Hace algún tiempo Vicente Muñoz, con quien he coordinado a pachas la antología de homenaje a Bukowski ‘Resaca / Hank Over’, me pidió algunas impresiones un poco a vuelapluma sobre la censura, para una charla que debía dar sobre el tema. Lo hizo a cuenta de un episodio que tuve en diferentes medios de comunicación. Recupero y reproduzco aquí el email que envié a mi compadre y lo amplío con algún otro episodio de censura posterior.
La verdad es que mi historia con Ese Tocho pasó hace ya tiempo y aunque en su momento me quemó mucho, ahora ya he olvidado muchos detalles, pero intentaré ir al grano.
La cosa es que a mí de vez en cuando me encargaban cosas para el diario GARA, cuentos por capítulos, etc. También tenía una columna semanal, en la que siempre había escrito con total libertad (cuentos, también, o textos creativos, nada de opinión, aunque eso sí, cuentos de lo más burros, bastante gamberros, a veces yo mismo me sorprendía de que me publicaran esas cosas, y para ser honesto sabía que en ningún otro periódico se atreverían). En alguna ocasión también “toqué” algunas cosas “sagradas” para ellos (patrias, banderas…) y tampoco pasó nada.
En el cuento este, que era un cuento de San Fermín, hablaba, entre otras cosas, de una relación sexual de una alcaldesa de Pamplona y un portero de Osasuna. Nunca he sabido muy bien si el problema fue la alcaldesa o el fútbol u otro, porque nunca me lo explicaron. Pudo haber sido perfectamente el tema de la alcaldesa, porque por aquel entonces GARA andaba con algún lío con la Seguridad Social o amenazaban con volver a cerrarlo, y no les convenía mucho meterse en fregados, llamar la atención, dar una excusa… Claro que eso es mucho pensar de un simple cuento. También puede que les pareciera un cuento que degradaba a la mujer, políticamente incorrecto porque el portero se follaba a cuatro patas a la alcaldesa o algo así, no sé, yo a las mujeres a las que se lo he pasado no ven nada ofensivo en ello, y desde luego ese propio portero y los hombres que aparecen en el cuento resultan mucho más degradados, patanes, penosos…
Quiero decir que también hay un tipo de censura desde la progresía que es bastante lamentable. Es bastante lamentable, por ejemplo, no poder decir polla, o cojones, porque es misógino, fálico; o que los negros, los homosexuales siempre tengan que ser buenos o sensibles (para mí eso, no ver una opción sexual o una raza en toda su dimensión, verla como si no estuviera formada por personas, eso si es discriminatorio); pero bueno, yo casi estoy convencido de que el problema en el caso de Ese tocho vino más bien porque se ridiculizaba a Osasuna, el mundo del fútbol… El fútbol es hoy intocable. Si tú escribes un cuento o una novela metiéndote con el Madrid, o el Barça, vas a arruinar tu vida, tendrás a unos cuantos ultras esperándote a la puerta de tu casa, y Florentino Pérez pidiendo y trabajando y casi seguramente consiguiendo que se retire el libro de todas las tiendas, y que ese autor no vuelva a publicar más (constructores, empresarios, etc, son quienes de verdad “mandan”). El fanatismo atraviesa a todas las capas de la sociedad. Sencillamente, hay temas de los que no se puede hablar: ese es uno, otro es la casa real, otro el “problema vasco” desde un punto de vista que no venga marcado por los grandes partidos políticos y grupos de comunicación…
Bueno, el caso es que dos días antes de la fecha prevista de publicación me llamaron para decir que no salía, porque era un cuento “inapropiado”. No me explicaron por qué, pero en aquel momento lo que más me fastidió fue que había estado sacando horas de donde podía, porque estaba trabajando de barrendero y a la vez en una guía turística por encargo, y acababa baldado. Encima como no lo publicaban no me pagaban nada. Eso sólo nos pasa a los escritores, vete tu a un fontanero y dile que no te gusta como te ha dejado el lavabo y que no le vas a pagar. Y, por si eso fuera poco, el cuento me había gustado mucho cómo quedó. Por eso decidí que lo tenía que publicar, como fuera, e hice unas cartas de protesta, que envié al propio periódico y medios alternativos de internet. En
Rebelión.org se ofrecieron a publicármelo, pero lo que más les dolió en GARA fue que yo lo acompañara con una carta de protesta, hablando de censura en un periódico que ellos creen progre, y que lo hiciera en medios alternativos, que es donde más les jode que afecte su reputación. Hubo alguna carta de apoyo en las que les llamaban gazmoños) Además el asunto desató en Rebelión alguna discusión, con reflexiones acerca de mi cuento insospechadas para mí, reflexiones que hablaban de erotismo, sexualidad, el amor en nuestros días: se pueden leer todavía en
http://euskalherria.indymedia.org/es/2003/07/8529.shtml
A los poco días de que todo esto pasara me llegó un email en el que me comunicaban que habían decidido suprimir mi colaboración semanal, con la que llevaba cinco años. Fue una represalia, claro, automáticamente yo me pasaba al otro bando (cosa bastante improbable porque yo no pertenecía ni pertenezco a ningún bando ni banda por escribir en ese periódico), y más aún dejaron de dar información sobre libros que fui publicando, premios y otras actividades en las que yo estaba implicado (posteriormente ha aparecido una entrevista a cuenta de otro libro, pero del último, Ajuste de cuentos, después de pedirme que se lo enviara, no tengo noticias –hoy mismo les he escrito diciendo que si no van a sacar nada me devuelvan el libro-). Todo esto por supuesto no digo yo que fuera cosa de toda la gente de GARA, seguramente lo decidieron dos o tres personas o comisarios políticos.
Eso pasa ahí y en todos los lados, en todos los periódicos, por supuesto, y en muchas editoriales, revistas, etc, los escritores muchas veces acabamos escribiendo para empresas, tras las que hay grupos de poder, y en consecuencia nuestra libertad está restringida, no podemos hablar de temas que afectan a los poderes que sustentan esas empresas (o a sus anunciantes).
Por lo demás, el cuento afortunadamente siguió luego su camino, fue incluido en la antología
Golpes, y más tarde traducido al italiano para otra antología de Mondadori, junto a autores como
Javier Marías, Julio Llamazares, Roberto Fontanarrosa, etc, sin que pasara nada con él (sólo era un cuento), lo cual demuestra que la censura que ejercen los medios a veces es puro acojone, sin fundamento, y que la gente tiene sus (buenos) criterios y no siempre necesita que nadie le diga qué tiene que pensar, qué es conveniente que lea, etc.
Eso, por una parte, por otra, en mi relación con los medios de comunicación yo he detectado otro tipo de censura de la que nunca se habla, pero que me parece terrible. Por una parte, la imagen es hoy una dictadura, los textos están sometidos a ella, y si para que una foto o el diseño de una página cuadre hay que meter la tijera, se mete, a menudo sin criterio, sin tener en cuenta la opinión del autor, da igual por donde. “Total, la gente no lee”, te pueden llegar a decir, lo cual es el colmo, poner menos textos y más fotos es perfecto para estimular la lectura… Tampoco vale cualquier foto. Cuando volví del basurero de Payatas, en Manila, nos recorrimos varios semanales para intentar colocar los reportajes que junto con un fotógrafo hice allá. Muchos los rechazaron porque ese tipo de fotos a la gente no les gustaba verlas al desayunar un domingo. Y a la vez te pedían fotos más morbosas, con niños (es importante que sean niños) esnifando pegamento, etc. Los textos, por supuesto, eran demasiado largos y demasiado duros.
El periodismo hoy en día es una pura farsa (lo se porque ahora mismo yo trabajo como periodista o algo parecido), está totalmente desconectado de la calle (nuestra principal fuente es en la mayoría de los casos internet) y desde luego los redactores no escribimos con libertad, sabemos perfectamente que no hay que morder la mano que nos da de comer.
Pero volviendo al terreno puramente creativo, hay otra censura, otra dictadura todavía peor, que es la de la mediocridad. Pululan por hay correctores, o editores de textos que, aparte de corregir errores ortográficos o sintácticos se dedican a mutilar textos, a asignar títulos, entradillas, sumarios, que tú no habrías formado ni harto de porros. Muchas veces, más de lo mismo, necesitan más espacio para que entre la foto de marras, o la publicidad, y cortan frases o palabras que para ellos no aportan nada pero sobre las que tú has hecho pivotar todo el texto. Hay una falta absoluta de sensibilidad (normalmente esos cambios se hacen sin consensuarlos con el autor, que se los encuentra horrorizado cuando su texto ya ha sido publicado), una mediocridad, una incapacidad para detectar qué es lo que la gente quiere, espera, que es lo que les puede hacer reír, pensar… Se supone que todo ello, la intuición, ya viene implícita en la tarea del escritor. Es además bastante frustrante que uno de mil vueltas a una frase, que valore, sopese, qué orden, que adjetivo, que expresión es la más adecuada, para que luego llegue un mindundi y se la cargue sin ningún miramiento en una decisión que no lleva más de unos segundos. Yo, por ejemplo, siempre intento que mis textos fluyan, de alguna manera, que un párrafo lleve a otro, etc, y suprimir una frase, una palabra, una coma, supone cargárselos por entero. La censura que ejercen este tipo de funcionarios de las letras es de las peores que hay, porque nadie habla de ella, y porque se da con más frecuencia de lo que parece. Y, sobre todo, porque esos funcionarios creen que están haciendo bien su trabajo. Es una falta de respeto total al creador, al lector. Y en cierto modo es también lógica, una consecuencia más de esta sociedad cada vez mas desintelectualizada, más deshumanizada, robotizada, apresurada…
Después de todos estos episodios, aún tuve otro más con el diario ADN, en el cual “confiaron” en mí ofreciéndome una columna cada tres o cuatro semanas. En la última de ellas, que nunca llegó a publicarse yo hablé de mi libro La polla más grande del mundo, en un tono cómico, diciendo lo poco acertado que había estado al ponerle ese título: mi madre nunca podría ir a Gómez, la librería moña de Pamplona y preguntarle al librero si tenía la polla más grande del mundo… En ese tono. También hice alguna mínima alusión a la familia real española y al Diario de Navarra, que no hizo ninguna reseña de mi libro, y que curiosamente, pertenece (o pertenecía) al mismo grupo informativo que ADN (al menos en Navarra), pero no, ese no fue el problema, me dijo la directora, no, no, por dios, nosotros estamos a favor de la libertad de expresión, la columna (que tampoco era para tanto, la podéis leer aquí) me la retiraban por usarla para autopromocionarme (de lo cual se deduce que si el libro no hubiera sido mío podría haber escrito tranquilamente polla, o algún retruécano del tipo ‘los borbones a los tiburones’ o ‘Diablo de Navarra’)… Lo más gracioso de todo (aparte de que me enteré de que la columna no se publicaba el día anterior y que otra vez, como sus colegas de GARA, no me la pagaban –bueno, eso no es muy gracioso-) es que la directora argumentó las razones de la censura tomándolos de un blog en el que yo mismo, con un seudónimo, ironizaba al respecto:
Acabo de leer en el blog de Hank Over / Resaca que te han «censurado» una columna en el diario ADN. Joder, pues muy bien hecho. ¿Qué esperabas? ¿Te parece bonito hacerte publicidad a ti mismo y la basura de tu libro en un espacio que amablemente te ceden? (…) Mira que podrías subirte a esa columna y otear a tu alrededor, con la de cosas interesantes y jodidas y sorprendentes, incluso alguna hasta bonita, que hay en este mundo, y tú vas y te dedicas a mirarte las pelusas de tu ombligo, a hablarnos de ellas, como si a alguien nos importara?
Bah, de todos modos, seguro que estás encantado con la jugada, ahora tú también eres un escritor maldito, qué suerte, igual así hasta consigues vender alguna «polla» más ¿verdad?
La periodista casi repitió letra por letra mis propias palabras. Demencial. Por lo demás, ni siquiera supo despedirme con un poco de elegancia, me amenazó (“arrieros somos”, soltó), dijo que estaba muy ocupada para perder el tiempo conmigo… Y lo más triste de todo fue que ni siquiera podía disimular que ella solo era una correveidile, una mandada, una pobrecilla, alguien que al contrario que yo, que era un desagradecido nunca mordería la mano que le daba de comer… Por cierto, que el recado intuyo yo, porque no lo puedo asegurar , vino de alguien que después pasó a dirigir un periódico orientado hacia un Público muy progre y muy de izquierdas, lo que son las cosas.
Hay, además, otro episodios menores y muy desalentadores, como una publicación de estudiantes de periodismo que me pidieron un cuento para un suplemento sobre el periodismo del mañana, o algo así, y donde yo puse “teta” ellos corrigieron “seno” (¡yo nunca habría escrito eso!). El periodismo del mañana, qué risa.
En ‘La aventura de viajar’, Javier Reverte habla de cómo se convirtió en un escritor de viajes -sin querer-, de los buenos tiempos del oficio de periodista y de algunos géneros en vías de extinción, como la crónica y el reportaje (dice que para escribirlos hoy, una de dos, se debe ser rico o estar dispuesto a vivir entre los más pobres). Yo tampoco había imaginado nunca que escribiría un libro de viajes, como Atrapados en el paraíso -ni mucho menos una guía turística como la que hice sobre La Habana- llegué a todo eso, y a viajar durante algún tiempo gracias a lo que escribía, de modos algo rocambolescos, sin querer. Sí he querido o me habría gustado escribir reportajes y crónicas, pero casi todos los intentos que he hecho han resultado fallidos, en la prensa de hoy efectivamente no hay sitio para mirar desde puntos de vista diferentes o personales, ni importa demasiado cómo cuentes las cosas (bueno, importa que los cuentes cómo quiere el periódico, o sus accionistas, o sus anunciantes, y todos más o menos quieren igual). A veces me han tumbado reportajes con excusas que dan risa y un poco de grima, del tipo «a la gente no le gusta ver esas cosas los domingos mientras desayuna» o «prueba en alguna revista literaria». Ya no tengo esperanza alguna ni edad de convertirme en reportero (ni en realidad aptitudes, al menos para ser un reportero intrépido, para husmear, soy más bien un mirón, un «flaneur», alguien que pasa desapercibido -lo que también tiene sus ventajas). No sé, en definitiva, si volveré a escribir alguna vez un libro o un reportaje de viajes -ni si quiero, lo que quiero ahora es ser crítico de televisión o escribir sobre fútbol-, creo que la rueda que me llevaba de un viaje a otro -premios, encargos…- se ha detenido, y si vuelvo a hacerlo será de nuevo de casualidad, pero me gustaría ir dejando aquí el rastro que me puso en ruta durante algún tiempo. La historia es curiosa, y la iré contando a poquitos e introduciendo reportajes, cuentos, textos, de los diferentes viajes.
Todo empezó con estas estampas de abajo, sobre París, que escribí tras una viaje de tres días con mi madre y mi hermana, y que presenté a un concurso literario de El País-Aguilar:
Poetas Muertos
(Catálogo estival de personajes parisinos)
Tour Eiffel
El hombre se dispone a ejecutar algo muy importante, vital, una cuestión de supervivencia. De manera que, tras carraspear, sacudirse las pelusas y la caspa de las hombreras de la americana y retorcer el pescuezo a los gallos que se estiran quiquireando en su coronilla, se encamina muy digno, mientras a su alrededor pestañean los flashes de decenas de cámaras fotográficas, a hacer lo que debe hacer. No le cuesta demasiado encontrar en el cubo de la basura un trozo de pan. Y todavía mucho menos devorarlo compulsivamente. Sí, el hombre es un pobre, un pobre parisino, y los flashes fotográficos no le retratan a él sino, a sus espaldas, a la Torre Eiffel, el tótem de la vieja, rica y civilizada Europa.
Campos Elíseos
La vieja, rica y civilizada Europa está sentada ahora en un encantador restaurante de los Campos Elíseos. Es una frágil anciana con pelo purpureado de pantén color, gafitas y ropas vaporosas, vestigios de un pasado bohemio pero nada sórdido, con mucho charme. Habla con el camarero con una voz que es como una campanilla. Y además en francés. Él le trae ensalada y jamón de york y “cafeolé”. Cuando termina,nuestra ancianita suelta un eructo espantoso, tan espantoso que el resto de los clientes no nos atrevemos a volvernos, sólo a mirarla de reojo a través de los espejos de la pared, incapaces de creer que de ese cuerpo tan delicado hayan salido dragones con fuego en la boca, perros rabiosos, ristras de ajos y no, no puede ser cierto porque ella continúa allí sentada, tan entrañable. Hace sonar otra vez su campanilla para pedir al camarero un basito de agua, s’il vous plait.
Centro Pompidou
S’il vous plait, me dice una chica a la salida del centro de arte moderno Pompidou. Está haciendo una encuesta y me pregunta qué exposiciones he visitado. No he visitado ninguna: hay que pagar y sé que no me van a interesar tanto como para eso. De modo que me hago el sueco, le digo que no entiendo francés, me pregunta si soy italiano y, finalmente, me deshago de ella en español. Me da un poco de vergüenza admitir que no he entrado a ver las obras de Chagall, Matisse, Braque… pero creo que deberían sentir más vergüenza todos esos que han entrado y no han entendido nada, todos los que se rascan la barbilla en un gesto que pretenden interesante cuando únicamente trata de ocultar un bostezo. Afortunadamente, en la plaza que se extiende frente al Pompidou hay caricaturistas, tragafuegos y un grupo de vietnamitas imitando a los Beatles. Uno puede reconciliarse con la cultura dando un paseo entre ellos. Unos metros adelante un chaval que ronda los veinte años, bien alimentado y limpio, pide limosna. Está sentado en el suelo con un libro en las rodillas y lee ensimismado, ajeno a la riada de gente que pasa a su lado. Olé, pienso. Sé que no tiene hambre, que es un subversivo. Lo que en realidad está mendigando es que en las escuelas no nos enseñen las fechas de todas las guerras, sino a entender a Chagall, Matisse, Braque…
Montparnasse
…Baudelaire, Ionesco, Duras… Estos artistas, entre otros, están enterrados en el cementerio de Montparnasse, que es uno de los lugares que aparecen señalados en las guías turísticas. Sin embargo, para una visita fugaz a la capital francesa como la mía, es necesario seleccionar los recorridos, y el culto a los difuntos siempre me ha parecido una manera cobarde de enfrentarse al dolor, el amor, Dios y la muerte. Todo lo que nos hace insignificantes y nos condena a la soledad infinita del ser humano, la soledad que provoca el hecho de que ningún otro ser humano sea capaz de desvelarnos estos enigmas. Así que consideré prescindible el peregrinaje a dicho cementerio. Todo cambió cuando supe que, además de los mencionados escritores, en Montparnasse se encontraba enterrado Guy de Maupassant. Eso es otra cosa. Daría todos los besos ensalivados, todos los dulces tragos de licor, los días soleados que almaceno en mi memoria por uno de sus cuentos, tan redondos, tan directos, tan sorprendentes… tan perfectos. Quizás Maupassant, depresivo, suicida crónico, torturado por su incredulidad en el amor y muerto en un manicomio, hizo ese pacto con el diablo. Y quizás lo hizo para toda la eternidad porque, deambulando en busca de su tumba, aparecen ante mis ojos varios personajes de esos con los que al escritor normando se le encogía el corazón y que, a la vez, nutrían sus magistrales relatos. Entre unas cuantas lápidas grabadas con la Estrella de David pulula con el ceño fruncido un siniestro tipejo de cabeza rapada. Sobre un panteón descascarillado, moteado con plastones de musgo y mariquitas, una pareja se acaricia mórbidamente. Y, tan sólo a unos metros del lugar en que permanece enterrado Maupassant, un hombrecillo con una garrafa riega la tierra nerviosa y apresuradamente, como si atesorase el secreto que hace brotar flores de los ojos de las calaveras. La tumba del escritor, igual que la de los demás muertos célebres, es sencilla y pasa casi desapercibida. Pero a diferencia de Cortázar o Sartre, a quienes los visitantes dejan frases, poemas escritos sobre paquetes de tabaco o billetes de metro, sólo dos mensajes de letra agusanada y emborronada por la lluvia reposan sobre los restos de Maupassant. Recuerdo que los Goncourt, que asistieron a su entierro, dejaron constancia de que, durante el mismo, sus amigos habían contado chistes verdes y macabras anécdotas fúnebres. Entonces comprendo que no procede nada solemne sino, en todo caso, frívolo. Algo así como sacar una foto para después largarse. Y eso es lo que hago. No obstante, antes de salir del cementerio de Montparnasse, un gato negro se cruza en mi camino, clava sus ojos en mí y allá al fondo, como escombros hundidos en un charco del infierno, centellea la solución a todos aquellos enigmas: el dolor, el amor, Dios y la muerte. Pero es sólo una milésima de segundo, después el gato da un salto y desaparece tras una tumba sin nombre.
Mercado de las pulgas
I
El gato negro, pantera de mentirijillas, demonio enmascarado, bolsa de terciopelo con siete corazones, se mueve sobre la mesa de antigüedades en el Mercado de las Pulgas. A cámara lenta, desliza primero sus patas, las estira prodigiosamente, multiplicando su longitud por tres. Acomoda después la almohadilla en huecos invisibles y su espinazo se curva entonces dulcemente, como una ola muriendo en la playa. Y así avanza, cruza la mesa sin rozar siquiera las regaderas, los quinqués, las figuritas de porcelana que se amontonan desordenadamente sobre ella. El gato negro es arrogante y exhibicionista, podría saltar la mesa, o pasar por debajo, pero prefiere que todos veamos sus movimientos elegantes y precisos. El gato negro es un poeta salvaje.
II
Unos metros más allá de los puestos de antigüedades y ropa usada, en una callejuela que limita el Mercado, hay grupos de hombres que hablan en susurros, que miran en todas las direcciones con pupilas que parecen pelotitas de goma. Ofrecen radiocasetes con los cables pelados, carteras usadas, relojes y cadenas de oro rotas. Otros hombres con gusanos sanguinolentos en la nariz, con pelos y barbas como arbustos secos, hombres que huelen a sudor, vino y orina, venden ropas apelotonadas y sucias, sillas paticojas, una raqueta sin cordaje… cualquier cosa por el precio de una botella. Un tipo de bigote y tez aceitunada llega con un hatillo, lo extiende en el suelo y aparecen cintas de vídeo con fotos de mujeres desnudas. Llega otro como él, después otro, y después ya son cinco, diez, veinte… Se arremolinan, se empujan, gritan. Enfrente, en la otra acera, a algunos les esperan sus mujeres vestidas con caftanes floreados. Una de ellas lleva la cara cubierta por el chador.
Rue Mouffetard
Un joven obrero magrebí riega con una manguera la playa que, sí, está bajo las calles de París. Sobre la arena mojada, arrodillado, un compañero va colocando los adoquines en círculos. Algo más arriba, en la Place de la Contrescarpe, hay un par de viejos alcohólicos, un hombre y una mujer. Ella intenta bailar el cancán sin romperse en pedazos y después pasa la gorra a los turistas que beben cerveza en los cafés o esperan en los restaurantes griegos a que los camareros rellenen sus sandwiches con la carne picada de los enormes y giratorios trozos de vaca asada. El hombre está para menos trotes. Duerme la mona en un sillón polvoriento y desventrado. De repente, parece despertar de un mal sueño, se pone en pie tambaleante, se gira y expulsa los monstruos que pueblan su amago de delirium tremens con una cálida, dorada y prolongada meada. Los turistas sonríen, sacan fotos, alguno incluso aplaude. Lo que en las calles de sus pueblos o ciudades les parecería una marranada les parece bohemio en París.
Metro
París. Debo marcharme ya. Soy el único hombre blanco en la estación de metro. Sentada a mi derecha, hay una mujer con un punto rojo en el centro de la frente y dos niños hermosos, como sólo lo son los hindúes. A mi izquierda, un anciano negro da cabezadas y, de pie, una pareja de japoneses consulta un plano. Hay turistas con planos en todas las esquinas de todas las calles de París. Resulta difícil oír hablar en francés allá arriba. Los parisinos parecen haber huido del verano en la gran urbe hacia las playas. Abajo, en el metro, es más fácil, aunque siempre es un francés con acentos de colores. Como el de los camareros árabes, rumanos o italianos. O el de las chicas de la limpieza y el de los basureros negros. También son negros los cientos de emigrantes sin papeles que permanecen encerrados, varios de ellos en huelga de hambre, en la Iglesia de Saint Bernard, que está en un barrio que no aparece en los recorridos turísticos. La playa, para todos ellos, está debajo de los adoquines de París, capital de la vieja, rica y civilizada Europa.