iLUSTRACIÓN: Pedro Osés. Artículo Publicado en Rubio de bote (magazine ON, 13/04/2025)
Yo estoy a favor del rearme: con
todo ese chorro de millones que, digan lo que digan, tendrán que
recortar, o al menos no destinar a otros gastos como la sanidad o la
educación públicas, estoy seguro de que es posible inventar una
bomba que mate solo gilipollas, como decía UGE en aquella canción
(o Eskorbuto en esta otra: “¡Venga la guerra, sobran estúpidos!”).
Quién nos iba a decir que, después
de tantos años, tendríamos que desempolvar del baúl de los
recuerdos la chapita de Mili KK… En realidad nunca deberíamos
habérnosla quitado, pues ese vampiro que es la industria
armamentística ha estado siempre amorrado a la yugular del dinero
público, chupándole la sangre a los presupuestos generales,
debilitándolos, engordando el monstruo del militarismo, al que de
cuando en cuando sacan a pasear para aterrorizarnos y para justificar
su siniestro negocio.
Hace unos días un periodista se
paseaba por la calle preguntando a los transeúntes su opinión sobre
el rearme (o sobre los eufemismos que se usan para referirse a él,
como el
“doble uso”, que viene a ser algo así como “fabricamos tanques
pero en un momento dado también los podemos usar como autobuses
urbanos”). Pues bien, buena parte de los encuestados se encogían
de hombros y contestaban resignados “Si es necesario…”, e
incluso algunos de los más jóvenes se mostraban favorables al
regreso de aquel secuestro legal que era el servicio militar
obligatorio, ignorando sin duda que muchos de quienes lo padecieron
salieron de los cuarteles trastornados y algunos con los pies por
delante.
El
miedo, aventado con fantasmas como el del kit de las setenta y dos
horas (¿y por qué setenta y dos, qué misterio es ese, quién no
tiene en casa un paquete de pasta o unas latas de atún con las que
apañarse durante tres días?), nos absorbe también la sangre de la
cabeza. Y así, anémicos, zombis perdidos, aceptamos que nuestros
gobernantes hablen con naturalidad de “atraer industria militar”
a nuestras comunidades o que en los últimos veinte años las
fábricas de armas en Euskadi se hayan triplicado, según informa el
colectivo antimilitarista Gasteizkoak (por cierto, uno de los mejores
clientes de estas fábricas es Israel, cada cual que saque las
conclusiones que quiera, yo solo apunto aquí otra canción, en este
caso de La Polla Records: “Los hombres trabajan pa
poder vivir en fábricas de armas que los matarán” −o
que matarán a otros, podríamos apostillar−).
El
miedo, en fin, no hace olvidar cuáles son nuestras verdaderas
guerras, nuestras batallas de cada día: conseguir una cita en el
médico o una plaza para nuestros hijos en la escuela infantil. En
realidad, la industria militar ya inventó hace mucho tiempo las
bombas que matan solo gilipollas. El problema es que igual los
gilipollas somos nosotros.
El escritor Patxi Irurzun y
el dibujante Ernesto Murillo “Simonides” unen sus talentos en
Cholita voladora marciana, una novela con casi cien
ilustraciones y una historia delirante y sarcástica en la que una
Iruña futurista se ha convertido en un parque temático de los
sanfermines
M. Lacalle/ Iruñea
“Mezclar a Patxi Irurzun y a
Simonides es combinar lejía con amoniaco… con resultados
positivos”, escribe en una de las solapas de Cholita voladora
marciana el dibujante y escritor granadino
Juarma. Y lo cierto es que el artefacto que estos dos navarros
flacos e irreverentes acaban de publicar en Pepitas de Calabaza es
tan descacharrante como incendiario. Estamos seguramente antes una de
las novelas más marcianas -nunca mejor dicho- y divertidas del año,
pero que bajo el colorido y exagerado traje del payaso esconde un
cinturón explosivo. Claro que a quien conozca las trayectorias del
escritor de Iruñea y del komikilari de Murchante tampoco les
sorprenderá.
Ciencia ficción gamberra
Cholita voladora marciana
es y no es una novela de ciencia ficción, una novela negra, una
novela de humor… Todas esas etiquetas se le pueden colgar y a la
vez ninguna de ellas sirve para definirla en toda su dimensión. En
ella se cuentan las peripecias de Samy Lamuy Grourgrour, una mestiza,
mitad extraterrestre, mitad euskoboliviana, que en una Iruñea
futurista, convertida en un parque temático permanente de los
sanfermines, sufre una extorsión sexual por parte de un grupo de
fanáticos ultra-religiosos (o requete-católicos), a los que se
enfrenta. Ese podría ser la sinopsis rápida de una historia,
ilustrada con casi noventa dibujos de Ernesto Murillo “Simonides”,
y en cuyo hilo argumental se insertan perlas como la facultad de
periodismo Belén Esteban o el PNE (Partido Nacionalista Español).
“¿Pero cómo se le ocurren
todas esas majaradas”, preguntamos a Patxi Irurzun. “Por
necesidad”, nos contesta. “El escritor boliviano Claudio
Ferrufino-Coqueugniot me pidió un relato para una antología que
estaba coordinando con la visión de autores extranjeros sobre su
país. “¡Pero si yo nunca he estado allí!”, le dije. “¡Pues
te lo inventas”, me contestó él. Y eso fue lo que hice, me traje
Bolivia a Iruña, imaginé Bolivia-Txikia, un barrio boliviano en un
futuro en la que los barrios de la ciudad se amontonan unos sobre
otros, en estratos subterráneos (cuanto más abajo más pobre) y en
el que convivían humanos y alienígenas. El cuento no se publicó
nunca, pero a mí me gustaba mucho, enredé un poco con ese mundo y
la ciencia ficción-gamberra, escribí algún otro relato (Patapún,
que apareció en Once millones de ejemplares vendidos, y donde
ya anticipaba algunas cosas que uso en la Cholita), y al final me di
cuenta de que ese cuento en realidad estaba sin cerrar y era más
bien el primer capítulo de una novela”.
Los dibujos de Simonides
“¿Y cómo entra Simonides
en toda esto?”. “No lo recuerdo muy bien, si sé que, con la
novela acabada, yo quería hacer algo parecido a lo de Sempé y
Goscinny en El pequeño Nicolás, dibujitos casi en todas las
páginas, pero para adultos, y pensé en Simonides, del que soy muy
fan. Pero no recuerdo cómo se lo propuse”, explica el autor
navarro. Es el propio Simonides, histórico komikilari, fundador del
TMEO y creador de inolvidables personajes como El Zestas o Paco el
Txota, quién lo aclara desde Gasteiz, donde vive desde hace años:
“Fue poco después de salir Once millones de ejemplaresvendidos, precisamente, en donde yo había hecho un dibujo
para uno de los cuentos. Recibí su “proposición indecente”:
ilustrar una novela en la que iríamos a medias en las ganancias.
Esas ganancias eran muy dudosas, porque todavía no disponía de
editorial ni de posible distribución. A pesar de ello, como soy fiel
lector de Patxi, comencé a leer la novela. Antes de acabar el primer
cuarto le contesté que sí. Mi primera impresión fue que Cholita
voladora marciana era graciosa y la escritura fluía como el
agua. Conforme me adentraba en la lectura descubrí que, además,
tenía buenas dosis de rebelión y mala hostia”.
Vocación de perdurabilidad
El dibujante señala
efectivamente una de las claves de la novela. Su carcasa es la de una
novela de humor, pero bajo ella y bajo el género de la ciencia
ficción se agazapan una serie de temas de actualidad y de profundo
calado que nos van asaltando con fiereza: el auge de la extrema
derecha, el racismo y la xenofobia, la gentrificación, el turismo de
masas… “Sí, seguramente habrá quien se quede en esa primera
capa, el humor, a veces algo bruto, muy navarro, a veces
escatológico, y al que que la novela le parezca una gansada, pero me
parecería una lectura muy pobre de la misma. Es un riesgo que se
corre siempre con el humor: que no se tome en serio. O que no permita
apreciar el valor literario, el trabajo, las referencias, las figuras
y recursos estilísticos. La novela, en general, creo que es
arriesgada, bastante marciana, pero yo ya no tengo nada que perder.
Sí es cierto que estoy algo nervioso, más que con otros libros,
porque no sé muy bien a dónde o a quién va a llegar mi cholita.
Desde luego, no es un best-seller para todos los públicos,
pero −aunque está
mal que lo diga yo−
sí que creo que es una novela que puede o que debería
perdurar, hacer una muesca, a la que no debería tragarse esa
vorágine que engulle las novedades en un mes: primero porque si no
la primera −que no lo
sé−, es una de las
primeras, o de las pocas novelas en el Estado en usar lenguaje
inclusivo, o no sexista, aunque sea solo como un rasgo de estilo, un
rasgo futurista; y después por la conjunción de astros −bromea−:
Simónides y yo. Eso
no se ve todos los días,
es como cuando cantaron
juntos Freddie
Mercury y
la Caballé (o bueno, igual mejor Albert Pla y Manolo
Kabezabolo)”.
Una conjunción de astros,
añadimos, a la que se suma Pepitas de Calabaza, una editorial −se
define a sí misma−
con menos proyección que un cinexin, pero que se ha convertido en un
sello de referencia y calidad. Cholita
voladora marciana se
publica de su mano y se presentará en Iruña el día 22 (12:00 h,
Elkar Descalzos), el 10 de abril en el Komiki Boom de Antsoain y el
día 8 de mayo en Zuloa de Gasteiz.
Despiece
Nosotrxs lxs marcianxs
En las últimas páginas de
Cholita voladora marciana aparece una supuesta nota de la RAE,
fechada en 2085, en la que esta recomienda el uso del lenguaje
inclusivo de género y fija una serie de normas al respecto. El mismo
lenguaje inclusivo (con, por ejemplo, los plurales en x: nosotrxs,
marcianxs, etc.) que se utiliza en la novela de Patxi Irurzun. “No
es que yo escriba o hable habitualmente así. Lo empleo como un rasgo
de estilo, futurista, una hipótesis según la cual este uso del
lenguaje se habrá normalizado dentro de unos años. Una de las pocas
cosas que aprendí cuando estudié la carrera de Filología fue que
no es la norma la que hace el uso, sino al revés, y yo creo que el
lenguaje inclusivo se va abriendo camino, de una forma natural y
lógica, y tarde o temprano llegará a naturalizarse, le pese a quien
le pese. Lo que no se puede negar u ocultar, o excusar con argumento
como la economía del lenguaje, es que el español ha sido a lo largo
de la historia un idioma machista, eso es una evidencia. Otra cosa es
que las soluciones que vayamos aportando o proponiendo sean más o
menos prácticas, pero de eso, de volverlas prácticas, también se
encargará la propia lengua y su uso. Yo, en la novela, simplemente
lo dejo caer, imagino el futuro del idioma de ese modo, como una
posibilidad”, concluye el escritor iruindarra.
(Publicado en «Rubio de bote», colaboración en magazine ON (diarios Grupo Noticias, 17/01/25)
Así es como llaman en China a
algunas pequeñas edificaciones que han permanecido como islas en
medio de grandes estructuras −autopistas,
avenidas, bloques de apartamentos−
porque sus propietarios se han negado a venderlas o a ceder ante las
presiones de inmobiliarias o constructoras, ante el avance de esa
maquinaria aplastante que es el turbocapitalismo (el turbocapitalismo
comunista, en este caso): casas clavo.
Durante los últimos días he
visto distintas fotografías de ellas en las redes sociales. Una
casita plantada en mitad de los carriles de una autopista, que los
coches tienen que rodear; otra, hundida en un scalextric de rotondas,
circunvalaciones, vías de servicio, construidas para evitarla y para
engullirla al mismo tiempo; o −esta
es la que más me ha llamado la atención−
un inmueble de dos plantas en mitad de un solar en construcción,
alrededor del cual las excavadoras han abierto un enorme hoyo, de
modo que la casa permanece levantada sobre un bloque de tierra que
coincide con su delimitación. Si los vecinos de ese inmueble
quisieran salir del mismo por el portal caerían en el agujero
excavado por las máquinas. No tengo ni idea de cómo se las apañan
para ello, o para acceder a su vivienda, tal vez trepando por una
escalera de cuerda, o escalando con piolets un terraplén de barro.
Leo además que en muchas
ocasiones a esos propietarios rebeldes les cortan el agua, la
electricidad, los suministros, para obligarlos a rendirse por
agotamiento. Detrás de cada una de esas díscolas edificaciones se
adivina, pues, una historia de lucha y resistencia, una desigual
batalla entre esos monstruos descorazonados que son las grandes
compañías o el Estado y algunos individuos, que deciden no
someterse por orgullo, por el valor sentimental de sus propiedades,
por lo que sea: cada casa clavo, supongo, atesorará una historia
particular y heroica.
También en nuestras ciudades
hemos conocido historias semejantes, edificaciones o pequeños
barrios que han aguantado como vestigios del pasado entre el
hormigón, los polígonos industriales o los centros comerciales; o
en el cine, por ejemplo, la entrañable película de dibujos animados
Up,
que está basada en una historia real, con final feliz, por cierto:
la propietaria de la casa no salió volando elevada por una bandada
de globos, pero consiguió que su propiedad no fuera demolida y
todavía hoy permanece encajonada, convertida casi en una casita de
juguete −y
en atracción turística−,
entre grandes bloques de cemento.
Seguramente
las casas clavo serán excepciones y en la mayoría de casos
similares habrá habido desahucios por la fuerza o por la fuerza del
dinero. Son piedras en el zapato, pero a veces una pequeña china
−nunca
mejor dicho−,
un diminuto clavo en la rueda consigue parar la maquinaria, el avance
imparable del “progreso”, el caminar arrollador y despiadado del
monstruo.