Esta es la última de mis colaboraciones en Guía del niño. La revista, como tantos otros medios, deja de publicarse y yo me quedo sin la única colaboración fija que tenía. Han sido cinco años de «Mi papá me mima», la sección de humor en la que contaba mis peripecias como padre y amo de casa, y que ilustró casi hasta el final Jacobo Pérez-Enciso. En ella he ido viendo crecer a mis hijos, me lo he pasado bien contando sus cosicas, y creo que (a juzgar por las cartas al director que se recibían a menudo) lo he hecho pasar bien a mis lectores. Por suerte, las aventuras de H y M no se perderán como lágrimas en la lluvia y el año que viene tendremos buenas noticias sobre ellos.
Mi peluquera antibiótica
Se ha corrido la voz: “Hay un canguro en el 2ºD”. “¿Un chico? ¿Pero es de fiar?”. “Sí, sí, es un experto, escribe en una revista para bebés y todo”. Así que cada vez que un bebé del bloque se pone malo, me lo traen: “Es que a la guardería no me dejan llevarlo con conjuntivitis, y como me han dicho que tú no estás ocupado, que, total, solo tienes que escribir y eso, igual podías cuidármelo”, me ha dicho hoy por ejemplo la vecina y me ha dejado a la nena, o lo que haya debajo de esa capa de legañas.
Digo yo que es por eso, porque no ve muy bien, por lo que ha sacado todos los juguetes de mis hijos y los ha desparramado por toda la casa hasta que ha encontrado lo que quería, que ha resultado ser el set de maquillaje y peluquería de M, y después se ha puesto a pintarme los labios con esmalte de uñas, y a darme colorete con el pintalabios, y así… La distracción le ha venido bien, ha sido antibiótica, porque al cabo de un rato la conjuntivitis ha cedido y la nena ha demostrado tener una agudeza visual fuera de serie, pues ha conseguido incluso amarrarme varias coletitas y kikis con los cuatro pelos que yo tengo.
Así hemos estado entretenidos un buen rato (yo total, solo tenía que entregar un par de artículos, y preparar las lentejas, limpiar los baños, escalar hasta el montón de ropa para doblar e irla recogiendo, acabar un capítulo de mi nuevo libro…), hasta que han llamado al timbre.
—¡Cartero! Tengo una carta que no cabe en el buzón, se la envío por el ascensor ¿vale?— ha dicho, y no me ha dado tiempo a responderle que con ese sistema ya se me han perdido dos o tres paquetes, así que he tenido que salir, “Es solo un segundo, ahora vuelvo, bonita”, le he dicho a la nena dejando la puerta de casa abierta y sin quitarle ojo desde el descansillo, “Tú vete recogiendo mientras algo”, y se ve que esto último no le ha sentado muy bien, porque ha dado un portazo que ha hecho temblar todo el edificio. Al principio, cuando se ha abierto el ascensor, en el que además de mi paquete, subían cuatro vecinos, he pensado que me miraban horrorizados por eso; luego, cuando uno de ellos me ha entregado la carta, he pensado que quizás el sobre se transparentaba y se leía el título de la última novela de uno de mis amigos escritores malditos: “Culo pendulón”; y al final he comprendido simplemente que se trataba de las pintas que llevaba. Me he quedado balbuceando, mientras el ascensor se cerraba: “La peluquera… las legañas…”. Luego, avergonzado, he vuelto a casa, y he llamado al timbre. Varias veces. Pero la nena no me oía, o le daba igual, o igual seguía enfadada.
—Vamos, bonita, y te dejo que me cortes el pelo con las tijeras de verdad —le he suplicado cuando por fin he visto su sombra proyectándose por la rendija de la puerta, arrodillado en el suelo… Y así ha sido como me ha encontrado otro vecino del rellano cuando ha salido de su casa. “Ejem, ejem, buenos días”, ha dicho, y yo he intentado mantener la compostura, me he vuelto hacia él educadamente, mostrándole una gran sonrisa, llena de rímel, y entonces él se ha alejado andando muy deprisa. Supongo que ahora también se correrá la voz. Y que mi carrera como canguro está arruinada. “Afortunadamente”, he pensado, justo en el momento en que la nena me ha abierto la puerta con la máquina de afeitar encendida.
El pasado día 19 estuve en la biblioteca de Olazti/Olazagutía hablando de ‘Atrapados en el paraíso’ y ‘Dios nunca reza’. En charlas como esa casi siempre me suelo encontrar con personas mayores, algunos muy mayores, cerca de los noventa, de los que las bibliotecarias me cuentan que son unos de los mejores y más activos usuarios de las bibliotecas; casi siempre son también personas sin estudios, que se han formado a sí mismas, leyendo todo cuanto caía en sus manos, y que te impresionan por su cultura y a menudo por sus vidas llenas de peripecias no menos librescas. Es algo admirable y dice mucho del papel y la importancia de las bibliotecas públicas.
Un día antes acompañé a Joaquín Carbonell en la presentación de su biografía de José Antonio Labordeta, ‘Querido Labordeta’, que lleva varias semanas siendo número uno en ventas en Aragón.Quien no conozca a Joaquín Carbonell será porque no es maño. Es prácticamente imposible que alguien en Aragón no sepa quién es este cantautor, periodista y escritor, una auténtica institución con quien yo, durante un paseo por las calles y bares de Zaragoza,más que nunca he podido saber de cerca qué es más que la fama, la popularidad, porque la gente se acercaba a Joaquín a sacarse fotos, a conversar, pero lo hacía con familiaridad, rompiendo las distancias, como si lo sintiera uno de los suyos.
Joaquín Carbonell, como reza su página web (bueno, reza igual no), como no reza en su página web canta y escribe. Es autor de una decena de discos, como Clásicas y modernas, La tos del trompetista, Tabaco y cariño (qué grandes títulos)… Participó, o podríamos decir que fundó el movimiento de la Nueva Canción aragonesa, junto con La Bullonera y el propio Labordeta. Ha compartido escenarios, mesa y carretera con artistas como Sabina, Aute, Paco Ibañez… Como escritor ha publicado también un buen puñado de libros, y entre ellos varias biografías. Sus dos últimas obras lo han sido, ‘Pongamos que hablo de Joaquín’, sobre Sabina, y esta última ‘Querido Labordeta’, y ambas se han convertido en superventas por la talla de las biografiados, pero sobre todo por la maestría del biógrafo y su manera de contar. Además Joaquín es periodista (lleva ya un montón de años escribiendo en El Periódico de Aragón, donde realiza una entrevista diaria), agitador cultural… Un culo de mal asiento, en definitiva.
Probablemente haya sido también la persona que más tiempo ha pasado junto a Labordeta, a quien conoció siendo alumno suyo en un instituto de Teruel (en el que compartió pupitres, entre otros, con Federico Jiménez Losantos, que entonces era otro Federico Jiménez Losantos), y después como compañero y amigo a lo largo de toda su vida. Nadie mejor que Joaquín, pues, podía haber escrito una biografía de Labordeta, y de haberlo escrito de ese modo, con ese tono que utiliza y que nos hace a quien los leemos convertirnos también en compañeros de viaje. En mi caso, por ejemplo, tengo que reconocer que mi relación con Labordeta había sido de algún modo muy colateral(y sin embargo con cierta importancia para mí: Labordeta formó parte del jurado de un premio literario que me concedieron hace años -el de El Viajero, de El País, gracias al cual pude irme a Manila, escribir ‘Atrapados en el paraíso’, etc.- y sobre todo Labordeta forma parte de mi imaginario, y yo creo que del imaginario colectivo, con aquella escena en la que mandó a la mierda y llamó gilipollas a algunos diputados del PP, y a muchos de nosotros nos hizo relamernos de gusto y de envidia). Por lo demás, reconozco que tampoco sabía demasiado, ni sobre sus canciones, ni sobre su poesía, que no había profundizado más allá de la imagen del Labordeta de la mochila o del autor del ‘Canto a la Libertad’. Pero todo eso, lo ha solucionado Joaquín, con esta magnífica biografía, en la que nos presenta al músico, al poeta, al viajero, al político, y también al amigo, a la persona, y que se lee con esa sensación de placidez, de sobremesa, ese tono directo, suelto, socarrón a menudo que tiene la prosa de Joaquín.
La presentación fue algo desangelada, pero se compensó de sobras con una tertulia con Patxo Abarzuza (Elkar), el escritor Carlos Erice y el propio Joaquín, con quien además luego nos fuimos de vinos (con él y con su guitarra) y pudimos oírle contar anécdotas tan jugosas como los pinchos que nos zampamos (por ejemplo sus encuentros con Leonard Cohen, con quien comparte guitarrista, etc.). Carbonell es otra de esas personas de vida intensa, llena de peripecias, que cada vez que abre la boca te enseña algo. Casi como una biblioteca pública.
Vendetta acaba de publicar «Fuimos, somos y seremos /Atzo, gaur eta bihar», su nuevo disco, en el que colaboro con la letra de esta canción: Jean Lafitte.
En el aire de la ciudad flotaba un olor a mierda que ya nada ni nadie podían tapar. Junto al portal de mi casa había un cajero que, para que nadie se meara dentro, los del banco habían protegido con una valla que decía: “Esto no es un servicio público”. Pero últimamente la gente no estaba para bromitas, ni para provocaciones, y menos por parte de los bancos. La gente de lo que tenía ganas era de pegarles fuego, pero de momento se conformaban con cagarse en ellos. Así que desde el cajero subía como una enredadera aquel olor a cuadra. A orines de todos los colores y concursos de quién mea más alto. A kalimotxo en polvo rumiado con humo de hachís culero. A roña y cadáveres escondidos debajo de una alfombra en la que se leía Ongi etorri.
Estábamos en San Fermín.
Era la hora de la siesta y hacía un calor horrible. A través de la ventana el aire parecía un plástico que se quemaba y formaba pliegues caprichosos. En el tendedero de enfrente el tanga de mi vecina ondeaba como una bandera entre las del ayuntamiento, las ikurriñas de algunos balcones y los banderines de Heineken. En la calle, dos borrachos bailaban juntos y luego se daban de hostias y después volvían a bailar, tan amigos. Me pareció ver pasando entre ambos a un pirado con un gorro y una bufanda de lana y por un momento pensé en C, mi antiguo jefe, pero después me dije que era cosa del calor y de la resaca. Como si mirara todo aquello a través de la botella de patxarán Zoco que me había pimplado el día anterior, por puro aburrimiento, esperando por si venía algún cliente. En San Fermín nunca se sabía: los celosos se volvían más celosos, a los que estaban de baja laboral se les curaban todos los males, tirar a alguien por una muralla siempre podía colar como un accidente…
—¡Dindón! —sonó el timbre del portero automático.
A través de la cámara vi que era el tipo del gorro y la bufanda. C. Inconfundible. Había trabajado durante mucho tiempo para él como guardaespaldas y me sabía de pe a pa toda la coreografía de su cuerpo. Claro que ahora cualquiera lo reconocía al primer vistazo; ahora que no se quitaba aquel gorro y aquella bufanda de lana ni para mear; ni siquiera un día de julio como aquel, cuando sobre los capós de los coches se podían freír unos huevos fritos con txistorra.
Abrí la puerta. Todo el mundo decía que C estaba como una chota desde el Murallazo, aquel sucio y grotesco asunto que había acabado con su carrera política, pero a mí me parecía más cuerdo que nunca; desde luego más que la mayoría de los que seguían en sus poltronas, tan tranquilos, con la que estaba cayendo.
—¿Cómo te va, Chavelo? —me saludó.
Él mismo me puso aquel mote, una noche de farra, en un karaoke, en la que yo acabé cantando una de Chavela Vargas y disparando al techo con mi cacharra.
—Podría irme mejor. ¿Y a ti?
—Podría irme peor.
C se quitó el gorro y la bufanda y debajo de ellos apareció una especie de sombra de lo que había sido. Estaba más delgado y medio calvo. Cualquiera diría que hacía solo un año le habían dado el premio al diputado con el cabello más bonito. También había sido premio Pico de Oro. Su nombre, incluso, había sonado como ministrable.
—Si no hubiera sido por la innombrable habría tocado pelo —solía decirme.
A C algunos se la tenían jurada en Pamplona. Sabía algunas cosas. Y los demás no sabían demasiadas cosas sobre él. Líos de faldas. Alguna veleidad literaria. Poco más. C también disparaba de vez en cuando al techo pero no tenía muertos en el jardín. O los tenía muy bien enterrados. Cuando se fue a Madrid y los “mireusted” le bailaron el agua se creyó más poderoso de lo que era. Empezó a enredar. A airear los trapos sucios del terruño. Toda la porquería guardada en la caja fuerte, esa que habían apandado los mismos que debían custodiarla. C midió mal sus fuerzas y las de sus adversarios. Con el dinero no se juega. Le tendieron una trampa. Un email anónimo. Un sobre para recoger escondido en una grieta de la muralla. Información jugosa sobre la innombrable… Está todo en las hemerotecas. Lo que está escrito y lo que no. Para quien sepa leer, claro.
—Cuando me enteré te hubiera metido una hostia —le dije, mientras desde la calle subía el latido de un tambor, como un corazón bombeando sangre.
Pensé en todas las mañanas que me había agachado para mirar debajo de su coche. En todos los jarraitus que se cruzaban con nosotros y lo encañonaban con los ojos. En todas las veces que tuve que mirar incómodo para otro lado cuando magreaba a su novia. Todo para que el muy ababol saliera a recoger un paquete, solo y a medianoche, creyendo que un gorro y una bufanda iban a bastar para taparle, para protegerle y que no le estallara en la cara.
—Sí, una buena hostia —añadí.
—Fue una trampa —se defendió él.
Era la misma cantinela que venía repitiendo hace un año. Desde que lo trincaron los picolos, cuando fue a recoger el sobre. Después supo lo del otro anónimo, chantajeando a la innombrable. Si no quería que se revelara cierto asunto relacionado con unos coches debía dejar 25 de los grandes en una grieta de la muralla. La misma en la que C fue a recoger el sobre.
—Sí, fue una trampa, todos los sabemos, pero tú te has quedado atrapado para siempre en ella. Ababol.
Lo ridiculizaron. Sacaron fotomontajes en Internet. Escribieron relatos de género negro chuscos que él protagonizaba. Hubo peregrinaciones de curiosos a la grieta de la muralla y manifestaciones del 15M y de los vascos que acababan en ese lugar… Pero él se puso farruco. Si tanta gracia les hacía lo del gorro y la bufanda se iban a reír a base de bien. Hasta que les doliera la tripa. Hasta que tuvieran agujetas en la conciencia. No pensaba quitárselos hasta que todo se aclarara. Iba a ir bien tapado para que todos le vieran. Porque no tenía nada que ocultar ni de lo que avergonzarse.
—Nada es para siempre, Chavelo.
Y en efecto, hubo risas. Al principio. Después dijeron que se le había ido la olla. Pero cada vez que alguien lo decía en la boca se le quedaba el regusto amargo de la duda. ¿Qué necesidad tenía de hacer todo eso? Él, que iba para ministro y que tenía el pelo más bonito de todo el parlamento. En el fondo, todos esperaban que algún día contara lo que sabía. Aunque no ganara nada con ello, excepto salvar su orgullo.
—Sé quién envió esos anónimos —soltó, de repente.
—¿No te habrán dejado su nombre en un sobre, en una grieta de la muralla?
—No me toques los huevos, Chavelo. Va en serio. Solo necesito la ayuda de un profesional. Del mejor profesional.
C me miró a los ojos. Sabía que no podía decirle que no.
—Y ese soy yo ¿no? —caí en la trampa
De hecho, me lancé de cabeza a ella. Me pareció que fuera lo que fuera no podía ser más peligroso que volver a pimplarme otra botella de patxarán Zoco a solas.
Después C se levantó, acercó su boca a mi oreja, susurró un nombre y se despidió.
—Volveremos a vernos pronto —dijo.
Mientras él bajaba por las escaleras a mi mente vinieron imágenes de cabezas de cutos degollados sobre las sábanas de mi cama, mi nombre en los periódicos con un pie de foto que decía “el presunto terrorista”, un acordeonista tocando jotas día y noche en el portal de mi casa, una bala en mi buzón envuelta en un pañuelico rojo con el escudo de Navarra bordado…
Me asomé a la ventana y vi a C atravesar la calle, de nuevo con su ridícula bufanda y su puto gorro de lana. Parecía que se había escapado de la pancarta de una peña. Pero aquello iba en serio. Primero tragué saliva, pero luego me dije que quizás ya iba siendo hora de que el olor a mierda comenzara a disiparse. Nada era para siempre.
Abajo, en la calle, uno de los dos borrachos se acercó al cajero automático. Miró un par de veces hacia los lados y después metió la mano por debajo de su blusa. Me pregunté si se sacaría la chorra o un mechero.