LOS HOMBRES INTERMITENTES
Hace unos días el poeta Francisco Javier Irazoki me envió desde París su libro Los hombres intermitentes con una dedicatoria que me emocionó: «Para Patxi Irurzun, a quien he querido abrazar desde que leí las primeras páginas de Atrapados en el paraíso». Me emocionó, porque Los hombres intermitentes (había leído algunos de sus cuentos o poemas en prosa en internet, en blogs como el de Esteban Gutiérrez/Bacovicious) es un libro hermoso; pero me emocioné sobre todo porque no conocía personalmente a Irazoki.
He leído y releído Los hombres intermitentes estos días y además un bonus-track en Babelia, el pasado sábado, en donde publicaron un texto de Los descalzos, su próximo libro, que dicen, es una suerte de continuación de Los hombres intermitentes; y mientras lo iba leyendo, en el autobus, antes de caer rendido en la cama, me iba sintiendo yo también un hombre intermitente, que solo es lo que quiere ser en esos momentos tan plácidos, el resto –en buena parte- es una vida impuesta, el trabajo, los centros comerciales a los que de vez en cuando voy a abastecerme… Los hombres intermitentes me ha dado luz durante estos días, me han hecho sentirme menos apagado. Gracias, amigo. Y un abrazo.
ÁLBUM. Francisco Javier Irazoki.
EL QUE SE REBELABA contra las normas del colegio caía en una habitación oscura.
Ya habían pasado más de veinte años desde el final de la guerra, pero el miedo estaba aún en los cuadernos escolares. Lo vencíamos con la exaltación del juego o mirando el humo del serrín y de los troncos que ardían en las estufas. También lo desviábamos con la somnolencia. En invierno hicimos muchas siestas bajo el abrigo de las imágenes del dictador erguido sobre un caballo.
Sólo un niño se oponía a las enseñanzas del miedo. “¿Habéis besado el anillo del cuervo?”, preguntó con unas hebras de tabaco entre las comisuras de los labios, mientras señalaba al sacerdote que dócilmente saludábamos. Admiré su audacia endurecida por los encierros frecuentes en la sala de castigo con que nos amenazaron.
Al entrar en clase, yo sacaba de mis bolsillos las astillas y hojas de árboles que recogía en el camino. La corteza lisa del haya fue mi amuleto. Con los dedos abrí las agallas de roble y preparé una sepultura para aquellas palabras que no había comprendido. Arcabuz, cordillera y afluente pasaron bastantes semanas en el hueco, hasta que sus significados levantaron el vuelo.
Cierto día, una profesora, cansada de mi torpeza al leer, me quitó el libro y lo lanzó al techo. Las tapas y hojas se despegaron en el aire. Los folios y las carcajadas de los niños bajaron lentamente y me cubrieron. Braceé en el interior, y en ese momento comprendí que algunas risas eran el cuarto oscuro.
Francisco Javier Irazoki. Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006.