Pa-paaa-parabá….
La alarma del móvil suena todos los días a las 8 de la mañana.
Parapa-papaaa-parabá.
«Satisfaction». El tema peor elegido para un momento como ése. He terminado por aborrecerla, pero no tengo ni idea de cómo cambiar la melodía. Soy un desastre.
Pa-paaa-parabá….
Isabel siempre remolonea varios minutos. Yo entonces suelo mirarla. Me gusta mirarla. Es muy guapa y creo que nunca me acostumbraré ello. A veces me pregunto qué hago yo junto una mujer como Isabel. Sé que ella también suele preguntarse qué hace con un tipo como yo. Pero lo hace de otro modo.
Isabel suele despertarse de buen humor, a pesar de todo. La oigo cantar en la ducha, mientras hago la cama. Vivimos en una habitación de un piso compartido y para abrir los armarios antes hay que recoger la cama plegable. Todo muy confortable.
Cuando Isabel vuelve a la habitación y comienza a vestirse la tumbo desnuda sobre el colchón y abro sus piernas, o la abrazo por detrás y coloco mi pene entre sus nalgas. Hace unos días fui yo quien remoloneó un poco y cuando ella volvió de la ducha se metió otra vez en la cama y echamos un polvo memorable. Pero normalmente ya nunca sucede nada. A no ser que Isabel se enfade, que se queje de mi halitosis o que me diga que es tarde y vamos a perder el autobús. Apenas hacemos el amor, últimamente, o cuando lo hacemos la noto distante, deseando que termine cuanto antes. Eso me hace desgraciado. Intento creerla cuando dice que no se siente cómoda porque los compañeros de piso pueden oírnos, que todo cambiará en cuanto tengamos nuestra propia casa, pero sé que algo se ha roto o se ha perdido entre nosotros y que ya nunca volverá a ser igual. Lo más curioso de todo es que, precisamente ahora que apenas tenemos relaciones sexuales, Isabel lleva un par de semanas de retraso.
—Nada —dice, al volver de la ducha. —Sólo he manchado un poco.
Nos quedamos en silencio. Hemos hablado muchas veces de tener hijos. Nos hemos reído imaginándolos, pero ahora no es el momento. No tenemos dinero, ni casa. Yo ni siquiera tengo trabajo.
Isabel es dependienta. Suelo acompañarla todos los días a la tienda. Después recorro las oficinas del paro y las ETT. Cuando me echaron del periódico creí que conseguir trabajo sería más fácil. Que sería como hacía unos años. Entonces entraba en una ETT y salía con la dirección de una fábrica o un almacén para empezar esa misma tarde. Pero ahora tengo 35 años, estoy en el límite para trabajar como operario, y sólo me llaman para vigilante por 600 euros al mes. Brutos.
—Con las horas extras puedas llegar a los 800—suelen decir.
Yo les contesto que no me interesa. Llevo ya casi 3 meses en paro, vivo en un piso compartido y dentro de poco seré padre, pero no estoy tan desesperado.
Así que sigo buscando trabajo. Suelo empezar el recorrido por las oficinas del paro. En ellas apenas renuevan las ofertas pero la desidia de los funcionarios me resulta menos hiriente. Es lo que cabe esperar de ellos. Pero en las ETT de vez en cuando me entran ganas de escupir a alguna de esas niñatas que te piden los datos si mirarte a la cara. Voy de una oficina a otra de mala gana. Después me dedico a callejear, como un vagabundo. Entro en las tiendas de discos y en las librerías. Me siento mal, como si estuviera perdiendo el tiempo, escondiéndome, engañando a alguien… Después compro el periódico y lo abro por la página en la que iba mi columna. La leo y pienso que yo la habría escrito mucho mejor. Eso me hace sentirme maltratado.
Al mediodía voy a buscar a Isabel a la tienda. Cada vez me cuesta más.
—¿Qué tal ha ido? —me pregunta.
—Mal —le contesto, encogiéndome de hombros.
Ella no dice nada, pero yo sé que se disgusta. Cree que no lucho lo suficiente. Y tal vez tiene razón. Pero estoy cansado. He luchado mucho, durante muchos años, por lo que de verdad me interesa. Para nada. Así que me parece lógico no esforzarme todo lo que debiera por algo que no me interesa en absoluto. Lo cual no evita que me sienta culpable por ello.
Yo ya ni siquiera le pregunto qué tal le ha ido a ella. Isabel odia su trabajo. Tampoco hablamos mucho, últimamente, porque cada vez que lo hacemos terminamos discutiendo y empeorándolo todo todavía un poco más. Al menos seguimos sentándonos uno junto al otro cuando comemos juntos fuera de casa. Solemos hacerlo dos o tres veces por semana, en algún chino. Necesitamos estar a solas de vez en cuando, aunque sea para sentir que todavía estamos el uno al lado del otro. El piso compartido nos ahoga.
Yo, de todos modos, regreso a él por la tarde e intento escribir. Pero no lo consigo, siempre termino releyendo lo que escribí hace tiempo. La semana pasada volví a casa de mi madre a coger algunas cosas y revolviendo en mis armarios encontré varias carpetas con las redacciones del colegio, los cuentos y pequeños reportajes que escribía cuando era un niño. Al principio me parecieron muy graciosos, pero luego me entraron ganas de llorar, con esas lágrimas que se derraman hacia dentro como cuchillos. Me sentí estafado por la vida. Escribir ha sido lo único que he hecho durante toda ella y todo lo demás siempre ha estado determinado por eso. Pero ahora me parece que no he hecho más que perder el tiempo, que no sé hacer otra cosa —ni siquiera cambiar la melodía del móvil— y que escribir sólo ha servido para apartarme de la vida real. Incluso cuando la vida real ha sido escribir: me echaron del periódico por un cuento en el que aludía en términos «inapropiados» a alguien, por lo visto, demasiado poderoso. Ni siquiera llegaron a publicarlo, pero discutí con el redactor jefe. Todo lo demás vino rodado. Primero mis reportajes dejaron de interesar. Después me quitaron la columna. Y finalmente me despidieron. Eso fue hace tres meses. Desde entonces me pongo frente al ordenador y experimento un rechazo casi físico. Sólo consigo escribir historias en las que yo soy el protagonista y me compadezco de mí mismo. Son, en realidad, las mismas historias que cuando tenía 15, 20, 30 años y me encontraba triste, solo y asustado. He escrito el mismo cuento 35 veces, pero ahora ya no sirve, no es suficiente. De modo que casi siempre termino tumbándome en la cama, esperando a que Isabel vuelva del trabajo, o aprovecho para ducharme tranquilo, sin miedo a que se gaste el agua caliente. También me lavo los dientes. No me gusta que Isabel me diga que me huele la boca. Me siento sucio y repulsivo, como si hubiera un cadáver en mi interior, como estuviera muerto para ella. Me froto la lengua con energía y contengo las arcadas. Y a pesar de todo, cuando Isabel vuelve no consigo que me bese como antes.
Después de cenar vamos al cuarto de estar. El televisor siempre está encendido así que yo suelo aprovechar para leer un poco. Isabel y yo tenemos que compartir un pequeño sofá. Ella se tumba y coloca sus piernas sobre las mías, que permanezco sentado. Le masajeo los pies y de vez en cuando intercambiamos alguna broma. Es uno de los mejores momentos del día, pero los dos sabemos que tal vez no sería así si en el cuarto no estuvieran también los compañeros del piso. Es como si tratáramos a toda costa de ocultar las grietas que empiezan a dibujarse en nuestra relación. Después, cuando nos vamos a la cama, es distinto. Todavía seguimos acostándonos en la misma cama, pero cada vez nos giramos antes hacia nuestro lado. A veces cuando ella lo hace primero le acaricio el pelo, la espalda, y a ella le gusta, pero si intento ir más lejos noto que se incomoda. Algunas veces discutimos y a veces hasta lloramos, y la mayoría de las veces no es porque nos hagamos daño el uno al otro, sino por nosotros dos, porque estamos asustados, porque todavía nos queremos pero sabemos que algo no va bien.
Cuando eso sucede me siento terriblemente desgraciado, maltratado y estafado por la vida.
Y sin embargo todas las noches, justo antes de dormirme, enredo durante varios minutos en el móvil y me duermo convencido de que al día siguiente, a las 8 de la mañana, en él sonará una melodía distinta, más satisfactoria.
Patxi Irurzun, 2004.