MUCHÁ
Al menos el Dios del Pastor James.
-Hermanos, hoy cantaremos un nuevo tema que he compuesto- dijo esta mañana, cuando predicaba La Palabra.
El Pastor James mentía. Apenas los músicos atacaron las primeras notas, aunque la letra fuera otra distinta ( “Con tu esfuerzo levantas la casa de Dios, lo poco que hay en tus manos le pertenece”) he reconocido la canción. ¡Cómo no iba a hacerlo si me enamoré de ella -y con ella- tan apasionadamente como después llegué a aborrecerla! Era una balada de “Los Bukis”.
La primera vez que la oí yo tendría unos 15 años y andaba loquito por una chava de trenzas largas, negras y gordas, que había llegado hacía unos días a la aldea con los suyos, cansados de huir durante años por las montañas.
Fue en un baile, el Día de la Fiesta nacional.
-¿Cómo no te robó todavía “El Cadejo” con esas trenzas tan lindas?- le requebré, porque siempre he sido muy arrojado, lo mismito para lo bueno que para lo malo.
A ella se le encaramó a los pómulos el último sol de la tarde, y, aprovechando que los músicos tocaban aquella canción tan melosa, la invité a bailar. La chava aceptó. Su cintura se balanceaba como un junco y la piel de sus manos parecía deshacerse en la mía, pero sus ojos de carbón se quemaban al fondo con un rescoldo extraño.
-A mi no me da miedo “El Cadejo” – dijo cuando terminó la canción y nos sentamos a platicar bajo un árbol, como dos enamorados – A mi los que me dan miedo son esos chafarotes.
La chavita señaló a un grupo de soldados que tomaban y se reían escandalosamante en la cantina. Después me contó una historia, que hablaba de cómo, allá en la selva en la que se ocultaban, para salvar al resto de los suyos, tuvo que ahogar a su propio hermanito cuando éste rompió a llorar al paso de los soldados. Una historia muy triste, aunque la verdad es que no la recuerdo muy bien porque yo sólo me fijaba en cómo se movían sus labios y en cómo me las ingeniaría para besarlos. Cuando terminó de hablar lo hice, sin darle más vueltas.
-Bravo, sós todo un machito- me jalearon entonces los soldados
Al oírlos ella salió corriendo, asustada, pero antes bajó para mi varios destellos de luna, que brillaron en una sonrisa con la que tímida y apresuradamente correspondió mi amor.
Aquella mujer ha sido la única a la que he querido en toda mi pinche vida
Nunca volví a verla.
Después de que se fuera los soldados me invitaron a tomar con ellos, durante toda la noche, hasta que acabé bolito, porque no estaba acostumbrado, pero yo me sentía halagado, ya no era un patojo que se escondía con los otros chavos de la aldea a pasarse una botella y a tocarse sus partes alrededor de una revista con gringas de papel desnudas: yo ya tenía una enamorada y tomaba en la cantina, como los hombres. El mundo, la vida se arremolinaban dentro de mi cabeza en un tornado de tequila que terminó engulléndome y escupiéndome después al suelo de la cantina.
Me desperté al amanecer en la parte trasera de un “Pick up” rojo, con una cruda horrorosa. Junto a mi había cuatro o cinco chavos más, y dos de aquellos soldados, apuntándonos con sus fusiles. Uno de los chavos tenía la camisa salpicada de sangre y hecho una pelotita intentaba controlar sus temblores, pues cada vez que se le escapaba un respingo le golpeaban con las culatas.
-Ya no sós un indio zerote, sino un soldado, y los soldados no lloran- se reían de él.
Fue de esa manera como me convertí en un muchacho, como nos llamaban siempre nuestros superiores.
Los primeros meses de milicia fueron bien duros. Más de una vez estuve a puntito de rajarme y dejar que se me cayeran lagrimones como balas transparentes sobre el mapa de Guatemala que los oficiales colocaban sobre la mesa y en el cual nos pedían que señaláramos el lugar en el que habíamos nacido.
-Vé como ya olvidó su aldea, muchá- decían, cuando no sabíamos en que lugar dejar caer el dedo.
Al principio los aborrecía, pero no tardé en comprender que era lógico que nos hubieran reclutado por la fuerza, pues nosotros, indios ignorantes que nunca habíamos salido de nuestra miserable aldea, jamás habríamos comprendido la importancia de palabras como Patria, Dios, General, y, además, si no nos hubiesen secuestrado ellos lo habría hecho la guerrilla y nos habría crecido un rabito que serpentearía enroscado a las canillas, como todos esos demonios comunistas que ahora estaban violando a nuestras mamás.
No tardé, por eso, en convertirme yo mismo en uno de aquellos soldados que invitaban a tomar a los chavos en los bailes de las aldeas y cuando estaban bolitos los arrojaba a la parte trasera del Pick up. Mis superiores se dieron pronto cuenta de que era un soldado valiente, siempre el primero en golpear con la culata a aquellos maricones, y poco a poco me fueron asignando tareas de mayor responsabilidad, hasta que un Capitán muy importante me ofreció formar parte de su escuadrón de voluntarios.
Fue entonces, durante aquellos tiempos en la NOA, cuando llegué a odiar la vieja balada de “Los Bukis”. Aquel Capitán solía escucharla a todo volumen cuando teníamos que obtener la información de los detenidos a la fuerza. Todos los días. Una y otra vez…
Pero lo peor era cuando el mismo Capitán dirigía los interrogatorios.
Recuerdo a un sindicalista que parecía tener tantas vidas como nombres el diablo. Le habíamos arrancado durante días las uñas y cada pelo del cuerpo con las tenazas. Le golpeábamos con saña porque nos daban náuseas los gusanos que se revolvían en su cabeza desollada, pero él continuaba vivo, aunque silencioso como una tumba. Un día el Capitán introdujo un palo entre las nalgas del sindicalista, peló los cables de la picana y los aplicó directamente sobre sus heridas. Con cada descarga los pobres gusanos se inflaban y explotaban, y a aquel hombre le sucedía algo parecido, se retorcía como un demonio, el penúltimo de los demonios que le quedaban dentro, pues cada vez que lo hacía el palo iba reventando por dentro sus intestinos. Sus gritos eran ensordecedores y entonces el Capitán subía el volumen de la radio y aquella canción de “Los Bukis” resultaba ya insoportable. Fui yo mismo quien, antes de enloquecer con ella, le cortó a aquel diablo comunista la mano izquierda de un machetazo cuando lo colocamos de pie y a él aún le quedaron fuerzas para alzar el puño. Su sangre me salpicó la cara, pero sentí una especie de desahogo, un vaciamiento, como cuando me acostaba con las prostitutas que de vez en cuando traía el Capitán al cuartel, o las indias a las que forzábamos en la selva, tal vez porque el Capitán apagó de una vez por todas la maldita radio cuando el sindicalista se derrumbó al suelo y dejó de gritar. A pesar de todo todavía hubimos de pegarle un tiro de gracia a aquel testarudo, cuando de madrugada lo condujimos en el Pick-up hasta el Basurero General y lo arrojamos como carroña para los zopilotes.
Entonces nunca imaginé que llegara un día como el de hoy, en el que pensara en irme a vivir a aquel lugar, pero la de aquel sindicalista fue una de las últimas misiones en las que participé: poco a poco éstas fueron espaciándose, hasta que llegó un momento en que la NOA desapareció.
-Su servicio terminó, muchacho- me dijeron entonces, y me echaron a la calle, como a un perro. Lo que siempre fui en realidad para ellos y yo me negaba a reconocer cuando, a veces, se lo gritaba a aquellos hombres que deteníamos -“¡indio zerote!” – y en el fondo de mi cabeza oía el eco de mi propia voz, y veía mi cara, más negra que la de muchos de ellos.
Tuve que alquilar, pues, una champita, aquí en Ciudad de Guatemala, cerca de la Zona 3 pero el poco pisto que había conseguido ahorrar durante mis años de soldado se fue agotando. No encontraba trabajo. Yo sólo sabía mandar y obedecer. Secuestrar. Torturar. Asesinar…Nada más. Comencé entonces a frecuentar la casa del Pastor James, en el Basurero, al cual había conocido en el cuartel, donde se reunía a menudo con el Capitán. El Pastor James me daba de comer, mientras hablaba de su Dios, tan infinitamente bueno que, si le rezábamos, perdonaba todos nuestros pecados.
Esta mañana, sin embargo, cuando escuché la canción de “Los Bukis” y todos esos recuerdos volvieron a mi, comprendí que no puede haber un Dios lo suficientemente piadoso para perdonar todo el mal que yo hice. Por eso ya no volveré a escuchar La Palabra del Pastor James -lo cierto, ahora lo se, es que sólo iba a su iglesia por la comida.-. A partir de hoy seré yo quien, por primera vez en la vida, me la gane, honradamente, sin hacer daño a nadie. Dicen que en el basurero siempre hay trabajo para los pobres, para los que no tienen nada, y a mi ni siquiera me queda dignidad, así que seguramente me traslade allí y me convierta en un guajero. Un pobre guajero al que le falten días durante el resto de su vida para recoger toda la basura que esparcí sobre el mapa de este pequeño país en el que, sin embargo, nunca aprendí a señalar el lugar donde nací, allá donde quedó la única mujer que amé, la chavita de las trenzas negras y gordas, a la que abandoné para convertirme en lo que ella más odiaba, un chafarote sin corazón; allá donde quedó para siempre, si alguna vez lo hubo, lo bueno que se escondía dentro de mi: mi aldea, a la que ya nunca regresaré.
LOS BIBLIOTECARIOS SUICIDAS
EL HOMBRE GATO (o sobre el afterpop)
«La autobiografía de Mark Twain es un libro estimulante, por el tono y el aire de la franqueza que respiran esas páginas sobre todo. Todo un modelo de cómo hablar de uno mismo con pocos tapujos y a la vez haciéndolo de asuntos esenciales que conciernen a los lectores y suscitan la complicidad de estos.
Hay un pasaje en el que Twain habla de la reputación literaria, pero no de la superficial, la que se debe al ruido de los críticos, sino de la que se sostiene en lectores de los que no cuentan demasiado en las estadísticas, los desfavorecidos, los sin voz, que han reconocido en esas páginas la voz que no tienen, los recuerdos dormidos, las emociones y pasiones que les son de verdad comunes: «abajo, en las aguas profundas; una vez favorito allí, siempre favorito; una vez amado, siempre amado; una vez respetado, siempre respetado, honrado y creído. Porque lo que el crítico dice nunca encuentra camino en esas plácidas profundidades, ni las befas de los periódicos, ni un solo soplo de los vientos de la calumnia que soplan arriba». ¿Hay algún escritor que se atreva hoy a buscar esos lectores?»
Es probable que sí, Daniel Ruiz García, por ejemplo, es uno de esos escritores. Lo que sí es cierto es que, por contra, muchos de los libros que se publican hoy parecen escritos para agradar a los críticos, antes que a los lectores; y que incomprensiblemente -o no tanto- son los libros de los que se habla, los que se venden… Que se lean ya es otro asunto. A mí el afterpop, la nocilla y la postpoesía, en general, me dejan más frío que un arenque, sus libros se me caen de las manos a las diez páginas, no entiendo muy bien de qué estan hablando, no soy capaz de comprender algunos conceptos, supongo que por mis propias limitaciones, conceptos como afterpop, ni siquiera sé a qué se refieren cuando hablan de cultura pop (¿cultura popular? ¿popular?)… No sé, a mí me gusta leer libros que, en lugar de hacerme sentir lo listo y lo intelectual que soy, me emocionen, o me hagan partirme la caja, que me corten la respiración, libros que me agarren por el cuello y me arrastren dentro de ellos … Y cada vez me cuesta más dar con esos libros (ahora que lo pienso, es algo que echo en falta no solo en el afterpop, sino en la mayoría de los libros que se publican).
De todos modos, igual que alguno de esos autores afterpop o nocillas no me desagradan del todo e incluso hay vínculos que me unen a alguno de ellos, tampoco me parece que levantarse a las cinco de la mañana o tener un puticlub debajo de la ventana, como le pasó a Daniel, sean condiciones necesarias para escribir libros apasionados. Solo son circunstancias que me hacen fiarme un poco más.
Por lo demás ¿que por qué llevo la cara pintada de gato? Pregúnteselo a mi hijo.
VIAJES (XII): ALGUNOS HOMBRES BUENOS (LA HABANA)
Existe una sociedad secreta internacional de hombres y mujeres buenos con los cuales yo a veces he tenido el privilegio de entrar en contacto. La última en La Habana. Fue en las escaleras del Capitolio, mientras esperaba a que escampara una tormenta tropical. Me encontraba enredando en la cámara digital cuando un tipo con aspecto de cobrador de seguros se me acercó. «¿Es usted fotógrafo?» me interrogó. «No, no», contesté, algo borde, pues en aquel momento, precisamente, me encontraba mandando a la papelera todas las fotos en las que le había cortado la cabeza a alguien. «Soy periodista» respondí, lo cual todavía sonó peor, porque en realidad yo solo soy un juntaletras. Pero lo cierto es que me encontraba allá, en La Habana, realizando un trabajo periodístico sobre la ciudad, y así se lo hice saber. «¡Cooooño, colegas!», exclamó Leonardo. Así se llamaba: Leonardo Depestre, y era el editor de «Mar y Pesca». Me temí lo peor, una charla terrible sobre las costumbres sexuales de los camarones, pero resultó que el hombre había escrito decenas de artículos sobre La Habana que generosamente, una vez en la redacción, fue echando a un disket para que hiciera uso de ellos como me diera la gana. También me dijo lo que le pagaban por cada uno de esos artículos. Al día siguiente yo regresé con algunos cuadernos y bolígrafos, y también con un sobre en el que había metido el fajo de pesos que no había conseguido que me admitieran en tiendas y bares. En realidad era una forma de aligerar equipaje. El caso es que Leonardo no solo no aceptó aquel dinero sino que me invitó a pizza y helado. El era un hombre bueno. Y yo… yo siempre he tenido la impresión, cuando los hombres y mujeres buenos, me han admitido entre ellos, de ser sólo un intruso.