UN BAÚL LLENO DE DISFRACES (Prólogo de «Tres puntadas», el libro de EL DROGAS).
Estoy casi seguro de que El Drogas y yo meábamos en el mismo árbol. El del camino negro. Junto a la cuesta rompeculos. Bajando del casco viejo al barrio, con la cabeza llena de un humo que intentaban disipar las pelotas de goma y el estómago de un alcohol que habíamos cambiado por espejos y abalorios de colores.
Durante muchos años, cada vez que volvía a casa, un sábado de madrugada, solía pararme en aquel árbol, tanto si la vejiga apretaba como si no: era un rito, un tributo, una contraseña. El árbol tenía una hendidura en su tronco, como una vagina, como un túnel –el túnel de Alicia—, como una cerradura, y yo me pegaba a ella y convertía mi orina en la llave que me permitía entrar al cuarto de los juguetes, aquel en que las palabras eran espadas, o locomotoras, y en el que los sueños me mantenían despierto. Cada vez que meaba en aquel árbol sentía que de alguna manera estaba entrando en un mundo subterráneo, lleno de respiraderos y escondites por los que escapar a ese otro mundo que quedaba arriba, ese mundo en el que nos tenían sometidos los que no olían, o follaban con la luz apagada, los que vivían afectados por el virus de la normalidad. Mi orina era el ron de los piratas, la pócima con la que las brujas se untaban las ingles y podían volar.
Luego seguía andando y un poco más adelante, después de cruzar el puente de la Magdalena, cuando llegaba a la Txantrea, me sentía en casa, aunque aún me quedara un buen rato de caminata; me sentía a salvo, entre los gatos que desgarraban las bolsas de basura y la ceniza de las barricadas de fuego; me sentía purificado e indestructible.
Era un rito privado, puede que una sandez, de la que nunca había hablado a nadie, pero ahora, tantos años después, me encuentro entre estos poemas de Enrique uno que dice: Hace algún tiempo/ cuando la noche me mordía / bajaba pa casa por el camino negro /y siempre paraba a mear en algún árbol /aunque no tuviese ganas./ El caso era filosofar con él /de lo que fuese/Unas veces le contaba mis penas /y otras, mis alegrías. Nunca ningún árbol / me contestó, pero daban a entender que me escuchaban/ (o eso me parecía a mí).
Y estoy seguro de que aquel árbol era el mismo árbol. Y de que sí, de que le escuchaba, y de que en realidad también le contestaba. Porque la poesía (o eso me parece a mí) debe de ser algo parecido a transcribir el silencio del árbol en que has meado con la cabeza llena de pájaros. O “la felicidad de las tumbas”, “la sed de la niebla”, “el tiempo acariciando el polvo de la memoria”… Los poemas de Enrique Villareal están repletos de imágenes como estas, de versos que te noquean con un beso en la nuca o una caricia en la mandíbula, con la contundencia de las contradicciones. Todos somos pura contradicción. “Tímido, valiente, contradictorio”, se definía en alguna ocasión el bertsolari Andoni Egaña. Todos llevamos dentro un baúl lleno de disfraces. En el caso de El Drogas, yo no sé nunca cómo preguntar por él cuando le llamo por teléfono: ¿Enrique? ¿El Drogas? ¿Eva?
Eva Zanroi fue el primero entre todos sus alter ego del que leí algunos poemas. Todavía conservo los folios que me pasó hace años, alguno de los cuales publiqué en Borraska, mi ciberfanzine de literatura subterránea, y que ya contenían muchos de los rasgos de la poesía de El Drogas, el hombre (y la mujer) de las mil caras: la evocación, el erotismo, el surrealismo, la música… Poemas con la fuerza de estos versos: Y ahora, en el abismo/la virgen me pedirá un cunnilingus;/sólo en sus espasmos lograré apreciar/el aroma/ que para mí/ está reservado.
Más tarde, lo volví a leer, ya firmando como Enrique Villareal (¿o era El Drogas?), en las colaboraciones que escribió durante algún tiempo en Gara bajo el título ‘El ojo de la aguja’, y que también recoge en este libro. A El Drogas le dieron una columna y comenzó a empujarla: en lugar de llenarla de letras como puro cemento —como suelen hacer los columnistas— las atravesó con las puntadas de sus versos. En la mayoría de las columnas de los periódicos ponen una firma y una foto arriba y con eso creen que basta. El Drogas puso su firma y su piel en cada palabra que escribió en aquellas columnas.
La tercera de las puntadas, la encuentro en este libro. Puntadas sin hilo, o con un hilo invisible, trazadas en el aire, para coserles jerseys de punto a la noche y a los gatos acurrucados en los rincones oscuros. Puntadas reincidentes, breves a veces como cuchilladas, otras asestadas a escondidas, entre versos como escudos.
La poesía de “Tres puntadas” es una poesía no recomendada para los higienistas, para los que huelen a la falsa neutralidad de lo política o democráticamente correcto, para los que no huelen a nada o a colonia y huelen a la legua a mierda, una poesía que declina los participios como se hace en las calles y no en las academias (y a pesar de lo cual no renuncia tampoco en ocasiones a recursos clásicos como las aliteraciones, la música de las palabras, o los acrósticos ocultos entre poemas como “penes de héroes muertos”; hay incluso algún poema que podía haber escrito un Quevedo con gafas de sol en lugar de con quevedos, “que los muertos si se mueven / dan mucho miedo”).
Una poesía evocadora, llena de matices, de escondrijos, de lluvia apátrida y pieles sudadas que se celebran con sexo en todos los sueños.
Una poesía despierta y alerta como la tos o como el miedo o como la memoria.
Una poesía con la voz propia e inconfundible de quien, cuando la noche oscura le muerde, mea en árboles silenciosos que dan las respuestas.
Patxi Irurzun.
Tres puntadas. El Drogas
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