Publicado en Rubio de bote (semanario ON), 03/12/2016
La cola interminable baja por la madrileña calle del Carmen y antes de llegar a la Puerta del Sol, dobla una de las manzanas, escarbando en ella como un gusano nervioso y hambriento. Llueve un calabobos que se filtra hasta los huesos, pero nadie se mueve de su sitio, aunque la espera se prolongue horas. Es la cola para la administración de lotería de Doña Manolita, donde los sueños se maceran en agua que cae contaminada del cielo. A veces alguien se impacienta, pero varios hombres se encargan de mantener el orden. Cuartean la fila para dejar despejadas las entradas de las otras tiendas, y van haciéndola avanzar en pequeños grupos con el ademán autoritario de aquel a quien le han puesto un uniforme, aunque este sea un chaleco fosforito de los chinos.
Son, probablemente, esos hombres, los mismos que hace años compraban oro y lo anunciaban en los cartelones que llevaban colgando del cuello. La fortuna pasa por sus dedos sin detenerse nunca, y ahora los exhombres-anuncio también tocan sin impresionarse los hombros de quienes opositan para millonarios.
Alguno de estos últimos quizás saque plaza. En Doña Manolita toca siempre, igual que en Sort (en cuya administración La Bruixa d,Or se vende algunos años uno de cada cinco décimos de la lotería de Navidad), o igual que le tocaba siempre a Carlos Fabra, que no es que fuera un hombre con mucha suerte sino con mucho dinero y muy negro. Es pura matemática. A algunos de quienes esperan en la cola de Doña Manolita les tocará la lotería, otros tendrán un infarto, o un accidente, a alguno puede incluso que le parta un rayo: las posibilidades de esto último, de hecho son, estadísticamente, las mismas de que les caiga el gordo.
La lotería toca mucho también en barrios obreros, o con muchos inmigrantes, barrios asolados por el paro, la pobreza energética… Lo dirán el día del sorteo en los telediarios (bueno, en vez de barrio dirán barriadas) y al presentador le temblará emocionado la voz y después esta recobrará su temperatura habitual y contará en un tono de máquina expendedora que alguien a quien iban a desahuciar se ha suicidado, o que ha habido otro motín en un CIE o que un futbolista causa baja por la rotura de un ligamento cruzado anterior para el partido del siglo que se juega cada fin de semana…
La cola, mientras tanto, en Doña Manolita, sigue avanzando lentamente. A quienes esperan en ella la vida se les va en una respiración vaporosa y blanca con la que construyen castillos y chalets adosados en el aire. Cuando uno compra un boleto de la lotería en realidad es eso lo que compra. Durante unas semanas es milloginario, o sea millonario imaginario. Y administrador de cuentas. Y filántropo. “Si os tocara la lotería ¿qué haríais?”, pregunta cuando se junta a cenar con unos amigos. Y algunos cubrirían agujeros (y cuando los escucha uno piensa qué tipo de agujeros son esos, ¿agujeros negros?) y otros se harían trotamundos (con VISA oro), y todos se vuelven repentinamente espléndidos, y dicen que por supuesto repartirían entre sus familia y sus amistades, pero casi inmediatamente empiezan a hacer mentalmente listas negras y categorías, “¿Juantxo es amigo o solo conocido?”…
Y así pasa la mañana, en la madrileña calle del Carmen, con la suerte agazapada entre tiendas de pijamas y de telefonía móvil y cafeterías que huelen a churro y gitanas con ramitas de romero que, bajo la lluvia sucia, leen la buenaventura, pero no saben a qué número le caerá el gordo, mi alma.
Juan Carlos Azkoitia recopila en Eternas cicatrices la convulsa historia —que es también la historia de una época— del grupo gasteiztarra
Autores de Inadaptados, uno de los discos emblemáticos del rock vasco, Cicatriz encarnan la crónica de una década, los ochenta, y de una juventud que pasó por ella como un ciclón, arrasando con todo y a menudo consigo mismos: heroína, botes de humo, punk-rock… Eternas cicatrices es, además, una buena excusa para el autor para reunir a protagonistas y supervivientes de aquellos impetuosos años en “quedada cicatriceras” como esta en Iruñea con Jimmi de Tijuana in Blue y Ricardo Alkaiza “Leño”, amigo íntimo de Natxo Etxebarrieta, el cantante del grupo.
Patxi Irurzun. Iruñea
En aquella época, a inicios de los ochenta, las estaciones de autobuses o de trenes, eran además de punto de paso, o precisamente por ello, también punto de encuentro, donde la peña se citaba para intercambiar discos, fanzines… Originales, traídos de Londres, Barcelona, o copias en casete, copias de copias de copias, en ocasiones. Era la época de las cintas TDK, de los primeros casetes con doble pletina, de los conciertos anunciados en carteles pegados en paredes, mediante el boca a boca o en el Plaka Klik o el Bat, bi, hiru! de Egin. La época de las primeras crestas y chupas de cuero, radios libres, okupaziones… La época, también, triste y gris, de la heroína y los “botes de humo, botes de humo”…
Juan Carlos Azkoitia acaba de publicar Eternas cicatrices, un libro que recoge la biografía del grupo gasteiztarra Cicatriz, y que de paso son también unas magníficas páginas arrancadas a la historia desmemoriada y caótica de aquella época, vivida a demasiada velocidad como para perder el tiempo dejando constancia de ella. El libro es fruto del trabajo de más de veinte años: entrevistas a protagonistas que compartieron camerinos y peripecias con Cicatriz (El Drogas, Evaristo, Iosu Zabala, Fermin Muguruza, Marino Goñi…), búsqueda en hemerotecas, vaivenes en los precios de las imprentas… Un libro forjado al estilo fanzinero de la época, autoeditado y repartido entre quienes han contribuido a él con sus testimonios en “quedadas cicatriceras”, como las ha llamado Azkoitia, en bares, gasolineras, locales de ensayo…
Quedada cicatricera en Navarrería
En la de hoy, en el Mesón de la Navarrería de Iruñea— a la que GARA asiste como testigo de excepción— el autor de Eternas cicatrices se ha citado con el que fuera uno de los dos vocalistas de Tijuana in blue, Jimmi Errea, y con Ricardo Alkaiza “Leño”, amigo íntimo de Natxo Etxebarrieta, el recordado cantante de Cicatriz. La tarde contribuye al encuentro convirtiéndose en una máquina del tiempo que parece trasladarnos a los ochenta. Llueve despacio desde un cielo gris y la batería del móvil se ha agotado, dejando la cita y la entrevista al albur de la improvisación. Por el hueco de la puerta del Mesón, desde el que se ve el balcón de Eguzki Irratia, esperamos ver aparecer (y reconocer) a Juan Carlos Azkoitia. Pero el primero en llegar es Jimmi, con el porte pinturero y glam que su lenguaje corporal no ha perdido, a pesar de estar retirado de los escenarios y del circo del rocanrol desde hace años. Jimmi, además de cantante de Tijuana in blue, estuvo en mil salsas más (Katakrak, Eguzki Irratia…) y fue periodista en aquellos suplementos de Egin —Plaka Klik primero y Bat, bi hiru! después— que los jóvenes de entonces corríamos cada viernes a buscar a los kioskos o leíamos en los bares como si fueran —lo eran— biblias ateas del punk-rock. Un pedazo con patas de historia, Jimmi, de lo que hoy ya podemos llamar rock radikal vasco (de hecho, estuvo presente en el momento en que alguien juntó estas tres palabras por primera vez) sin miedo a cortarnos con el filo de esa etiqueta.
Las memorias de Natxo Etxebarrieta
A la vez que nosotros para recibir a Jimmi se acerca Ricardo Alkaiza “Leño”, que en realidad ya estaba en el bar pero al que no habíamos reconocido. “Leño”, fue otro de los protagonistas a la sombra, o al otro lado de los focos, de aquel movimiento musical, juvenil y contestatario que fue el RRV, y en el caso de Cicatriz, alguien que estuvo a su lado en momentos cruciales y trágicos del grupo, por ejemplo, acompañando a Natxo en sus últimos momentos de vida. En Eternas cicatrices se recogen algunos de sus testimonios, así como dos de las entrevistas que realizó al cantante de Cicatriz en Eguzki Irratia, alguna de ellas en un tono de intimidad que revelaba detalles tan curiosos —y con tantas posibilidades literarias— como que el primer beso a una chica de Natxo Etxeberrieta, sobrino de Txabi Etxebarrieta, “el primer muerto de ETA”, se lo dio a la hija de un guardia civil.
Juan Carlos Azkoitia no tarda en llegar. En su mochila trae los ejemplares dedicados de Eternas cicatrices. El libro pesa, son 454 páginas con testimonios, memorias, fotos, entrevistas, y lo ha llevado a sus espaldas los últimos veinte años. Cicatriz es también su cicatriz, parte de su vida, y se nota: apenas ha terminado de repartir abrazos, comienza a contar de manera torrencial cómo el libro comenzó a gestarse a partir de las grabaciones que hizo a Natxo poco antes de que este muriera. La primera parte de Eternas cicatrices recoge estas memorias personales de Etxebarrieta, que Juan Carlos Azkoitia ha filtrado y ordenado cronológicamente, pues reconoce que en las grabaciones el cantante de Cicatriz, fiel a su personalidad espontánea y dicharachera, mezclaba épocas, anécdotas, recuerdos… Están ahí los orígenes del grupo, en el centro de desintoxicación del psiquiátrico de Las Nieves de Gasteiz; los primeros y salvajes conciertos, que acaban en tumultuarias trifulcas o enfrentamientos con la policía; los incondicionales seguidores del grupo, como la banda Badaya, que vivían en el filo de la ley y acompañaban al grupo allá a donde fuera; la llegada de la heroína, las primeras muertes, que en el caso de Cicatriz acabarían siendo todas, las de todos los miembros del grupo, de la formación clásica —Pepino, Pedrito, Pakito y Natxo— que firmó Inadaptados, el que se reconoce de una manera generalizada y unánime como uno de los grandes discos del rock vasco…
Realismo sucio musical Fermin Muguruza habla acertadamente en otra parte del libro, la que recoge los testimonios de las personas que vivieron de cerca la historia del grupo, de realismo sucio musical, al referirse a las canciones de Cicatriz. En ellas se reflejan historias callejeras, el retrato fiel de una juventud devastada por el genocidio silencioso y lento de las drogas (estremece ver el recuento de muertos al final de cada intervención en esta parte del libro). Probablemente sean estas páginas las más interesantes del libro, más incluso que las propias memorias de Natxo, pues dan una visión poliédrica de la historia de Cicatriz, desde diferentes perspectivas: la familiar, con intervenciones como la de Tati, la madre de Natxo (el quinto Cicatriz, como la llama “Leño”); la musical, por ejemplo la aportación de Iosu Zabala, inspirado productor de Inadaptados; la del superviviente, Goar Iñurrieta; o la de quienes, como Marino Goñi, mantuvieron desde su papel de editores discográficos una relación más tirante, con más altos y bajos; pasando por innumerables compañeros de escenario y carretera como Kutxa Ultimatum, Juanjo Eguizábal (autor, además de de la famosa escultura del Caminante de Gasteiz, de himnos de Cicatriz como las letras de Escupe, Cuidado burócratas o Enemigo público; o de la portada de Inadaptados), Paco Galán de Eskorbuto, Gari de Hertzainak, Loles Vázquez de las Vulpes, Mahoma, Jul y Txerra de RIP…
Es difícil, en realidad, reconstruir el relato de Cicatriz y de la mayoría de los grupos del rock radical vasco. Jimmi, por ejemplo, reconoce que con Tijuana in blue, sería prácticamente imposible una biografía al uso, siguiendo un patrón cronológico. La época fue convulsa, nimbada por las drogas, el alcohol, el humo de los gases lacrimógenos y la vida a toda velocidad. Nada propicia para hacer memoria de una manera ordenada. La propia biografía oral corre el riego en ocasiones de caer en el cuore del rock vasco o en una visión melancólica y abuelocebolletada. Tal vez, en definitiva, la mejor manera de contar el rock radikal vasco no sea esta sino sea la ficción. Sorprende, por ejemplo, que no exista todavía una gran novela o película sobre el tema, y en el caso de Cicatriz, desde luego el guión no puede ser más atractivo y salvaje: la formación del grupo en un psiquiátrico, la detención de su cantante en el aeropuerto de Barajas al regresar de Amsterdam para trapichear speed, el ingreso en Carabanchel, el accidente de moto a los pocos meses del salir de la cárcel, la indemnización millonaria, el disco grabado en Londres con parte de ella, los conciertos con Natxo sosteniéndose sobre las muletas… Puro rocanrol.
El libro se completa con las letras de todas las canciones del grupo (que en ocasiones escamotearon en los discos), un listado de conciertos, efemérides, fotos, carteles y entradas de conciertos…
La historia de Cicatriz es, en definitiva, también la historia triste y luminosa a la vez, de una época, el retrato agridulce de una juventud, la de Euskal Herria en los ochenta, inconformista y autodestructiva, que desde luego no recorrió de puntillas ni mirando para otro lado la época, difícil, convulsa, cambiante que le tocó vivir. Jimmi, “Leño”, Juan Carlos Azkoitia, son supervivientes de la misma y sus recuerdos “Eternas cicatrices”.
Colaboración para Rubio de bote, página quincenal en magazine On (Grupo Noticias) 19/10/2016
La culpa de todo fue del cartero.
Aquella fatídica mañana yo estaba, por una vez, tranquila en casa: no tenía ninguna reseña que entregar con urgencia —soy crítica literaria—, acababa de dejar a los niños en la escuela y a mi alrededor no había montañas de ropa para planchar, así que decidí aprovechar y hacerme el tratamiento contra los piojos. “Hay piojos en clase”, habían advertido hacía unos días en el grupo de wathsapp y, como mis niños son de naturaleza generosa y comparten todo conmigo, tenía que aplicarme el árbol de té. Mis hijos lo habían hecho la noche anterior pero yo no pude, porque estuve rematando una crítica de una novela que me había parecido una mierda muy gorda pero que en el periódico me habían pedido que elogiara, pues la había publicado nuestro grupo editorial. De modo que esa mañana era un buen momento para desparasitarse.
He probado todo tipo de remedios contra los piojos, y el árbol del té es, sin duda, el que mejor funciona, aunque tiene el inconveniente de que hay que envolverse la cabeza con film transparente. Es, desde luego, un procedimiento para hacer en la intimidad del hogar, y, ya puesta, aquella mañana decidí además ponerme cómoda y abrigarme con el albornoz con la capucha de Finn, el de Hora de aventuras, que me regalaron los niños para el día de la madre y calzarme las pantunflas con forma de rata que me envió por correo un autor que había escrito un libro de cuentos estupendo pero al que destrocé en una reseña porque lo publicaba en el grupo editorial de la competencia.
Y con esas pintuquis estaba cuando llamaron al automático.
—¡Cartero! Tengo un paquete con algo que parece un libro y que no entra en el buzón, te lo mando en el ascensor y sales a recogerlo ¿vale?—dijo, pero no esperó a que contestara.
Era algo que solía hacer a menudo. Lo tomabas o lo dejabas. Mi cartero nunca llamaba dos veces. Por suerte, vivo en un barrio dormitorio y a esas horas de la mañana en mi edificio no solía haber un alma. Había una probabilidad entre cien de que alguien me viera salir al descansillo hecha un adefesio. Y serían apenas unos segundos. El ascensor se detuvo en mi piso (“Que no haya nadie, que no haya nadie”, entoné aquel mantra que también servía para cuando te montabas en él y alguien que no eras tú se había tirado antes una ventosidad). Y, por suerte, allí no había nadie. Recogí aliviada el paquete y en ese mismo momento escuché a mis espaldas el estruendo de un portazo. Supe de inmediato que la puerta que se había cerrado era la de mi piso. Por supuesto, no se me había ocurrido coger las llaves ni el móvil. Deseé con todas mis fuerzas que la tierra me tragara. Mi marido no regresaba a casa hasta la noche. Y la única que tenía una copia de las llaves era mi madre, que vivía a varios kilómetros de mi barrio. Dios mío, ¿qué podía hacer? Obviamente todas las opciones pasaban por pedir ayuda a alguien. Toqué el timbre de varios vecinos, aquellos con los que tenía más confianza, pero la mayoría no estaba en casa, y los que estaban no quisieron abrirme (pude ver cómo se oscurecía la mirilla en varias puertas)
Tuve, en fin, que bajar a la calle. Y después vino todo lo demás. El grupito de madres saliendo en ese preciso momento de la cafetería. Las dos o tres personas que me dieron alguna moneda y las que intentaron acompañarme hasta el centro de salud mental. La factura del cerrajero… Podría escribir una novela —tal vez lo haga algún día— para contar todas mis vergonzantes peripecias hasta que regresé a casa. Y solo cuando lo hice me di cuenta de que durante todo ese tiempo había llevado en mis manos el paquete que me había entregado el cartero. Lo abrí. Efectivamente, parecía un libro, pero no lo era, sino la novela ganadora del último Premio Mundial que, para más inri, se titulaba Dónde están las llaves, matarilelirerón.
Colaboración para la sección Rubio de bote del magazine On (diarios del Grupo Noticias), 5/11/2016
Dentro de unos días se acaba el mundo y esta vez debe de ser verdad porque lo pone en Google y porque ni la NASA ni el IBEX 35 ni la Liga de Fútbol Profesional ni el comité ejecutivo del PSOE ni ningún youtuber lo han desmentido, y porque la gente ha echado las persianas y por el hueco entre sus lamas se ve a grupos de hombres armados que asaltan las tiendas de electrodomésticos y de licores y se dirigen a las urbanizaciones de chalets y torturan a sus dueños hasta que les dan las llaves de los búnkers.
Allá ellos. A mí me parece bastante triste que tu último deseo antes de morir sea sentarte a mirar una tele de plasma, encerrado bajo tierra con unos cuantos oraguntanes borrachos y después ir matándote y devorándote unos a otros y más tarde, cuando ya no quede ninguna tibia que chuperretear, salir al exterior y que en un santiamén el sol radiactivo del apocalipsis te reduzca igualmente a cenizas.
Así que he trazado mi propio plan. Mi agenda de los últimos días.
El primero de ellos, bajaré al trastero, desenterraré la caja de cintas de caset y me iré con ellas y con un pack de cervezas a casa de mi amigo Juantxo el jipi, al que todavía le funciona el tocadiscos y la doble pletina, y escucharemos los viejos discos, y apenas hablaremos, porque los discos y las cintas aprendidos de memoria serán nuestra memoria.
Al día siguiente iré a visitar a mi madre y a ella sí le dejaré hablar, durante horas, dejaré que me cuente una vez más que ella era la chica más lista de su escuela y las segundas mejores piernas de Huarte y que la primera se fue monja, y que solían jugar con ella junto al portal, pero a veces había que quitarse, cuando pasaba el tren Irati, el ferrocarril, “en ferrocarril precisamente fui unos días a Donsti con tu padre, cuando éramos novios”, me dirá luego, y también que él dormía a una pensión y ella una residencia para señoritas, en aquella época era así, las chicas con las mejores piernas del pueblo acababan de monjas y la más listas de la clase de amas de casa. Y las conversaciones arborescentes de mi madre serán todas de ese modo, se irán a veces por las ramas, pero siempre descenderán a su punto de partida. Y mientras mi madre hable, durante horas, yo iré cogiendo fuerzas, y al final se lo diré, le diré que la quiero mucho y que siempre he estado orgulloso de ella y que nunca se me olvidará aquel día que llamó a la radio, mientras entrevistaban al consejero de educación, para quejarse porque mi hermana se había quedado sin plaza en el instituto, y consiguió hacerle rectificar, porque mi madre seguía siendo la chica más lista de la escuela.
Y otro día, la última noche, cuando los niños ya estén acostados, me meteré en la cama con mi mujer y le acariciaré la espalda durante horas, mis dedos húmedos se deslizarán sobre ella como si pasara las páginas de una biblia, como si el sol me hubiera cegado ya y en su piel estuviera escrito en braille el mapa del tesoro, y haremos el amor lentamente, y nos susurraremos al oído palabras hermosas y sucias, hasta el amanecer. Y al amanecer iremos a las camas de nuestros hijos, y oleremos sus cuerpos y sus alientos dormidos, y después los despertaremos y los llevaremos a nuestra cama, y estaremos todo el día remoloneando, mis hijos nos pedirán que les contemos historias de cuando éramos niños, y yo les hablaré, por ejemplo, de Tibisai, la cotorra que recogí de la basura y resucité dándole una aspirina machacada, y mi mujer de aquella profesora que tuvo que era enana pero les enseñó a jugar al baloncesto, y cuando se aburran de las historias la cama se convertirá en es una barco a la deriva, en mitad del mar, y nosotros en una tripulación pirata, e iremos navegando sin miedo hacia el sol, riéndonos, como si ni Google ni el Comité Federal del PSOE ni el IBEX 35 determinaran nuestra vidas, y en lugar de la del fin del mundo aquella será la mañana de un fin de semana más, y ese será nuestro dulce apocalipsis.