Publicado el 12/08/2017 en ON, semanario de diarios de Grupo Noticias
SEIS GRADOS La teoría de los seis grados de separación dice que podemos conectarnos con cualquier otra persona del planeta Tierra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Aquí, además, hacemos el camino de vuelta.
Patxi Irurzun
DE ESKROTO A GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
a ritmo de mariachi y Rafaella Carrà
Unir al gran Marco Antonio Sanz de Acedo, también conocido como Eskroto, también conocido como Gavilán, con el poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer, es fácil, basta con trazar un hilo a partir de la canción ¡Qué solos se quedan los muertos!, que ya en sus primeras maquetas cantaba Tijuana in blue, y cuya letra está extraída de la rima LXXIII de Bécquer, incluida en su célebre Rimas y leyendas (como curiosidad, una de las leyendas transcurre en Fitero, como es bien sabido; lo que quizás no es tan conocido es que el poeta sevillano adoptó su nombre artístico, Bécquer, hurtándoselo a su padre, un pintor costumbrista, quien a su vez había utilizado este apellido para sustituir el suyo materno, que no era otro sino el muy euskaldun Insausti).
Pero, aldeanadas aparte y volviendo a Tijuana in blue, el hilo trazado es en realidad solo una excusa para enredar en la historia de la irrepetible banda pamplonesa.
Jimmi Errea, que compartió micrófono con Eskroto al frente del grupo, me confesó en una ocasión que escribir una biografía de Tijuana in blue, o al menos una biografía al uso, sería misión imposible. Vivieron a toda velocidad una época convulsa, envuelta en una nube de botes de humo y vapores de clarete y speed, nada propicia para hacer memoria. Vivirla y sobrevivirla (no todos) ya fue más que suficiente, y los recuerdos estallan como burbujas en un calderete, dejando en el aire solo la esencia. Algo quizás extrapolable a todo el rock radikal vasco, que espera su gran película, su gran novela, porque solo desde la ficción quizás sea posible contarlo como se merece. Yo la novela me la pido, y en el caso de Tijuana in blue nada más pedírmela a mi cabeza ya vienen algunas imágenes.
Por ejemplo, la furgoneta del grupo, regresando de madrugada de algún concierto, con la música a todo trapo —Raffaella Carrà o Boney M o Paquita la del Barrio— y cruzándose con las filas de currelas que esperaban otras furgonetas y autobuses, los que los llevarían al turno de mañana en los polígonos industriales; currelas escupiendo su vida convertida en vaho al cielo; los ojos soñadores de Eskroto mirando por la ventanilla, con una mezcla de culpabilidad y de orgullo por haber escapado a ese destino (“Ay mamacita, yo quiero ser artista (…)/Volver a casa siempre de amanecida/Mientras los otros se van a trabajar”, cantaría años después con los Huajolotes); esos ojos despiertos, preguntándose si todo aquello solo era un sueño, una ilusión, una tregua (Gavilán, de hecho, tras volar libre durante algunos años, acabaría trabajando como panadero o conductor de excavadoras).
Me imagino también al grupo recorriendo de noche los montones de basura, en las bocacalles, antes de que hubiera contenedores, cuando los gatos eran los señores de la noche en la ciudad; me los imagino buscando entre los desperdicios viejos televisores, lavadoras, que después destrozarían en sus actuaciones, o vísceras que arrojaban al público, o cualquier tito o trapo imposible que convertía sus conciertos en una fiesta, en una misa negra, en una nave de locos.
Me imagino (como me imagino, por ejemplo, para esa gran novela del rock radikal vasco, a Natxo Etxebarrieta, el cantante de Cicatriz, el sobrino de Txabi Etxebarrieta, besando a su primera novia, la hija de un guardia civil), me imagino a Marco Antonio Sanz de Acedo, también conocido como Eskroto, también conocido como Gavilán, me lo imagino a solas en su habitación; me imagino su mente proyectando en el techo toda aquella efervescencia que no le cabía en la cabeza ni en el pecho, todo el salero que desparramaba y también toda la tristeza que debió de tragarse en silencio; la tristeza de saberse demasiado grande para un mundo tan pequeñito, un mundo cruel al que no podía cambiarse con canciones. ¿En qué habría pensado Gavilán, antes de su último vuelo?
Gavilán acabaría quitándose la vida, tras un efímero y triunfal regreso de Tijuana in blue a los escenarios. En el concierto de despedida no interpretaron ¡Qué solos se quedan los muertos!, acaso con carácter premonitorio, pues a Gavilán nadie lo olvida, que es lo que pasa con quienes hacen felices a los que lo rodean. Su impronta sigue presente en las nuevas hornadas de grupos de napar-mex, como Los zopilotes txirriaos o Marianitoz blai, y recientemente el grupo Balerdi Balerdi lo ha homenajeado en su tema Bi izar, junto a Josetxo Ezponda. La estrella de Gavilán, pues, sigue brillando en lo alto, aunque a veces él la descabalga para montarse en el pepino de su primo Félix, su primo más querido, y los dos dejan una estela de humo blanco en el cielo que desde abajo los que no saben de qué hablo confunden con el rastro de un avión.
En cuanto a Bécquer, bueno, todos lo estudiamos en el colegio y sabemos por ello que fue una de las figuras más destacadas del romanticismo, aunque ninguno nos aprendimos demasiado bien la lección y seguimos confundiendo lo romántico con una película de Antena 3 un domingo por la tarde o con una novela de Corín Tellado, cuando de lo que Bécquer, Espronceda o Navarro Villoslada en realidad hablaban en sus relatos era de ruinas y cementerios, o exaltaban en ellos el yo frente a la masa, la libertad individual y también de los pueblos, por la que algunos románticos incluso cambiaron la pluma por la espada, como es el caso de Lord Byron, que moriría en Grecia tras combatir a favor de su independencia.
Lord Byron fue, por cierto, un modelo para Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida Insausti, alias Bécquer, e incluso recientemente se le atribuyó una obra que en realidad no era sino una traducción del escritor inglés, quien a su vez contaba entre sus ídolos al héroe revolucionario italiano Giuseppe Garibaldi.
Lo cual nos lleva hasta la famosa Plaza Garibaldi, en Mexico DF, que debe su nombre no al libertador italiano, si no a su nieto, quien siguiendo los pasos de su abuelo participó de manera destacada en la revolución mexicana. Y por la plaza Garibaldi, en fin, que es hoy el santa sanctorum de los mariachis, el lugar en el que a cualquier hora del día y de la noche se puede contratar a uno de ellos, atizarse un tequila o descargarse un toquecito eléctrico, por esa plaza, qué duda cabe, debió de andar, arrastrando una maleta llena de discos, nuestro Eskroto, en uno de sus viajes iniciáticos a México que lo convertirían en Gavilán, el cantante de Kojón Prieto y los Huajolotes, el mariachi más punk, el conjunto más libre y salvaje de cuantos en el mundo han sido, chispún.
SEIS GRADOS La teoría de los seis grados de separación dice que podemos conectarnos con cualquier otra persona del planeta Tierra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Aquí, además, hacemos el camino de vuelta.
Patxi Irurzun / Publicado en semanario ON (diarios de grupo Noticias) 05/08/2017
De Joseba Sarrionandia al lobo hombre en París, aú, usando el método OULIPO
En su colección de recuerdos Akordatzen, Joseba Sarrionandia escribe: “ETAkoa nintzela, ETAk nire lagun baten aita hil zuela akordatzen naiz, eta itzelezko tristura eta hondamendi sentsazioa sentitu nuela” (Me acuerdo de que cuando pertenecía a ETA, ETA mató al padre de un amigo mío, y que tuve una terrible sensación de tristeza y ruina). Esas dos líneas podrían resumir la historia de Euskal Herria de las últimas décadas, con las diferentes interpretaciones que cada cual quiera darles. Lo que es innegable es la contundencia y la capacidad de evocación que tiene esa manera de narrar: los “Me acuerdo”, pequeñas frases en las que el escritor anota recuerdos que vienen a su cabeza casi de manera automática, y que Sarrionandia utilizó como imitación del Je me souviens del escritor Georges Perec y del Me acuerdo del estadounidense Joe Brainard.
Brainard fue el primero en utilizar esta técnica, un hallazgo literario extraordinario en su simpleza, que consigue conectar la memoria individual del autor con el imaginario colectivo, por lo general, de las personas de su generación. Brainard, por ejemplo, que escribió Me acuerdo en 1970 , se acuerda en él del día que mataron a John Kennedy, y del que mataron a Marilyn, del gusto que da tomarse un vaso de agua fría después de un helado, de que ir vestido de verde y amarillo los jueves en su colegio quería decir que eras gay, de que con sus primeras erecciones pensaba que tenía una terrible enfermedad, de Love me tender o de preguntarse cuando era niño por qué si Jesucristo podía curar a los enfermos solo curaba a algunos de ellos.
Y así durante ciento cincuenta deliciosas páginas.
Pero quizás el Me acuerdo más famoso sea el Je me souviens que siete años más tarde, siguiendo la estela de Brainard, escribiría Georges Perec, a pesar de que en él abundan más referencias desconocidas para nosotros a películas y personajes de la cultura popular francesa, o de que los recuerdos se narran de una manera más neutra. Perec, sin embargo, contaba a su favor con la originalidad de su obra en su conjunto (Brainard, por el contrario, solo escribió un libro) y con su forma de peinarse, o sea, de no peinarse.
Georges Perec formó parte del movimiento OULIPO, un autodenominado “Taller de literatura potencial” que experimentaba y jugaba con el lenguaje, la literatura, los géneros, aplicándoles recursos de las matemáticas, el ajedrez o la ciencia. Es el autor, por ejemplo, del palíndromo más largo del mundo (un palíndromo es una frase que se lee igual del derecho que del revés; el más conocido es “Dábale arroz a la zorra el abad”, no sé por qué, pues hay otros mucho menos extraños, como “Yo hago yoga hoy” o “No maree, Ramón”). Ni más ni menos que cinco mil caracteres, es decir aproximadamente la extensión de este artículo, escribió Perec en capicúa. Otra de las proezas de Perec fue una novela titulada La desaparición en la que no aparece la letra e; y como eso no le pareció suficiente, también escribió Les revenentes, en la que compensa a esta vocal permitiéndole ser la única presente a lo largo de las más de cien páginas del libro.
Las restricciones voluntarias, pues, los juegos, los caprichos lingüísticos, caracterizan al movimiento OULIPO, que fue fundado por Raymond Queneau (uno de cuyos libros más famosos es Ejercicios de estilo, en el que narra hasta de cien maneras diferentes un suceso completamente anodino: un tipo que se queja de que otro le empuja en un autobús abarrotado) y del que también formaron parte otros ilustres y juguetones escritores como Italo Calvino o Boris Vian.
Boris Vian fue el autor de novelas a la altura de la contundencia de sus títulos, como Que se mueran los feos o Escupiré sobre vuestra tumba; bueno, en realidad, él no, o sí, pero con otro nombre, con un heterónimo, es decir un nombre falso: el de un personaje inventado al que un escritor hace firmar parte de su obra. Vian los usaba por docenas, acaso porque era la única manera de dar salida a su prolífica obra, como periodista, autor de teatro, poesía, músico y como escritor de canciones, que dejó rastro en multitud de artistas: Serge Gainsbourg, Georges Brassens, Magali Noel (la inolvidable y felliniana Gradisca de Amarcord), Charlie Parker (el jazz fue una de las pasiones del escritor francés, y quizás sea Boris Vian, junto con Cortázar —que también retrata magistralmente a Parker en su magistral cuento El perseguidor, aquel donde el protagonista decía “Esto lo estoy tocando mañana”— quien mejor supo trasladar sus cadencias a la literatura)… Entre nosotros, como curiosidad pop, la canción Lobo-hombre en París, de La Unión, aú, está inspirada en uno de sus cuentos. Y probablemente Bailaré sobre tu tumba, de Siniestro total, en la ya mencionada novela Escupiré sobre vuestra tumba, que Vian firmó como Vernon Sullivan.
Por cierto, Vernon Sullivan, Charles de Casanove, Boriso Viana, el Gran Capitán y todos aquellos otros que habitaron a Boris Vian, murieron con él de un infarto al corazón mientras veían el preestreno de una película que había adaptado esa novela, Escupiré sobre vuestra tumba. Boris Vian había participado inicialmente en ella como guionista pero abandonó el proyecto por desavenencias con el director. Está claro que para Vian, que se había colado de incógnito en la sala de cine, las desavenencias eran gordas.
Pero volviendo a Siniestro total, los gallegos compartieron cartel con Kortatu al menos en una ocasión, el día 19 de julio de 1985 en Ermua; y si acaso este atajo para regresar hasta Joseba Sarrionandia no vale (pues no podemos asegurar que Bailaré sobre tu tumba esté inspirada en la novela de Vian, aunque recoja todo el espíritu violento de la misma —¿hay acaso algo más violento que hacerte tragar una colección de casetes?—), tenemos otro: a Kortatu y a Boris Vian los citan Los chicos del maíz en la misma canción: Abierto hasta al amanecer.
La explicación de la presencia de Kortatu en el texto es evidente y no sorprenderá a nadie concluir que su famoso tema Sarri, Sarri, que lo bailaba en las verbenas de los pueblos hasta el lehendakari Patxi López, y que en realidad es una versión delChatty Chatty de los jamaicanos Toots an the Maytals, cuenta la fuga que protagonizó Joseba Sarrionandia junto con Iñaki Pikabea de la prisión de Martutene escondidos ambos en los altavoces del cantante Imanol Larzabal, tras una actuación del mismo en esa prisión.
Por lo demás, los más avezados lectores ya habrán apreciado que este texto ha sido escrito siguiendo el método OULIPO y sin utilizar en ningún momento a lo largo del mismo la diéresis ni la palabra austrohúngaro.
SEIS GRADOS (tercera entrega del serial veraniego para semanario ON, diarios del Grupo Noticias 29/07/2017)
La teoría de los seis grados de separación dice que podemos conectarnos con cualquier otra persona del planeta Tierra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Aquí, además, hacemos el camino de vuelta.
Patxi Irurzun
DE DUNCAN DHU A DUNCAN DHU
pasando por Mark Twain, Bukowski o Sid Vicious
¿Cómo eligen los grupos de música sus nombres? Tarzán y su puta madre okupando piso en Alcobendas, Me voy ke me estoy kagando, Mari Cruz Soriano y los que afinan su piano… Son algunos de los poéticos nombres con los que algunos conjuntos han tenido a bien llamarse, pero otros menos audaces han preferido recurrir a la inspiración ajena y existe un buen número de músicos que se han bautizado tomando sus nombres de títulos o personajes literarios. Es el caso de los donostiarras Duncan Dhu, que comparten nombre con uno de los personajes de Secuestrado, una novela de aventuras de Robert Louis Stevenson que daría a imprenta el mismo año que El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde y tres antes que La isla deltesoro, sus obras más conocidas. El Duncan Dhu de Stevenson, escocés, amante de la música y enemigo de la violencia, propone en un pasaje del libro solucionar una disputa entre dos huéspedes que aloja en su casa con un duelo de gaitas, duelo que se salda alegremente entre tragos de whisky y baladas, mientras fuera la niebla cae y los clanes de las tierras altas afilan sus cuchillos.
Una elección, pues, a contrapelo, la de Mikel Erentxun, Diego Vasallo y Juan Ramón Viles (el tercer miembro original del grupo, que años más tarde acabaría siendo concejal del PNV en el ayuntamiento de Donostia), habida cuenta de que por aquella época se estilaban más nombres de grupos más belicosos o que dieran un poco de asco: Eskorbuto, Vómito, Cicatriz, Basura, Kagando duro (lo de cagar con k era, y es, como vemos, recurrente: además de los ya mencionados, tenemos a Kagando entre dos coches, Kaka de Lux, Hemorroides Band, Ojete calor…).
Después se pondrían de moda nombres más largos como Ella baila sola, El sueño de Morfeo o La oreja de Van Gogh que no se sabía si pretendían dar gracia o pegarse el moco y que en esa indefinición acababan por resultar ridículos.
Pero esa es una opinión personal y además un servidor también publicó un libro de cuentos titulado La tristeza de las tiendas de pelucas, así que volvamos a los grupos con nombres inspirados por obras literarias.
Vetusta Morla, por ejemplo, que homenajea a la gigantesca y vieja tortuga sumida en un pantano de tristeza de La historia interminable (un pequeño paréntesis sobre esta obra: su autor, Michael Ende, que como el protagonista del libro se vio atrapado dentro de la historia sin poder salir de ella, excepto para pedir a su editor más tiempo para escribirla, tal y como se merecía su fantástico hallazgo literario, consiguió que este accediera a publicarla con sus famosas dos tintas, verde y roja, lanzándole un órdago a la grande: la novela, reclamó inicialmente, debía editarse con tapas de cuero e incrustaciones de madreperla).
Sigamos: Patrullero Mancuso toma su nombre de uno de los personajes secundarios de la genial novela de John Kennedy TooleLa conjura de los necios, el incompetente policía a quien su jefe tóxico obliga a disfrazarse de las maneras más humillantes y estrafalarias, incluso para una ciudad como Nueva Orleans. The Velvet underground debe su nombre a un libro sobre masoquismo. Moby, a Moby Dick… La lista es larga, pero para cortarla de una vez e ir al grano (es decir, los seis grados de separación que nos llevarán de Duncan Dhu a Duncan Dhu, pasando por Mark Twain, Sid Vicious o Bukowski, entre otros), volvamos a tierras escocesas y añadamos por último a My chemichal romance, quienes se inspiraron en el libro del escritor de Edimburgo Irvine Wehls, Éxtasis: Tres relatos de amor químico (Ecstasy: Three Tales of Chemical Romance).
Wehls es también el autor de la novela Trainspotting, cuya adaptación cinematográfica todos recordamos, así como su banda sonora, en la que participaban, entre otros Iggy Pop (y ahora, una pequeña pirueta, de Iggy Pop a Iggy Pop, pasando por, entre otros, Antonio Alcántara): Iggy Pop, además de en los escenarios, ha exhibido su anatomía nervuda de iguana humana en varias
películas, como El color del dinero, un anuncio de tónicao Sid y Nancy (adaptación de la estupenda novela de Gerard Cole), en la que se narra la historia de amor de Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols, y Nancy Spungen, que aparecería muerta en una habitación del Chelsey Hotel, el legendario hotel neoyorkino, por cuyas habitaciones han pasado escritores como Mark Twain o Dylan Thomas (de quien cuenta la leyenda que murió tras atizarse 18 whiskys, no sabemos si escoceses o no, y quien, por cierto, también inspiró a Bob Dylan su nombre artístico), o músicos como Leonard Cohen y Janis Joplin, e incluso Janis Joplin y Leonard Cohen muy juntos, como atestigua la canción de este último, Chelsey hotel, en la que hasta un caballero como Cohen tiene un desliz y da indiscreta cuenta de la felación que le practicó el chico más feo del instituto, como llamaban a Janis Joplin en su juventud (a mí, sin embargo, siempre me ha parecido una de las mujeres más bellas del mundo).
En el Chelsey Hotel se alojó también el rey de los escritores malditos, Charles Bukowski, a quien en el año 2008 más de treinta escritores españoles homenajearían en un libro titulado Resaca/Hank Over. Uno de los coordinadores de ese libro, Vicente Muñoz Alvárez, había publicado años atrás otra antología de relatos titulada Golpes, entre cuyos participantes se encontraba el cineasta Oscar Aibar, que ha dirigido numerosos capítulos de la serie Cuéntame (yo rezo todos los días para que no me toquen de vecinos una familia como la de Antonio Alcántara, que atraen todas las desgracias), y que a mediados de los 90 rodó en las Bardenas un western futurista titulado Atolladero que… ¿a quién tenía por protagonista? A Iggy Pop, en efecto.
Y tras la pirueta, recojamos a la iguana de Detroit y recorramos ya el último tramo del camino. En el año 2008 Iggy Pop sorprendió a propios y extraños franqueando la entrada al salón de la fama a Madonna e interpretando dos versiones de canciones de esta artista, quien también ha participado como actriz en numerosas películas. Entre ellas, Dick Tracy, la adaptación al cine de las aventuras del famoso personaje de comic estadounidense, estrenada en el año 1990 y en cuya banda sonora de la versión hispana, tachán, encontramos la canción Herida de mielde… ¡Duncan Dhu!
Artículo publicado en «Rubio de bote», colaboración para semanario ON, diarios de Grupo Noticias (29/07/17)
A veces suelo parar a desayunar en una cafetería en la que los cruasanes me saben a gloria. Es un sitio algo apartado, para llegar a él hay que desviarse por una carretera estrechita y, como lo de los cruasanes es un secreto a voces, casi siempre está llena de coches aparcados de mala manera en los arcenes. Para solucionar todo ese caos, la cafetería habilitó un parking en su parte trasera. Es una explanada bien señalizada y espaciosa, algunos festivales de música tienen menos plazas disponibles, pero a pesar de todo, por no andar los cincuenta metros que la separan de la cafetería, la mayoría de los coches siguen aparcando en la carretera, junto a la puerta del local.
He observado conductas similares en otros lugares, en los parkings de supermercados o en calles en las que no hay dificultades para encontrar sitio, pero en las que algunos conductores optan por la doble fila (o incluso a veces por la doble fila delante de una plaza vacía).
Los coches sacan a menudo nuestros comportamientos más rastreros. Y retratan a quienes los manejan. Los hombres con la imaginación pequeña se compran coches grandes. Quienes no tienen gran cosa que decir conducen coches ruidosos. Aquellos que…
(¡CAS-CA-RRA-BIAS, CAS-CA-RRA-BIAS!, escucho de repente voces dentro de mi cabeza, y veo también a un coro de niños que me señalan con el dedo)
Vaya, pues es verdad, disculpen la interrupción. ¿Un columnista debe estar necesariamente siempre enfadado? ¿Firma con hiel una cláusula en la que se le obliga a refunfuñar en cada una de sus colaboraciones? ¿Se siente más guay juzgando siempre las conductas de los demás? ¿Y ese tonito de superioridad moral? ¿Se aplica él el cuento, es un ciudadano, un padre, un votante ejemplar? ¿Para correctamente en todos los STOP?
Es más, ¿para qué servimos en realidad los columnistas? En la mayoría de los caso, una de dos, o el columnista tiene su parroquia de lectores, con lo cual leerlo viene a ser lo mismo que ir a un mitin del partido al que ya sabe que va a votar; o, dos, lo leen de manera morbosa aquellos que no lo pueden ni ver, que sienten repugnancia por lo que escribe y piensa, solo para reafirmarse en ese asco intelectual (a mí me pasa mucho con Pérez Reverte, y otros más próximos que no voy a nombrar para que no se exciten y por si me los cruzo un día por la calle —encima cobarde—).
Por no hablar de que en realidad un columnista en realidad está atado de manos, pies y lengua. Ninguno lo admitirá, pues todos nos vemos a nosotros mismos como espíritus libres y enfants terribles, pero si el columnista fuera sincero y coherente consigo mismo, si escribiera realmente lo que quiere o como quiere, acabaría en un juzgado o en la calle (lo sé porque esto último me ha pasado varias veces y lo primero casi una).
Escribir columnas es una cosa de señores mayores enfadados o de escritores fracasados que mueven patéticamente el sonajero de su pluma. Las columnas, en fin, las deberían escribir jóvenes de veinte años y hablarnos de la última vez que hicieron el amor o contarnos a quién le meterían una buena yoya. Por lo demás, la cafetería en cuestión tampoco es para tanto, sus cruasanes saben a gloria celestial pero sus cafés convierten mi estómago en un infierno, como en casi todos los demás sitios.
(Samplers empleados para escribir esta columna: Señor mayor enfadado/Javier Marías (en cualquiera de sus columnas semanales); El hombre más airadode Holloway/ Nick Hornby, en Cómo ser buenos; Busco título/ Cabezafuego, en Somos droga: toda esta columna ha sido en realidad una burda imitación de esa genial canción en la que el músico se aburre de la misma a mitad del tema y la mata cortándole el cuello con un histriónico rap).
El encierro txiki, un tropezón de la giganta Braulia, los sanfermines del 78, un reventa de trece años… El escritor pamplonés Patxi Irurzun rememora en estas páginas recuerdos en blanco y rojo de sus sanfermines de niñez y adolescencia.
Como diría Lemmy Kilmister: mis primeros sanfermines fueron maravillosos, no me acuerdo de nada. Bueno, eso en realidad y en el sentido al que se refería el cantante de Motorhead, sucedería más tarde, siendo ya veinteañero, pero mis primeros recuerdos sanfermineros también vienen a mi mente de un modo difuso, en una nebulosa en la que —¿ a qué huelen las nubes?— predominan los olores y los hedores: a orina y a algodón de azúcar, a churros y a vino peleón, a sobaco y a rabas…
Pero hay también imágenes: la giganta Braulia trastabillando y a punto de caer sobre nosotros, un mediodía en Carlos III, cuando todavía en medio de la avenida había “hierbín” y árboles altos (yo creo que Braulia se golpeó con uno de ellos); la primera persona vestida de blanco nuclear atisbada desde la ventana, la mañana del 6 de julio; Donan Pher, un misterioso explorador, con salacot y unas fotos con serpientes al cuello, vendiendo bolígrafos en el Paseo Sarasate…; y hay, además, sonidos: el corazón de la ciudad convertido en un bombo; los charlatanes de las barracas, que alegría, qué alboroto, y otro perrito piloto; la voz de veinte mil personas elevándose al cielo en una sola desde el redondel, como una gran boca, de la plaza de toros…
“¡Montón, montón!”
Quizás el primer recuerdo sanferminero completo que guardo en mi memoria es el de un encierro en la plaza de toros, precisamente, que mi madre nos llevó a ver cuando yo tenía siete u ocho años. Conseguimos localidades frente al callejón. Vimos al entrar al primer corredor, un borrachín descamisado, al que el público silbaba y tiraba almohadillas, que esquivaba con gracia torera. Después llegaron algunos corredores más, y luego más y muchos más, hasta que sus figuras dejaron de perfilarse, se convirtieron en un borrón que sin embargo se extendía con una precisión casi geométrica a ambos lados de la plaza (a aquello le llamaban hacer el abanico, yo no sabía por qué, pues me resultaba imposible identificar esa imagen; tal vez debía su nombre al flujo de corredores, que cada vez se aceleraba más, a medida que subía la temperatura de la carrera). Y de repente, sucedió algo, algo que no estaba previsto, algunos mozos tropezaron en el callejón, y después otros con ellos, y en apenas unos segundos, aquel flujo se detuvo.
—¡Montón, montón! —gritaba excitado el público, señalando la pared humana, en la que no tardaron en dibujarse las cabezas de algunas reses, que trataban de abrirse paso entre los mozos, pisoteándolos torpemente.
No sé cuánto tiempo duró aquello. En la plaza se oían gritos, lloros, había madres que cogían en brazos a sus hijos y les tapaban los ojos, o los sacaban fuera…. La mía, mi madre, apretó con fuerza mi mano, y fue disminuyendo la presión a medida que la montonera humana fue deshaciéndose, gracias a los corredores que sacaban a estirones a los que estaban atrapados. A alguno de ellos se lo llevaron en brazos, amoratados e inconscientes. Al día siguiente supimos que un joven de 17 años había muerto asfixiado. Vivía a solo cien metros de nuestro portal.
Sanfermines 1978
Los sanfermines, como el fútbol, son así. Unas fiestas de extremos, en las que el vino deja siempre un regusto a sangre, y al revés. Unas fiestas que se viven con una alegría desbordante, mientras, como una amenaza imprecisa, la tragedia y la violencia sobrevuelan nuestras cabezas. Unas fiestas en los que los padres se empeñan en llevar a sus hijos a ver al encierro o a que los kilikis les golpeen con una verga.
Un año después de aquel encierro, por ejemplo, en 1978, las fiestas fueron interrumpidas el día 8 de julio, cuando la policía asesinó a Germán Rodríguez, tras irrumpir en la plaza de toros, donde unos mozos habían desplegado una pancarta pidiendo Amnistia. “¡Tiren con todo lo que tengan!”, ordenaba un mando por la radio interna. Y tiraban, tiraban, por ejemplo pelotas de goma cuando te asomabas a la ventana al ver pasar las furgonas de los grises, que entonces creo que eran ya marrones, eso también lo recuerdo, como recuerdo cómo abandonamos la ciudad, en el 127 de mi madre, y a aquel manifestante que se acercó enarbolando con las dos manos sobre su cabeza una piedra enorme, cuando intentamos atravesar una barricada, y cómo al vernos a los cuatro niños en el asiento de atrás tiró la piedra al suelo y él mismo nos franqueó el paso. “Gora San Fermín!”, gritó levantando el puño. Pues gora.
Por un puñado de pipas
Después de eso, vinieron los años de exilio (los pamploneses se dividen en dos grupos, los que adoran sus fiestas y los que huyen despavoridos del tumulto, el ruido y la suciedad). Fueron cuatro o cinco años, y para cuando volvimos a quedarnos a pasar las fiestas en Pamplona, yo ya estaba talludito y salía con mis amigos, sin padres, libres y salvajes. Tirábamos petardos, bebíamos culos de vasos olvidados en las barras… Un año, hasta nos hicimos reventas.
—Eh, chavales—nos dijo una tarde, en las inmediaciones de la plaza de toros un gitano con una barriga enorme y una camisa llena de bolsillos—. Si os ponéis en esa fila —señaló las taquillas de la plaza— os damos veinte duros. Y os compramos una bolsa de pipas de las grandes, para que os entretengáis mientras esperáis.
Y antes de contestar ya nos estaban agarrando del brazo, con las manos sudadas y las uñas negras por la tinta de las entradas y la roña de los billetes, y llevándonos hasta la cola.
—El dinero luego, las pipas aquí las tenéis —dijo.
Y allá nos pusimos a esperar a que abrieran las taquillas, pelando pipas, clic, clac, y cada una sonaba como algo que se quebraba por dentro de nuestros cuerpos. Sin atrevernos a mover un solo músculo (que no fuera el de cascar pipas). Después apareció un borracho, y empezó a decir tonterías de borracho, y más tarde un antitaurino, que era mudo, con sus carteles escritos abigarradamente a mano, y el borracho se solidarizó con él: “¡Las plazas de toros hay que reconvertirlas!”, gritaba, “¡Concursos, concursos de polvos sobre la arena, habría que hacer!”, y las familias enteras de gitanos que también guardaban cola junto a nosotros se retorcían de risa en sus sillas de camping, oyéndole e imaginándose a unos cuantos payos blancuchos con el culo al aire, y nosotros poco a poco fuimos relajándonos y sacudiéndonos el miedo…
Recuerdo que después se fueron los dos, el borracho y el antitaurino, y los gitanos se echaron una siesta, y que a nosotros se nos acabaron las pipas, y que también decidimos largarnos.
Al día siguiente, quedamos donde la estatua de Hemingway, como siempre. Y como siempre mis amigos llegaron tarde. En realidad, ni siquiera sé si llegaron, porque mientras estaba esperándoles, de repente vi venir pisando muy fuerte y con el ceño convertido en una grapa al gitano de la gran barriga y la camisa llena de bolsillos. Salí pitando. Durante todos aquellos sanfermines no pude quitarme del brazo el olor a tabaco negro y a billetes que pasaban de mano en mano. Y, por supuesto, estuve una buena temporada sin comer pipas.
Encierro txiki
Aquella se podría decir que fue, aunque precaria y sin contrato, mi primera experiencia laboral. Los sanfermines de hecho son casi siempre, para un pamplonés, la primera vez de algo. Primeros trabajos (como camarero, como “naranjito” —como se conoce popularmente a los vigilantes de protección civil —, como operario de limpieza…). Primeros besos. Primeras heridas.… Ritos de iniciación. La vida convertida en un método de ensayo/error: primeras borracheras/ primeros viajes en la ambulancia de la DYA; primeros intentos de gaupasa/ primeras noches durmiendo y temblando en jardines o bancos; primeras incursiones en la calle Jarauta / primeros efectos radioactivos del kalimotxo en polvo y los bocatas de txistorra de los puestos callejeros…
Hubo un tiempo incluso en que durante los sanfermines los niños y adolescentes de Pamplona corrían su primer encierro, con animales de verdad, no de cartón, becerras con sus cuernos incipientes asomando en la testuz, con la que rompían indiscriminadamente fémures y crismas entre la chavalería, todo ello sin que ningún padre demandara al ayuntamiento. Eran otros tiempos, tiempos bárbaros en los que se fumaba en las villavesas y en la consulta del médico y el que más fumaba era el médico.
El encierro txiki, así se llamaba, arrancaba al final de la calle Estafeta, donde desencajonaban desde un camión a las pobres y asustadas becerras, que salían en un trote alocado y nervioso llevándose todo lo que se encontraban por delante, por ejemplo a mi amigo Natxo, que en una de las carreras se fue al suelo con un trompazo, rompiéndole a él la clavícula y a nosotros, al resto de interesados amigos, la racha de noches que llevábamos cenando gratis en una pizzería en el barrio de San Juan que regentaba su familia y que, en aquella época, era el súmmum del exotismo gastronómico (yo, de hecho hasta entonces nunca había probado la pizza y, como generalmente solíamos cenar durante los fuegos artificiales, cada vez que me llevaba a la boca un trocito notaba una explosión de sabor en el cielo de mi paladar).
Algunas veces, en vez de con mis amigos, yo corría con mis hermanos, y de hecho en una ocasión a mi hermana la entrevistaron al acabar la carrera para un documental titulado “Porque llegaron las fiestas”, que exhibieron meses después en los cines. Nosotros lo vimos en el Príncipe de Viana, bajo una gran lámpara de araña, antes de que las salas de cine fueran borrándose del centro de la ciudad, primero atomizándose en multicines, después tragadas por la voracidad inmobiliaria. Nos meábamos de la risa, señalando a mi hermana en la pantalla grande, tan seria, tan guapa, diciendo que a ella no le daban miedo las vaquillas.
He buscado después muchas veces aquella película, que dirigió Jesús Sastre, sin éxito. Nunca la he vuelto a ver, y por eso no sé si algunos de las imágenes que conservo en la memoria asociadas a ella aparecían en el documental o pertenecen a esa nebulosa de recuerdos sanfermineros infantiles y de adolescencia, anteriores a la otra nube, esta psicotrópica, que vendría después, en los sanfermines de juventud, sanfermines de noche en los que la única luz que veíamos era la de los bares y la de los mecheros (pero esa es otra historia).
Creo recordar, por ejemplo, en aquel documental, un gran polo de hielo naranja pasando de lengua en lengua por el tendido de sol; a un tipo con la cara ensangrentada que se había caído muralla abajo y que aseguraba ser cura, todo lo cual no cuadraba con lo que, con una voz nicotínica y apatxaranada, añadía a continuación: “¡Me he metido una hostia!”; otro al que le preguntaban de qué peña era y contestaba embrutecido que de la ETA…
Sí, todo ello se mezcla en mi cabeza con otras imágenes, sonidos, sabores: la música de las charangas que se podía palpar con los dedos; un tigre dentro de mi estómago devorando los churros de la Mañueta después de que lo hiciera yo; un lecho de boletos sin premio de la tómbola en el suelo; la voz de alguien revelándome que Donan Pher, el nombre del explorador del salacot, en realidad era Fernando al revés…
No evoco todos estos recuerdos con nostalgia ni añoranza. No echo nada de menos. Algunas cosas, de hecho, como la dimensión y sobredimensión taurina de la fiesta no las entiendo ni las comparto. Creo que hay otros sanfermines posibles, y tantos sanfermines como personas que los viven o sufren. Sanfermines de día, sanfermines trabajando, sanfermines en Salou… Pero lo que no se puede negar es que gran parte de los recuerdos de cada pamplonés, para bien o para mal, están irremediablemente asociados a sus fiestas, y que conforme estas se acercan la memoria y la piel se erizan. Estos sanfermines, por tanto, como los pasados o lo que vengan serán de nuevo inolvidables para muchas personas; incluso, o sobre todo, para aquellos que cuando terminen no recuerden nada, como si todo hubiese sido un sueño. ¡Felices fiestas!