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“No hay ningún tipo de reconciliación posible sin conocer la verdad”
María Urruzola, escritora
En El silencio, la escritora uruguaya aborda la historia de los bebés robados durante el franquismo. Su hermano fue uno de ellos. Arrebatado a su madre, embarazada soltera en la Iruñea de 1940, una losa de silencio cubrió durante décadas una historia familiar, algunos de cuyos dramas —exilio, dictadura…— se repetirían años después en Uruguay, a donde la familia huyó tras recuperar al niño.
Patxi Irurzun/ Iruñea
Desde la ventana de la Calle Barquilleros de Iruñea en que la madre de María Urruzola vivía, podía ver el convento de las Madres Adoratrices al que fue entregado su hijo. Hoy el convento es un hotel. De hecho, en él llega a alojarse, años después y ya adulto, el bebé robado —Lorenzo en la novela—. En el mismo lugar en el que nació y fue arrebatado a su madre. En cierto modo, él tuvo suerte, fue una excepción a la regla, pues lograría reunirse con su madre años más tarde y buscar refugio ambos en Uruguay. Después, ya apenas se habló de ello en la familia. Hasta que en a mediados de los años 90 la desaparición en un orfanato de Iruña de un libro con listas de niños robados y la revelación anónima de su verdadera identidad salta a las noticias y pone en la palestra muchos más casos. Es de ese modo, como María Urruzola conoce su historia y siente la necesidad de retirar la losa, de poner voz a ese silencio familiar. La novela, contada con destreza y cierta luminosidad a pesar de su dolorosa trama, fue publicada en 2016 por Planeta en Uruguay (donde María Urruzola, que vivió exiliada en París durante una década, es una reconocida escritora y periodista de investigación, además de haber formado parte del Gobierno de Pepe Mujica como Directora de Información y Comunicación). Ahora, El silencio ve la luz a través de la editorial iruindarra Pamiela, desde el mismo lugar en que todo empezó, en una especie de círculo de justicia poética.
La historia de El silencio, aunque novelada, es también su historia, la historia de su madre y su hermano. Usted ha regresado a Iruñea ¿qué sintió al asomarse desde esa ventana en la que su madre recuerda ver hablar a Mola o el convento en el que le robaron a su hijo?
Me impresionó la proximidad física de los lugares. El balcón desde el que mis abuelos y mi madre vieron el inicio del levantamiento parece estar al alcance de la mano del balcón desde el que habló Mola. Desde la ventana del convento en el que encerraron a mi madre embarazada, se ve el interior del piso donde la familia vivía y donde la vida continuó como si nada pasara. No creo que sea solo una proximidad física. Todo sucedía en una proximidad social inmensa. Ver el lugar hace más fácil comprender la dominación a través del terror.
¿Cómo ha vivido usted romper ese silencio a través de la novela, se sintió aliviada? Cree que la ficción puede ser una buena manera de abordar este tipo de situaciones tan traumáticas?
Para mí fue empezar a hacer las paces con una historia familiar que siempre me dolió mucho y que durante muchísimos años no entendí. Se tuvo que romper el silencio en España sobre los niños robados y tuvieron que comenzar las denuncias, para que yo comprendiera qué había pasado en mi familia. Gracias a que familiares de niños robados fueron capaces de hablar de lo que les había sucedido, yo pude empezar a entender. La ficción es siempre una manera de sublimar un dolor. Creo que no existe la ficción pura. La literatura y el cine siempre se basan en la vida misma, pero asumen una libertad creativa que quizás permite acercarse con desvíos a la crueldad de la vida verdadera.
El silencio es también la historia de una reconciliación familiar, con sus abuelos, cuya decisión —entregar a su hermano a las monjas—durante mucho tiempo usted no comprendió ni admitió.
No sé si una reconciliación, o al menos la etapa previa, que necesariamente exige saber la verdad y conocer el contexto. Cuando conocí lo que había sucedido con los niños robados, cuando pude entender que la Iglesia y su conservadurismo retrógrado hizo del sexo y su demonización un arma de dominación, entendí que quizás mis abuelos fueron también víctimas y tal vez no tuvieron modo de hacer otra cosa. En todo caso, no hay ningún tipo de reconciliación posible sin conocer la verdad.
En este caso, la historia se repitió, tras la guerra civil en España, ustedes vivieron una dictadura militar que repitió los mismo horrores: robo de niños, exilio… La visión sobre el género humano que queda después de algo así quizás no sea muy esperanzadora…
Para mí no se trata del género humano en general, porque la humanidad ha salido adelante desde las cavernas en base a la cooperación y la ayuda mutua. Las dictaduras, el holocausto, el terror, el sometimiento de las mujeres, el robo de niños como límite inimaginable de la crueldad, son herramientas utilizadas para llevar adelante políticas específicas. Fueron intereses específicos, grupos concretos, cómplices con nombre y apellido. Porque el género humano también incluye a la gente que en el mismo período era solidaria, arriesgaba su vida, luchaba por la libertad. Y hacía arte: música, poesía, pintura….
Centrándonos ahora en El silencio, la novela tiene una estructura que permite una lectura cómoda y ágil, a pesar de la dureza de la historia. ¿Cómo fue el proceso de escritura?
Soy periodista, y por lo tanto llevo muchísimos años (más de 30) luchando con las palabras para que sean un vehículo de comprensión, algo que no es por naturaleza fácil. Somos humanos porque utilizamos las palabras, pero al decir de un poeta brasileño, a veces ellas mueren en “el pantano engañoso de las bocas”. Las palabras comunican pero también confunden, ocultan. El silencio es ficción porque yo no estaba en Pamplona en los años 40, y es también ficción porque algunos personajes fueron inventados para poder contar hechos verdaderos. Fue difícil pero sanador. Desde que me enteré de la historia de mi familia, me prometí un día escribirla.
El silencio es también un retrato generacional. ¿Hay quizás una voluntad de establecer un hilo entre diferentes generaciones, sus anhelos, incluso sus ideas políticas?
Es el intento de retratar a una familia a la que le cayó la Historia con mayúscula en cada una de sus generaciones. Es una historia de familia atravesada por la Historia. El anudamiento entre lo íntimo y lo político es inevitable en momentos de excepción (guerras, dictaduras, holocausto), pero no siempre las víctimas logran poner su propia historia en contexto y entender que sus peripecias responden a un contexto determinado, sobre todo si son muy jóvenes, como es el caso de las tres protagonistas de la novela. Ahora les llaman “daños colaterales”. Es la historia de gente normal a la que le suceden cosas horribles, y solo le queda echar mano a la dignidad como respuesta.
http://www.naiz.eus/eu/hemeroteca/gara/editions/2017-06-06/hemeroteca_articles/no-hay-ningun-tipo-de-reconciliacion-posible-sin-conocer-la-verdad

Foto: Iñigo Uriz
«No es nada romántico levantarte cada mañana con un abismo bajo los pies”
Patxi Irurzun. Escritor
“De igual a igual. 8 historias del comedor solidario Paris 365”, la nueva obra del escritor navarro, se acerca a las vidas de varios usuarios del conocido comedor solidario de Iruñea. Historias, a medio camino entre la literatura y el periodismo, de pobreza y desigualdad pero también de esperanza y justicia social, pues en la vida de todos los protagonistas se cruzó en algún momento la asociación Paris 365 para ofrecerles una segunda oportunidad.
M. Lacalle. Iruñea
Patxi Irurzun ha pasado en solo unos meses de la ficción pura a la realidad más dura. Tras publicar a finales de agosto “Los dueños del viento”, una novela de aventuras ambientada en el siglo XVII, con historias de piratas y brujas vascos (novela que por cierto, tras su buena acogida, se publica estos días en México y pronto tendrá también su edición de bolsillo), en su nueva obra, más cercana al periodismo, narra las historias de ocho usuarios del conocido comedor solidario de Iruñea Paris 365.
“Cuando yo empecé a escribir, siendo muy joven, lo hice con la convicción algo romántica de que escribir podía contribuir a cambiar al mundo”, señalo el autor navarro en la presentación a los medios del libro, este miércoles día 7 en el propio comedor social Paris 365. “Ya no estoy tan seguro, pero sigo creyendo que hay que seguir escribiendo como si eso fuera posible. Por eso mi literatura siempre ha tenido un sesgo social, pero con la ficción se corre el riesgo de cubrir a cierto tipo de personajes (desfavorecidos, perdedores, marginados) con un halo romántico. Es decir, la ficción a veces nos hace tocar la realidad con guantes de látex. A estas historias, por el contrario he tenido que enfrentarme a cuerpo descubierto, y pringarme con la realidad más hiriente”.
Son, de hecho, historias, las que se cuentan en “De igual a igual”, como la de Isaac, que atravesó África a pie dos veces, antes de llegar en patera a Europa y ver cómo arrojaban por la borda los cadáveres de algunos de sus compañeros; o la de Cuichán, que por las noches salía a buscar ropa y comida a “El corte inglés” (así llamaban a la ruta por diferentes contenedores). “No hay nada de romántico en levantarse cada mañana con un abismo bajo tus pies, sin saber si ese día podrás comer, o podrás dar de comer a tus hijos; o en pasarse meses sin que nadie te mire a los ojos o pronuncie tu nombre”, señaló Irurzun, quien también añadió que a pesar de todo, estas son también historias felices, de gente que se levanta y rehace y dignifica su vida, que encuentra una segunda oportunidad tras haber recalado en la asociación Paris 365.
Para contar las vidas de los protagonistas de “De igual a igual”, Irurzun ha echado mano de diferentes recursos periodísticos y literarios (desde la entrevista al relato, pasando por la crónica o la historia de vida), aunque predominan los textos en las que él mismo como narrador y con su característico estilo, interviene, se plantea preguntas, reflexiones… “No soy un sociólogo, ni un trabajador social, tampoco busco protagonismo, me he acercado a estas historias desde la inseguridad y la duda, como un ciudadano de a pie, con sus temores, a veces sus prejuicios”. Y el autor añade que ha descubierto de ese modo varias cosas, “por ejemplo, que los protagonistas de estas historias pudimos o podemos ser un día nosotros mismos; o que a veces cuando alguien se encuentra en una situación de precariedad absoluta, no siempre lo que más necesita es un plato caliente y un techo, que también, sino que alguien le mire a los ojos, pronuncie su nombre, lo abrace, lo trate con dignidad”.
“De igual a igual”, concluyó el autor, “quizás no cambie el mundo, pero yo me daría por satisfecho si consigue transmitir que el trabajo de asociaciones como el Paris 365 consigue que el mundo de algunas personas cambie”.
“De igual a igual. 8 historias del comedor solidario Paris 365” lo publica Pamiela en colaboración con Paris 365 y está a la venta en las librerías habituales y en el propio comedor solidario.
http://www.naiz.eus/eu/hemeroteca/gara/editions/2017-06-10/hemeroteca_articles/no-es-nada-romantico-levantarte-cada-manana-con-un-abismo-bajo-los-pies

Publicado en «Rubio de bote», colaboración en el semanario ON (con diarios de Grupo Noticias) 17/06/2017
Esto que no lo lean mis hijos, pero yo, como es natural, aborrecía el colegio. Y en el instituto los días que más aprendí fueron los que hice borota. Y no recuerdo, o prefiero no recordar nada de la universidad. Las matemáticas que nos enseñaban no servían para medir todos aquellos días que duraban años de perro, ni el latín para jurar contra ellos.
Quizás solo había una cosa peor que los estudios. El trabajo. Lo supe el primer verano después de entrar en la universidad, cuando todavía con el olor a humo de las hogueras de San Juan pegado al pelo, me contrataron en una empresa de limpieza.
Había visto un anuncio en la prensa y había llamado: “¿Experiencia?”. No. “¿Carnet de conducir?”. “No”. “¿Servicio militar?”. “No”. Cada una de aquellas preguntas era como un conjuro que me hacía más y más diminuto ante el tipo con el que hablaba y ante al mundo. El mundo siempre esperaba de uno que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, una carrera, un trabajo fijo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo no podía porque le pisaban como a una cucaracha. Pensé, pues, que sin aquellos requisitos difícilmente me darían el trabajo. Pero esa misma noche telefonearon.
“¿Puedes venir mañana a las seis?”. “Sí”, contesté apresuradamente, aunque quizás no pudiera. La empresa que había que limpiar se ubicaba en un polígono industrial a las afueras y a esas horas todavía no circulaban autobuses. A la mañana siguiente tuve que pedir un taxi. Mientras éste se dirigía a la fábrica miraba el taxímetro y pensaba que debía conseguir que alguien me prestara una bici sino quería trabajar únicamente para pagarme el desplazamiento al trabajo.
Cuando llegué había varios tipos más esperando. Reconocí a un antiguo compañero del instituto. Después llegó un encargado y nos entregó un buzo, unas botas, un cubo y jabón. El trabajo no parecía complicado: consistía en limpiar la grasa acumulada en las máquinas. Sin embargo al cabo de dos horas la piel de mis manos se agrietó y despellejó. Al mediodía el encargado vino con unos guantes de goma. “Ponéoslos porque ese jabón es muy fuerte”, dijo, pero por lo visto empezaba a serlo a partir de ese momento.
Cuando acabamos el turno pregunté a mi antiguo compañero cómo había ido al trabajo. Me dijo que en moto y se ofreció a llevarme con él, de paquete.
Esa noche dormí como un tronco. A la mañana siguiente continuamos limpiando máquinas. Mi compañero del instituto y yo hacíamos apuestas sobre qué color aparecería bajo la capa de grasa. En una ocasión estábamos riéndonos por el resultado de una de las apuestas y el encargado gritó: “¡Menos risas!”. A los demás no les gritaba, incluso se mostraba cordial con ellos. Me fijé en cómo trabajaban. La gente se lo montaba muy bien en todos los sitios. En la universidad hacían preguntas tontas para que el profesor se fijara en ellos. Allí, para que el encargado no lo hiciera, limpiaban muchas máquinas, pero sólo en las partes visibles, y si te acercabas veías las manchas de grasa en los rincones y en las tripas de los motores. En todos los sitios parecía premiarse la superficialidad.
Una vez acabado el trabajo y a pesar de la bronca, el encargado vino al vestuario y nos habló de otro modo. Dijo que le perdonáramos pero íbamos muy mal de tiempo, tal vez habría que hacer horas extras, “¿qué os parece esta tarde?”, añadió. No respondí nada. En la empresa me habían preguntado cuántas horas podía trabajar al día y había contestado ocho, que suponía era el máximo permitido. Además había visto en las paredes de la fábrica pintadas que decían: “Horas extras, vergüenza obrera” y creía que cada uno decidía si quería ser un sinvergüenza o no. Esa misma tarde llamaron por teléfono. “Mañana no hace falta que vuelvas”, dijeron. Fue mi primera experiencia laboral. Por suerte, los viajes en moto del trabajo a casa, de casa al trabajo, no habían borrado todavía el olor a humo de mi pelo.

Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios de Grupo Noticias) 20/05/2017
LA METAMORFOSIS DE GABILONDO
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gabilondo se levantó convertido en un monstruoso culturista con músculos por todo el cuerpo menos en la cabeza.
Gabilondo, que en su anterior vida había sido de complexión tirillas y de oficio corrector de textos, al principio se sintió sumido en una especie de nebulosa, confundido por su acojonante aspecto físico y la clamorosa falta de ortografía en el tatuaje que atravesaba su pechotoro: Gora gu eta gitarrak! Pero fue solo un momento, casi inmediatamente le entraron ganas de repartir estopa al primer facha o para el caso aficionado del Betis (o del Sevilla, o del Coria del Río Club de Fútbol, españolitos de mierda todos, en definitiva) que se cruzara por la calle y de mandar whatsapps a la peña, del tipo “Haber, peña, ya en puta Seviya, pasada de biaje, gora gu eta gorrotoak!”.
Gabilondo, que como todo el mundo sabía era uno de los jefes de los proetarras, desayunó un lingotazo de anís, dos tazas de café y un puñado de trankimazines, salió a la calle y se metió en el primer bar que vio, en el que pidió dos katxis de cerveza, uno para bebérselo de un trago y otro para tirárselo por encima a un tipo que había en la terraza leyendo el Marca, El País, La Razón o algún otro de esos diarios fascistas.
Se acercó al provocador y tras ponerle en la cara una ikurriña, una bandera del Athletic o algún otro símbolo terrorista, no recordaba, le vertió el katxi en la cabeza y le dio una colleja y un patadón que mandó a al perrito que lo acompañaba hasta Bormujos, todo ello mientras un compañero que iba con él y del que no hemos dicho nada todavía porque lo único que hacía era reír las gracias de su amigo con una risita de ababol, grababa todo en el móvil (en realidad el colega de Gabilondo era profesor de lengua y literatura, pero esa mañana se había levantado convertido en rata).
El Rata, pues, grabó la ekintza y no tardó ni dos minutos en subir el video a dieciséis redes sociales, con lo cual no había pasado ni media hora (es decir, un kilo de trankimazines, tres cafés y seis copas de anís más —que como todo el mundo sabe es la bebida preferida por los cachorros de ETA—) y ya todo Bilbao, todo Sevilla y todo Coria del Río sabían qué había pasado, si bien la guardia civil no detuvo a los dos energúmenos hasta bien entrada la madrugá.
Conducidos hasta el cuartelillo, pasaron la noche en el calabozo, y, tras un sueño intranquilo, se levantaron convertidos de nuevo en un corrector de textos de cincuenta kilos de peso y un anodino profesor de lengua y literatura que se habían desplazado hasta Sevilla para participar en una cacería de erratas ortográficas; o al menos eso fue lo que le contaron al juez, y también lo que corroboró al día siguiente la madre de Gabilondo cuando, desplazada hasta la capital hispalense, declaró ante una marabunta de micrófonos que su hijo era un chaval muy zintzo, que nunca había hecho mal a nadie y que siempre miraba a ver si en los autobuses viajaban niños o mujeres antes de pegarles fuego.
El juez, sin embargo, no se creyó una palabra y mandó a Gabilondo y a su compinche directamente a la Audiencia Nacional, donde decretaron para ambos prisión sin fianza y donde todavía siguen a espera de juicio, en el cual el fiscal pedirá ocho años de cárcel por un delito de terrorismo. “Hombre, si esto hubiera sido al revés y en Bilbao, con nueve mil eurillos lo arreglábamos”, dicen que les dijo su abogado, y que, a pesar de todo, ellos mantuvieron el ánimo alto y contestaron: Gora gu eta orangutarrak!
Para saber más: http://www.antena3.com/programas/espejo-publico/noticias/la-declaracion-del-ultra-del-betis-al-juez-le-di-una-torta-porque-me-pusieron-una-bandera-proetarra-en-la-cara_20170509591191860cf22906e6bafe3d.html

Esta es una historia real. Me sucedió en una época de mi vida en que había un montón de gente empeñada en que me alargara el pene, me casara con una chica rusa o heredara la fortuna de una desconsolada viuda nigeriana. También tenía roto el antivirus.
El caso es que algunos meses antes había coordinado junto a mi amigo, el escritor Vicente Muñoz Alvarez, una antología de cuentos y poemas sobre Charles Bukowski que llevaba por título Resaca / Hankover. La portada del libro era obra de Miguel Ángel Martín y en ella aparece una chica tumbada en un sofá, rodeada de latas de cerveza vacías, en calzoncillos, desgreñada y con claros síntomas de que por la cabeza se le está pasando una de las frases que más veces se han incumplido a lo largo de la historia de la humanidad: “No pienso volver a beber nunca más”.
A pesar de que el libro tuvo dos ediciones, cierta repercusión y buen ojo —entre los participantes había autores como Manuel Vilas o Agustín Fernández Mallo, antes de que escribieran Los inmortales o Nocilla Dream—, como sucede con la mayoría de los libros, no tardó en desaparecer de la circulación, sepultado por pilas de best-sellers, trilogías y novelas escritas por presentadores de televisión y cocineros.
Sin embargo, pocos meses después, en uno de aquellos spam que recibía regularmente en mi correo electrónico volví a toparme con la ilustración de la portada. En esta ocasión no se trataba de un email de un banco del que nunca había sido cliente pidiéndome que confirmara los datos de mi cuenta, ni de un mensaje en cadena que debía mandar a diez personas si no quería que me pasara algo horrible, sino de publicidad de unas pastillas contra la resaca (de ahí la elección de la imagen). Por supuesto, en el mensaje no se mencionaba en ningún momento la autoría de la ilustración ni que era la portada de nuestro libro.
Nosotros decidimos tomárnoslo con buen humor y escribir a la empresa que distribuía aquellas pastillas, comunicándoles que no emprenderíamos acciones legales contra ellos si citaban los créditos del dibujo y, sobre todo, si nos enviaban algunas cajas de pastillas para repartir entre los participantes de la antología, dado que éramos todos bastante borrachuzos. Las pastillas, además, según rezaba la publicidad, eran la pera, se llamaban RU-21, y las utilizaba la KGB para que los espías se mantuvieran sobrios mientras invitaban a vodka a las personas de las que querían obtener información.
Sorprendentemente, la empresa accedió a nuestra petición, y aún tuvieron el valor de pedirnos permiso para incluir en su catálogo nuestro libro. Y todos tan contentos.
Yo, por mi parte me conformé con el tamaño de mi picha, actualicé el antivirus y mi vida dejó de ser intensa y divertida (a veces contestaba a los spam, por ejemplo, enviaba la foto de algún imputado del Partido Popular y le ponía “curriculum” al nombre del archivo, cuando me escribían para decirme que me daban un trabajo en el que en dos semanas iba a ganar montañas de dinero sin dar ni golpe). En cuanto a las pastillas, todavía las guardo, intactas. Nunca he hecho uso de ellas, no porque no haya habido motivos, sino porque nunca he tenido cuerpo de espía ruso, que como todo el mundo sabe nunca se emborrachan pero cagan de color verde.
Publicado en Rubio de bote (6/5/2017)