Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios Grupo Noticias) 19/05/2018
La farmacia de las dos estaciones hace chaflán. En Zarraluki es auténtica locura lo que tenemos por los chaflanes. Todas las tiendas quieren hacer chaflán. Solo porque nos gusta decirlo. Chaflán. Chaflán es una palabra bonita, como si tuvieras dentro de la boca a la banda municipal. Chaflán, chaflán. Nos gusta tanto la palabra chaflán que el ayuntamiento sacó una ordenanza regulando la obligación de decirla al menos dos veces al día. No vale desgastarla pronunciándola sin ton ni son. Si se tratara de otras como “¿Sabes cómo te digo?” o “Lo siguiente”, que son una birria de expresiones, aún. Pero chaflán hay que usarla con propiedad, cuando venga al caso.
—¿Cuánto es el café?
—Chaflán.
No vale, por ejemplo.
Pero me estoy despistando. Decía que la farmacia de las dos estaciones hace chaflán. Por cada lado de la tienda se desparraman, como dos vetas de piedra, dos calles y al inicio de cada una de ellas, a cada lado de la farmacia, hay sendos termómetros. Uno indica siempre quince grados más que el otro. Así que depende de qué camino cojas estarás en una estación o en otra, en verano o en primavera, en primavera o en otoño, en otoño o en invierno… Bueno, en invierno siempre es invierno, porque Zarraluki es un pueblo de montaña (aunque tengamos faro y trainera) y hace tanto frío que quince grados arriba o abajo no se notan.
Enfrente de la farmacia de las dos estaciones está la panadería de Txema, en la que desde hace algunos meses también se recarga la tarjeta para el autobús de línea, así que ahora cada vez que nos montamos en uno de ellos para ir a Donosti, Pamplona o Vladivostov, que son los tres trayectos que tenemos en Zarraluki con línea regular, le decimos al chófer: un chapata, un cuatro puntas, una barra-baguete…
La panadería de Txema, además, no hace chaflán, y es una gaita, porque eso frustra a nuestro panadero e influye en su carácter y como está siempre irritable a menudo discute con su novia, Elena Conache, que es la maestra del pueblo. Y cuando los dos discuten se deprimen y se encierran en sus casas y mientras les dura el enfado no hay pan ni colegio en Zarraluki, y entonces son ya dos gaitas. Cuando Txema y Elena Conache están bien, por el contrario, no hay pan más sabroso ni niños más listos que los nuestros de aquí a Raticulín.
Doroteo Teodoro, el del ultramarinos, por su parte, tiene un carácter tan afable y un verbo tan florido que en Zarraluki nos da igual que en su tienda, que está una calle más abajo que la panadería y la farmacia, no haya nunca de nada, porque vamos a no comprarle solo para escuchar sus excusas tan bonitas y bien argumentadas. Doroteo Teodoro, aunque es griego (nació en la ciudad de Patras, por eso su nombre se puede decir igual del derecho que del revés), es quien mejor dice chaflán en el pueblo. Te lo mete de repente en una frase sin que te des cuenta, de lo bien traído que lo hace. Casi siempre hay cola, de hecho, en su ultramarinos en el que nunca vende nada. Solo por oírle decir chaflán. Hasta le pagamos por ello. Y porque su tienda también hace chaflán, el chaflán más cuqui del pueblo.
En Zarraluki, en fin, es auténtica locura la que tenemos por los chaflanes. Y eso lo aplicamos a todos los órdenes de nuestra vida. Porque siempre es mucho mejor hacer chaflán que estar esquinado.
“Mi manera de escribir es algo que no puedo ni evitar ni impostar” Mikel Alvira, escritor
El escritor pamplonés cuenta en su última novela, El color de las mareas, las peripecias de una saga familiar anclada en San Telmo, una localidad imaginaria de la costa vasca. Un relato amable que atraviesa varias décadas, engarzado por el hilo de un thriller que recorre toda la obra, y en la que cobran especial protagonismo temas como la navegación o la pintura, además de las historias cotidianas de los personajes —amores, aspiraciones, decisiones, miradas—, que caracterizan la obra del autor.
“Se llamaba Beatriz Tussaud y no se casó con el amor de su vida”. Así comienza la última novela de Mikel Alvira. Y las más de quinientas páginas que vienen después glosan toda la historia contenida en esa frase. El color de las mareas, publicada por Txertoa, atraviesa varios siglos (desde finales del XIX en que arranca la historia hasta nuestros días) y varias épocas —convulsas, la mayoría de ellas— que Alvira retrata sin embargo con sello personal, un estilo amable, en el que sin embargo, el autor de El silencio de las hayas asegura que sus lectores apreciarán cierta evolución.
El color de las Mareas es una novela que circula sobre la frase que citamos. ¿Cómo surgió esta novela, a partir de ella?
Las novelas no surgen de grandes epifanías sino de momentos repentinos, de personas, de una mirada, de una experiencia… En este caso, de esa frase, sí. Me planteé qué sabemos realmente de nuestros antepasados. ¿Era feliz la abuela? ¿Qué temores tenía la bisabuela? ¿Qué sabemos de verdad de cómo sentía, de cuáles eran sus aspiraciones o ilusiones? ¿Vivió feliz la tatarabuela? ¿Se caso con el amor de su vida? Sería fascinante explorar en el atlas familiar y conocer la parte íntima de aquellos que nos han precedido. Es lo que hace Nuria, el personaje hilo-conductor, con su propia familia.
A la vez, es una novela sobre una saga familiar, que atraviesa varios siglos… ¿Le supuso un reto ser capaz de mantener la tensión de la novela a través de tantas historias y personajes?
Sin ser una novela coral, ya que considero que hay auténticos protagonistas, sí que es una historia compuesta de muchas historias cotidianas. Una suerte de puzzle que el lector no tendrá dificultad en completar, aunque con sorpresas de capítulo en capítulo. Es una novela compleja aunque no complicada.
¿Qué papel juega en ese caso la subtrama policial o de thriller? ¿Es quizás el hilo sobre el que se engarza todo lo demás?
Conocemos la vida de Beatriz Tussaud a partir de la voz narrativa de un autor, mi voz; además, a través de documentos que relatan sus años, escritos que no se sabrá hasta el final quién los escribió. Y también a partir de la investigación que lleva a cabo Nuria y que, en efecto, a veces tendrá tintes de thriller. Una estructura audaz que hace que esta novela no sea lineal sino llena de matices y giros.
Además, está esa voluntad de estilo, su manera de escribir, que usted ha dicho que es esta vez más Alvira que nunca…
Alvira tiene una voz narrativa reconocible. Pese a que cada novela mía es diferente y responde a distintos presupuestos formales, mi manera de escribir es algo que no puedo ni evitar ni impostar. Mis lectores reconocerán al escritor de detrás de otros títulos, pero apreciarán un cambio, una evolución respecto a, por ejemplo, En la tierra de los nombres propios, mi anterior novela bajo el sello Elkar.
En ese sentido, a pesar de hablar de épocas convulsas el libro mantiene cierto tono amable, sin caer tampoco en el folletín amoroso o la superficialidad. ¿Fue también algo premeditado?
Sí, sí, por supuesto. No quería caer en la cursilería. Creo que es amable sin ser ñoña. Relata una historia de amor, de encuentro y desencuentro, pero impregnada de los convulsos momentos históricos por los que transita, que se convierten en la escenografía perfecta para que esa historia de amor no sea rosa sino veraz.
Hay también algunas escenas en las que el humor está muy presente, y a veces tiene incluso un tono cinematográfico, de comedia de época (pienso por ejemplo en la primera y estrafalaria aparición de Hugarte)…
Como sucede en la vida real con las personas, los personajes son ambivalentes, llenos de caras, capaces de lo mejor y lo peor según el contexto, rozando lo patético a veces y lo dramático otras. Hugarte, por ejemplo, es egoísta, huidizo y solitario, tanto como entrañable y atractivo. Nada es absolutamente blanco o negro.
Para acabar, volvemos al principio, a esa frase con la que comienza y acaba todo: ¿El color de las mareas trata, sobre todo, de eso, de la importancia de algunas decisiones o incluso de ciertos momentos, una mirada, una palabra, en nuestras vidas?
La vida está hecha de decisiones. Incluso cuando las tomamos siguiendo un plan, es el destino quien nos dice si lo elegido es lo mejor o no. Esa idea ya la desarrollaba en El silencio de las hayas. En esta nueva novela, damos un giro de tuerca y nos entretenemos con un mosaico de historias que configuran la vida de una saga, muchas veces fuera de todo plan.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) / 05/05/2018
Desde EDEMA, la asociación de Escritores de Mágico-Realismo y Amanescismo-Berlanguista, queremos una vez más mostrar nuestra más honda y yamaha preocupación por las cada vez más frecuentes e intolerables muestras de intrusismo profesional que amenazan nuestra supervivencia como creadores y también la de nuestras ingles.
Ya, maja.
Anteriormente tuvimos que denunciar la situación de precariedad a la que nos vemos abocados y a patadas en un país en el que gran parte de sus habitantes intenta y a menudo consigue vivir del cuento (familia real, consejeros de cultura, turismo y culturismo, jueces y fiscales de la Audiencia Nacional, coachs, youtubers, tertulianos e influencers…, todo el mundo menos quienes de verdad nos dedicamos a escribir cuentos), pero ahora la situación ha dado otra inverosímil vuelta de rosca con el golpe de estado ejecutado por la realidad contra la ficción.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la reciente noticia que hemos conocido según la cual uno de nuestros más desleales y entrometidos competidores, la Guardia Civil, ha creado su propio territorio mítico, es decir, para los legos y playmobils en literatura, un lugar imaginario convertido en escenario de, a menudo, esperpénticos relatos. El Macondo de García Márquez, el Obaba de Atxaga, el Comala de Juan Rulfo, el Zarraluki de Patxi Irurzun, el condado Yoknapatawpha de Faulkner (¡por supuesto!), … y ahora el benemérito Sant Esteve de les Roures.
Pero pongámonos en antecedentes (penales): en un informe enviado por la Guardia Civil al juez Llanera sobre acciones contra cuerpos policiales tras el referéndum del 1 de Octubre en Catalunya se informaba de una aldea poblada por irreductibles payeses en la que se había registrado más de trescientos incidentes violentos. Una auténtica proeza, sobre todo teniendo en cuenta que este pueblo es tan pequeño que no se ve en los mapas (aunque bebiendo cava y pegando patadas en el culo a los picoletos lo conozca hasta el Papa). Que no existe, vamos. O que no existía hasta que la Guardia Civil se lo inventó, porque ahora, gracias al ingenio de miles de internautas, muchos de ellos, evidentemente, asociados a EDEMA, Sant Esteve de les Roures tiene sus propias redes sociales con miles de seguidores, universidad, metro o está hermanado con otros territorios míticos como Arralde, el pueblo ficticio en el que transcurría la serie Goenkale y al que otro juez, Baltasar Garzón, envió a la policía (a la de verdad) para prohibir una comida popular de apoyo a los presos de ETA.
Se ha producido un efecto rebote, además, en otros intrusos en la literatura surrealista como el perito en el juicio contra los jóvenes de Altsasu, presunto experto en el “tema vasco” e inventor del partido político “Jeroa bai” o el fiscal creador del movimiento “Seji”, aunque nada comparable a ese episodio relatado por un agente en el que cuenta como a uno de los acusados no pudieron detenerlo porque fueron a buscarlo a casa y su padre se lo impidió, “¿Está el chaval?”, “Sí, pero si es para irse con la guardia civil que no sale”, “Ah, vale, pues ya si eso venimos otro día”.
Si a todo esto le sumamos presidentas de comunidades autónomas a las que en un Eroski se les caen cremas antiedad al bolso (lo peor no nos parece el robo, si no que alguien con esa responsabilidad crea que esas cremas sirven para algo), directores de bancos que se dedican a asaltarlos, policías que obligan a desnudarse a quienes visten de amarillo… ¿qué nos queda a los escritores amanecista-berlanguianos y mágico-realistas y a nuestras ingles? ¿Tal vez dedicarnos al realismo sucio o social? ¿Opositar para jueces? ¿Presentarnos a las elecciones? No nos sigan dando ideas, no nos sigan dando ideas…
“Invito al lector a armar el rompecabezas latente en la novela” Claudio Ferrufino-Coqueugniot, escritor
El escritor boliviano acaba de publicar en la editorial Limbo Errante de Zaragoza Muerta ciudad viva, un recorrido alcohólico y lúbrico a través de la noche de Cochabamba y sus chicherías; una novela, como es habitual en este autor, arriesgada, y con una voz irreverente y caóticamente libre, reconocible ya en obras anteriores como El exilio voluntario (Premio Casa de las Américas), y que hay quien ha puesto a la altura de escritores como Roberto Bolaño.
Claudio Ferrufino-Coquegniot nació en Cochabamba en 1960, pero reside desde 1989 en Colorado, Estados Unidos. Es, sin duda, uno de los escritores bolivianos actuales más importantes. Su novela Diario secreto fue Premio Nacional en 2011 y con El exilio voluntario (publicada entre nosotros por Alberdania) logró en 2009 el Premio Casa de las Américas. Trabaja en Denver conduciendo y cocinando en una food-truck, una camioneta de comida rápida.
A muchos lectores les sorprenderá saber que un autor como usted tenga que ganarse la vida de ese modo
Bueno, la cocina siempre ha sido una pasión para mí. Al terminar 25 años de trabajo en el periódico local, The Denver Post, en una posición administrativa, decidí encarar algo personal. La ciudad de Denver atraviesa un boom económico relacionado con la llegada de empresas de tecnología, apertura de bodegas de Amazon, la legalización de la marihuana, etc. Podía haber tomado otro puesto de manejador en algún lado (el bilingüismo es un plus notable acá), pero decidí probar esta aventura. Ya tuve en el pasado un restaurante y un delicatesen y no me fue mal.
Tanto en este libro como en otros, como El exilio voluntario, experiencias propias o laborales como esta le sirven para transitar por escenarios y lugares que la literatura suele evitar: los trabajos precarios, o las chicherías y los mundos marginales de Cochabamba en Muerta ciudad viva…
Sigo, en este aspecto, un patrón existente en la literatura norteamericana de la experiencia como punto de partida. No que el hecho de hacer cierta labor no relacionada con literatura produzca obras per se, pero que sirve para situarse dentro de posibles argumentos que suelen atraer a los lectores.
Ha comentado en alguna ocasión que Muerta ciudad viva es un libro que escribió con cierto ánimo experimental.
Como creo que la mayoría de mis novelas: planos yuxtapuestos, saltos temporales y de espacio que recuerdan el manejo de la cámara cinematográfica. Entremezclado de imágenes que resultan claras en el cine y no tanto en la letra escrita. Un desafío, por tanto, no siempre con feliz término. Una de los jurados de Casa de las Américas que premió El exilio voluntario afirmaba que esa novela era pura experimentación. Eso gustó a los jueces.
¿El tono narrativo de la novela, en ese sentido, que resulta en ocasiones un tanto alucinado y torrencial, es, como se señala en uno de los textos que lo acompañan, un intento por transcribir la embriaguez?
También. A la vez que invitar al lector a que se arriesgue a armar el rompecabezas latente allí. Una novela que se puede leer saltando páginas si se quiere conseguir dentro de las varias historias una lógica que visibilice mejor a cada una de las mujeres retratadas. Sin ser obligatorio o necesario.
Las chicherías, pequeños establecimientos de comida y bebida, están muy presentes en la novela, que es casi una guía de la noche de Cochabamba
La chicha, bebida muy antigua y cada vez más adulterada hasta hacerse letal en algunos casos, ha sido la bebida popular a través de los siglos. En cierta manera fue un espacio de supervivencia a España. Cada vez más, redundo, se ha ido asociando a las clases populares, a la pobreza que no puede comprar otro alcohol más barato. Embriagarse con mucho volumen de trago por un precio mínimo. Casi un sueño en la dura existencia del pobre.
Tampoco elude en las escenas sexuales un sexo que huele, que suda, en el que no se escamotea su componente animal, algo poco corriente en esta época de hipercorrección política…
Volvemos, tristemente, a lo mismo, sin ser la novela un texto de denuncia social. Dentro de lo marginal el sexo suele ser la única distracción. El placer asociado al dolor y viceversa, con poco espacio para el erotismo y mucho para el hambre. De alma y de cuerpo.
En algún sitio le han comparado con Bolaño, ¿qué le parece?
Muy optimista quien lo hizo. Me asocio a Bolaño, sin ninguna herencia estilística, en esta verborrea caótica e irreverente. Nocturno de Chile es una obra maestra, un fluir del verbo sin recato ni deuda. Muchos lo imitan, o lo intentan, pero carecen del fuego de aquel hombre dolido y atormentado por sus fobias tan humanas.
Además de compartir con Bolaño algunas cosas, como los trabajos más o menos precarios, sus libros también se han publicado en el estado español. ¿Cómo ha sido ese recorrido y como está siendo la experiencia?
Muy buena en la satisfacción personal. Dudo que mis libros alcancen volumen de ventas ni que yo reciba poco o nada de ellos. Creo arriesgados a quienes apostaron por publicarlos y lo agradezco. No soy un escritor profesional y esto, como mucho otro, son eventos de vida, satisfactorios en este caso.
Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios grupo Noticias). 21/04/2018
No ganamos para gafas de los niños. Como los pobres han salido miopes y baloncestistas, como su padre y como Kareem Abdul-Jabbar, ya saben, el copiloto de Aterriza como puedas, es inevitable que cada dos o tres meses venga alguno de ellos con una lente llena de estrías o la pasta de la montura hecha puré.
—Bah, pero tú estarás forrado con eso de los libros —me dice de vez en cuando algún desinformado que no ha leído a Larra.
Escribir en esta tierra de másters del universo y novios de la muerte, sigue siendo llorar. Y también en Bolivia. Y en Estados Unidos. Y entre los escritores bolivianos que viven en Estados Unidos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que acaba de publicar una lúcida novela ebria titulada Muerta ciudad viva, es un autor de Cochabamba exiliado voluntariamente en Denver. Fue Premio Nacional en su país y logró en 2009 el prestigioso premio Casa de las Américas. Se gana la vida cocinando y conduciendo una food-truck.
El sevillano Daniel Ruiz-García, que obtuvo el Premio Tusquets en 2016, se levanta desde hace años a las cinco de la mañana para escribir y ofrecernos libros como Maleza, una compilación de historias cortas que componen un tan crudo como lírico tríptico de la periferia urbana. Después, cuando amanece, Daniel levanta a sus hijos para llevarlos a la escuela e irse a trabajar.
Gsus Bonilla, finalista en 2010 del Premio Nacional de Poesía, que habla, porque puede, de igual a igual con poetas muertos como Leopoldo María Panero, acaba de publicar GardenJunkies, un libro de mierda, como él lo llama, pero que es en realidad un diario sobre su trabajo como jardinero, y a la vez un cuaderno de bitácora en verso libre, en todas sus acepciones, sobre la precariedad, el paro, la pobreza y sus umbrales, sobre este país, en definitiva, convertido en un jardín plagado de cagadas de perro, de señoritos y monarcas (esto último no lo dice él sino yo, y con mucho asco, pues acabo de ver una foto de Felipe VI, campeón en sus discursos de la paz y la democracia, estrechando la mano de un príncipe saudí muy moderno que va a dejar conducir a la mujeres y todo en su país y al que acaba de vender cinco corbetas de guerra; y lo digo también, con el mismo asco, después de ver, una vez más, en un telediario a un político imputado por corrupción responder en una comisión con chulería y desfachatez, al más puro estilo mafioso, con la seguridad y la impunidad que da saber que quien te va a juzgar pertenece a la famiglia, todo ello mientras otros, como los jóvenes de Altsasu, o raperos como Pablo Hasel o Valtonyc, son agraviados con juicios plagados de arbitrariedades y acusaciones desproporcionadas).
—¿Pero como no vas a estar forrado si hasta te sacan en la tele? —interrumpe mi paréntesis el tenaz desinformado.
Y es que si KareemAbdul-Jabbar, además de jugar en los Lakers, apareció en Aterriza como puedes, yo me convertí hace unos días, para mi sorpresa, en la respuesta a la letra I del roscón de Pasapalabra (“Apellido del escritor autor del libro La tristeza de las tiendas de pelucas”, fue la pregunta —lo juro por Eskorbuto— ), lo cual, parece ser, me ha elevado a lo más alto del Parnaso literario. Ya lo único que me falta es que el desinformado y unos cuantos de miles de personas más compren mi libro y creo que con eso me llegará para pagar las gafas de mis hijos miopes y baloncestistas.