El otro día escribí algunas consideraciones sobre un microrrelato sanferminero: aquí va el prólogo con el que abrí mis Cuentos sanfermineros (Altafaylla kultur taldea, 2005), con algunas teorías -de chichinabo- sobre lo sanferminero como subgénero cuentistico. Un hiperlocalismo, que diría Eduardo Laporte, quien por cierto, formó parte del jurado del I premio de microrrelatos sanfermineros, una gran y exitosa idea. La imagen de arriba es la ilustración de la portada del libro, del gran Javier Etayo, Tasio, que también hizo los dibujos de cada relato. Y por cierto, uno de esos relatos, el polémico Ese tocho, en el que se nara la aventura erótico-festiva de un portero argentino de Osasuna y una alcaldesa de Pamplona, quizás sea publicado en Argentina (en una edición limitada), siguiendo su particular carrera, después de aparecer en antologías como Golpes (DVD ediciones, 2004), en España o en Italia, Cuentos de fútbol 2 (Mondadori, 2006) junto a autores como Julio Llamazares, Javier Marías, Roberto Fontanarrosa o Juan Villoro. Y todo eso después de recuperarlo de la papelera cuando el periódico que me lo encargó decidiera no publicarlo . Ahí va el prólogo:
Gamberro y transgresor. Teoría del cuento sanferminero.
Escribo este prólogo en plena Nochevieja. Es decir, justo en mitad del año. Ya saben: 1 de enero, 2 de febrero, 3 de marzo, 4 de abril, 5 de mayo, 6 de junio, 7 de julio ¡San Fermín! A Pamplona hemos de ir. Etcétera. Después, ocho días después, viene el Pobre de mí. Todo termina. Y todo vuelve a empezar. Para los pamploneses, en definitiva, el calendario lo determinan sus fiestas.
Teniendo esto en cuenta es lógico que un escritor pamplonés considere del mismo modo que así como existen cuentos de navidad (o cuentos de fantasmas, cuentos de terror, ¡cuentos de fútbol!…) las fiestas de su pueblo aporten al género el material, la trascendencia, la entidad suficiente para que también existan cuentos sanfermineros.
Lo que en principio puede parecer una consideración chauvinista e incluso aldeana trasciende en realidad lo local. Porque los sanfermines son unas fiestas universales. Y no lo son únicamente por la concurrencia de visitantes de las cuatro esquinas del planeta tierra y de algún que otro marciano. Los sanfermines son unas fiestas universales porque, por unos días, Pamplona, sus calles, se convierten en un escenario en el que se desarrolla el gran teatro del mundo (que diría Calderón). Por unos días en esta ciudad se confunde el día y la noche, lo divino y lo pagano, el vino y la sangre…
Pero vayamos por partes (que diría Jack el destripador).
En primer lugar, para un pamplonés los sanfermines suponen su particular rito de iniciación a la vida. La mayoría de los adolescentes pamploneses tienen durante ellos sus primeros encuentros con el amor, la muerte, el alcohol o el relente de la mañana. Por primera vez ese adolescente duerme, o más bien no duerme, fuera de casa. Por primera vez se emborracha y vomita su estómago de niño en una esquina meada por sus mayores. Por primera vez siente el escalofrío de la muerte enroscado a su columna, mientras corre delante de seis toros de lidia y unos 10.000 atolondrados. Por primera vez —en los fosos de las murallas o al abrigo de la media luna— acaricia otro corazón entre unas piernas ajenas… (Si nuestro adolescente, por otra parte, y si se me permite la digresión, cumple los ritos durante esos 9 intensos días de julio será un “peteuve”, un pamplonés de toda la vida. Si lo hace durante el resto del año será uno de “los de siempre”, que parece lo mismo pero es todo lo contrario: un gamberro, un macarra, un terrorista…)
En segundo lugar, los sanfermines son como un pozal de sangría, en el que casan todos los ingredientes y del que todo el mundo bebe y se achispa, un calderete en el que hierve lo mismo la carne que la patata y que se sirve en plato de plástico para todos los comensales. Una fiesta que se vive a pie de calle hasta desgastar y hacer desaparecer las aceras. En ella, en consecuencia se producen relaciones, encuentros de igual a igual entre personas de diferentes clases sociales, ideologías, religiones, cuya sangre por unos días es más semejante que nunca. Tal vez porque, reconozcámoslo San Fermín es una fiesta, hip, eminentemente etílica en la que lo que circula por las venas de todos y nos hermana es en realidad vino. Una fiesta, en suma, de lo más democrática, para todos, si bien es cierto que durante ella se observan dos clases sociales diferenciadas e incluso en ocasiones enfrentadas: los que disfrutan las fiestas y los que trabajan para que los primeros las puedan disfrutar: barrenderos, los naranjitos de protección civil, camareros, muchos camareros, etc.
En tercer lugar, San Fermín es una fiesta (aunque sería más apropiado hablar de “unas fiestas”, tantas como personas las sufren o disfrutan) en la que el protagonismo es compartido o anónimo. Las leyendas urbanas hablan, por ejemplo, de un joven Bill Clinton fumándose tranquilamente un puro a la hora del vermú en la Estafeta; o de un alcalde en funciones dando tumbos en el tendido de sol bajo un sombrero de ala mejicana: o de Donald Rumsfeld, el secretario de defensa norteamericano, subido a una farola durante un encierro. Y Arthur Miller, Javier Patarroyo… Y Hemingway, siempre Hemingway.
A propósito de Hemingway, en lo que toca a lo estrictamente literario, a pesar de “Fiesta”, no existe demasiada ficción literaria sobre San Fermín. “Fiesta”, de hecho, pasa por ser la novela sanferminera por excelencia, incluso la única –ninguneando a otras, como “Plaza del Castillo”, de Rafael García Serrano- pero lo cierto es que ni transcurre en su integridad en Pamplona, ni trata en realidad sobre las fiestas.
Por último, los sanfermines son un compendio inigualable de situaciones y escenas rocambolescas, desternillantes; una colección de estampas siempre altamente sugestivas: esos borrachos tirados como guiñapos en mitad de calles abarrotadas, ruidosas y sucias, durmiéndome plácidamente sobre un bordillo al arrullo del chun-chun de las peñas; esa pareja de jóvenes rebozados de harina y champán besándose tras el chupinazo en mitad de una plaza del ayuntamiento ya desierta –“Triunfo del amor en el campo de batalla”, podíamos titular el cuadro—; esos corredores del encierro a los que un asta como un cuchillo afilado roza el corazón sin hacer un rasguño; esos guiris emulando a Supermán incluso en sus parapléjicas consecuencias, al lanzarse desde lo alto de la fuente de Navarrería…
Existen, en definitiva, lances y argumentos de sobra para llenar hasta romperle las costuras el morral de un escritor. En estos “Cuentos sanfermineros” que aquí presento he intentado aligerar peso con algunos de ellos. Y así, aparecen en los mismos el adolescente al que por primera vez el corazón le rezuma esperma y se le encabrita hasta hacerse añicos arrojado a un foso, mientras en el cielo estallan fuegos de artificio; el portero de Osasuna de extracción humilde que durante el relax moral que proporcionan los sanfermines es capaz de enamorar a una alcaldesa estirada y pacata; el piesnegros que confraterniza con una estrella de Hollywood; el barrendero que encuentra sentido a su vida entre montañas de katxis destripados, carteras desvalijadas o fajas chitas de orina y kalimotxo; el “peteuve” que vive horrorizado sus primeros sanfermines lejos de Salou…
La mayoría de los relatos aquí reunidos, por otra parte, han sido publicados en prensa –alguno de ellos incluso ha sido censurado en prensa- y han visto la luz durante las propias fiestas lo cual determina su estructura, tono y carácter. En lo correspondiente a la estructura, muchos de ellos aparecieron por capítulos, uno por cada día. En cuanto al tono, hay que tener en cuenta el medio para el que son escritos y el modo en que se leen los periódicos en San Fermín: a salto de mata, en los intervalos y treguas que concede la parranda; con los periódicos recién salidos del horno, a las dos o las tres de la mañana, cuando la ciudad todavía está en danza; o esperando al encierro; o combatiendo la resaca… El cuento sanferminero debe ser, por tanto, un cuento ágil, humorístico, gamberro, chabacano incluso, por una parte; por otra, y en lo referido al carácter, corrosivo y transgresor. Un cuento, en resumidas cuentas, en consonancia con el espíritu festivo, pagano y subversivo de una ciudad más bien ñoña que por unos días se desmelena y esconde sus pelusas debajo de la alfombra: Pamplona por San Fermín. Feliz año nuevo.