Publicado en mi sección Rubio de bote del suplemento ON (periódicos de Grupo Noticias) 16/01/16
Eso no es publicidad, es acoso. “¿Hay algo de Star Wars, no?”, decimos —modo irónico— en casa cada vez que en la tele, por la calle, en las tiendas…, recibimos un impacto publicitario de la última película de esta saga cuya promoción se ha convertido en una auténtica dictadura cultural. Está hasta en la sopa, y no es una forma de hablar: Campbells, ha lanzado una serie de sus sopas con el rostro de Chewbacca, Yoda y otros personajes de la película estampados en sus famosos botes.
De modo que esa frase, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, que comenzó siendo parte de nuestro idiolecto familiar (es decir, de la particular forma de hablar de cada familia, sus giros y bromas domésticas; en mi casa, por ejemplo, decimos mucho palabras como “morrudo”, “alabuyé”, «pelmo» o listopán» y mantenemos otras que pronunciaban torcidas o mutiladas los niños de pequeños, como bacallito, en vez de caballito, saña en vez de lasaña, etc.); esa frase, decía, “¿Hay algo de Star Wars, no?”, se ha convertido en uno de esos estribillos que se te pegan o con los que te levantas una mañana y no puedes dejar de repetir, aunque aborrezcas o ya no tengan gracia. De hecho, la gracia de repetirla ahora (a una media de cada cinco minutos, aproximadamente) es que ya no tiene gracia.
A mí Star Wars tampoco me ha hecho nunca demasiada gracia, pero no creo que después de semejante paliza publicitaria me acompañe la fuerza para unirme a su legión de fans (a quienes, en realidad, se supone que la publicidad no va dirigida, porque ellos ya están previamente ganados para la causa; aunque quizás lo que ha conseguido esta campaña es que deserten de La guerra de las galaxias, como cuando un grupo de música o un escritor que consideras “tuyo” empieza a gustar a todo el mundo). Se trata, pues, o se debería de tratar de una campaña contraproducente. Yo, por ejemplo, veo un bote de sopa con la cara de Chewbacca y no me resulta nada apetitosa, de hecho, la frase que viene a mi cabeza es “Camarero, hay un pelo en la sopa”. Y, lo más grave, se trata de una campaña además de atosigante, ofensiva, pues trata a los potenciales espectadores como si fuéramos tontos. Como si alguien tuviera que elegir el menú por nosotros y tuviéramos que creerle que en la carta solo hay un plato.
Me niego a creer que seamos tontos, pero igual me equivoco, y una campaña publicitaria como la de Star Wars consigue lo que se propone y es en realidad la adecuada, la que nos merecemos. Después de todo vivimos en un mundo en el que todo es absurdo y sin embargo la reiteración nos lo acaba imponiendo como normal, un mundo en el que los ladrones son presidentes de bancos, los ministros condecoran a Vírgenes o tienen ángeles de la guarda que les ayudan a aparcar, los concejales de cultura escriben con faltas de ortografía, los señoritos andaluces son bohemios y entrevistan a presidentes del gobierno o nietas de Franco mientras juegan partidas al futbolín…; un mundo tontuno gobernado por un imperio de listos, que nos dicen qué tenemos que ver, leer, creer, comer, vestir, votar… Todo eso mientras nosotros metemos la cuchara en la sopa caliente y nos tragamos los pelos sin rechistar, como mucho haciendo algún comentario irónico, alguna broma doméstica —“¿Hay algo de Star Wars, no?”—, que ya solo hace gracia, solo dibuja la sonrisa estampada en un bote del Chewbacca o el Yoda de turno.
La literatura se ha ocupado en muchas ocasiones de quienes no tienen nada: vagabundos, alcohólicos, mendigos… A veces con un halo romántico que se desvanece cuando los propios autores han sido sintechos y han escrito sobre ello, como el boliviano Víctor Hugo Viscarra, que vivió treinta años en la calle, o el mexicano Carlos Flores Vargas, el “escritor apestado” que amenazó con amputarse y comerse su propio brazo.
La literatura siempre ha estado ligada a la precariedad, aunque es falso que los libros no den de comer, porque hay un montón de gente que vive de ellos: editoriales, distribuidores, libreros, presentadores de televisión…; a quienes por lo general no dan de comer ni proporcionan techo los libros es a los escritores. Y tal vez por eso, por empatía o solidaridad, muchos de ellos se han sentido atraídos y han escrito sobre quienes no tienen nada: vagabundos, mendigos, buscavidas… Los niños de la calle de Jorge Amado, los borrachos de Bukowski, el hambre de Knut Hamsum…
Muchos escritores han sufrido en silencio penurias, otros las han utilizado como un broche con el que adornar las solapas de sus libros, y hay algunos autores que han escrito sobre la indigencia desde la más pura intemperie, desde los bancos de los parques o los centros de acogida para vagabundos.
Tom Kromer y Nada que esperar Es el caso del estadounidense Tom Kromer, de quien la editorial Sajalin publicó hace unos meses Nada que esperar, un clásico de la literatura de la Gran Depresión, que narra los cinco años que el autor pasó deambulando por albergues, vías de ferrocarril, descampados o pensiones de mala muerte.
La vida de los vagabundos estadounidenses de ese periodo (retratada también en otros libros, como el magnífico Tallo de hierro, de Willian Kennedy, adaptado al cine por Héctor Babenco e interpretada en su papel protagonista por Jack Nicholson), está escrita en Nada que esperar sobre papeles de fumar o en los márgenes de los folletos religiosos de los albergues cristianos. Kromer refleja la desesperanza de un ejército de pobres vencido por el hambre y el desempleo, sus triquiñuelas para pedir limosna, la muerte de algunos compañeros, desmembrados al intentar subir en marcha a trenes de mercancías, las palizas de la policía…
Víctor Hugo Viscarra A las palizas de la policía, precisamente, achacaba otro escritor vagabundo, el boliviano Victor Hugo Viscarra, su ruina física, en lugar de a los treinta años malvividos en las calles de La Paz, o al alcohol trasegado durante todo ese tiempo. Víctor Hugo Viscarra, que murió en 2006 a los 49 años cuando parecía que tenía 70, dejó títulos como Alcoholatum y otros drinks, en los que describe la vida de los borrachos, delincuentes y vagabundos de La Paz, es decir, su propia vida: los bares como pudrideros (bares con nombres como El pezón de la mariposa o El Averno; bares en los que es posible encerrarse bajo candado para beber hasta reventar, literalmente); el sexo indigente, buscando calor en la pestilencia y la llaga; el mundo y el lenguaje del pequeño hampa paceño… De Víctor Hugo Viscarra, una leyenda de la noche y de la literatura maldita bolivianas, se han ocupado más y mucho mejor otros autores como Alex Ayala o Miguel Sánchez-Ostiz; y la editorial gasteiztarra Mono Azul publicó su título quizás más conocido y accesible, Borracho estaba, pero me acuerdo.
Carlos Flores Vargas, el escritor apestado El mexicano Carlos Flores Vargas no es propiamente un escritor sintecho, pero sí se puede decir que vive y trabaja en la calle, que la recorre cada día de arriba abajo con sus libros a cuestas, y los recortes de prensa que hablan de “su caso”. Ganador del prestigioso concurso internacional de cuentos Max Aub en 1988, Flores firmó un contrato con la editorial mexicana Diana, pero esta retuvo sus cuentos, dilató ad infinitum la publicación de los mismos, ante lo cual el escritor inició una huelga de hambre frente a sus oficinas e incluso amenazó con amputarse y comer su propio brazo si la editorial no cumplía el contrato. La editorial finalmente indemnizó al escritor pero su pequeña victoria fue a la vez su tumba, pues a partir de ese momento ninguna otra editorial quiso publicar a un autor con fama de conflictivo como Flores Vargas. Desde entonces este vende de manera ambulante sus libros, que él mismo edita bajo sello propio (El patito feo), por el Zócalo de México DF o la Plaza Tolsá. Por cada uno de ellos pide 0,60 pesos, y además tiene una página web, www.elescritorapestado.com, en las que se pueden leer algunas de sus obras, como Cuentos de sexo o Estela y la sangre.
Néstor Sánchez Néstor Sánchez fue amigo de Julio Cortázar, admirado por este y recomendado a prestigiosas editoriales. Compartió con el autor de El perseguidor su gusto por el jazz e intentó trasladar a sus obras sus cadencias, y las del tango y sus ambientes prostibularios. Pero solo se convertiría en un autor de culto tras desaparecer durante 14 años e incluso ser dado por muerto. En realidad Sánchez había abandonado su Argentina natal y vagabundeaba por el mundo. Su hijo Claudio, a quien abandonó con 9 años, recibía de vez en cuando postales desde Europa o Nueva York, donde finalmente pudo localizarlo convertido en un homeless y un enfermo mental. Aunque durante sus últimos días en un centro psiquiátrico (de los que deja un magnífico testimonio la doctora que lo atendió, disponible en la web dedicada al autor) Sánchez no mostró ningún interés por su hijo, lo que no ha impedido que tras su muerte este le correspondiera con amor filial —y literario—incondicional, recogiendo y publicando toda su obra, que se puede consultar y adquirir en www.nestorsanchez.com. Existe, además, un documental de Matilde Michanie titulado Se acabó la épica, que narra la peripecia vital de Néstor Sánchez.
Miquel Fuster Un caso más cercano es el del dibujante e ilustrador barcelonés Miquel Fuster, que tras entrar como aprendiz con 16 años en la Bruguera y trabajar como ilustrador durante años en otras editoriales de prestigio, como Norma, o agencias de prestigio como Selecciones Ilustradas, se vio en la calle a causa de una acumulación de desgracias: una ruptura sentimental, el refugio en el alcohol, el incendio fortuito de su vivienda… Miquel Fuster pasó 15 años viviendo al raso, sobreviviendo gracias a la mendicidad, hasta que en 2007 comenzó a publicar sus vivencias en un blog que finalmente se convertiría en una novela gráfica titulada Miquel, 15 años en la calle. Miquel mantiene además un blog en el que se pueden ver algunas páginas de este trabajo, y otras ilustraciones de trazo desgarrado y oscuro que dejan constancia de sus años como sin techo. La dirección es www.miquelfuster.com y la página se subtitula de la siguiente manera: Un blog para volver a pintar.
«MIS ZAPATILLAS DE VOLAR SON LA LECTURA Y LA ESCRITURA”
ENRIQUE VILLAREAL, “EL DROGAS”.
Tras su primer poemario, Tres puntadas, Enrique Villarreal Armendariz, El Drogas, publica Las zapatillas de volar, un libro para niños de todas las edades. Pequeños poemas como txipi-txapas en los que las palabras bailan sobre las coloridas ilustraciones de Idoia Zufiaurre, Chuffi. El pirata de la Txantrea nos habla de su nueva aventura.
Todos sabemos que El Drogas fue en otra vida pirata, pero los primeros en enterarse fueron sus sobrinos y sobrinas, a quienes cuando eran pequeños paseaba por las calles de la Txantrea en un viejo Renault 21 familiar, con una bandera negra asomando por la ventanilla, mientras cantaban canciones inventadas que hablaban de cofres e islas misteriosas. Ahora, ya abuelo, El Drogas imprime ese espíritu soñador del niño que nunca ha dejado de ser en su segundo libro.
Patxi Irurzun/Iruñea
Inquieto y curioso por naturaleza, Enrique Villareal, El Drogas, nunca se ha descalzado las zapatillas de volar de los pies ni de la boca el cuchillo (o el bolígrafo) para los abordajes. Son sus pertrechos para una vida que para él es siempre aprendizaje, incluso cuando los maestros son los niños. Ellos saben mejor que nadie que al culo no hay que dejarle nunca marcar su huella en el sillón de casa. En la suya, en la casa de El Drogas, donde nos recibe, las paredes están pintarrajeadas con dibujos de su nieto Ugaitz, de tres años. “Me da pena limpiarlas. Por mí, las dejaría así siempre”, dice. A Ugaitz, precisamente va dirigida la segunda parte de Las zapatillas de volar. Pero la idea de escribir un libro para niños de todas las edades viene desde más atrás, es previa a esa “abuelidad” que El Drogas ejerce de modo ejemplar.
Las zapatillas de volar comenzaron a despegarse del suelo en dos momentos diferentes, pero casi desde el mismo sitio: el primero, durante un recital de poesía en el bar Iruñazaharra de Iruñea; y el segundo, años después pero a solo unos metros de allí, en la calle Mercaderes, durante un encuentro “casual” con la ilustradora Idoia Zufiaurre, ‘Chuffi’.
“La chispa fue en un recital de poesía que hicimos en el Iruñazaharra Kutxi Romero y yo”, nos cuenta. “El recital fue hacia las ocho de la tarde y apareció una pareja con un par de criaturas de unos cinco y tres años. Yo empecé la lectura con uno de los poemas más sexuales de Eva Zanroy (uno de los heterónimos de El Drogas, con el que saca su lado femenino), y vi cómo la pareja cogía a los niños y se marchaba. Eso se me quedó marcado y fue lo que me motivó a tener este reto: intentar escribir para el público infantil”.
El Drogas entonces comenzó a escribir “esto que yo llamo haikus, pero no lo son, en realidad, tan solo desde un punto de vista estético”, dice. (Para que nos hagamos a la idea, ahí va uno de ellos: “El ritmo de la cigarra/hace que la hormiga/trabaje más feliz”). Pequeños poemas que fue anotando aquí y allá. Hasta que nació Ugaitz. A partir de ese momento, los “haikus” de El Drogas están escritos pensando en él, y así queda reflejado en el libro, que marca la muga en mitad del mismo con un escrito algo más largo que el resto.
Pero tanto en una parte como en otra, en Las zapatillas de volar resulta reconocible buena parte del imaginario de El Drogas: el río, como metáfora de la libertad y el aprendizaje, los txipi-txapas, las ranas, los cangrejos…; Motxila 21, el grupo musical de chavales con Síndrome de Down con los que El Drogas colabora, que aparecen en uno de los poemas; o el Alzheimer: “El libro está también dedicado a mi madre. Hay un momento muy emotivo de ella con mi nieto, cuando siendo él bebé y ella ya enferma, los dos mantienen una conversación. El crío en realidad no hablaba, solo hacía ruidos, y mi madre no decía frases de más de cinco palabras, a partir de la sexta ya no tenía coherencia, pero los dos se reían, se entendían, y todos los demás estábamos alrededor de ellos, sin comprender nada pero emocionados, llorando, dándonos cuenta de que ahí había una comunicación mucho más allá de la propia conversación, y de que lo que mi madre con su enfermedad de alzheimer vivía era real, como era real lo que vivía mi nieto, o lo que viven los niños, las formas y los colores cuando se les acerca al cochecito un gilipollas diciendo kuti-kuti”.
Para plasmar todas esas sensaciones, esos códigos infantiles, sin duda ha sido imprescindible el trabajo de Idoia Zufiaurre, Chuffi, la ilustradora que ha inundado de color las páginas de Las zapatillas de volar. El encuentro entre los dos artistas se produjo de una manera casual, que en realidad no lo fue tanto. “Un día, mientras volvía de una tertulia en Eguzki Irratia, en la Calle Mercaderes se me acercó una chica y me dio una tarjeta, con un dibujo suyo”, cuenta El Drogas. “Al cabo del tiempo, cuando empecé a pensar en cómo ilustrar el libro, me acordé y le llamé, y todo ha funcionado de maravilla. Son cosas que siempre me han pasado en todas las historias en que he estado. Para montar Barricada, cuando ya tenía el nombre y toda la idea, le entré un día a un tipo que iba con una guitarra que no sabía ni quién era y resultó que era el Boni. En Txarrena mi gran descubrimiento fue Txus Maraví” (que por cierto, aparece metamorfoseado en la cigarra del poema que hemos citado unas líneas más arriba). “Y con Chuffi la verdad es que ha sido todo alucinante. Primero porque es una curranta de la hostia y segundo porque se ha implicado en el proceso con un cariño increíble. De hecho, lo que da peso al libro son sus dibujos, su paleta de colores…”, recalca El Drogas.
La ilustradora, por su parte, tras superar el vértigo que supuso trabajar con El Drogas, destaca la confianza que el cantante le dio durante todo el proceso creativo: “Tuvimos unas reuniones donde nos conocimos y empezamos a trabajar juntos. Me pasó los textos y con ellos, me dio libertad plena para afrontar el reto. Hablamos sobre estilos gráficos, los que a él le gustaban y sobre mis influencias. Enrique tenía muy claro que la parte grafica tendría «peso» por si sola, que tendría «su propia vida». El proceso fue muy cuidadoso, había que mantener esa locura que los textos me transmitían, buscando un ritmo a la vez para intentar que cada poema mantuviera su individualidad. Envié algunas imágenes a Enrique ya montadas para confirmar que llevaban un estilo de su agrado. Y desde el principio fue muy positivo, porque le gustaron muchísimo, con lo cual ya me embarqué en mi propia «rayada» muy a gusto. Me divertí mucho mientras iba creando”, dice la ilustradora de Urdian, afincada en Etxarri-Aranatz.
Las zapatillas de volar ha sido editado por Desacorde Ediciones con una edición de 1000 ejemplares, 300 de los cuales son en euskara (la traducción es de Urko Oscoz). Es el segundo libro de Enrique Villarreal, tras su poemario Tres puntadas. “Esas son mis zapatillas de volar: la escritura y la lectura”, dice. “Cuando tengo ganas de volar, comienzo a componer o a escribir, me meto en un mundo donde me gusta regodearme: me gusta escribir, aunque escriba, por ejemplo, sobre la violencia machista; me gusta porque algo me está removiendo por dentro. Mis zapatillas de volar son también esas ganas por enterarme de lo que está sucediendo a mi alrededor”.
El Drogas tiene, pues sus zapatillas de volar, y tiene también sus zapatillas de tropezarse: “Suelo comprarme las zapatillas dos tallas más grandes, y me voy tropezando con las rayas de las aceras, o al salir al escenario. Tropezarse es también buena manera de aprender”, dice. Unas zapatillas dos tallas más grande, que son, en realidad, las que se compran quienes no paran de crecer. Ese es sin duda, el momento en el que se encuentra El Drogas desde hace unos años: en una etapa de crecimiento artístico y personal en la que hay que dejar hueco para los nuevos proyectos y estirones, los nuevos discos y libros, que sin duda y afortunadamente seguirán viniendo.
“La historia de alguien que ha vivido tres guerras tenía que ser inevitablemente negra”
Carlos Erice. Escritor
La última novela del escritor de la calle Estafeta, Orán ya no te quiere, mantiene su sello personal, vuelve a ser un thriller político ambientado en el África colonial, en este caso la Argelia bajo dominación francesa, pero esta vez también retrata su propia ciudad, la Iruñea de 2105 o nos lleva hasta los sanfermines de 1936.
Patxi Irurzun. Iruñea
Orán ya no te quiere es la tercera novela de Carlos Erice, tras Beautiful Rhodesia, ganadora del premio López Torrijos en 2011, y de La granja de Perla, que publicó hace solo unos meses. Caprichos del mundo literario. La editorial granadina Traspiés le buscó para inaugurar su colección de novela criminal y él sacó del cajón esta historia de intriga, a caballo entre tres guerras, que nos lleva desde los kebabs de la Iruñea de hoy en día a la Orán colonial con plaza de toros y en la que se comía paella.
Pero usted no ha estado nunca en África…
No, pero soy un poco tramposo, porque me voy a otro continente, a Argelia, sí, pero utilizo la época en que estaba bajo dominio francés. En Orán la mayoría de los habitantes eran de origen europeo y de estos la mayoría españoles, almerienses, alicantinos…Es arriesgado intentar recrear esa época que ya no existe, pero a la vez resulta muy interesante, muy literario, y si además la imaginación del autor ya se las apaña para inventar la peripecia de un chaval de Pamplona, que en los años cuarenta acaba en Orán ,es cuando encajan todas las piezas del puzle de esta historia, en la que una de las protagonistas, Leire, va a visitar a su abuelo a una residencia de ancianos en Pamplona, La Meca, y este, Peio Aranguren le cuenta su historia: como huyó de Pamplona después del golpe de Mola, cómo combatió en la guerra civil, en la segunda guerra mundial y cómo acabó finalmente exiliado en Argelia.
¿Cómo ha sido su método de trabajo para recrear el Orán de esa época?
Por una parte me gusta leer mucha literatura ambientada en los lugares y en los periodos que quiero retratar. En este caso por ejemplo, Albert Camus, que era argelino y allí, en su Orán natal, ambientó libros como La peste o El extranjero; o a otros como Yasmina Kadra. Y por otra parte, recurrir a las fuentes. Por ejemplo, con mi precario francés envié un mensaje al ayuntamiento de Orán solicitando un plano con las denominaciones de las calles de entonces, que me enviaron y contrasté con las actuales…
Otros pasajes, sin embargo transcurren en Pamplona, y hay quien ha dicho incluso que el libro es una guía de bares de la ciudad.
De bares y de librerías, ¿eh? Sí, quería describir la Pamplona actual que también hoy se está convirtiendo en una ciudad mestiza, como aquel Orán, y por eso el tercer personaje de la novela es es Mehdi, un argelino que tiene mucho interés en conocer al abuelo de Leire… Pero sobre eso no puedo contar mucho más… Todo ello me sirve para retratar como vemos nosotros a nuestros vecinos, venidos de otros países, y también cómo ellos nos ven a nosotros…
En la novela ha utilizado diferentes técnicas y voces narrativas…
Quería dosificar la trama jugando con el lector, e ir soltándolas diferentes piezas de información desde la perspectiva de cada personaje, por ejemplo el diario de Leire, en donde cuenta sus problemas laborales en el bar en que trabaja, sus conflictos con su cuadrilla, sus amores o desamores: o la historia de su abuelo, Peio Aranguren, para la que he utilizado la tercera persona y me ha permitido contar su historia, que es una historia que va dejando cabos sueltos, que los otros dos protagonistas van atando, y que es también la que da el componente de intriga o negro a la trama, porque Peio Aranguren es alguien que ha vivido tres guerras y es inevitable que una vida así haya tenido que ser negra, muy negra.
Un personaje, el de Peio Aranguren, levemente inspirado en el dirigente comunista Jesús Monzón
Sí. Monzón era pamplonés, tenía su cuadrilla, muy variopinta, entre la que había establecido un pacto de amistad y protección, porque en los sanfermines del 36 ya se intuía que algo iba a pasar, y de ese modo pudo huir y él también acabó refugiado en Argelia, por eso digo que mi protagonista está levemente inspirado en él, aunque Peio Aranguren no es comunista, sino nacionalista. Si hay esa leve inspiración es porque la trayectoria de Monzón es desde luego novelesca, y sobre todo por el viaje vital. Y eso es en definitiva lo que nos vamos a encontrar en este libro: peripecia vital, misterio y una historia de venganza.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración semanal para On, magazine de los periódicos de Grupo Noticias (02/01/2016)
El primer animal que tuvimos en casa fue la polla. Una gallina, vamos. Uno de aquellos pollitos pintados de colores que vendían en las fiestas de los pueblos mientras la gente tiraba el jersey a lo alto al compás de “Voló, voló” y a los que al cabo de unos días el culo comenzaba a pelárseles y se morían pero que a nosotros nos aguantó y se hizo grande y por eso y porque era chica la llamamos la polla. La polla olía fatal y tuvimos que fabricarle con cartones una especie de gallinero en el balcón. A veces le concedíamos el tercer grado y la metíamos en casa. En el pasillo levantábamos barricadas, como en las calles, solo que nosotros con Exin Castillos, y la polla saltaba por encima de ellos, y en el aire quedaban flotando algunas plumas, y nosotros nos reíamos mucho y estornudábamos, todo eso sin saber que lo que estábamos haciendo era entrenar a la polla para la gran evasión.
La polla intentó fugarse un día de reyes, saltando desde nuestro quinto piso, de balcón en balcón. La descubrimos cuando estaba en el tercero, yo creo que ya arrepentida, temblando sobre la barandilla. Conseguimos que volviera a casa tirándole a dar curruscos de pan duro que guardábamos en un saco para los perros de la huerta del abuelo. Y una vez que la hubimos rescatado mi madre dijo “La polla o yo”. Elegimos a mi madre y a la polla la llevamos a un gallinero que tenían mis tíos en el pueblo y en que los primeros once días la polla estuvo poniendo huevos como una campeona y al siguiente se la comió un perro (o eso nos contaron).
Luego vinieron aquellos ratones de ojos rojos. Nosotros queríamos un hámster, ya teníamos incluso preparada la jaula, con su ruedita y todo, pero mis tías dijeron que sus vecinos criaban “bichos de esos” y que si queríamos algunos y nosotros dijimos que sí y cuando fuimos a recogerlos los bichos de esos eran ratones de laboratorio, blancos y flacuchos y con los ojos rojos, y a pesar de todo nos los llevamos a casa, y en casa, claro, los ratones se escaparon de la jaula porque para ellos aquello no era una jaula sino una plaza con porches. Nunca supimos qué fue de aquellos ratones. Al principio, de vez en cuando, alguno aparecía desde detrás del armario, cuando estábamos viendo la tele, se ponía de pie, se frotaba las patitas y volvía corriendo a esconderse. Aquellos ratones o tenían muy mala leche o estaban locos, porque para mí que vivían dentro del televisor, y por eso este a veces se estropeaba, y para que volviera a funcionar había que levantarse y darle un zurriagazo y después olía a pelo quemado y así, electrocutados o escuchando los debates de La Clave, yo creo que fueron muriéndose todos aquellos ratones de ojos rojos.
Y después vinieron muchos más, el gato Pelusa (hasta que mi madre dijo “El gato o yo”, y como durante un rato estuvimos dudando mi madre tuvo que bajarlo en el bolso de la compra al barranco, al final del descampado que había debajo de casa), y la cotorra Tibisai (a la que resucité, tras recogerla de la basura cuando todos la daban ya por muerta, haciéndole el boca a boca una mañana que volvía de gaupasa—la pobre, claro, quedó con secuelas graves—), y cardelinas, periquitos, tamagochis, pero de ellos ya hablaré otro día, porque ahora se me acaba la página y solo me queda espacio para desearle a todos ustedes que tengan un feliz año. Un año que sea la polla.