Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para semanario ON (diarios Grupo Noticias)
Nadie es perfecto. Que lance el primer estornudo quien no haya olvidado alguna vez la mascarilla al salir de casa o del coche o al levantarse de una terraza. Yo, lo confieso, una vez me estuve paseando por un supermercado a boca descubierta durante casi veinte minutos. Nadie me dijo nada. Por encontrarle el lado positivo a mi despiste, me agradó darme cuenta de que en realidad no hay tantos policías de balcón —o de pasillo de supermercado— como parecía durante el confinamiento. Los policías de balcón eran en realidad los notas de siempre, la excepción, malasombras que, puesto que días antes habían acaparado el papel higiénico, necesitaban después cagarse todo el rato en alguien.
No me
enorgullezco de todos modos de esos veinte minutos de libertad o de
inconsciencia. En cuanto me di cuenta,
tuve tal sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que estuve media
hora más de la necesaria paseándome por los pasillos del súper, ya
protocolariamente enmascarado, como si de ese modo pudiera hacer entender a
quienes me habían visto antes que yo no era un negacionista, un
supercontagiador o un novio de la muerte
—o de que no tenía un póster de Bolsonaro,
de Rocío de Mer o de Hitler en mi cuarto—. Todo eso con la mejor de mis sonrisas, es
decir, achinando los ojos para que se noten bien las patas de gallo. La
mascarilla ha impuesto nuevos lenguajes gestuales. Con sus inconvenientes y sus
desventajas. A los gafosos, por ejemplo, nos cuesta más disimular los bostezos,
porque se nos empañan delatoras las gafas. Si además de gafosos somos feos, eso
sí, salimos en parte —nunca mejor dicho— beneficiados, porque ahora solo somos
mediofeos. Las barberías me imagino que estarán perdiendo clientes. Y también
los fabricantes de enjuagues bucales. El mundo y las costumbres, en fin están,
cambiando. Una película de hace un año, con gente abrazándose, nos parece una película de época; las
comedias románticas y sus inocentes besos, porno duro; un concierto con el
público desparramando sudor y felipones, el ritual de un suicidio colectivo.
A la vez, no
terminamos de adaptarnos a los nuevos tiempos y delante de una mampara de
protección siempre buscaremos el lateral o el hueco que queda libre para hablar
a quien nos atiende desde el otro lado. Preferimos, en lugar de creer que todo
esto quizás se prolongue pero algún día volveremos a nuestra vida anterior,
apreciar señales de apocalipsis en las ciclogénesis explosivas, los enjambres
sísmicos o en ese anuncio en el que Bisbal hace gorgoritos para anunciar
yatekomos.
“¡Vamos a morir todos!”, gritan algunos (bueno eso ya lo sabíamos, lo correcto sería decir “¡Vamos a morir todos en muy poco tiempo!”, pero esto último solo lo saben los de H&M, a juzgar por una foto que rula por los grupos de whatsapp en la que se ve una colección de ropa que parecen trajes fúnebres para un funeral cuáquero). “¡Es el fin del mundo!”, hacen el eco otros, y a mí, no sé por qué, supongo que porque lo asocio con esa idea de fragilidad de nuestro planeta o, mejor dicho, de nuestra especie, me viene a la cabeza aquello que se decía hace unos años: si los mil millones de chinos saltaran todos a la vez alterarían el eje de rotación de la tierra. Lo cual en realidad no sé muy bien qué tipo de consecuencias catastróficas tendría: ¿las agujas de los relojes saltarían a nuestras yugulares convertidas en espadas asesinas?, ¿el mundo se convertiría en un gran Delorean?, ¿impactaríamos contra un planeta desconocido con el rostro de Trump o de José María Aznar esculpido en su corteza? Sería, esta última, una muerte horrible. Por suerte, inmediatamente después pienso que siempre habrá algún chino descordinado que pierda el paso de sus compatriotas y salte un poquito antes o un poquito después que todos los demás, fastidiando el experimento, un chino patoso que salve de ese modo a la humanidad. Nadie, por suerte, es perfecto.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON 03/19/20 (diarios Grupo Noticias)
Ahora ya no les hago
ninguna gracia, ni me prestan atención alguna, incluso se avergüenzan de mí,
pero cuando mis hijos eran más pequeños podía contarles cualquier trola
maravillosa y ellos —qué majicos eran— me creían. Solía, por ejemplo, comprar
natillas de esas que vienen con una galleta María flotando en el centro, y cada
vez que le quitaba la tapa a una de ellas hacía el mismo paripé:
—Chicos, chicos, a ver
si tiene premio —les decía.
Y mis hijos revoloteaban
entusiasmados a mi alrededor, y cuando yo abría la natilla, de un tirón,
después de una teatral pausa, siempre tocaba, y los tres entonces comenzábamos
a saltar y a abrazarnos. No se podían
creer que su padre fuera tan sortudo. Bueno, sí, se lo creían, se lo creían a
pies juntillas: mis hijos pensaban que el premio era la galleta y que había
desafortunados compradores de natillas, la mayoría en realidad, que tenían que comerse sus natillas a palo
seco y sintiéndose unos calimeros.
Como teníamos tanta
potra, una mañana, en la calle, mi hijo mayor me pidió que le comprara un cupón
a un vendedor de la ONCE.
—Anda, toma, cómpralo tú
—le alargué un billete, orgulloso y aliviado.
Porque, al contrario que
yo, mi hijo, que había salido a su madre, no era tímido ni vergonzoso (a mí todavía
hoy me sigue dando lacha dirigirme a alguien en las tiendas o los bares; a
veces, voy hacia la barra ensayando para mí mismo cómo pedir: “Hola, un café y
una cocacola. No, mejor: Cuando puedas ¿me pones un café y una cocacola?”;
hubo, incluso, una temporada durante mi juventud en la que era incapaz de decir
cocacola sin trabarme, y recuerdo que los camareros se me quedaban mirando con
cara de logopedas, o compadecidos, como si fuera un ababol o tuviera algún
defecto en el habla).
El caso es que, aquella
mañana, mi hijo se dirigió todo
pizpireto hacia el vendedor de la ONCE y le pidió con tal fe y alborozo el
cupón que a este le hizo gracia y además del boleto le regaló un caramelo.
Entonces mi hijo comenzó a saltar,
agitando y mostrándonos el caramelo, mientras gritaba: —¡Me ha tocado, me ha
tocado!
Qué majicos eran.
Otra vez les hice creer
sin demasiado esfuerzo que su madre y yo de jóvenes habíamos sido piratas (ella
respondía al nombre de la Capitana Culodiez y yo al de El Corsario Esmirriado).
Por sus cabecitas ni por asomo se les pasaba preguntarse qué había ocurrido
para que dos terribles perros del mar como nosotros hubieran acabado frente al
televisor viendo Pasapalabra, o que mi cicatriz en la tripa en lugar de la
esquirla de un cañonazo la hubiera producido una vulgar apendicitis.
Todo eso fue hace muchos
años. Antes de que la vida y la adolescencia comenzaran a decepcionarles con
sus frustrantes revelaciones, sus espinillas y sus padres ridículos que aún los
trataban como si fueran niños pequeños.
Hace unos días, en un
cumpleaños nos regalaron un globo de helio y yo pensé que todavía quedaba una
esperanza. Cogí una pajita, la introduje por la válvula e inspiré. Luego me
dirigí al cuarto de estar y les dije: —Chicos, a comer—, con la voz apitufada
por el gas. Ellos me miraron, se levantaron sin inmutarse y se dirigieron a la
cocina.
Si eso ya no funciona yo ya no sé qué más puedo hacer. Supongo que asumir que soy un viejales. Pero tampoco me preocupa tanto. En el fondo sé que todos seguimos creyendo todavía, en lo más secreto de nuestro interior, que bajo las playas de Isla Tortuga hay un tesoro, con una enorme galleta María en el centro del cofre, y que tarde o temprano lo desenterraremos. Me gusta pensar que esa ilusión es la que sigue abriéndonos, con sus andares pizpiretos, el camino, por muy cuesta arriba, muy negro o muy calimero que este se nos ponga.
Teatrolari,
la escuela de teatro de Iruña, arranca el curso con la novedad este año de un
Grado en Artes escénicas. Cuatro años de aprendizaje con una metodología basada
en la expresión corporal y a lo largo de los cuales las futuras actrices y
actores adquirirán las herramientas necesarias para emprender un recorrido
profesional. Hablamos con Javier Álvaro Pastor, fundador y director de la
escuela
“Comienza aquí la función de tu vida”. Ese es el lema con el
que desde Teatrolari intentar incitar a sus potenciales alumnos a decidirse por
el nuevo Grado en Artes Escénicas que este curso ofertan desde esta escuela de
teatro ubicada en el barrio iruindarra de la Rotxapea. “Lo que queremos
transmitir a las personas que se matriculen es que nosotras les vamos a dar las
herramientas necesarias para desenvolverse profesionalmente”, nos cuenta Javier
Álvaro, director de Teatrolari. “Por ejemplo, en el cuarto año del Grado, las
alumnas preparan un proyecto para llevar a escena o a un audiovisual. De ese
modo, cuando salen de aquí con el título
tienen recursos, saben cómo montar una obra, no tienen que esperar a que nadie
les llame, o saben cómo buscar financiación para hacer un corto o una función”.
Javier Álvaro llegó a Pamplona desde Madrid hace siete años
e incitado por su expareja y por su maestro (Álvaro se formó con Jorge Eines,
cuya metodología y sistema pedagógico siguen en Teatrolari; de hecho, una de
las salas de la escuela lleva el nombre de este reputado maestro de actores
argentino) comenzó a dar clases, primero en un pequeño local del casco viejo y,
a medida que el alumnado iba creciendo, después en otro de la Rotxapea desde el
que se trasladaron finalmente a la sede en Paseo de Enamorados, 33, donde se
encuentra hoy la escuela. “En Teatrolari vimos que podíamos ofrecer una
metodología, una manera de contar las cosas diferente a otras escuelas. De
hecho, las tres escuelas que hay en Iruñea ofrecemos formaciones diferentes, no
percibimos competencia entre nosotras, y tenemos buena relación”. Las tres
escuelas, efectivamente, están trabajando juntas para, entre otras cosas,
unificar los protocolos COVID, por ejemplo.
Pero ¿cuál es esa metodología diferente?, preguntamos al
director de Teatrolari.
“La gente suele pensar que cuando llegas a un ensayo lo haces con el texto aprendido y esperando que la dirección te diga qué tienes que hacer, en nuestro caso partimos de todo lo contrario, la idea de que el texto tiene una importancia del 50% y el otro 50% la expresión corporal. Yo siempre digo que la mayoría de la información que recibimos entra por los ojos, que lean el texto, pero que no se lo aprendan, que descubran al personaje y qué pueden hacer, y que yo solo les voy a acompañar”. Un aprendizaje, por tanto, basado en la investigación y la libertad de la actriz o el actor. “Cuando las actrices se sienten libres es cuando ocurren cosas. El error es genial, porque de él se aprende mucho”, dice Javier Álvaro. “Mi función como director es acompañar, incitar, pescar, cuando algo que ocurre es interesante”.
El nuevo Grado de Artes Escénicas tiene una orientación
profesional: más de mil horas anuales de formación, con un profesorado
altamente cualificado, para salidas laborales como el teatro, musical, cine, la
propia enseñanza… Pero Teatrolari
también ofrece cursos de iniciación, perfeccionamiento (clown, voz, expresión
corporal…) con un carácter más amateur. “Hay gente no tanto interesada en el teatro sino
que trabaja de cara al público, o es tímida, y necesita tener más expresión
física, o gente que sí tiene vocación, pero quiere compaginar esa afición con
su trabajo”.
Las matriculaciones están abiertas hasta el próximo 4 de
octubre.
El lado
positivo de los protocolos COVID
Teatrolari se lanzó a dar un paso importante en su trayectoria como escuela de teatro en un momento complicado.
“Cuando nos confinaron teníamos charlas en muchos sitios para dar a conocer el
grado, lo cual nos perjudicó bastante, ahora hay gente que tiene miedo”, dice
Javier Álvaro Pastor, fundador y director de la escuela, quien en todo caso
señala que desde Teatrolari se esfuerzan en ofrecer las condiciones más seguras
y cumplir los protocolos: “Aquí, por ejemplo, dejamos las zapatillas fuera,
ventilamos… En cuanto al contacto hemos empezado con trabajos individuales, o a
lo largo del curso en algunos grupos que quieran trabajar en pareja el contacto
será siempre la misma persona en el trimestre… En el caso de la mascarilla, tenemos
que llevarla, pero en cierto modo esto es una actividad física, y si los
futbolistas no la usan, nos parece injusto que nosotras no podamos hacer lo
mismo”. Aunque por otro lado, Javier Álvaro señala que estas condiciones de
excepcionalidad también
tienen su aspecto positivo: “La gente se va muy contenta porque veían
complicado dar clases en esas condiciones, pero ven que se puede hacer e
incluso que con las dinámicas individuales está más concentrada”.
“La intención con Bizimina es que quien la vea sienta algo
catártico, que libere emociones”
Pablo Iraburu, director de cine
Foto: Idoia Zabaleta Publicado en Naiz 23/09/2020
Dirigida por los navarros Pablo
Iraburu y Migueltxo Molina y por el bailarín de Errenteria Jon Maya, Bizimina participa en el Zinemaldia,
dentro de Premio Irizar al Cine Vasco, con una película que intenta expresar a
través de las coreografías de Kukai Dantza sentimientos y emociones como la
incertidumbre, el miedo o la angustia provocados por la pandemia y el
confinamiento, durante los cuales ha sido rodada
El grito que no
puedes dar en un sueño, o ese placer, ese “gustico”, esa empatía que reconoces
en un libro cuando otra persona sabe poner las palabras para algo que tú
también has pensado pero no ha sabido cómo expresar. Así es como define Bizimina el director navarro Pablo
Iraburu. Un proyecto que surgió mano a mano con el bailarín Jon Maya y al que
luego se sumó Migueltxo Molina desde Arena (la factoría audiovisual desde la
que han visto la luz películas como Cholitas
—vuelta a premiar recientemente, en el Festival de Trento y en FICMUS en
Argentina— Pura Vida o Nomadak TX). Bizimina se gestó durante el confinamiento y a causa del mismo con
la intención de poner cuerpo e imagen, a través de la danza y las coreografías
de la compañía Kukai Dantza, a las emociones que todos hemos sentido y seguimos
sintiendo en estos meses: el miedo, la incertidumbre, la extrañeza… Todo ello
está presente en esta película, rodada en condiciones de excepcionalidad y a
contrarreloj, que se estrenará el día 22 de septiembre en el Zinemaldia y que
participa a concurso en el Premio Irizar al Cine Vasco.
Patxi Irurzun. Iruñea
¿Cómo surge la idea de rodar Bizimina?
Nosotros ya conocíamos
a Jon Maya a través de Oreka TX o porque habíamos hecho con él un documental que
dirigí junto con Iñaki Alforja titulado Oskara.
Cuando comenzó el confinamiento, en aquellos días tan raros, Jon me llamó y
recuerdo que me dijo, literalmente: “Tenemos que hacer algo”. Inicialmente no
había más propuesta que esa. Primero empezamos a trabajar mano a mano, yo hice
un guión, una escaleta de emociones e ideas que Jon asociaba a coreografías y
que intentábamos colocar en espacios. Es decir, la iniciativa fue suya, luego
lo tomamos como una producción de Arena, entró Migueltxo Molina, que es quien
ha trabajado con la cámara —porque todo esto anterior era sin salir de casa—,
Mikel Salas, que ha hecho la música… Una idea original, por tanto, muy
sencilla, que ha ido creciendo y que al final se ha convertido en coral.
Es un proyecto que nace, por tanto, como consecuencia de la
pandemia…
A mí en aquellos
días, al principio de todo esto, me parecía que había mucha información —o
desinformación, depende—, muchos datos, pero lo único emocional con lo que te
encontrabas eran los aplausos de las 8, que tampoco teníamos muy claro qué
significaban, y sin embargo todos teníamos dentro, y lo seguimos teniendo, una
mezcla de angustia, enfado, incertidumbre, impotencia, esas ganas de abrazar a
la gente y no poder… Yo, por ejemplo, tengo unos padres muy mayores y en ese
tiempo no ir a verles, o que precisamente por cariño tuviera que distanciarme
de ellos, me parecía muy extraño. Me di cuenta de que de repente los
movimientos que hacíamos tenían otros significados, y la idea era intentar expresar
eso, esa desesperación y esa extrañeza. Eso, por otra parte, coreográficamente
era un filón, porque estamos teniendo esas sensaciones tan raras, físicamente
incluso, y el baile tiene esa capacidad de expresar con el cuerpo cosas
abstractas.
La película ha sido rodada en Errenteria, la Magdalena de Iruña,
Donostia, Ultzama… En calles, plazas, estaciones vacías… ¿Había una intención
de recuperar esos espacios arrebatados por la pandemia?
Al principio
pensamos que eso, encontrar las calles vacías, era una oportunidad, pero, por
un lado, para cuando empezamos a rodar ya no estaban tan vacías, y por otro,
los protocolos sanitarios eran complicados: no podíamos ir en el mismo coche
que el bailarín, teníamos hacer las pruebas de vestuario por skype…En ese sentido el rodaje ha sido
dificultoso. Además, después fueron saliendo ya muchas cosas de ese tipo, con
calles vacías, rodadas con drones, etc. Lo nuestro en realidad no tenía tanto
que ver con referido al espacio, como con las emociones.
Ha hablado de las dificultades de rodaje. ¿Los protocolos
sanitarios afectaron también a las coreografías de Kukai Dantza?
Sí, de hecho no hay
ninguna coreografía con contacto. Algunas de ellas tuvieron que reinterpretarlas.
Por ejemplo Jon propuso hacer una sokadantza, que se baila de la mano, y la
idea de no poder tocarse era interesante: tenemos una sokadantza tradicional,
pero bailando separados. Eso afectaba también a la producción, los ensayos, por
ejemplo, los hacían ellos en su local, yo los veía por skype desde mi casa…
¿Cómo ha trabajado Mikel Salas la música?
Al principio
pensamos en versionar la música de Muros,
una película que hicimos en Arena también con Mikes Salas, y en la que había
temas que tenían que ver con separación, distancia…. Esos temas se usaron como
referencia para las coreografías y a partir de esa estructura Mikel creaba
temas nuevos, en postproducción. Ha sido un proceso curioso y muy chulo. Mikel
además, ha hecho mucho más de lo que le pedimos, se implicó mucho con el
trabajo…
En ese sentido, ¿se puede decir que es un proyecto colectivo y que
ha ido creciendo sobre la marcha?
Sí, entre otras
cosas porque esa emociones e incertidumbres que intentábamos expresar no eran
solo una pedrada que compartíamos Jon y yo, sino que afectaba igualmente a
todos, a los de producción, vestuario… Todos estábamos en lo mismo. Y ha sido
muy bonito ver cómo todo el equipo se lo tomaba como un proyecto personal.
¿Cómo ha sido el trabajo de Migueltxo Molina y usted con Jon Maya,
cómo han trabajado con disciplinas diferentes, como la imagen y la danza?
Cada uno teníamos
muy claro nuestro terreno, y aunque, o precisamente porque a él ha tocado hacer
muchas cosas de imagen y desde Arena ya hemos trabajado en otros proyectos de
danza, cada uno ha entendido lo del otro, pero no se ha metido en su terreno. Ha
sido muy cómodo.
Y qué pretendían con Bizimina,
¿lanzar un mensaje de esperanza, en estos tiempos difíciles?
No, no sé, es más
bien… ¿no te pasa a veces que estás leyendo algo y te encuentras con que el
autor está contando una cosa que tú has sentido o te ha pasado pero no has
sabido cómo expresar? Eso es algo que te da mucho gustico, y en la peli la idea
no era tanto lanzar ese mensaje de esperanza, sino que el espectador experimentara
esa sensación. También le comentaba a Jon que es como cuando estás soñando y
quieres gritar pero no puedes. Porque ante una situación como esta ¿qué puedes
decir? ¿Mierda puta?… La idea era que la gente cuando vea la película sienta
algo un poco catártico, algo que te libera, que te ayuda a expresar o reconocer
ese miedo, esa incertidumbre, esa angustia…
Todo eso lo expresa además muy bien el título, Bizimina
El titulo se le ocurrió a un ganadero de Eltzaburu, Mikel Erroz, al que le hablé de lo que queríamos contar y dijo: ¡Bizimina!, es decir, una sensación de echar de menos todo aquello de lo que está hecha la vida, y que resume muy bien lo que es esta película.