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SALVAJE

Ago 25, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en semanario ON 25/08/18 . Ilustración: PEDRO OSÉS (incluida en la novela PAN DURO, Patxi Irurzun)

 

Era su semana salvaje. Así la llamaba. La esperaba como una fiera hambrienta a su presa, tachando a zarpazos en el calendario los días que faltaban para sus vacaciones.

Al llegar el verano, cada año, conducía hasta el viejo caserón familiar en un pueblo abandonado y se convertía en uno más de los animales —arañas, ratas, culebras— que se enseñoreaban de aquellas ruinas.

Una vez allí, se abría camino entre la maleza y la basura, los huesos, las botellas y latas vacías, las hojas amarillas de otros años y subía las escaleras de la casa, que crujían temblorosas. Abría después el grifo de la cocina, escuchaba el glugú de las cañerías y veía caer aquella agua marrón, oxidada, que parecía sangre sucia. Entraba por último en su habitación, retiraba las telarañas y las cagadas de ratón de la cama, cambiaba las sábanas, se tumbaba sobre el viejo colchón y, simplemente, esperaba, hasta que su cuerpo le dijera qué quería hacer.

Algunos días, no quería hacer nada, se quedaba allí, tirado en el catre, escuchando aquel silencio colosal, que solo interrumpía el ladrido de algún perro a lo lejos, el rumor entre las zarzas de una culebra o, al anochecer, el viento ululando allá en lo alto de La Cerda;  otros días ponía la música a todo volumen, Black Sabbath, Beethoven, Pink Floyd, se tomaba una pastilla y miraba cómo temblaban las paredes, cuando las pateaban los elefantes rosas; o leía durante horas, e iba arrancando las páginas a medida que lo hacía y arrojándolas a la cuadra por un agujero en el suelo, que también utilizaba a veces para  orinar o defecar, si no le apetecía salir de la habitación. A veces, se limpiaba el culo con los libros que no le gustaban, que eran la mayoría. Otras, se masturbaba frenéticamente, como un mono, como un bonobo, hasta que las sábanas se acartonaban y el vello del vientre y del pubis se le convertían en un remolino de semillas secas; u olisqueaba como un Narciso en celo sus manos, después de hurgarse la hendidura entre las dos nalgas.

Bebía mucho. Y arrojaba las botellas vacías por la ventana.  Algunas noches, cuando se emborrachaba, bajaba desnudo a recorrer las calles vacías del pueblo y hablar con los muertos, o a asesinarlos con un cuchillo jamonero; otras, subía a la montaña, desafiando a aquella Cerda, como la llamaban, que decían que devoraba a quienes se perdían en ella, desorientados entre la niebla o tragados por un desfiladero. Esperaba acurrucado bajo un árbol, temblando de frío y excitación, hasta el amanecer, hasta que veía pasar a algún excursionista sonriente y confiado. Y después, regresaba al caserón, donde dormía durante horas, como una fiera que ha saciado su apetito.

Un día antes de que finalizaran sus vacaciones, cada año, abandonaba la casa y hacía noche en la ciudad más próxima, en un hotel, siempre el mismo hotel, donde ya lo conocían y lo esperaban y no se asustaban de su aspecto. Sentía un enorme placer al asearse, después de tantos días sin hacerlo, al dormir en sábanas limpias, al comer un menú de cincuenta euros… A veces pensaba que hacía todo aquello solo para eso, para disfrutar de aquellos momentos, de una cerveza fría y bien tirada,  de la lectura de un periódico del día,  pero, sobre todo, de aquella ducha en el hotel, bajo la que permanecía durante más de una hora, dejando que el agua caliente y el vapor limpiaran en su piel la tierra, el semen, la sangre, todos los rastros de su semana salvaje.

 

Patxi Irurzun

Los discos del verano 6: TDK DE 90 MINUTOS (Varios, 1987-2005)

Ago 18, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 18/08/2018

El Señor Tomás, Polo Montañez y Diego el Cigala, todos en la misma cinta

 

Con el dinero que me dieron en el primer concurso literario que gané me compré dos cosas. La primera era un radiocasete con doble pletina con el que me convertí en el rey del mambo (o del punk-rock, más bien). De ese modo podía grabar de cinta a cinta aquellas que me dejaban mis amigos, o aquellas cintas que mis amigos habían grabado a su vez de las cintas de otros amigos suyos, y así sucesivamente. A veces, con tanto trasiego, las canciones sonaban como el demonio, pero nos daba igual. A veces lo que nos gustaba, de hecho, era que sonaran como el demonio, con toda la suciedad que se pegaba en las manos durante esas transacciones, y en la que reconocíamos cuándo habíamos grabado aquellas cintas, quién nos las había prestado, por qué…

Grabar cintas era una cuestión personal. A veces, no grabábamos discos enteros, sino recopilaciones, canciones de diferentes discos, y se las regalábamos a la chica que nos gustaba, o a los amigos con los que queríamos compartir los caminos que íbamos descubriendo a nuestro paso, en esos años de búsqueda. Aquellas cintas hablaban de nosotros, de nuestros gustos, de lo que aborrecíamos, de nuestra curiosidad, del mundo en el que aspirábamos a vivir…. Con aquellas cintas no había medias tintas. Si al otro le gustaban se convertía en uno de los tuyos, si no, pasaba a ser automáticamente más tonto que un zapato.

Cualquiera, además, no sabía grabar buenas recopilaciones. Las canciones debían tener algún vínculo, estar ordenadas correctamente, crear una atmósfera…

Pues bien, el disco de esta semana pretende ser una de esas cintas; y el vínculo entre las diferentes canciones algunos viajes que he hecho en diferentes veranos de mi vida.

Marruecos y el Señor Tomás (1986)

La segunda cosa que pude pagar gracias al primer concurso literario que gané fue el viaje de estudios al acabar el instituto. Recuerdo que me dieron el premio durante el invierno, un día que nevaba copiosamente, y que en el acto de entrega  actuó el Señor Tomás (el humorista tudelano, precursor de Marianico el Corto) y también que me regalaron una de sus cintas de chistes. No sé por qué, acabé llevándome aquella cinta al viaje de estudios, y a veces, en el autobús que nos llevaba de Azilah a Fez, de Tánger a Marrakech, la poníamos y no podíamos parar de reír. En realidad, en aquel viaje, que hicimos envueltos en una nube de humo azul, todo nos daba risa, pero en el caso del señor Tomás creo que se trataba, más que de los propios chistes,  de lo absurdo de la situación y del hecho de que tras la primera escucha adoptamos como coletillas para todas nuestras conversaciones deshilvanadas por el hachís algunos pasajes de esos chistes (“Yo pongo dos mil pesetas para la capa del cura”, por ejemplo, cada vez que había que poner bote. “¡Pero solo si al cura lo capo yo!”, añadía a continuación alguien, y todos nos reíamos). Una tontería, en fin, más grande que la plaza Jamaa el Fna. Meses después, al disiparse el humo azul, la sonrisa se nos congeló, cuando supimos que el señor Tomás murió en un accidente de tráfico, un día que nevaba copiosamente.

Chiapas y El Cigala (2005)

Años más tarde, en otro viaje, otro autobús volvió a llenarse de humo, en este caso de tabaco negro. Por entonces yo estaba intentando dejar mis cinco cigarrillos diarios, pero elegí un mal viaje para dejar de fumar, junto a una partida de rudos anarcosindicalistas  que viajaban a una comunidad zapatista en Chiapas, donde harían entrega de la recaudación obtenida para financiar un hospital, y que fumaban sin parar, como si el humo negro que escupían al cielo pudiera taparlo para que bajo él no quedara ni dios ni amo. Lo malo era que todo aquel humo se atoraba en el techo del autobús. Y junto a él todas las discusiones políticas, filosóficas, económicas, con las que aspiraban a derribar el capitalismo y sustituirlo por el mundo nuevo que llevaban en sus corazones; discusiones que a menudo eran encendidas y en las que solo había tregua cuando el chófer ponía el cedé Lágrimas negras de Bebo Valdés y El Cigala. Entonces, una paz extraña se iba extendiendo poco a poco por el autobús y nos sumía a todos en una melancolía y un silencio sedantes. Yo nunca hasta entonces había escuchado a Diego El Cigala. Cuando años más tarde lo vi en una entrevista en un conocido programa televisivo,  me preguntaba cómo alguien capaz de emocionarte hasta tal punto, podía hacer de aquella manera tan bochornosa el gamba cuando no estaba cantando. Poco después, escuché que el día que su mujer murió, El Cigala decidió no suspender el concierto que tenía programado y dedicárselo a ella. Y supe que, en el fondo, todas aquellas tonterías que El Cigala hacía en las entrevistas y su voz hermosa en los discos no eran sino dos caras de la misma moneda, en las que quien aparecía retratado era siempre un hombre que se esforzaba con toda su alma por sacudirse una tristeza infinita.

Cuba y Polo Montañez (2005)

Aquel mismo año al regresar de Chiapas me encargaron la redacción de una guía turística de La Habana (es decir, la ciudad donde Bebo Valdés se forjó como uno de los grandes de la música cubana). Durante las semanas que pasé allí sonaban en todos los lugares las canciones de un músico llamado Polo Montañez. En los bares, los bicitaxis, las azoteas… Lo jineteros vendían sus discos, agotados ya en todas las tiendas, en el top-manta cubano (que en realidad eran unos tipos paseándose con unos grandes bolsos de deporte llenos de libros y discos, a uno de los cuales compré la edición cubana de Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez y los discos  Guajiro natural y Guitarra mía de Polo Montañez). Todos, viejos y jóvenes, adoraban incondicionalmente a Polo Montañez cuando estaba vivo y lo convirtieron en mito al morir. Su historia reúne ciertamente todos los componentes del mito. Hijo de un leñador, aprendió de manera autodidacta a acariciar con sus dedos gruesos de campesino las cuerdas de una guitarra y a cantarles de una manera natural a las cosas sencillas y trascendentales de la vida. Lo hacía en un garito para turistas por el que, como en las películas, cayó por casualidad un representante que se lo llevó para Colombia, donde de un día para otro vendió cuatrocientos mil discos. Ya de regreso a Cuba, Polo se convirtió en un fenómeno de masas. Y de repente, en el momento álgido de una fama que nunca se le subió a la cabeza ni le hizo olvidar quién era —un campesino, un guajiro natural—, murió en otro desgraciado accidente de tráfico. Sólo unos meses antes había escrito La última canción, un tema que pone en piel de gallina el corazón, y en el cual Polo anticipa su final con un estribillo que vaticina que el último minuto de su vida debe ser extraño, romántico y amargo.

Los últimos minutos

Una recopilación, en fin, esta de hoy, de lo más extraña y en la que aún queda un pequeño hueco, algunos minutos, un par de párrafos. Uno de ellos para añadir que rellenar los minutos finales de las cintas grabadas, conseguir que la última canción no se cortara abruptamente, era también un arte. En este caso algunos de los temas con que podríamos completar este disco díscolo del verano podrían ser: la noche que escuché a Leonard Cohen en el Madison Square Garden; el día en que tras de mí apareció Alphablondy en el aeropuerto de Abdijan; la tarde en que entramos a tomar una cerveza a un bar de Rentería y dentro estaba tocando en acústico Iñigo Muguruza

El otro párrafo lo reservamos para añadir que todas esas cintas que hablaban de nosotros mejor que nosotros mismos, que contaban las cosas que no sabíamos sobre nosotros o no nos atrevíamos a confesar cara a cara, también hicieron su propio viaje y duermen hoy en el trastero en dos cajas de cartón, junto con el viejo reproductor de casete de doble pletina, convertido en la corona oxidada de un rey del mambo (o del punk-rock) derrocado.

 

Los discos del verano. Todas las entregas

 

 

 

 

 

 

DIARIO ADOLESCENTE DE VERANO

Ago 12, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Colaboración para Rubio de bote, magazine ON (diarios Grupo Noticias) 11/08/2018

 

 

Sábado, 11 de agosto: Querido diario: te odio. Tengo que escribirte todo esto por la cara, porque si no el aitona me quita el móvil y no me deja bajar al bufet libre. Llevamos ya casi una semana, aquí en la playa. El hotel es una mierda (ni siquiera tiene wifi en las habitaciones) y la animación una puta mierda (menos el otro día, que vino un tipo con bichos, serpientes, ratas y un papagayo to-random que  le quitó el peluquín a un señor del público, qué risa). Pero, por lo general, esto es un rollo. Tengo muchas ganas ya de volver a casa a amuermarme como a mí me dé la gana. Aunque, claro, con lo de la ama…

Martes, 14 de agosto: El aitona es un macarra. Todos los días madruga para bajar a la piscina y coger hamaca y ya le he visto desde el balcón embroncarse con más de uno. Lo bueno es que entonces yo suelo aprovechar para ir a desayunar. Desayunar con el aitona también es un rollo. No me deja beber zumos de la máquina porque dice que hacen pedos. Así que cuando voy sola me inflo, to-gocha. Y luego, me desinflo durante todo el día, eso también es verdad.

Fuera del hotel también la lía, el aitona. Como estamos a media pensión (desayuno y cena),  y a veces no nos llega para comer con los panecillos y la mortadela que choramos del bufet, algunas tardes vamos al híper. El otro día entramos en el parking del Eroskidona y como eran las tres de la tarde y caía fuego no había nadie. Pues bien, de repente aparece otro coche y aparca to-pegado al nuestro, casi sin dejar sitio para abrir la puerta.

—¡Se va a enterar, ese caraculo! —empezó a ladrar el aitona, pero luego resultó que cuando el otro se bajó del coche era un hijo de la gran Bretaña de dos metros de alto y uno y medio de ancho y el aitona solo fue capaz de soltar un “gurmonin” to-penoso, como para dentro de su garganta.

—¿Me devuelves el móvil, aitona? —fue lo único que se me ocurrió a mí decirle, a ver si colaba.

Miércoles, 15 de agosto: No coló, así que tengo que seguir escribiendo este diario mierder.  Menudo rollo. Por las noches el aitona me lleva con él a algunos bares u hoteles en los que hay grupos de versiones de Extremoduro, Marea, Eskorbuto… Se piensa que me gustan esas antiguallas, pero yo lo único que hago es deprimirme, viendo a los abuelos poniendo cuernos con las manos. Por las mañanas todavía es peor, porque tengo que recorrerme con él todo el paseo marítimo hasta que encontramos alguna tienda en la que vendan prensa.

—Me siento un hombre de otro tiempo —dice el aitona, cuando se coloca los tres o cuatro periódicos que pilla debajo del brazo.

Ni que lo diga. A mí lo único que me interesan de esos periódicos son las noticias to-raras de la última página: “Un chimpancé aprende a perrear”; “Un toro disecado siembra el pánico”… Eso y unos artículos que escribe otro viejales, un tal Patxi Irurzun. Claro que tampoco miro nunca las noticias en el móvil, ni en la tele, por si acaso. Siempre pienso en que me voy a encontrar algo relacionado con la ama que me va a cabrear.

Domingo, 19 de agosto:  Hoy por fin volvemos a casa. Bueno, a casa… A casa del aitona. Antes de irnos le he escrito una postal a la ama. Le he dicho que no se preocupe porque con el aitona estoy guay y que la quiero mucho y la echo de menos y que todos los días escucho alguno de los raps de su último disco (mis preferidos son  “El Bribón del Rey”, “Ley mordaza, ley mierdaza” y “Por la noche todos los picoletos son pardos”)… En la postal he puesto su nombre con letras bien tochas, a ver si esta vez en la cárcel no vuelven a escribir  eso de “Dirección ilegible” y no nos viene de vuelta otra vez. Lo de la ama sí que es un rollo. Un rollo to-chungo.

 

 

Los discos del verano 5: «CHEAP THRILLS» (Janis Joplin, 1968)

Ago 11, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Colaboración para la serie estival «Los discos del verano». Publicado en magazine ON (Diarios de Grupo Noticias), 11/08/2018

EL VERANO QUE MEÉ SANGRE

 

A Janis Joplin la nombraron una vez el chico más feo de su instituto. A mí, por el contrario, siempre me ha parecido una mujer muy hermosa. No hay ninguna voz que me haya enamorado como la suya, que me haya hecho temblar de igual modo. Ella decía que hacía el amor con miles de personas cada vez que salía a cantar. Después, en los camerinos, en las habitaciones de hotel, en las barras de bar venía el bajón, la insondable tristeza post-coito. Tras aquel orgasmo cósmico aparecía esa Janis de andar por casa, que se volvía vulgar al bajarse de cada escenario, insegura, frágil, desamparada, y a la que también, en realidad,  era posible vislumbrar a veces en los conciertos o en las grabaciones en directo, al escuchar las coletillas y las risitas nerviosas que acompañaban sus palabras para presentar cada canción.

No recuerdo cuándo escuché la voz de Janis por primera vez. Supongo que en algún hilo musical o alguna radio de estándares de rock. Pero entonces era solo una voz que se oía a lo lejos, pidiendo ayuda, o tal vez ofreciéndola, entre todo el ruido y el silencio ensordecedor del mundo: en la duermevela de los viajes en autobús a la fábrica, a las cinco de la mañana; en las salas de espera de las oficinas de empleo; en los bares en los que simulaba esperar a alguien y no me atrevía a hablar con nadie…

Sí recuerdo, sin embargo, la primera vez que hice el amor con ella. La primera vez que aquella música se me pegó a la piel y me estremeció.  Fue durante el verano que meé sangre. Por entonces trabajaba en una fábrica de porcelana. Tenía que descargar unas vagonetas, recubiertas con una manta de amianto, que salían de un horno tan caliente como el mismísimo infierno, cargadas de tazas, platos, soperas y de vez en cuando,  como un broma cruel, algún tirador de cerveza. Durante algunas semanas estuve haciendo turnos de doce horas. Eran los años 90, había cuatro millones de parados, pero nos obligaban a cubrir las vacaciones estivales de ese modo.

Un día, al ir al baño, una mariposa roja brotó de mi cuerpo y batió sus alas contra el urinario. “Es un carcinoma vesical”, dijeron los médicos, y también dijeron que aquel tumor en la vejiga se debía Resultado de imagen de Robert Crumb Janis Joplinal tabaco. Supongo que tenían razón, aunque yo fumaba solo cinco cigarrillos diarios pero trabajaba sesenta horas semanales pegado a una manta de amianto. Tenía por entonces 27 años, la edad a la que morían los mitos del rock (Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse, la propia Janis Joplin). Pero yo no era una estrella del rock, así que nunca pensé que algo pudiera salir mal.  Sabía que aquello solo era una señal, un gesto de rebeldía que enviaba mi cuerpo.

Para el ingreso en el hospital me compré un discman y algunos cedés, entre ellos Cheap Thrills, de Big Brother & The Holding Company, sin saber que Janis Joplis era la cantante de ese grupo. Elegí aquel disco por la portada, que había realizado el dibujante de comics  Robert Crumb, a quien en realidad todavía tampoco había leído. Me gustaron sus caricaturas voluptuosas y coloridas, tras las que también se adivinaba un mundo propio lleno de obsesiones.

La portada de Cheap Thrills, cuyo título original era Dope, sex and cheap thrills (Droga, sexo y emociones baratas), que Robert Crumb,  haciendo honor a ese título —al menos en cuanto a las drogas se refiere—, pintó durante una noche de speed, era en realidad su contraportada. La compañía discográfica desechó, junto con el título, la primera portada, en la que aparecían dibujados desnudos los miembros del grupo (y también el resto de sus cuerpos); Crumb diseñó entonces una segunda opción y esta vez fue el propio grupo quien la rechazó, pues les gustaron más los dibujos que hizo para los créditos del disco. De hecho, lo que se puede leer en los bocadillos de las diferentes viñetas que aparecen en la portada final de Cheap Thrills son los títulos de las canciones, los nombres de los músicos de la banda, incluso alguna que otra broma, como el sello que certifica que el trabajo cuenta con la aprobación de los Ángeles del infierno.

En el centro de esa portada hay un círculo del que emanan el resto de viñetas. En él aparece la caricatura de Janis Joplin, vestida de presidiaria y arrastrando una cadena y su bola, sobre la que flota la leyenda Big Mama Thorton, el nombre de la intérprete original de la canción Ball & Chain, incluida en el disco, a la que hace referencia el dibujo (esa bola de preso, por cierto, también recibe en inglés el nombre de Blackberry, como la marca de los primeros teléfonos móviles que comenzaron a condenarnos a la estulticia). No es, por supuesto, una casualidad que ese dibujo sea el núcleo irradiador no solo de la portada sino también de todo el disco, pues la música de Janis Joplin se encadena y es deudora sin ningún disimulo de las grandes y malogradas damas negras del blues, como la mencionada B.M. Thorton, Bilie Holliday o Bessi Smith.

Por esta última, Bessi Smith, además de compartir una inclinación a la dipsomanía, Janis Joplin sentía una especial devoción, hasta tal punto que pagó una lápida para la tumba sin nombre de aquella a la que llamaron la emperatriz del blues, pero que murió como una perra callejera. Los clubs en los que Bessie Smith solía cantar durante los años 20 y 30 del  siglo XX se abarrotaban para oír su voz limpia y enérgica (existe un cortometraje en el que se la ve interpretando Saint Louis Blues en uno de esos clubs, acodada sobre la barra, con una jarra de cerveza en la mano, tambaleándose… El video es probablemente una ficción pero desde luego Bessie Smith se sabía el papel muy bien). Sin embargo,  a pesar de su éxito,  cuando en 1937 su coche se salió de una carretera de Misisipi (probablemente porque Bessie Smith no tenía la necesidad de pararse en los cruces de caminos en los que el diablo compraba almas a cambio del don del blues, pues ella lo traía de serie), nadie quiso atenderla en ninguno de los dispensarios médicos para blancos a cuya puerta llamó y en los que, en lugar de una emperatriz del blues, los médicos solo veían a una negra enorme y borracha. Murió desangrada bajo una tormenta bíblica. Y, durante muchos años, estuvo enterrada en una tumba anónima. Hasta que Janis Joplin pagó su lápida.

Cheap Thrills es, pues,  un aullido, una colección de aullidos por la memoria de todas esas  damas malditas del blues. En el disco, además de Ball & Chain de Big Mama Thorton, aparecen varias de las canciones (algunas de ellas en directo) más emblemáticas de Janis Joplin, como Piece of my heart o Summertime, el clásico de George Gerwin. Publicado durante el verano de 1968, tras el éxito obtenido por la cantante durante el verano anterior (el famoso verano del amor) en el festival precursor de Wodstock, el de MonterreyCheap Thrills se convirtió en un éxito, llegando a vender un millón de copias. Fue el segundo disco de Janis Joplin, tras su debut en Big Brother & The Holding Company (1967). A él le seguirían I Got Dem Ol Kozmic Blues Again Mama! (1969), ya con una nueva banda, y el póstumo Pearl (1971), publicado tan solo tres meses después de su muerte, tras una sobredosis, cuando todo parecía indicar que la cantante se había desenganchado de la heroína.

Muchos años después de su muerte, el verano que meé sangre, Janis Joplin hizo el amor conmigo en la cama de un hospital y sus canciones me mantuvieron empalmado a la vida.

Todavía sigo escuchándolas de vez en cuando.

Todavía sigo vivo.

 

Los discos del verano. Todas las entregas

 

 

Los discos del verano 4: «Rock & Ríos» (Miguel Ríos, 1982)

Ago 4, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en ON, magazine de los diarios de Grupo Noticias (Deia, Diario de Noticias de Navarra, Araba y Gipuzkoa), 04/08/2018

LOS VIEJOS ROCKEROS CASI NUNCA MUEREN

Los mejores conciertos son siempre aquellos a los que no pudimos ir. Como el Rock & Ríos. Todos estuvieron en el Rock & Ríos. Todos menos yo. Para más inri, desde la piscina en la que estaba cenando llegaba el eco de los aplausos y gritos del público, en la plaza de toros. Y el de las canciones; aquellas canciones que en apenas dos semanas habíamos escuchado miles de veces, hasta aprendérnoslas de memoria, hasta aprendernos de memoria incluso cada uno de aquellos Guau! o Hey! característicos con que Miguel Ríos las adornaba o remataba, o los comentarios que hacía entre tema y tema, algunos de los cuales hoy nos sonrojan (“¡Guay del Paraguay!”) pero que entonces nos parecían el no va más, un idioma nuevo, una nueva forma de estar en el mundo y en la vida, y así era, en realidad, entonces, en el verano de 1982. Nos aprendimos incluso o sobre todo los coros con que el público respondía a Miguel Ríos en temas como aquel extraño Al-Andalus –“¡Baracaracuté-cuterió!”— pues sabíamos que nosotros seríamos pronto ese público, o lo sabían, mejor dicho, los que tenían ya edad suficiente como para ir al concierto.

El Rock & Ríos fue un disco en directo raro. Se grabó y se sacó a la venta, al contrario de lo que es habitual, antes de hacer la gira, no durante la misma o al final de ella. Claro que por aquella época las giras y los discos en directo de grupos españoles eran en sí mismos una rareza. Miguel Ríos fue seguramente el primero que se atrevió a echar a rodar de ciudad en ciudad los trailers, con sus enormes escenarios, sus luces, sus toneladas de vatios, sus dos baterías, todo un despliegue, en definitiva, que hasta entonces parecía reservado a los grupos guiris y a otras geografías, físicas y mentales. Con el grupo viajaba incluso la propia cronista de la gira, una periodista de postín como era Rosa Montero, que debía emular a Robert Greenfield, el autor de Viajando con los Rolling Stones (aunque para el reportaje sobre una gira de sus satánicas majestades se pensó antes que en Greenfield en Truman Capote, quien desechó la oferta alegando, entre otras lindezas,  que Mick Jagger era tan sexy como un sapo meando; en cuanto a Rosa Montero y Miguel Ríos, resultó que la mejor crónica de la gira ya la había escrito antes de la misma el propio cantante granadino en uno de los temas del disco: Blues del autobús).

El caso es que tanto lo uno, la aventura de una gira por un país en el que hasta entonces quienes cada día despertaban en distinta habitación eran solo los toreros, como lo otro, la idea de grabar el disco en directo antes de presentarlo, resultaron todo un éxito, todo un acontecimiento, que desbordó cualquier expectativa y en ocasiones incluso puso en aprietos a plazas que no estaban preparadas para semejante parafernalia.

Rock & Rios se grabó en el mes de marzo, en el Pabellón de los deportes del Real Madrid (la entrada costaba seiscientas pesetas, seiscientas calas como decía en el disco Mike Ríos —como se hizo llamar al inicio de su carrera—, poco más de tres euros, el equivalente a diez cañas y un paquete de Ducados); se emitió —algo extraordinario, ¡rock en la tele!— una tarde de mayo por la televisión pública, la única que había en aquella época; y se puso a la venta,  en formato de disco doble, en junio. Es decir, apenas unos días antes de que comenzara la gira. Y a pesar de los plazos tan ajustados, contra todo pronóstico, allá por donde pasaba el Rock & Ríos volaban las entradas y también lo hacían como pájaros en la garganta las canciones que el público coreaba entusiasmado (entre ellas estaban algunos clásicos de Miguel Ríos, como Santa Lucía, El río o el Himno de la Alegría, pero también trallazos que todavía hoy —los viejos rockeros nunca mueren, ya se sabe— suenan bien potentes como Un caballo llamado muerte o Banzai).

En Pamplona la plaza de toros se llenó con treinta mil espectadores. Estaban todos menos yo. Y durante los días siguientes mi hermano, mis primos, mis amigos mayores no dejaron de hablar de aquel concierto. De lo guay del Paraguay que había sido. No mentían. Se les notaba en los ojos, que brillaban como el neón del logo de la portada del disco; como los destellos de los rayos láser en la guitarra de Salvador Domínguez o en la flauta travesera de Thijs van Leer

En cuanto a mí, tuve que esperar hasta el año siguiente, cuando Miguel Ríos volvió a Pamplona con su nueva gira, El rock de una noche de verano. Durante ese tiempo,  me cambió la voz, así que cuando pedí a mi madre permiso para ir al concierto ya no se pudo negar. En esta ocasión, además, acompañaban al cantante Luz Casal y Leño, que en Pamplona eran como unos dioses con el pelo largo y vaqueros marcando paquete. De hecho, la mayoría de quienes fueron a aquel concierto  iban a ver a Leño, o eso decían, menospreciando un poco a Miguel Ríos. De Luz Casal apenas se sabía nada (excepto que había sido corista de Leño, precisamente, en otro disco en directo). Recuerdo que cuando salió al escenario y saludó al público con su tono pitudo y cómico y aquel extraño acento de algún lugar que no está en los mapas, todos nos echamos a reír. Después, Luz comenzó a cantar y se hizo el silencio, pues solo tardamos unos segundos en darnos cuenta que su voz efectivamente era de otro mundo.

Del concierto de Miguel Ríos, sin embargo, es extraño, no recuerdo nada, excepto que también en aquel momento tuve una sensación de extrañeza, pues nada era como yo lo había imaginado, o como mi hermano, mis primos, mis amigos mayores habían contado. Vimos el concierto sentados en unas gradas algo desangeladas (acudieron unas ocho mil personas). Me preguntaba qué había pasado durante aquel año,  por qué caía el ídolo precisamente ahora, que la nueva gira tenía teloneros, patrocinador, subsanaba algunos errores del Rock & Ríos, como la seguridad o los problemas de aforo…

Supongo que lo que pasaba era simplemente que el tiempo por entonces iba demasiado deprisa;  que la magia no se puede mantener siempre; que el Rock & Ríos fue algo especial  e intentar repetirlo no tenía sentido; o que los viejos rockeros en realidad sí tienen que morir de vez en cuando para poder resucitar después…  Dos años más tarde, en 1985, Miguel Ríos tuvo que suspender su concierto en Pamplona, para el que vendió menos de quinientas entradas. Incluso se me ha olvidado cómo se llamó en esta ocasión la gira. Por el contrario, más de 35 años después muchos recordamos cada detalle del Rock & Rios. Incluso quienes no estuvimos allí.

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Los discos del verano. Todas las entregas

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