Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/21
El otro día llevé el coche al taller. No me gustan los
talleres. Ya no hay en ellos calendarios con tías buenas en bolas, pero me
sigue pareciendo un mundo demasiado masculino, en el que me siento fuera de
lugar, un marciano.
—¿Tracción a dos o a las cuatro ruedas? —me preguntó, por
ejemplo, el tipo que me atendió.
Para mí que lo hacen para joder; o para medirte. ¡Yo que sabía!
No sé nada sobre coches. Los distingo por colores. Hay coches blancos, rojos,
grises, y luego están los amarillos, que suelen ser los más peligrosos, los que
casi siempre conducen acomplejados, psicópatas o funcionarios de correos con
sacos llenos de cartas certificadas con malas noticias.
Así que me da mucha pereza llevar el coche a las revisiones, o a cambiar el aceite —que era de lo que se trataba esta vez— y a veces espero a que sea el propio coche el que me lo pida. El coche que tengo ahora, que todavía es bastante joven —el anterior me duró 22 años— es un coche discreto, antracita, que no quiere importunar, y por eso me avisó dejándome un mensaje en el cuentakilómetros: 55.555. Cinco cincos. Eso supongo que algo querría decir. No soy nada supersticioso, excepto con los coches, por pura ignorancia. Una vez, por ejemplo, me dieron un golpe por detrás y recuerdo que llevaba puesta “1979”, la canción de los Smashing Pumpkins. Nunca más he vuelto a oír a ese grupo en el coche. Como si su música fuera un canto de sirenas que atrae los parachoques de los otros coches.
—Estará en una hora o así, caballero —me dijo el tipo del taller
(y el “caballero” sonó un poco raro en su boca, del mismo modo que antes movían
un palillo en la boca mientras te hablaban).
Así que me di un paseo por los alrededores. Primero subí
hasta un pequeño cementerio que había cerca del polígono. Tampoco es que me
gusten mucho los cementerios, pero como al menos en ellos no tienes que hablar
con nadie, entré. Y apenas lo hube hecho, sonó el teléfono.
—Soy el del taller. Hemos mirado y también debería cambiar
las pastillas del freno. Y las ruedas, caballero, si no quiere tener un
disgusto —dijo.
Yo primero pensé si le diría lo mismo a alguien que sabe qué
tipo de tracción tiene su coche, pero después, como estaba en un cementerio, no
me atreví a contestarle que no, y me
palpé la cartera como quien se palpa una herida mortal.
—Pues nada, en media horica lo tiene —se despidió.
Comencé a bajar hacia el taller. Pasé por la parte trasera
de un centro comercial. En los muelles de descarga vi a trabajadores
almorzando, o sacando contenedores de basura, a dependientes fumando serios,
con rostros cansados de sonreír a los clientes y aguantar sus impertinencias.
Rostros resignados, tristes y agradecidos de al menos tener un trabajo. Pensé
en otras épocas, cuando las revoluciones se fraguaban en esas puertas traseras.
El capitalismo había hecho la jugada perfecta. Ahora, al salir del trabajo,
esos trabajadores daban la vuelta a la manzana y entraban a comprar o a cenar
al centro comercial y se encontraban con otros trabajadores como ellos que les
llamaban caballero.
Llegué hasta el taller. Vi que ya habían sacado el coche
fuera.
—Ya lo tiene —dijo el tipo.
Pagué. Mientras lo hacía otro tipo me trajo el coche hasta
la mismísima puerta, como si yo fuese un marqués y no pudiera andar los
cincuenta metros que me separaban del lugar donde estaba aparcado.
—Hasta pronto, caballero —se despidió.
Arranqué. Puse la radio. Sonaba una canción de los Smashing Pumpkins.
JOHNNY COGIÓ SU FUSIL, de DALTON TRUMBO, y otras novelas antimilitaristas
Publicado en magazine On (diarios de grupo Noticias) 06/02/21
Supongo que todos los lectores tenemos nuestros hábitos,
vicios y manías. En mi caso no puedo resistirme a la mala costumbre de leer
primero la última frase de una novela. No llego, eso sí, al extremo de
desecharlas por eso, entre otras cosas porque lo que convierte en bueno o malo
un final es todo lo que lo precede; y porque, incluso, si todo lo que lo
precede ha merecido la pena un final que no es redondo tiene una disculpa. Por
el contrario, a los inicios de los libros, al menos a aquellos que leo por
placer, les doy un margen de cinco o diez páginas antes de, si no me convencen,
imaginarme que soy Francisco Umbral y los arrojo a la piscina de mi dacha —como no lo
soy ni tengo dacha ni jardín ni siquiera balcón, me conformo con devolverlos a
la biblioteca pública—.
Literatura
y panfletos
Cuento todo esto porque si pienso en el libro con el que finalizamos esta entrega invernal del club de lectura, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo vienen a mi cabeza dos cosas: la primera es el video de la canción One de Metallica, en el que se intercalan imágenes de la película que el propio Trumbo dirigió para adaptar su novela y en el que vemos al protagonista de la misma aparentemente practicando headbanding, es decir sacudiendo su cabeza al ritmo de los acordes trash-metal de la canción, aunque lo que realmente está es intentando comunicarse en morse con la enfermera que cuida de él y suplicándole que lo eutanasie, pues ese protagonista es un soldado de la Primera Guerra Mundial al que un obús ha arrancado las extremidades y lo ha dejado ciego, sordo y mudo.
Y la segunda, la segunda cosa que me viene a la cabeza —y es
ahí a donde quería llegar— es el magnífico final de la novela, probablemente
uno de los que más me ha impresionado a lo largo de mi vida lectora: dos o tres
páginas que deberían hacer aprender de memoria en las escuelas de todos los
colegios del mundo y muy especialmente en las de los Estados Unidos o que habría
que esculpir en la fachada de la sede central de la ONU o, mejor, en la de FMI,
y en los muros de todos los cuarteles, antes de derribarlos… Sí, suena un poco
panfletario, pero es que ese final del libro lo es.
A menudo se utiliza ese término, panfletario, para denostar algunos libros o a algunos autores, pero Dalton Trumbo viene a demostrarnos con el impresionante remate de Johnny cogió su fusil que el panfleto también puede elevarse a la categoría de arte, convertirse en literatura de alto voltaje, como vemos a continuación (advertencia, la puntuación de la cita, o la no-puntuación, es la que aparece en el libro): “Recordadlo nosotros nosotros nosotros somos el mundo nosotros somos quienes lo ponemos en marcha hacemos el pan y la ropa y las armas somos nosotros el eje de la rueda y los rayos y la rueda misma…”.
Un
grito descarnado
Johnny cogió su fusil es junto con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, la novela antimilitarista por antonomasia. En ella, como hemos anticipado, se narra el agónico monólogo de un soldado aprisionado en su propio cuerpo, en lo que queda de él, atormentado por sus recuerdos, las falsas promesas —los himnos, las banderas, la patria, las bandas de música que acompañaban a los soldados desde el centro de reclutamiento a las trincheras, es decir a la tumba o, como es el caso, al manicomio o al hospital—y por la imposibilidad de comunicarse con el exterior, hasta que descubre que cabeceando sobre la almohada puede enviar a su enfermera mensajes en código morse. El libro, por ello, está escrito con frases cortas, prácticamente sin comas, hasta desembocar en ese final en el que la ortografía se desvanece y deja limpio, desnudo el mensaje, ese grito antibelicista y descarnado, nunca mejor dicho. Toda la novela es en definitiva la respuesta a una canción popular estadounidense de carácter patriótico, que anima con ardor guerrero a los jóvenes a alistarse, y cuya primera estrofa dice: “Johnny, ¡coge tu fusil!”.
Pues bien, Johnny cogió su fusil y en eso es en lo que se
convirtió: en un tronco humano, con el cerebro intacto pero igualmente herido y
desquiciado, abandonado a su suerte en un sucio hospital militar.
La caza
de brujas
Johnny
cogió su fusil se publicó en 1939, a solo dos días de
iniciarse la Segunda Guerra Mundial, cuando, como señala Dalton Trumbo en un
prólogo fechado en 1959, el pacifismo era un anatema para la izquierda y un
enemigo a batir para la derecha. De hecho, la novela fue considerada inadecuada
y, si bien no llegó a censurarse o prohibirse, sí recibió todo tipo de
zancadillas, como elevar su precio hasta los seis dólares, un dineral para la
época. Comenzaba de ese modo el autor a entrever lo que le aguardaba a él y a
su trabajo como guionista de cine en los años siguientes, cuando se convirtió
en uno de los “Diez de Hollywood”, la primera de las listas negras elaborada por
el senador ultraconservador y anticomunista Joseph McCarthy.
Dalton Trumbo
Trumbo fue encarcelado durante un año y después se exilió a
México, desde donde escribió películas como Vacaciones
en Roma, que recibió un Oscar al mejor guión pero que él no pudo firmar ni
recoger. Sería Kirk Douglas el
primero que se atreviera a rehabilitarlo, volviendo a incluir su nombre en los
créditos de Espartaco, ya en 1960.
Posteriormente Trumbo escribiría los guiones de otras famosas películas como Éxodo o Papillon (inspirada en otro libro que también merecería un club de
lectura) o Johnny cogió su fusil, que
el propio Trumbo dirigió, después de que finalmente desecharan la idea otros
cineastas que habían mostrado interés en ella como el mismísimo Luis Buñuel.
Hay, por lo demás, también una película titulada Trumbo. La lista negra de Hollywood que cuenta la caza de brujas que padeció el escritor, interpretado en el film por Bryan Cranston, el actor protagonista de la serie Breaking bad.
Más
literatura antimilitarista
Hemos mencionado más arriba la otra gran novela antimilitarista: Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque. Como Johnny cogió su fusil, la novela transcurre durante la Primera Guerra Mundial, aunque en este caso el protagonista es un joven soldado alemán. En ella se describe de una manera naturalista la vida en las trincheras, la asfixia de los gases, el fragor de las bayonetas, el silbido de los obuses y las explosiones (lo cual nos recuerda también las asfixiantes primera páginas de otra novela, Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre)… Todo el horror de la guerra, en definitiva, abierto en canal, expuesto de una manera tan terrible como magistral.
Sin novedad en el frente también fue llevada al cine, en este caso por Lewis Milestone, que obtuvo con ella dos Oscar: mejor película y mejor director. Y si Johnny cogió su fusil inspiró a Metallica One, Elton John escribió All quiet on the western front basándose en el libro de Eric Marie Remarque.
Hay más obras literarias de carácter antimilitarista, como los Cuadernos de guerra de Louis Barthas o la demoledora La casa intacta de Willen Frederik Hermans, y no todas ellas usan el realismo, incluso el tremendismo, como alegato contra la barbarie. Es el caso de Las aventura del valeroso soldado Schwejk, de Jaroslav Hasek, quien se decanta por la sátira y el humor para denunciar lo absurdo de las guerras y la impunidad y la falta de escrúpulos de quienes las hacen posibles. Aunque si realmente queremos convencernos del despropósito del militarismo ni siquiera hace falta que recurramos a la literatura, sino a las matemáticas: basta con calcular cuántas camas UCI se podrían habilitar con los cien millones de euros que cuesta un avión Eurofighter, es decir un caza de guerra, de los que España planea comprar veinte unidades, que se suman a los setenta y tres con los que ya cuenta y sin los cuales yo no sé qué haríamos, la verdad.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 30/01/21
Lo contaba Radio Macuto: “Sid Vicious se ha cargado a unos cuantos ricachones y a algunos generales y también a su novia Nancy Spungen, durante una actuación, les ha pegado unos cuantos tiros”. Y entre algunos de los que en aquellos años se iniciaban en el punk deslumbrados por la rabia y la mugre el rumor adquiría categoría de verdad verdadera, daba igual que en realidad todo aquello hubiera sucedido solo de manera ficticia en la grabación de un videoclip: el de la versión del My way de Sinatra, que, por cierto, era a su vez una versión de una canción francesa titulada Comme d`habittudede Claude François (y hay también versiones de la versión de la versión, al menos en lo que se refiere a la afinación punk-rockera, como el Entre borrachos de MCD).
Pero volvamos al videcoplip del bajista de los Sex Pistols y, en concreto, a lo referido a Nancy Spungen, porque, en realidad Simon John Ritchie — ese era el verdadero nombre de Sid Vicious— ni siquiera disparaba en el mismo a su novia, sino que es una licencia que el director de cine Alex Cox hace durante la recreación de la grabación del susodicho videcoplip para su película Sid y Nancy, eso sí, dándole un carácter premonitorio, pues en la vida real Nancy aparecería muerta, acuchillada, en la habitación 100 del Hotel Chelsea de Nueva York y Sid sería acusado del asesinato.
Extranjeros en el mundo
La película de Alex
Cox, con Gary Oldman en el papel
de Vicious, está basada en la novela con el mismo título de Gerald Cole que hoy comentamos. En ella
el escritor inglés narra la relación obsesiva y autodestructiva entre los dos
jóvenes punks y heroinómanos y esa última e incierta noche de un asesinato que
nunca se llegó a resolver y que dejó en el aire varias hipótesis, entre otros motivos
porque Sid moriría como consecuencia de una sobredosis unos días después, poco antes
del juicio (entre una cosa y otra, el asesinato de Nancy y el último chute de
Sid, a este todavía le dio tiempo a quebrantar su libertad condicional
rompiéndole en un club un vaso en la cara al hermano de Patti Smith).
A través de las páginas de la novela (nosotros hemos
manejado el único ejemplar en toda la red de bibliotecas de Navarra, con sus páginas amarilleadas y sucias de
manchas sospechosas, como haciendo justicia a una historia salpicada de sangre,
soledad y cochambre; la edición, por otra parte es de la editorial Anagrama en
su colección Contraseñas, con la que muchos nos adentramos en la contracultura
literaria), a través de las páginas de la novela, decíamos, vemos a la joven estadounidense
Nancy Spungen irrumpir como un torbellino en la vida de Sid, a quien descubre el caballo y el sexo —siempre según
la novela, puesto que lo cierto es que para entonces Sid Vicious ya estaba en
los nada inocentes Sex Pistols—, asistimos al auge y caída de la mayor banda
punk de todos los tiempos, los acompañamos en la caótica gira por Estados
Unidos que conduciría a su final como grupo y desembocamos en esos últimos y
fatales días de esa relación de amor fou y
terminal entre dos jóvenes que se sentían extranjeros en el mundo y que
encontraron cada uno en el otro la única horma posible para su zapato, aunque
lo que les gustara a ambos fuera descalzarse y lamerse uno a otro los pies.
Los
jóvenes rabiosos e inocentes
Todo ello narrado a un trepidante ritmo que ilustra
perfectamente aquellos años fundacionales del punk, rabiosos, violentos e
inocentes en los que muchos jóvenes, como el propio Sid Vicious, bajaron desde
los pisos de protección social a crucificarse con jeringuillas y mortajas de cuero
dentro de los televisores de todos los hogares ingleses o disparando con sus
guitarras eléctricas como si fueran metralletas frente al palacio de
Buckingham.
La novela de Cole no es el único libro por el que vemos desfilar a personajes como Sid y Nancy, Malcolm McLaren o Johnny Rotten. En Ropa música chicos, las memorias de Viv Albertine, la guitarrista del grupo The Slits recrea, entre otras cosas, los años previos al estallido punk, en los que Sid Vicious y Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistols, son todavía apenas dos adolescentes, dos buenos chicos algo gamberros que andan vagabundeando por las casas ocupadas, los conciertos de rock en pequeños clubs y las tiendas de ropa. Como curiosidad, cabe señalar que también aparece en este libro la baterista de The Slits, Palmolive, cuyo nombre real es Paloma Romero, una malagueña, compañera sentimental durante algunos años de otro de los grandes iconos del punk, Joe Strummer, de The Clash. A Palmolive, tras unos años de silencio, la volveríamos a ver en un programa de “Españoles por el mundo”, convertida en entregada y devota fiel de una iglesia evangélica de Boston. Los caminos del señor son inescrutables, y de hecho recientemente también hemos escuchado a John Lydon, antes el anarquista Johnny Rotten, asegurar que si él pudiera votar en Estados Unidos elegiría la papeleta de Donald Trump.
¿Quién
mató a Nancy?
Alan G. Parker, por su parte, es uno de quienes de manera más ferviente han defendido la inocencia de Sid en biografías como Sid Vicious: No One is Innocent o el documental¿Quién mató a Nancy?, en donde nos hace saber, a través de testimonios de varios testigos, que la noche fatídica del crimen desfilaron por la habitación 100 del Hotel Chelsea varias personas y que muchas de ellas aseguran que, con Nancy todavía viva y coleante, Sid estaba completamente fuera de juego tumbado en un colchón por una ingesta abusiva de pastillas.
(Por cierto, hacemos ahora aquí un paréntesis para recordar que al Hotel Chelsea ya nos referimos en alguna entrega anterior de este club de lectura: en él durmió la borrachera en alguna ocasión Bukowski y en una de sus habitaciones murió el poeta Dylan Thomas, tras ingerir dieciocho lingotazos de whiski; allí fue también donde tuvo lugar la famosa felación, convertida luego en canción, de Janis Joplin a Leonard Cohen, y en él, en fin, vivieron o se alojaron alguna vez Mark Twain, Simone de Beauvoir, Jack Kerouac, Bob Dylan, Jimi Hendrix, Bob Marley…)
Cerramos paréntesis y continuamos: la inocencia de Sid
Vicious es solo una de las hipótesis sobre la muerte de Nancy Spungen. Otras
hablan de un pacto de suicidio entre ambos, que él no llegó a cumplir, o
cumplió con retardo, y también hay las que directamente le atribuyen a Vicious, quien era
bastante dado a arrebatos violentos, el sangriento crimen.
Sobre Nancy Spungen también se ha escrito alguna que otra novela, como La reina del punk, de Susana Hernández, en la que se da voz a quien a fin de cuentas fue la víctima y que en todos los testimonios a favor de Sid es retratada de un modo muy negativo y culpabilizador. En la novela de Hernández, por el contrario se siguen los erráticos pasos de la joven, que a pesar del comportamiento rozando la oligofrenia que parecía caracterizar tanto a ella como a Sid, tenía un alto coeficiente intelectual, y se señala también que padecía una enfermedad mental, esquizofrenia paranoide, que su madre solo reveló tras su muerte, cuando ella, Sid o los Sex Pistols habían dejado de ser seres de carne y hueso para convertirse en leyendas y en personajes de la rumorología y de la cultura populares.
Esto es así hasta tal punto que en un episodio de la temporada diecinueve de los Simpson, Amor al estilo springfieldiano, hay un subcapítulo titulado, una vez más, Sid y Nancy y en el que Lisa Simpson es Nancy Spungen, Bart Simpson Johnny Rotten y Nelson Sid Vicious, y en el que los dos enamorados punks se convierten en adictos al chocolate (al de comer, queremos decir), lo cual nos sirve por otra parte para acabar de un modo más dulce toda esta truculenta y triste historia.
MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA, de LUCIA BERLIN
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 23/01/21
En el caso de Lucia Berlin es cierto que, en vida, habían
visto la luz varios libros con sus relatos, algunos de ellos en editoriales de
cierto prestigio, al menos literario, como Black Sparrow, que John Martin fundó con el único fin de publicar
a Charles Bukowski (para ello vendió
su colección de libros raros y asignó a Bukowski un sueldo vitalicio para que
se dedicará sólo a escribir – a eso me refiero cuando hablo de prestigio
literario; eso es un editor como Dios manda; oh, Dios, ¿dónde está mi John Martin?—; la cuestión es que a John Martin la
apuesta le salió bien, Bukowski comenzó a vender libros como rosquillas, con
mucho sabor a anís, y eso le permitió a su editor publicar a otros autores como
John Fante, Paul Bowles, Joyce Carol
Oates o la propia Lucia Berlin); y es cierto también que esta, Lucia Berlin
llegó a ganar con alguno de esos libros algún prestigioso galardón, como el
American Book Awards, una especie de Premio Nacional en Estados Unidos con el
que han sido distinguidos, por ejemplo, Philip
Roth, Alice Munro, John Updike o la Premio Nobel de este año Louise Glück.
A pesar de ello, Berlin no dejó de ser una escritora
desconocida para el gran público hasta que en 2015, más de una década después
de su muerte, apareció Manual paramujeres de la limpieza, una selección entre
los 77 cuentos que escribió a lo largo de su vida. Y como suele suceder también
a menudo y paradójicamente en estos casos, su vida, la vida tortuosa de muchos
escritores que los aparta de la fama y el reconocimiento mientras la mantienen, mientras están vivos, se
convierte en algo que atrae o lleva hasta su obra a muchos lectores una vez
muertos.
Una
vida dura
Lucia Berlin no tuvo desde luego una existencia plácida. Errante, alcohólica, atormentada por la escoliosis, a pesar de lo cual se echó a las espaldas la crianza de sus cuatro hijos, vivió dando tumbos por diferentes lugares del mundo, Alaska, Chile, México, trabajando como mujer de la limpieza, recepcionista o profesora en centros penitenciarios, para acabar consumida por un cáncer de pulmón, durante unos agónicos últimos años en que una bombona de oxígeno la acompañaba a todas partes como un caniche, como ella misma decía en alguno de sus cuentos.
Lo cual ya nos da varias pistas sobre el carácter y el tono
de los mismos. Escritos recurrentemente en primera persona, los relatos de
Lucia Berlin se nutren en su mayoría de sus propias experiencias. Lydia Davis escribe en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza:
“Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria
que en Francia se denominó “autoficción”, la narración de la propia vida,
tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y
vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin
ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo —se refiere a uno
de los hijos de Lucia Berlin, Mark
Berlin—, luego añadió: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se
han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no sé siempre
con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la
historia es lo que cuenta”.
Es decir, se trataba de mezclar realidad con ficción pero
nunca de mentir. O dicho de otro modo, lo que escribía Lucia Berlin tal vez no
fuera exactamente lo que había pasado, pero se convertía en algo cierto en el
momento en que ella lo que escribía. Esto es así hasta tal punto que Jeff Berlin, otro de los hijos de la
autora, señala que los recuerdos más vívidos de su infancia son los que
describe su madre en los relatos, o que el Chile que él evoca es el que retrata
Lucia Berlin en los cuentos que ubica en ese lugar, donde la escritora pasó
buena parte de su infancia y adolescencia, pululando como una extraña por colegios
de élite, fiestas de embajadores y cócteles en club náuticos, a los que su
padre, un ingeniero de minas destinado en Santiago era invitado con frecuencia.
Las
risas de los funerales
Ese ambiente trivial y lujoso tiene poco que ver con otros
relatos de una Lucia Berlin adulta cuyos escenarios son los centros de
desintoxicación, las tiendas de licores, las salas de urgencias; pero es que
incluso ese Chile elitista tiene también poco que ver con el que Lucia Berlin
nos muestra en sus relatos, pues ella es capaz de traspasar con su mirada la
superficie resplandeciente de las piscinas y bucear entre la ciénaga de la
condición humana, de soltar, por ejemplo,
en mitad de un relato que transcurre glamurosamente entre tintineo de
copas y sonrisas profidén, que a ella le atraen pensamientos de los que nunca
nadie habla, como que los funerales son divertidos o que es emocionante ver
arder un edificio, convirtiendo además de ese modo esos pensamientos en la
descripción perfecta de esas fiestas de sociedad.
Estos giros inesperados, esa manera de narrar eléctrica,
fluida, las metáforas certeras y evocadoras, los olores, la sinceridad
apabullante, las enumeraciones que revelan en el último de los términos algo
que quiebra y a la vez da sentido a todo lo anterior… todo ello, conforma el
estilo de la escritora. El estilo de Lucia Berlin es, en fin, la manera de
entender la literatura en la que algunos creemos o a la que aspiramos, una
literatura en la que cada párrafo contiene una recompensa para el lector, y que
además es ofrecida de manera generosa y
natural, sin resultar pedante o lastrar el ritmo de la redacción. Y así, Berlin es capaz de hablar de urracas
que caen desde el cielo como bombas, de colocar a sus personajes a hacer el
amor en una cámara frigorífica o a leer salmos religiosos de una manera
lasciva, como si acariciaran las palabras, de describirnos un lugar diciéndonos
que huele a cilantro y a pis, de escribir frases tan contundentes como “Aquí no
hay bandas ni hay racismo. Tampoco hay muchas razas, de hecho” o, refiriéndose
a un agente de policía y a sus compañeros: “El educado, llamábamos todos a
Wong. A los demás los llamábamos cerdos”…
¿Justicia
poética?
“No pudo imaginarme a nadie que no quisiera leer a Lucia Berlin”, dice Stephen Emerson en la introducción a Manual para mujeres de la limpieza. Pero lo cierto es que durante años casi nadie quiso hacerlo y que fue poco menos que una casualidad (una crítica positiva en New York Times) la que la rescató del olvido. Lydia Davis señaló premonitoriamente en el prólogo antes señalado, escrito de manera previa al boom en que acabaría convirtiéndose el libro, que quizás con este Lucia Berlin empezara a recibir la atención que se merecía. Y también, en un exceso de optimismo, que siempre había tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano acaban emergiendo, como la nata montada, y su obra siendo reconocida. Pero lo cierto es que por cada Lucia Berlin debe de haber cien autores u autoras olvidados y desconocidos y maravillosos a los que la mala fortuna, la falta de habilidades o de contactos sociales, la condición social, de género, económica, política o sexual nos ha arrebatado, todo ello mientras cada año surge un nuevo genio que ha escrito o va a escribir la novela definitiva sobre algo, el conflicto vasco, la pandemia o el corazón humano y sus abismos.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
Barricada ha sido y es, sin duda, el grupo de mi vida, algo que creo que comparto con miles de chavales y chavalas de entre cuarenta y sesenta años. El grupo que más veces habré escuchado y al que más veces habré visto tocando. Por eso entiendo la conmoción que ha supuesto la reciente muerte de Boni, guitarrista y cantante de la banda. Al contrario que a El Drogas, de cuya amistad y enredos mutuos me jacto, a Boni nunca llegué a conocerlo en persona y, sin embargo, sentí su pérdida como la de un amigo, alguien que ha caminado conmigo durante mis mejores años, desde que descubrí al grupo siendo un adolescente.
Recuerdo que de aquel primer disco de Barricada, Noche de rock&roll, me sorprendió que tuvieran tres cantantes tan distintos: Sergio Osés, con su voz limpia y melódica (que cantaba la mayoría de los temas, aunque después dejaría la banda); la gravedad y a la vez socarronería de El Drogas; y, sobre todo, esa manera tan entregada y desgarradora —como si tuviera una alambre de espino en la garganta— de cantar de Boni. Nadie cantaba como Boni, nadie apretaba tanto los dientes ni inflaba tanto la vena del cuello ni desprendía aquel poderío de animal caliente como él. La voz de Boni era rocanrol en estado puro, contenía toda la rabia, todo el desparpajo, toda la tormenta y toda la verdad. Aún queda un sitio, No hay tregua, Rojo, Pon esa música de nuevo, Okupación… Cuando uno lo escuchaba o cuando lo veía cantar comprendía que allí había un tipo dejándose el alma, acuchillándose la garganta con una navaja incandescente y usando el micrófono como el barreño al que arrojar las vísceras que se arrancaba a sí mismo con furia juvenil y pasión incendiaria por el ruido.
Esto fue así de manera literal, pues fue un cáncer de
laringe el que le arrebató primero la voz (no se me ocurre manera más
desagradecida en que la vida puede tratar a un cantante) y después esa vida
misma y una buena parte de las de quienes nos amamantamos a sus pechos como bafles.
A algunos quizás esto les parecerá exagerado, del mismo modo
que resulta tópico e incluso cursi recurrir a aquello tan manido de que las
canciones de Barricada son la banda sonora de nuestras vidas, pero es ciertamente
así: era Barricada lo que sonaba en los bares en los que, en un desfile mortal
de cervezas por el mostrador, sellamos amistades y amores para toda la vida;
Barricada lo que escuchábamos en nuestras habitaciones cuando sentíamos que la
vida se convertía en un callejón sin salida; Barricada lo que oíamos religiosa
y casualmente en el Boni —el bar de San Juan— antes de entrar, como quien
entraba a una catedral, al Anaitasuna a verlos tocar a pecho descubierto; y es
Barricada lo que oímos en el coche con nuestros hijos o lo que ellos aprenden
en las escuelas de música a las que los apuntamos soñando con que un día
lleguen a ser como Boni o como El Drogas, que es lo que realmente nos habría
gustado ser a nosotros.
Barricada eran nuestros héroes. Y lo eran precisamente
porque cuando se bajaban del escenario se quitaban la capa y te los podías
encontrar tomándose una caña a tu lado, o en tu parada de la villavesa, o
meando en el mismo árbol cuando volvías de madrugada y tambaleándote a casa.
Eran, los Barri, chavales sencillos y humildes — sus botas sabían cómo olía el
suelo—, nada orgullosos, pero que a la vez tenían la capacidad de hacernos
sentir orgullosos, invencibles, a quienes vivíamos en la Txantrea, en los
barrios conflictivos, en las afueras, no solo geográficas, de todo.
Por todo eso hemos llorado tanto a Boni las ovejas negras, los lobos malheridos; por eso lloramos tanto cuando Barricada se separó (y por eso también nos sentimos tan aliviados cuando Boni y El Drogas se reconciliaron, con Kutxi y Rosendo de testigos).
Echaremos de menos, en fin, a Boni. Nos quedan, afortunadamente, las canciones. Y todo este montón de recuerdos. Agur, Boni, eta eskerrik asko!