Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias). 09/07/22
Pablo Sarasate se levantó de su tumba, un
mausoleo en el cementerio de Pamplona, a las doce del mediodía del seis de
julio, es decir, a la misma hora que en el centro de la ciudad estallaba la
fiesta. “¡Qué solos se quedan los muertos”!, exclamó al ver el camposanto
vacío, rememorando a Gustavo Adolfo Bécquer —y a Tijuana in blue—. Y echó a
andar en dirección al casco viejo, en busca de un poco más de vidilla. Le
costaba caminar. Sentía las piernas agarrotadas y por la comisura de la boca se
le escapaba una baba negra, pero no le dio importancia, le pareció normal
después de más de un siglo muerto. Tenía hambre, y eso también le parecía
normal, lo que era más raro es que tuviera ganas de morder a las personas con
las que empezó a cruzarse. Pero a la vez no podía evitarlo, era algo que estaba
en su naturaleza.
“Soy un
muerto viviente”, aceptó su condición. Y para reafirmarse lanzó un gruñido
acompañado de un violento pizzicato de su violín a un grupito de
adolescentes-croqueta que regresaban del chupinazo rebozados en harina y
kalimotxo. Los jóvenes primero se sobresaltaron, pero luego rompieron a reír.
“La inconsciencia de la juventud”, pensó el violinista. Sin embargo, no tardó
en darse cuenta de que lo que provocaba entre el resto de viandantes no era
terror, sino repugnancia. Los veía apartarse uno o dos metros, pero desde luego
no salían huyendo despavoridos. Incluso, conforme fue adentrándose en calles
abarrotadas como Jarauta o San Nicolás, algunos de ellos comenzaron a agarrarle
por el hombro y a saltar con él.
“¡Alcohol, alcohol, alcohol!”, cantaban. Lo
hacían fatal, y al músico se le cayeron el alma y las orejas varias veces al
suelo. Pero se cobró su venganza mordiendo en el cuello a los que más
desafinaban. Tampoco entonces cundió el pánico, porque la verdad era que a
aquellos tipos no se les notaba mucho la diferencia antes y después del bocado.
Pablo Sarasate, una vez saciada su hambre y su
sed de sangre, decidió cumplir con la tradición y se encaminó al hotel La
Perla, desde uno de cuyos balcones interpretaría con su violín un pequeño
concierto. Le costó un poco convencer al portero. Nada que no se arreglara con
un buen trascado en la garganta. Luego, una vez en la habitación 207, se asomó
a la Plaza del Castillo y comenzó a tocar. La verdad era que al propio Sarasate
le costaba escuchar su música en medio de aquella ruidera: las terrazas
abarrotadas de gente, las barras de la plaza, un DJ sobre un escenario
pinchando El tractor amarillo… Así
que finalmente desistió y, decepcionado, decidió regresar sobre sus pasos. Como
estaba cansado probó suerte en la tómbola, a ver si le tocaba el coche o un
patinete eléctrico, pero solo le salieron boletos para el “Sorteo nº 10 vale de
compras”.
Tardó casi tres horas en hacer el camino de vuelta.
La ciudad entera estaba plagada de gente que, como él, caminaba tambaleándose,
echando espumarajos por la boca, con la ropa sucia y hecha jirones… Parecían
zombis, pero igual no lo eran.
Una vez en el cementerio, Pablo Sarasate entró a su mausoleo. Consultó su calendario. Su siguiente turno como muerto viviente le tocaba dentro de cien años, durante otros sanfermines. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido se preguntó aterrorizado si cuando volviera a despertarse todo seguiría igual en Pamplona.
No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo
tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los
enanos de Concha Alós— compro un
libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta,
setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp,
es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que
las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se
arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa
con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin
embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco
(novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y
firmadas por autores como Marcial Lafuente
Estefanía, Corín Tellado o Silver
Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones
económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de
los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones
las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma
castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son
igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior
calidad”.
Y tanto, porque en la colección de libros
Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa
mayor de Sergiusz Piasecki… o Los
enanos de Concha Alós.
¡Escándalo! El recorrido literario y
vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría
asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran
popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la
esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si
hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al
Olimpo literario.
La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer, y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.
Una novela enorme Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.
Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En
ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo
social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una
antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí
que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se
entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que
en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y
ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de
todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños
sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).
Las páginas de Los enanos huelen a
puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a
encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que
trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a
posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la
vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras
escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más
poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas,
como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la
mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos
alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las
escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi
costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro
en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella
de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.
La
literatura de las cosas pequeñas y feas En Los enanos,
además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes
y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si
estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o
con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi
imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más
adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan
con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y
es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped
del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).
Concha Alós narra con maestría, pero su
principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y
feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los
vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido,
que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores,
de esos enanos a los que hace alusión el título. “Somos enanos rodeados de enanos, y los
gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al
menos —apostillamos nosotros— los
gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de
manera ostentosa).
Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.
*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.
PUBLICADO EN «RUBIO DE BOTE», COLABORACIÓN PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 25/06/22
Siempre, cuando presento un libro o participo en algún sarao
literario, cuento el mismo chiste: “A mí la literatura nunca me ha dado de
comer”, digo, y a continuación añado: “Menos una semana que me invitaron de
jurado al concurso de pintxos de la Txantrea”. Jajá. Lo que me callo es que a
quienes lo hicieron se les escapó que lo habían hecho porque no habían
encontrado a otro. Yo debía de ser para ellos una especie de segundo plato, un
jurado de segunda división que fue además descendiendo de categoría hasta
regional preferente a medida que pasaban los días y se daban cuenta de que mis
papilas gustativas sufrían algún tipo de atrofia.
A mí mi incultura culinaria al principio me daba algo de
vergüenza, pero esta se fue atemperando cuando comprobé que estábamos empates,
pues en realidad allí nadie había leído ninguno de mis libros ni sabía muy bien
quién era yo (recordé, de hecho, que cuando me llamaron por teléfono para
proponerme participar dijeron también: “¿Tú eras escritor o algo, no?”).
Por otra parte, las degustaciones que hacíamos, unas ocho o
diez cada tarde, venían siempre acompañadas de una copa de vino, con lo cual a
mitad de las mismas todos estábamos trompas perdidos y ni siquiera el más
experto gourmet entre quienes
formábamos aquel jurado era capaz de distinguir un frito de pimiento de un
cruasán.
A mí, de todos modos, aquello me provocaba un acusado sentimiento
de culpa. Me parecía una desfachatez por mi parte haber aceptado participar. Me
consideraba además un hipócrita, pues en otras ocasiones me había tocado ser
miembro de algunos jurados literarios contra los que había despotricado porque
mi voto tenía el mismo valor que el de alguien cuyo autor de cabecera era
Alfonso Ussía o Dan Brown o que reconocía sin pudor que no solía leer habitualmente
porque se cansaba y se le ponía enseguida el culo carpeta, pero que estaba allí
porque era “famoso” o primo de alguien.
Quiero decir que, en general, estoy en contra de este tipo
de jurados, y también, dicho sea de paso, de los jurados populares, que por lo
visto solo son aplicables cuando se refieren a asuntos culturales. Nadie
propone, por ejemplo, una votación popular para decidir, qué sé yo, dónde se
pone una rotonda o qué juez debe llevar un caso en la Audiencia Nacional.
Claro que, volviendo al concurso de pintxos, ¿quién podía
negarse a pasarse gratis toda una semana comiendo croquetas de hongos y
macerándose en vino crianza? Yo me apunté con todo mi morro, y eso que en una
ocasión intenté comerme una navaja con su cáscara y todo (al principio me
pareció que el nombre de este manjar era muy apropiado, pero después me di
cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las mariscadas) o que otra vez,
mientras cataba unos edamames tardé
casi un cuarto de hora en darme cuenta de que lo que estaba zampándome eran las
vainas que antes habían chuperreteado los otros comensales y dejado en un
platito tras extraer de su interior lo que realmente había que comer, las
habas.
En fin, supongo que confesar esto me cierra puertas y ya
nunca podré volver a emular a Chicote o a Jordi Cruz, pero prefiero tomármelo
por el lado bueno y seguir soñando y esforzándome para que algún día la
literatura me dé de comer por sí misma, aunque para eso ustedes tendrán que
comprar mis libros y no los que escriba un cocinero, una presentadora de la
tele o un juez de la Audiencia Nacional.
Publicado en Gara/Naiz (19/06/22). Patxi Irurzun/Foto: Iñigo Uriz
“Me pregunto si Berta soy yo, un alter ego que siempre va estar presente”
Laura Chivite debuta con Gente que ríe, relatos con toques futuristas y experimentales y una protagonista común, Berta, que han sido recibidos muy favorablemente por crítica y público.
Gente que ríe, el primer libro de Laura Chivite (Iruña, 1995), publicado por Caballo de Troya, reúne varios relatos con un personaje recurrente en todos ellos, Berta, al que nos encontramos en diferentes etapas de su vida, algunas de ellas en un futuro próximo. La ciencia ficción, la experimentación (hay un cuento escrito en imperativos, una apuesta arriesgada de la que sale airosa), la televisión (Chivite reconoce su fascinación, la intriga o incluso el terror que le provocan programas como First Dates, en el que se inspira otro de los relatos), el cine… son materiales que la escritora iruindarra maneja para componer este prometedor debut literario, en el que se reconoce deudora de autoras como Lorrie Moore, Lydia Davis o Bonnie Jo Campbell, de las que sobre todo toma la libertad para escribir y dar a la suya una voz propia, con mucho que decir.
¿Cómo
ha sido su recorrido hasta llegar a este debut literario, ha escrito siempre, escribía
para sí misma, se veía un poco condicionada dentro de una familia de escritores
como es la suya?
Sí, no sé si condicionada por mi familia —mi aita (Fernando
Chivite) y mi hermana (Beatriz Chivite) son escritores, mi ama (Isabel Ezkieta)
también publicó de joven—, pero sí es
cierto que he escrito desde pequeña. Empecé a leer relativamente tarde, a los dieciséis,
pero desde siempre escribía historietas fantasiosas. Luego en 2017 gané un
premio por un relato corto y eso, el hecho de tener un reconocimiento, me animó.
Y a partir de ahí he ido ganando otros premios que me han dado más confianza,
dentro de la inseguridad que siempre existe. Es decir, siempre he escrito, tenía muchas cosas escritas
sueltas, no como para ser publicadas, sino porque me salían, y cuando finalmente
empecé a plantearme hacer un libro reuní algunas de esas historias y escribí
otras que dieran más forma a este libro de cuentos o novela o como lo queramos
llamar. Así es como surge Gente que ríe.
Me
llama la atención lo que comenta, que empezara a leer tarde, a pesar de vivir
en una familia lectora. ¿Hay algo de rebeldía en ello?
Yo creo que sí, que lo hacía un poco por rebeldía, siempre
he ido a contracorriente, me gustaba mucho más el cine, y mi educación ha
estado más ligada a él. Mi padre me ponía una película cada día, y empezamos
desde el principio, cine clásico y de ahí hasta la actualidad. Estaba mucho más
nutrida por ese lenguaje cinematográfico y creo que eso ha influido mucho en mi
literatura. Luego a los quince años me fui a Estados Unidos con una familia y
en esa soledad, con mucho tiempo libre para llenar, empecé a leer, de todo,
literatura buena, mala, sagas… Así empezó mi gusto por la lectura, después hice
bachillerato de artes y ahí leí a los rusos, es esa etapa en quieres abarcarlo
todo… Y hasta ahora.
Para su
primera obra elige el relato corto, aunque las historias de Gente que ríe se entrecrucen o formen un
ente mayor, casi una novela. ¿Tenía querencia por ese género del cuento?
La verdad es que cuando empecé a leer leía novelas, me
encantan las novelas clásicas, pero luego seguí con los cuentos, Chejov,
Bolaño, Borges… y también muchas escritoras estadounidenses, Lorrie Moore,
Lucia Berlin, Lydia Davis, Bonnie Jo Campbell,
las menciono casi automáticamente porque me han influido mucho. El
relato me pareció una forma más accesible, pero es verdad que yo ya tendía a
ello, en bachillerato escribía historias de dos o tres páginas, a los que ni
siquiera llamaba cuentos, sino historietas… No sé si un día me atreveré con una
novela como tal.
Los
cuentos de Gente que ríe tienen un
punto futurista. ¿Hay en ello un intento de evadirse de una realidad que no le
convence?
Sí, yo siempre he tendido a evadirme, vivo en otro mundo, bastante
lejos de este. El primer cuento del libro R.A.L.A., surge además en un contexto
tan negativo como el de la pandemia, lo que me lleva a imaginar un futuro
alternativo. Lo futurista siempre me ha
gustado, la ciencia ficción, la fantasía, es un género que bien hecho puede
decir muchas cosas
Precisamente
ha comentado alguna vez que de autoras que ha mencionado antes tomó sobre todo
la libertad para no tener miedo a experimentar,
a escribir con libertad, a buscar su propia voz literaria…
Yo creo que eso es lo que me han dado principalmente esas
autoras, más que identificarte con los personajes (porque sí es cierto que la
literatura te hace sentir menos sola, te da una salida, una luz), pero en este
caso, además de esto me dan “herramientas”. Son autoras que además de darte
alivio te ofrecen alternativas…
Por
ejemplo, en su libro hay experimentación y alguna apuesta arriesgada, como
escribir un cuento con imperativos.
Sí, yo había leído algunos relatos escritos así, pero
cortos, de dos o tres páginas, pero este, que es uno de mis favoritos, es más largo. Hay experimentación, pero
también detrás cientos de ejercicios fallidos, desechados, estructuras en las
que se ve demasiado el artificio, eso es lo más difícil, que no se vea al
artificio ni al autor diciendo “¡Voy a sorprender con esto!”…
El
personaje de Berta, que aparece en todos los cuentos, en diferentes épocas de
su vida, ¿es en realidad un personaje en construcción, al que usted va
descubriendo, frente a esa idea clásica de que el autor tiene que conocer todo
sobre sus personajes?
Esto es la primera vez que lo digo, pero en realidad hice un
poco trampa. El núcleo del libro con el que me planteo hacer algo más grande es
R.A.L.A., el primer relato del libro, antes de este cuento había algunos
relatos y luego otros. En este cuento Berta ya es mayor, tiene sesenta y cinco
años y de hecho no se llamaba Berta, era Marisa. Pero me doy cuenta, revisando
los otros relatos, de que hay personajes
con características semejantes a Berta, y a partir de ahí decido arrojar más
luz sobre este personaje que no había creado a consciencia. Es decir, hice como que lo había creado de una manera
premeditada, pero el punto de partida no era la idea de crear un personaje en diferentes
momentos de su vida, sino que es algo accidental, no había plan.
¿Recuperará
a Berta más adelante?
No lo sé, ahora estoy escribiendo teatro y hay alguna obra
en la que la protagonista podría ser Berta, por sus características, lo cual,
esa recurrencia, me hace preguntarme si
Berta soy yo, una especie de alter ego que siempre va estar presente.
Hablando
de proyectos futuros, ahora, con una obra ya publicada, en una editorial
importante, y que además está recibiendo
buenas críticas, ¿le condiciona, siente más responsabilidad o presión?
Condiciona mucho, y da miedo, porque ya tienes esa sombra, ese yugo. Yo creo que la salida más fácil es pasar a otra cosa, de momento, como he dicho, estoy con el teatro y además con una serie de televisión, una comedia… Voy a seguir escribiendo, claro, aunque todavía no sé muy bien con qué expectativas, pero lo he hecho desde pequeña y creo que lo seguiré haciendo siempre.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 10/06/22
¿A quién no le ha pasado? De
repente un conocido, un vecino, un compañero de trabajo deja de hablarnos o
empieza a mirarnos mal, sin que sepamos por qué. Son los malentendidos. Tal vez
ese vecino está convencido, equivocadamente, de que has sido tú quien le ha
hecho una raya en el coche, o alguien le ha contado a alguien que alguien una
vez mató un perro y por el camino, en ese teléfono roto, eres tú —que nunca has
matado una mosca— el que te has convertido en un mataperros. Los malentendidos
crean realidades paralelas, personas, situaciones, mundos que no existen pero
están en este.
Ha habido, incluso,
malentendidos históricos que han desatado guerras, acabado con civilizaciones,
cambiado el curso de la historia.
En 1853, en Trabubu, una
pequeña isla de Indonesia, se desató una guerra genocida entre dos tribus por
culpa de un error de traducción. Los ortanchibiri, habitantes de las montañas,
vivían tradicionalmente aislados de sus vecinos, los majajachi, a quienes los
primeros atribuían prácticas como la antropofagia y la zoofilia poliamorosa.
Entre ambas tribus había existido siempre una ojeriza secular y una falta de
comunicación irresoluble, entre otras cosas porque los ortanchibiri hablan un
idioma incomprensible, casi secreto, basado sobre todo en modalidades tonales.
Un pequeño, apenas inapreciable matiz en la entonación cambia completamente el
significado de una palabra o una frase. Y así, durante una hambruna que asoló
la isla, cuando a los ortanchibiri no les quedó más remedio que bajar de las
montañas y pedir ayuda a los majajachi, el traductor de esta tribu, la cual
había decidió auxiliar a sus vecinos acabando de ese modo con su enemistad
ancestral, no consiguió sin embargo pronunciar correctamente la expresión “miraamaajaauu”
(que quiere decir “daremos de comer a vuestros niños”) y en lugar de eso dijo
“miramajau” (que quiere decir “nos comeremos a vuestros niños”). Ello desató un
enfrentamiento encarnizado que acabaría exterminando a los pacíficos majajachi,
más acostumbrados a hacer el amor —aunque fuera con cabras— que la guerra.
Los malentendidos históricos
han afectado también al mundo del deporte. En el último partido de los play-offs de la NBA de 1948, el alero de
los St. Louis Bombers, Milton Tolaba, consiguió que el base rival, Jhon Kee, de
los Providence Steamrollers, le pasara por error el balón en la última y
decisiva jugada llamándole por un apelativo íntimo: Sugarcube (terroncito de azúcar). Jhon Kee creyó que quien le pedía
el balón era su compañero y por entonces pareja sentimental, el pivot Bary
Able. Lo que John Kee desconocía era que a su vez Bary Able era amante de
Milton Tolaba, a quien tenía la fea costumbre de revelar las intimidades de Sugarcube, el base de los St. Louis
Bombers. Total, que John Kee erró su asistencia y fue así como un enrevesado
triángulo amoroso decidió el título de aquel año.
Aunque para malentendidos,
estos reales, los referidos a la pasada visita del rey emérito, de quien nos
cansamos de escuchar que había venido a competir en unas regatas, al tiempo que
veíamos cómo lo llevaban de un lado a otro en tacataca o tenían que subirlo al
Bribón en grúa. No puede tratarse más que de un malentendido pretender que ese
hombre es un atleta. Eso o que la vela es un deporte muy poco exigente.
Claro que en realidad el error, la anomalía democrática, el anacronismo intolerable, está en la propia existencia de la monarquía. Eso sí que es un malentendido histórico.