andaba rondando
la idea de llevar Rust in peace a mi terreno, aunque lo iba
dejando, porque a la vez era un trabajo complicado, que exigía mucho
tiempo y esfuerzo. Pero hace cuatro años hice un máster de
interpretación y el trabajo de fin de curso consistía en un
proyecto que tenía dos partes, una de investigación, y otra un
proyecto musical personal. ¿Y qué había más personal para mí que
ese disco? Fue así cómo arreglé cinco de los nueve temas del
disco. Luego eso quedó aparcado porque el máster fue en la
pandemia, pero el año pasado me decidí a terminar los cuatro temas
que faltaban y a grabarlo todo.
¿Cómo se
concilian o se fusionan dos estilos tan aparentemente diferentes como
el jazz y el thrash-metal?
Bueno, según a
quien le preguntes te dirá que mi disco no es jazz… Pero el jazz
por definición es una música bastante abierta, ecléctica, de hecho
hay fusiones del jazz con todo tipo de música, flamenco, música
electrónica, música clásica… Lo que tiene este disco de
particular es que se trata thrash metal, la parte más dura
del heavy metal, aunque tampoco es Slayer, ni Anthrax o
Sepultura. Rust in peace es bastante melódico, en la parte
de la guitarra, hay mucho fraseo, aunque no lo parezca… es decir, y
esa era mi idea, se pueden coger riffs y frases, y usarlos
como ingredientes para hacer tus propios temas. Lo que yo hago es
llevar la esencia de esa guitarra a mi terreno. En el thrash-metal
se usa mucha semicorchea, mucha nota repetida en la misma cuerda y
eso aparentemente no es muy pianístico. Pero esas figuras yo las
simplifico y las llevo a un terreno más “tocable”.
¿Cuáles han
sido las principales dificultades con que se han encontrado? Por
ejemplo, su disco es instrumental, pero el original tiene una parte
vocal.
Para mí -es una
opinión muy personal-, aunque las letras tienen su importancia, su
carga melódica es lo menos interesante y la verdadera carga melódica
está en las guitarras. Yo me he basado en eso. En el caso de la voz,
las melodías eran mucho más simples, y en algunos casos lo que he
hecho ha sido inventarme una melodía, lo que en jazz se llama un
contrafact, que es coger una estructura que ya existe e
inventarte, por tu cara bonita, una melodía por encima. En otros
caso, en otras melodías vocales más planas, casi recitadas, las he
sustituido por juegos de ecos entre guitarra y piano, por darle un
interés instrumental, igual eso ha sido lo más complicado.
¿Cómo se da
otro aire a un disco que se ha oído cientos de veces?
En el disco hay
mucha libertad, hay mucho mío, pero me ha salido más literal de lo
que yo pensaba originalmente, porque es un disco que tengo muy
interiorizado. Mi idea original del máster era coger de cada tema
una parte, un riff, y desarrollarlo, pero es un disco que
llevo treinta años escuchando, un disco, además, complejo, casi de
rock progresivo, con muchas partes en cada tema. Al final,
estructuralmente lo he respetado, es decir, digamos que cada parte
está donde tiene que estar, aunque luego en cada una de ellas me he
tomado esas libertades.
La aportación de
los músicos que le acompañan supongo que también ha sido
importante…
Por supuesto. Dani,
cuando le comenté que para el máster iba a hacer este disco, me
dijo que le flipaba Rust in peace. Y al final, claro, la
implicación personal de alguien que vive como tú este disco es
importante. Y lo mismo la de Kike y Alejandro, que son
superprofesionales, y que se implican también al cien por cien. Y
además con unos musicazos como ellos tienes la ventaja de que aparte
de tocar lo que tú les dices, cuando los dejas sueltos, uf, sube el
pan. Su aportación es vital, evidentemente.
¿A quién puede
gustar esta disco o los conciertos que ofrezcan? Lo pregunto también
porque con clásicos como Rust in peace a la gente más
purista le puede parecer un sacrilegio.
Al final este un
disco de una estética jazzística, pero también es cañero −salvo
una balada, aunque también tiene su lado oscuro−
y a cualquiera que le guste el heavy le puede gustar. De
hecho, hicimos un concierto en Gasteiz, en el Dazz, y como allí los
graban, al fondo de la sala había una pareja de amigos y a ella se
la ve entusiasmada, cabeceando, como si fuera un concierto de thrash
metal.
¿Cuál es el
recorrido que puede tener ahora el trabajo?
Estoy llamando a
todas las puertas que puedo, el 30 de noviembre, tenemos un concierto
en Bilbao, en La Bilbaina Jazz Club. Los festivales de jazz ya han
recibido la información, pero, claro, es difícil, son festivales
que reciben un montón de propuestas…
Pero tampoco
recibirán muchas como esta… ¿Tiene constancia de algún disco
parecido?
No, no tengo
constancia. La otra parte de mi trabajo del máster, la de
investigación, era precisamente un trabajo comparativo sobre
diferentes formas de llevar el pop o o el rock al jazz, cuánta
fidelidad había al original, etc. Una parte de ese trabajo fue
buscar que se había hecho, y, sí, hay muchas versiones de los
Beatles, de Michael Jackson, de Pink Floyd, Abba… Pero algo tan
complejo como esto… Bueno, en el jazz hay muchas ramificaciones y
también hay un jazz que es complejo, pero la esencia del jazz son
canciones con una estructura más o menos sencilla sobre la que los
solistas interpreten libremente. En un caso como el de Rust in
peace, de Megadeth, da mucha pereza, porque es un disco complejo
y hay que ponerse a sacar las diferentes partes de cada tema, ver
cómo se liga una con otra… No, no, yo no he encontrado nada
parecido. Hay algunas versiones de Iron Man de Black Sabbath,
que son una genialidad, ojo, pero Iron Man, aunque es un
temazo, estructuralmente es muy simple.
¿Tiene algún
otro proyecto entre manos?
Ahora mismo no, no
tengo muchas ganas, se me ocurren cosas, pero en este trabajo he
tenido muchos conflictos internos sobre hasta qué punto estaba
respetando el original, le he dado muchas vueltas a todas las
variables que se me ocurrían, que eran muchas…Ha sido un trabajo
arduo y he sudado lo mío, la verdad, pero creo que ha merecido la
pena.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 30/09/23
Ahora frecuento menos los bares y no sé si el imán sigue
funcionando, pero hace unos años yo tenía la cuestionable capacidad
de atraer a los tipos más extraños, a los más locos y alucinados,
que solían ser además igualmente los más pelmas (una vez, por
ejemplo, tuve que aguantar durante horas a un tipo con una enorme
mochila a la espalda que pretendía convencerme de que llevaba dentro
de ella a su abuela disecada). Hasta hace poco pensaba que eso tenía
que ver con mi debilidad de carácter, con la falta de coraje para
quitármelos de encima sin que se molestaran o se sintieran
menospreciados, pero desde hace algún tiempo veo desde la ventana de
mi casa que en el banco que hay bajo ella viene con frecuencia a
sentarse gente rara. Así que quizás exista realmente ese imán de
frikis, algún tipo de fuerza electromagnética que los arrastra
hacia mí, o al menos hacia el lugar en que estoy. La ventaja ahora
es que, con un poco de disimulo, puedo observarlos sin que se den
cuenta, o sea, sin que me den la chapa.
En las últimas semanas aparece cada mediodía el medio-runner.
Lo he bautizado así porque, aunque algunos días se presenta vestido
de arriba abajo con ropa de correr, la mayoría lo hace solo de
cintura para arriba, con una camiseta Quechua, mientras de cintura
para abajo lleva puestos pantalones de pinzas y zapatos. Por eso y
porque durante la media hora que se queda en el banco se pimpla dos
latas de cerveza, al tiempo que enciende un cigarrillo con la chusta
del anterior o contempla cachazudamente a la gente que pasa.
Es un hombre de unos sesenta y cinco años. Mientras lo espío me
hago pajas (mentales, quiero decir), me acuerdo por ejemplo de El
adversario, de Emmanuel Carrère,
la crónica de un caso real cuyo protagonista se hacía pasar ante su
familia por un importante médico de la OMS cuando su ocupación
real, que desempeñaba paseando cada mañana por parques o
conduciendo sin rumbo por carreteras secundarias, consistía
precisamente en eso: hacer creer a su familia que era un importante
médico de la OMS, es decir, inventarse historias, jornadas
laborales, compañeros de trabajo, etc. Me pregunto si el
medio-runner también
tendrá una doble vida. Si es un prejubilado al que los médicos han
recomendado vida sana y que se despide cada mañana de sus hijos y su
mujer con un “Me voy a andar” más falso que un billete con la
cara del mono Txarli…
Me paso, pues, las mañanas
observándolo. Observando cómo observa a los demás. Tal vez, a su
vez, haya alguien que desde otra ventana observa cómo observo al
medio-runner, y así
en bucle. No lo sé, todo es un misterio. A veces, siento el impulso
de bajar a la calle y dejar que el imán funcione, que el hombre se
acerque a mí y me cuente su vida. Pero luego me acuerdo de que el
protagonista de El adversario
asesinó a sus padres, sus hijos y su mujer cuando descubrieron la
farsa y se me quitan las ganas.
“Al filo de la medianoche, procedente de Madrid (“Madrid se quema, se quema Madrid”, cantaba la multitud), hizo su entrada triunfal en la Plaza del Castillo el autobús con el flamante y merecido nuevo campeón de la Copa del Rey de Narrativa, Patxi Irurzun. No cabía un alfiler en el cuarto de estar de Pamplona, donde desde primeras horas de la tarde los lectores del escritor txantreano se habían agolpado para seguir en directo la votación del premio, en la que Irurzun competía con su novela «La mentira es la que manda» contra Arturo Pérez-Reverte y su testicular «Mis cojones 33», una recopilación de artículos publicados en prensa. No parecía sencilla la empresa, ni eran aparentemente muchas las opciones frente a un autor con los laureles esculpidos en la frente, pero finalmente al jurado no le quedó otra opción que rendirse al ingenio desbordante y al estado de gracia del navarro, y cuando, pasadas las seis de la tarde, el presidente de la Academia anunció el veredicto, la plaza estallaba en un txupinazo sietemesino, adelantado dos meses, pero festejado por los pamploneses con la misma pasión y vitalidad que el de julio. No era para menos. Hacía ya más de veinte años que ningún autor navarro disputaba el preciado galardón, a pesar de lo cual los aficionados se encargaron de recordar durante la espera al campeón a sus predecesores, coreando canciones como “No podrán parar a Miguel Sánchez-Ostiz” o enfundados en camisetas con los nombres de María Luisa Elío o Ramón Irigoyen”.
¿Se imaginan una noticia así? Parece más propia de algunas gestas deportivas como las que hemos vivido recientemente. Sin embargo, hace algunas décadas no resultaba tan descabellado leer en la prensa notas que daban cuenta de multitudinarios recibimientos a orfeones como el pamplonés, el donostiarra o el bilbaíno, tras vencer certámenes corales, o que, tras perderlos, nos informaban de tumultuosas y apasionadas protestas, tal y como recordaba hace unas semanas en Euskalerria Irratia el historiador Mikel Berraondo.
Por ejemplo −contaba Berraondo−, en 1902 el Orfeón Pamplonés ganaba en San Sebastián un certamen en el que se medía con donostiarras, bordeleses y bilbaínos, los últimos de los cuales no aceptaron de buen grado la derrota y la emprendieron a boinazos −literalmente− contra el jurado, además de exigir una revancha en los meses siguientes, que fue alentada con encendidas líneas en periódicos como El Eco de Navarra o El Pensamiento Navarro (“¿Pensamiento y navarro? Imposible”, se le atribuye a Pío Baroja la maliciosa frase).
La rivalidad entre navarros y vizcaínos, parece venir, pues, de largo. En 1904, en Burdeos, tendría lugar un nuevo enfrentamiento entre los dos orfeones, en el que participaría también en esta ocasión el prestigioso orfeón de Lille, a la postre ganador del concurso, el cual acabaría como el rosario de la aurora, con el Orfeón Pamplonés −a la cabeza del cual estaba Don Remigio Múgica, una especie de Jagoba Arrasate musical de la época− retirándose entre acusaciones de tongo, a pesar de lo cual el recibimiento en Iruña fue en olor de multitudes, tal y como recordaba Berraondo y atestiguó la prensa de la época con una florida prosa en la que se describía la llegada a la ciudad en omnibuses de los agraviados orfeonistas, la presencia de gaiteros o el entusiasmo y al tiempo la indignación de los pamploneses, que dedicaron a los héroes vítores o protestaron airadamente con gritos como “¡Abajo el jurado!”, “¡Abajo los farsantes de Burdeos! o incluso “¡Abajo el vino de Burdeos!”.
Eran otros tiempos. Tan diferentes y, en el fondo, tan parecidos a los nuestros.
Publicado en magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 13/05/23
Esto que voy a contar sucedió
−o
no sucedió, yo ya no sé−
hace mucho tiempo. Por primera vez en sus cien años de historia el
modesto equipo de fútbol Sporting Jamerdana consiguió clasificarse
para la final de la Copa de la República, que disputaría contra el
todopoderoso Real Madrid, el cual había ganado dicha competición en
veintitrés de sus veintidós ediciones. El partido se convirtió en
todo un acontecimiento en la ciudad. Durante la semana previa a la
final Jamerdana se engalanó con banderas del equipo y
la mayoría de sus habitantes portaron camisetas con los nombres de
los jugadores o de personajes locales ilustres: Bustingorri, Eskroto,
El Mono Txarli…
Los
jamerdanenses compartían, por una vez, un sentimiento de pertenencia
y unidad, e incluso los más reaccionarios se declaraban rojos, pues
ese era el color de la camiseta de su equipo.
Para
disfrutar del partido, el Ayuntamiento dispuso unas pantallas
gigantes en la plaza Mayor, a la cual acudió el día señalado media
ciudad. La otra media se había desplazado, en un plácido éxodo, a
Pontevedra, donde se disputaría la final.
Todo
Jamerdana, en fin, estaba con el Sporting, pero la climatología se
reveló madridista, y apenas el árbitro dio el pitido inicial se
levantó una racha de aire que tumbó una de las pantallas gigantes y
a la que siguió una violenta tormenta que dejó sin luz y sin
cobertura a la ciudad. Cuando al cabo de media hora amainó y fue
posible recuperar la conexión, lo primero que vieron los
espectadores fue un gol de su equipo, un trallazo del delantero
centro Jamalandruki, que tenía magia en sus botas.
Se
desató la locura. Los jamerdanenses saltaban, reían, lloraban, se
abrazaban, se daban muerdos… todo ello, sin reparar, o tal vez
ignorando deliberadamente, que en una esquina de la pantalla el
marcador señalaba que el Real Madrid había marcado, durante aquel
tiempo de desconexión, dos goles. “¿Alguien los ha visto?”, se
preguntaban unos a otros al acabar el partido, en el que ya no hubo
más cambios en el marcador, y continuaban los saltos, la algarabía,
los gritos… No iban a permitir que nada les aguara la fiesta otra
vez.
Por
si eso fuera poco, en las pantallas gigantes la otra mitad de la
ciudad, allí en Pontevedra, se mostraba igualmente eufórica, a
pesar de la derrota, y arropaba a su equipo, ganador moral de la
contienda, celebrando entusiasmados el mero hecho de haber llegado
hasta allí y el fin de semana tan maravilloso que habían vivido,
todo lo cual contrastaba con el comportamiento anodino de la hinchada
blanca, que asimilaba la victoria de su equipo de una manera
funcionarial y desapasionada, hasta tal punto que daba la impresión
de que habían sido ellos los derrotados.
La fiesta se prolongó en Jamerdana y Pontevedra durante toda la noche y al día siguiente el equipo fue recibido por las autoridades y aclamado por un gentío enfervorizado que coreaba el alirón. “¡Campeones!”, titularon los periódicos locales sus portadas. Fue una hipnosis colectiva, una amnesia general, una mentira compartida, como los reyes magos, lo de la mermelada, Ricky Martin y el perro o los “¡Pechos fuera!” de Afrodita. Fue bonito. Y fue, en cierto modo, cierto. El Sporting Jamerdana tal vez −yo ya no sé− perdió el partido, pero todos los jamerdanenses recuerdan aquel como el año en que la ciudad ganó la Copa.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para On, magazine de los diarios del Grupo Noticias (27/05/23)
El otro día me enteré de que existen campeonatos de rebobinado de cintas de casete con boli Bic. Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal. El que valía era el de cristal, cuyo grosor encajaba milimétricamente en los agujeritos de la cinta. Rebobinemos (para los nacidos en el siglo XXI): esa en apariencia absurda actividad se debía a que en ocasiones los reproductores de las cintas se tragaban las mismas o estas se enganchaban en el aparato, de modo que había que devolverlas manualmente a su estado original. El Bic Cristal, por otra parte, era un artefacto multiusos, podía convertirse también en una cerbatana a través de la que los escolares escupían emplastes de papel contra las pizarras de las aulas; o una chuleta de alta precisión, en las que los más habilidosos eran capaces de tallar con la aguja de un compás un resumen de la Crítica de la razón pura (yo nunca lo entendí muy bien, acaso porque tengo un pulso como para robar panderetas, pero también porque me parecía que si uno se tomaba la molestia de copiar tan minuciosamente aquellos datos, a la fuerza tenía que acabar por memorizarlos y entonces ya no le hacía falta la chuleta). El caso es que lo de las cintas era todo un mundo. Si tenías un casete de doble pletina te convertías en Dios. Podías grabar colecciones de canciones a la chica o el chico que te gustaba y si este o esta no era capaz de reconocer tu sensibilidad y gusto exquisito pasabas del amor al odio en un pispás. También podías grabar discos enteros, si alguien te los pedía, pero en realidad lo que contaba eran los minutos que sobraban en cada cara, que rellenabas a tu libre albedrío. Por cierto, la vida misma es a menudo como una cinta de casete. Lo que importan son esos minutos libres, en los que, cumplidas las obligaciones, nos mostramos como realmente somos. Tampoco estaría mal que, en algunas ocasiones, cuando metemos la pata o hacemos daño a alguien, hubiera alguna manera de rebobinarnos, introduciéndonos el boli Bic por el ombligo, por ejemplo. Aunque tampoco es cuestión de autolesionarse. Los casetes, de hecho, eran un material muy frágil, si uno andaba todo el día dándole al rew o al ffw la cinta acababa por romperse o arrugarse. En fin, todo esto puede sonar a nostalgia boomer, pero también es cierto que el récord de rebobinado de cintas lo tiene un chico de quince años, que consiguió dar cincuenta y una vueltas a una cinta en treinta segundos. La vida, por lo demás, da igualmente muchas vueltas −como una cinta de casete− y los malos estudiantes que tallaban chuletas en los Bic Cristal quizás hayan acabado convertidos en atinados cirujanos cardiovasculares, quién sabe.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/23