Tú no deberías tener derecho a momentos como éste. Cabronazo. Ni siquiera aunque esos momentos duren sólo unos segundos y después la felicidad se escurra por esa cloaca en la que algunos os empeñáis en convertir la vida. Estoy sentado en una terraza, tomando un café que, por una vez, no sabe como el agua de un charco. Está tan rico, tiene una temperatura tan perfecta, el placer es tan intenso que por uno de los ojos eyaculo un lagrimón, como un pequeño planeta transparente, en el que todo es perfecto: los niños juegan en el parque y no se caen nunca del tobogán, sus padres beben cerveza fría o café caliente y al día siguiente no tienen que ir a trabajar… Si ahora me preguntaran cómo sería para mí una vida ideal elegiría un sábado soleado de otoño como este . “1,65 m., 60 kilos, 100 de tetas”, leo, sin embargo, de repente en la mesa. Alguien ha escrito sobre ella con un rotulador unas letras temblorosas. “¿Te parezco gorda? A él sí, pero ya nunca más me vas a insultar, ya nunca me vas a poner la mano encima? Hoy empiezo una nueva vida. Antes muerta que volver contigo”. Me quedo helado. Mi pequeño planeta transparente, mi mundo perfecto tiembla un momento sostenido en las pestañas. Después rueda y se estrella contra el suelo. “Cabronazo”, murmuro entre dientes, y apuro el último trago de mi café. Este café que de pronto se ha vuelto tan amargo.
Patxi Irurzun
Esta es una de las colaboraciones que hice en el diario ADN durante mi fugaz paso como columnista por él (ocho o diez semanas).
Hace unos días, en un blog, alguien comentaba, refiriéndose a mí, que un escritor que ha ido a tu mismo instituto es un escritor como de broma, y eso me recuerda también otras frases, como esa de
El Drogas que decía que sabemos más de
Belén Esteban que de nuestras abuelas, igual es que a veces es mejor no preguntar, por lo que nos pueda tocar, e ir a a presentaciones de libros en las que un escritor serio, o sea uno que no haya ido a tu instituto, hable del cielo de China, porque el de aquí ya lo vemos todos los días y además a veces llueve (poco, últimamente).
Hace unos días, también, leí una entrevista con el escritor Ismael Martínez Biurrun, que decía que él es amo de casa y padre y escritor, o sea, como yo, y lo difícil que es explicar eso a algunas personas, y me acordé también de un pasaje de Luz de noviembre, por la tarde, de Eduardo Laporte, en que contaba cómo su amigo X era incapaz de entender que Eduardo quisiera ser escritor, que ese fuera su trabajo, o su inversión, «ya, pero además de eso, a qué te dedicas», suele ser lo que viene después».
Es difícil también decir «Soy escritor», cuando vender quinientos libros es un pequeño éxito, tu techo. Según Alberto Olmos (quien reconoce que «lógicamente» le debo dos hostias, que no le voy a dar, lógicamente, «pues ya las iba a dejar pasar yo», dirá más de uno), según Olmos, uno no puede decir soy escritor si solo vende 500 libros, o si no sale en la portada de Qué Leer, y yo antes no sé, pero ahora que se me está acabando el paro me parece que tiene mucha razón, yo lo que soy es padre de familia, amo de casa y parado, esa es la realidad, y luego ya un escritor que con suerte vende quinientos libros, que no sale en la tele, ni escribe en los periódicos, ni da conferencias, ni chupa pollas, ¡hala!, ya está haciendose el maldito, para qué hombre, eso no te pega, tú eres un escritor tímido, uno que ha ido a mi instituto, tú no puedes llegar lejos, qué vas a contar, ¿que llueve?, menuda tontería, menuda aldeanada, eso no nos interesa, lo que nos interesa es China, y los escritores serios, los que escriben libros de verdad, etcétera.
El escritor tímido en medio, a su derecha el editor del escritor tímido, y a su izquierda Eduardo Laporte
Dios nunca reza (1/2)
Lo dije en la presentación del libro, hace unas semanas en Tipos Infames de Madrid. Lo único que no me gusta de este libro (y tampoco es que me disguste mucho) es el título. Me suena demasiado asertivo, impositivo, y Patxi Irurzun es todo menos eso. Un escritor tímido, se autodenomina él, cosa que a mí me parece maravillosa. En esa simple etiqueta hay ya algo del Patxi Irurzun de los diarios, una cierta confesión, un vivir sin querer molestar, elevar el tono, despertar a nadie de la siesta. El paradigma del tipo C más puro, porque Patxi Irurzun es un tipo C de libro, y los tipos C suelen ser aptos para esto de la creación, porque absorben el mundo, lo ven en su integridad, sin anteojeras, preocupándose por los demás más que por sí mismos. Por eso son tímidos, porque están pensando en si molestará lo que uno diga, en dejar al otro hablar, en si el otro tiene aún más ganas de soltar su rollo, y eso. El tipo B no pierde el tiempo en esas menudeces y va a saco por la vida. Ejemplos ilustres de tipos B y C: Baltasar Garzón (tipo B); Woody Allen (tipo C). Los tipos A son demasiados raros para entrar en un grupo.
Esta clasificación, en la que buenamente uno puede meter a toda la humanidad, me la enseñó maese Holzer, de profesión psiquiatra y sin embargo amigo, ya que en ese gremio la emplean para ubicar, de un plumazo, a los distintos pacientes, esos locos altitos. «Buah, tengo a un tipo B en la tercera planta que es de traca».
Me gustan los tipos C en la literatura. Me gustan la gente pacífica, me gusta la gente que tiene conciencia, la gente que siente cosas para algunos tan nimias como el abandono de un barrio (Rochapea) por la mudanza a otro (Sarrigurren) y que en ese trance nos muestran toda una gama cromática de nostalgias, de texturas del alma, digamos, y nos hemos puesto estupendos. La gente que sufre en pequeñas situaciones, los que se ahogan en agua, los que titubean, los que a menudo se sienten pequeñitos.
Yo, que soy un suertudo, leí el libro, ‘Dios nunca reza’, Dietario, Alberdania, septiembre de 2011, en agosto. Me zampé casi entero en un trayecto Madrid – Logroño, como dos horas leyendo. Hay gente que me dice «es que tú lees mucho», y puede que lo haga, en comparación a la siniestra media nacional. Pero rara vez me pego más de dos horas con un libro entre los ojos. Me ha pasado, en cambio, con los libros de Patxi Irurzun. Me pasó con ‘Atrapados en el paraíso’, del que me jalé la mitad una tarde en el café Ajenjo de Madrid, y también con ‘Dios nunca reza’. No me suele suceder. Me pasó también con ‘La casa del rojo, Gorritxenea, Diarios 1995-1998’, de Miguel Sánchez-Ostiz, que devoré de una tacada y media en el invierno de 2003 y que, junto con ‘Liquidación por derribo’, publicado este en Alberdania, me trastornaron, en el buen sentido, creo, bastante.
Nunca se lo he contado a nadie, porque supongo que a nadie interesa, pero ese librito, ‘Liquidación por derribo’, me influyó mucho. Lo leí en Bilbao, en otoño de 2004, antes de dar un golpetazo de timón a mi vida, un golpe hacia mi vida, hacia mi vida verdadera, la que creía auténtica. Algunas veces sentí el vértigo, e incluso el arañazo de la duda, para aceptar después la certeza del acierto, aunque eso implicara a veces soledad y tribulaciones varias.
A veces me pregunto si la avidez al leer ciertos diarios tiene que ver con nosotros. Leemos al otro, nos metemos en la vida del otro, a veces como a través de un agujerito, pero en el fondo hay algo de espejo. De espejo y de guía para cambiar y para no cambiar. Para hacer esto que hace, para no hacer esto que hace. Los diarios, a menudo tan denostados, nos hablan de las peripecias vitales de ese ser que no somos nosotros, con sus triunfos y sus derrotas, y hay en todo eso una referencia, un aprendizaje para el que lo recibe. Los diarios, además, los suelen escribir escritores, así que para aquellos quieren ser escritores resultan una lectura altamente adictiva. Me atrevo a decir que Irurzun consigo, en ‘Dios nunca reza’, es una intuición que tengo, que sus páginas interesen a todo el mundo, sean escritores o conductores de la villabesa, y ese es el mejor halago que se le puede hacer a un libro.
Patxi es generoso, como lo suelen ser los tipos C, a menudo machacados, por cierto, por un sistema, el Sistema, gobernado por mucho hijodeputa del tipo B. Nos cuenta sus pequeñas conquistas, pero también nos muestra sus sombras más agudas.
Al final, cuando me pongo a escribir, son las diez y media o las once y ya estoy cansado, tengo sueño yo también. No disponer de tiempo para escribir es una de las cosas que más me frustran de mi vida familiar. Es como si tuviera dos vidas, una real en las que los acontecimientos me van superando, venciendo, borrando, y otra, cuando escribo, en la que resisto, me mantengo firme, me reconozco a mí mismo. A veces, esas dos vidas se conectan por túneles subterráneos, como el amor que siento por mi hijo y mi mujer, que se filtra como oxígeno hasta mis libros y artículos; otras veces esos túneles se han cegado, se han llenado de porquería, como cuando tengo que escribir para el banco.
Aquí va una de las colaboraciones que desde hace unos años escribo mensualmente para la revista Guía del niño, y en la que «exploto» laboralmente a mis hijos, contando sus aventuras. Yo me lo paso muy bien, ellos no sé si dentro de unos años me lo perdonarán. Algún día me gustaría recopilarlas y publicarlas, si alguien se anima.
LA PIEL NUEVA
M es tan blancucha que para el próximo invierno le hemos comprado un anorak fosforito. Para que no se nos pierda los días de nieve. Aunque, pensándolo bien, igual no hace falta, y le vale solo con las ronchas esas rojas que le salen en la piel, que también se ven desde lejos. Sobre todo cuando se rasca. Se rasca mucho M, y entonces las pupas empeoran, y la llevamos al médico, y el médico nos receta una crema nueva, y la crema al principio parece que funciona, pero después la dermatitis vuelve a brotar, más furiosa, burlona, a M le salen una especie de lenguas rojas en los codos, las rodillas, los mofletes, y la crema acaba en la “caja de las cremas para la piel”, que está llena y todas son fabulosas, pero solo durante una semana y media, después M sigue rascándose, y le salen más pupas, rojas y brillantes, y a M le pica, y llora, buaaaaa, y parece un camión de bomberos, y se la ve y se la oye desde lejos, así que igual devolvemos el anorak.
A la pobre M, lo de la piel, pálida y birriosa, le viene de familia. Por ejemplo, mi madre, la superabuela, se llama Blanquita y la madre de mi madre era Nieves. Luego está lo de Malen, mi mujer, que es tan transparente que una vez la llevaron a la Facultad de Medicina para explicar en vivo el aparato circulatorio. Y H, que también tuvo una dermatitis atópica galopante, y que luego de repente un día desapareció, ese es el consuelo que nos queda.
Mientras tanto, hay que ver retorcerse a la niña, cada vez que –ahora que ya no lleva pañales- le ponemos una braguita. Es como si las etiquetas estuvieran hechas con ortigas. O cuando sale de la ducha, que parece la novia de Drácula, con sus corronchos rojos como chupetones por todo el cuerpo.
—Eso es que aún la piel tiene que curtírsele— nos intentamos dar ánimos nosotros.
Y pensándolo bien, una piel nueva, casi sin estrenar, es todo un chollo, es una piel a la que aún le quedan por recibir muchas caricias, y gotas de lluvia, y sol, y brisa de las montañas y de las montañas rusas…
¡Ah, quién fuera otra vez niño! Con dermatitis atópica y todo.