UN RELATO DE AJUSTE DE CUENTOS
LA PRIMERA VEZ
Es de noche y como Urko no puede dormirse decide hacerse una paja. Con ella, calcula mientras se acaricia, con ella serán ya, a razón de dos por día, unas 3650 desde aquella tarde en que Urko se masturbó por vez primera. No es que Urko sea un maniático de la estadística, pero como hoy han enterrado al tío Alfonso y fue él quien, de alguna manera, le inició, Urko se ha acordado de aquella primera vez.
Entonces tenía trece años. Eran las fiestas del pueblo y como cada año, la familia se había reunido al completo para celebrar el día del patrón con una pantagruélica comida. Urko recuerda al abuelo presidiendo la mesa con su vaso de vino —del vino que el médico le tiene prohibido— ante las narices y con los ojos arrasados por la emoción de ver ante sí a todos sus hijos, a todos sus nietos, incluso al pequeño biznieto, que juguetea con sus orejas, las enormes y bailarinas orejas de elefante del abuelo, cada vez que lo sientan en su regazo. Al abuelo lo enterraron, también, una semana después, pero Urko siempre ha creído que el abuelo se murió feliz porque sabía que seguía vivo en cada uno de sus hijos, en cada uno de sus nietos, en las manos regordetas y suaves del biznieto.
Urko recuerda al abuelo y al tío Alfonso, junto al cual se sentó en aquella comida. A Urko le gustaba sentarse junto al tío Alfonso en las comidas porque el tío Alfonso se ponía la servilleta por encima de la cabeza, y tiraba migas a los demás comensales, y hablaba a gritos soltando tacos terribles que hacían sonrojarse a los mayores, y dejaba los platos llenos y las botellas vacías, y, durante la sobremesa, cuando se discutía de política, de religión, de las cosas de la vida, era él quien llevaba siempre la contraria, él contra todos… A Urko le gustaba sentarse junto al tío Alfonso porque el tío Alfonso se divertía mientras los demás mayores intentaban divertirse pero sólo le hacían quiebros a sus vidas aburridas.
Aquella tarde, sin embargo, Urko odió al tío Alfonso. Lo odió tanto como en esa otra ocasión en que el tío Alfonso le zarandeó y le gritó, malhumorado:
—¡COJONES, MÍRAME A LOS OJOS CUANDO TE HABLO!
Lo odió hasta sentirse eternamente agradecido, porque desde aquel día Urko mira a los ojos cuando habla con alguien y así sabe con quien habla.
Aquella tarde, cuando tras la sobremesa llegó el sopor y fue necesario estirar las piernas, el tío Alfonso invitó a Urko a una cerveza. Fue camino del bar. Con ellos iba la tía Mertxe, la mujer del tío Alfonso.
(Urko siente en la palma de su mano su polla bien tiesa y bien dura)
—¿Tú te haces pajas ya, Urko?— dijo de repente el tío Alfonso.
—¡Oye!— le recriminó la tía Mertxe, e inmediatamente atrajo hacia sí a Urko, que se había puesto rojo como un tomate, y le acarició el cabello.
Urko quería a la tía Mertxe. La tía Mertxe era guapa y delgada. La tía Mertxe, desde que era muy pequeño, le sentaba sobre sus rodillas y acariciándole el pelo le decía: —que pelo más negro tienes, qué pestañas más largas, como vas a gustar a las chicas— (El tío Alfonso por el contrario le decía: —Urko, narigón, tú si que eres feo.)
—¿Cómo le dices esas cosas al crío?
La tía Mertxe era buena, aunque eso sí, no parecía haberse dado cuenta de que él tenía ni más ni menos que trece años.
—Sí, me hago pajas— contestó Urko, y miró a la tía Mertxe, pero no entendió que había en sus ojos. Urko no sabía si ahora ya nunca más se sentaría en sus rodillas, o si la había hecho sentir vieja, o qué demonios. Urko no entendió qué había en los ojos de la tía Mertxe, y además, era mentira, él no se hacía pajas, aunque sus compañeros de clase se hicieran pajas, o al menos dijeran que se hacían pajas… Urko tenía ganas de llorar. Odiaba al tío Alfonso. Echó a correr.
Corrió y corrió, hasta que llegó a su casa. No había nadie. Urko, sin embargo, se encerró en el baño y lloró, lloró como un niño pequeño, lloró como se llora de verdad. Después llenó la bañera de agua tibia y se metió en ella. Estuvo casi media hora dentro y cuando sintió que entre sus piernas la sangre caliente henchía su pene de inquietud, de impaciencia, de algo que no sabía muy bien lo que era pero que pedía a gritos libertad, salió de la bañera, se sentó en la taza del baño y comenzó a frotar malhumorado su polla dura y tiesa.
Urko tenía trece años y por lo visto quien no se hacía pajas con trece años no era normal. Urko se frotaba la polla a toda velocidad —su mano, subiendo y bajando era sólo una nube púrpura— y no sentía nada especial, únicamente rabia, calor y algo de asco. Pero de repente llegó: un hormigueo en su escroto, una convulsión en su estómago, una sensación agradable que recorría todo su cuerpo y luego un desahogo, como si escupiera con aquel líquido blanco y espeso todas sus preocupaciones. Una caricia en el alma. La sensación más agradable que había experimentado jamás. Y después nada distinto a, por ejemplo, tumbarse sobre la hierba después de un partido de fútbol y descansar, descansar, descansar…. A no ser un sentimiento de culpabilidad que, de todos modos, no podía someter, no podría someter ya nunca a aquel placer extraordinario que proporcionaba hacerse pajas.
Urko, después, se arrodilló sobre la alfombra, olisqueó su semen —hierba, musgo…—, lo palpó —gelatina caliente—, lo chupó —dulce, algo insípido— , por último lo limpió —papel higiénico— y salió del baño. Quería volver cuanto antes a la calle, encontrarse con algún compañero de clase y decirle:
—Me acabo de hacer una paja…
Esta noche Urko, como hace unas horas han enterrado al tío Alfonso, que fue quien, de alguna manera, le inició, se acuerda de la primera vez que se masturbó y calcula que con la paja que se está haciendo lleva ya, a razón de dos por día, unas 3650 desde aquella tarde.
Esta noche Urko se acaricia lentamente. Intenta pensar en alguna chica pero no le viene a la imaginación ninguna. Urko está preocupado. Desde hace algunos días no consigue pensar en ninguna. Urko no está enamorado. Urko desea todas las chicas y no desea a ninguna. Urko se siente desorientado. Es como caminar sin rumbo. Es triste. Es tan triste como masturbarse pensando en chicas inalcanzables a las que, sin embargo, ve todos los días. Es peor. Con ellas por lo menos queda la ilusión. Urko se siente vacío. Imagina pechos, piernas, lenguas, traseros, olores, pieles que no pertenecen a nadie y que de repente pertenecen a la tía Mertxe. Es peor que sentirse vacío, pero Urko se acaricia ahora deprisa, muy deprisa. La tía Mertxe rodea con sus piernas largas su espalda. La tía Mertxe le chupa la oreja. La tía Mertxe cierra los ojos y gime. Urko se siente mezquino— hoy han enterrado al tío Alfonso y seguramente ahora la tía Mertxe esté llorando— pero no puede evitar un hormigueo en su escroto, una convulsión en su estómago, una caricia en el alma, y desahoga toda su mezquindad.
Después Urko se queda dormido. Sueña que se sienta en las rodillas de la tía Mertxe y que ella le acaricia el pelo. Sueña que el tío Alfonso le dice: —Urko, narigón, tú si que eres feo.