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En el número 8 de la revista Groelandia me publican dos cuentos, Pedos de color de rosa, y La polla más grande del mundo. Ahí va el primero.
PEDOS DE COLOR DE ROSA
Todavía hoy, después de tanto tiempo, cuando me levanto de madrugada para ir a la fábrica y te veo ahí, tumbado a mi lado, cuando veo tu espalda desnuda hinchándose y deshinchándose, me cuesta creer que te haya tenido a mi lado durante toda la noche, y pienso que eres como un pequeño planeta que respira e insufla con su respiración la mía. Miro tu pelo desordenado y todo se ordena en mi interior, me acerco a tus labios y huelo tu aliento, y descubro en él el olor de las cosas pequeñas, domésticas, que se hacen grandes porque las compartes conmigo: el último cigarro, el último café antes de acostarnos, esa muela podrida que podías ir de una vez a sacarte, cabrón, las bufas que te tiras y que hueles, metiendo tu cabezota debajo de las sábanas. Dicen que una pareja está verdaderamente unida cuando supera «la prueba del pedo», cuando uno de los dos miembros de la misma tiene la suficientemente confianza para tirarse el primer y sonoro pedo. Tú debes de pensar que no hay nadie en el mundo tan unido como nosotros.
Recuerdo cuando te conocí, aquel verano, en la playa, cómo entonces ya cada mañana espiaba tus rutinas y pensaba que ello me hacía formar parte de ellas, cómo te veía llegar por el malecón, desenredándote el árbol pulmonar con las caladas del primer cigarrillo, cómo escupías sus esquejes podridos al mar, cómo extendías tu toalla sobre la arena y te rascabas los huevos antes de quitarse la camiseta. Y recuerdo que entonces todo aquello me gustaba, quizás porque a continuación, cuando te desnudabas, yo imaginaba que lo hacías sólo para mí, que si yo lo deseaba podría acercarme, apoyar mi cabeza sobre aquel torso moreno, y que tú atusarías mi cabello de manera que con cada una de tus caricias todas mis preocupaciones se esfumaran.
En aquella época de mi vida tenía la sensación de estar siempre esperando algo que nunca llegaría, a alguien que me amara… Tal vez por eso cuando quise despejar la duda de saber si tú podrías haber llegado a fijarte en mí lo hice de una manera tan rocambolesca. Hubiera sido tan fácil acercarme hasta ti, en aquella playa y preguntártelo… Pero busqué alguien que conociera a alguien que conociera a alguien que te conociera, y así conseguí tu dirección, y te escribí, y esperé, por pura rutina, porque pensaba que tú nunca responderías y esa sería una forma más de seguir esperando.
Tú , sin embargo, respondiste.
-Me gustó que hicieras complicado algo que podía ser tan aburridamente sencillo- dijiste.
Y la verdad es que si, que a ti te encanta complicar las cosas, siempre te las arreglas para que te echen de todos los trabajos, o para mear en la tapa de la taza, o para seguir durmiendo a pierna suelta mientras yo me levanto para ir al trabajo.
Creo que, de todas maneras, incluso si no tuviera que levantarme cada mañana para ir a la fábrica, si no tuviera que soportar a todos esos borrachos que regresan tambaleándose a casa y me piden fuego mientras espero tiritando al autobús, me levantaría igualmente de madrugada y miraría tu espalda, que lo haría sólo para sentir ese agradable hormigueo que me provoca pensar cuánto te quiero y cuánto te odio, cuánto me gustaría asesinarte con un beso en la nuca, recostarme sobre tu torso desnudo y comerte el corazón, que lo haría para acompasar mi respiración con la tuya y sentir que sigo viva, que todavía tengo paciencia para esperar a que alguien me ofrezca un poco de su amor.
Esos que dicen que nosotros, los gatos, tenemos siete vidas no han debido viajar mucho, al menos no por carreteras comarcales. En esas carreteras estrechas y curvilíneas como serpientes venenosas no hay rayas que separen los carriles pero de vez en cuando alguno de nuestros hermanos aparece estampado en el asfalto por las ruedas de algún dominguero. Desde luego mucho más a menudo que los tímidos erizos, que rara vez acostumbran a cruzar la carretera. Tal vez gracias a eso, mientras que ver uno de nuestros cuerpos despanzurrados lo que debe provocar, además de repugnancia, es frases como: “Bueno, todavía puede resucitar seis veces”, el atropello de uno de ellos, un erizo, es capaz de inspirar un hermoso poema, como el de Atxaga.*
Yo es que soy un gato muy leído. Siempre se habla de los ratones de biblioteca, pero los ratones no leen los libros, sólo usan sus tapas para afilarse los dientes y sospecho que en épocas de hambruna hasta se zampan algún que otro soneto, según delata el regusto a papel de alguno de los que, cada vez con más dificultad, todavía soy capaz de cazar.
Paso estos mis últimos días de gato artrítico en una escuela abandonada, como todas las escuelas rurales, entre cuyos escombros florecen los viejos y olvidados libros que releo y cuyas páginas me transportan a otras etapas de mi vida, todas ellas quemadas, desperdiciadas por culpa de mis veleidades intelectuales que me abocaron estúpidamente a la contemplación y el celibato, y cuyos rescoldos me queman ahora el alma.
No siempre fuí , de todas maneras, un viejo gato de pueblo. Mis primeros recuerdos son las paredes de una caja de galletas en la cual me trasladaron siendo sólo una bolita de pelos palpitantes, hasta el urbanita hogar de mis primeros, y únicos, dueños, quienes me pusieron por nombre Pelusa, que era el apodo de un futbolista muy famoso por entonces, con una cabellera oscura como la mía y que, al parecer, manejaba el balón con la misma gracia con la que yo jugueteaba con lo ovillos de lana.
Con el paso del tiempo también pude haberme convertido en un drogadicto, como aquellos gatos de mi infancia que me invitaban desde el callejón a sus correrías y a los que acompañé más de una vez, con los que me revolqué enloquecido por la tierra de los descampados, después de haber mascado arbustos mágicos, a los que lamí las heridas que les abrían los perros guardianes de los chalets en los que entrábamos a rondar a lindas siamesas, con los que compartí las raspas de pescado y los trozos de pizza de los contenedores…
Pero una noche, al rasgar una de aquellas bolsas de basura, se postraron a mis pies los cadáveres de seis mininos recién nacidos y un escalofrío recorrió mi columna vertebral, replegándola como un muelle que me impulsaba de vuelta a casa, de donde decidí no volver a salir y escuchar las aventuras salvajes con las que mis compañeros me tentaban desde el callejón y con cuyos mimbres urdía historias que les contaba de madrugada desde el alfeizar y con las que me gané su respeto, haciéndoles olvidar lo que en realidad era, un gato timorato que vivía mi vida a través de las suyas.
Había días, sin embargo, en los que sentía un impulso irresistible que me pinchaba entre las patas para volver a las calles con mis amigos, pero conseguía aplacarlo frotándome sobre los jerseys de lana de mis amos, u orinándome en sus cortinas, lo cual, lo reconozco, no era el comportamiento propio de un gato instruido como yo, pero que no podía evitar, pues obedecía a una fuerza superior a mí y que a la postre terminó por expulsarme de aquel lugar. El olor de mis hormonas quizás resultara irresistible para las lindas gatitas, pero a los humanos les repelía hasta tal punto que decidieron cortarlo de raíz, situando la raíz a la altura exacta de mis testículos.
Me convertí de esa manera en un gato redoblado en su tamaño y en su carácter huraño. Ya ni siquiera encontraba un desahogo en contar historias a mis congéneres a la luz de la luna, sólo era capaz de disipar el recuerdo de la dolorosa castración volviendo a mascar hojas, esta vez las de ciertas plantas de interior, que resultaron ser las favoritas de la señora de la casa, lo cual propició mi salida de la misma. Ya no era aquella preciosa bolita de pelos que cabía en una caja de galletas sino un monstruoso gato cascarrabias.
Fue de esa manera, en fin, como di con mis huesos en este pueblo, en el cual la familia pasa los veranos y me deja a mi y mis libros los inviernos, y en el que me encaminó sin remisión hacia una muerte, una única muerte, preguntándome si, de ser cierto, aceptaría esas siete vidas y estas serían suficientes para amar a todas la gatitas, para embarcarme en todas las aventuras que desperdicié o si, por el contrario, se trataría de una condena, de siete condenas, crueles y lentamente dolorosas.
*»Gatomaquia» es otro de los cuentos que ilustró Exprai y que ha colgado en su blog: http://exprai.blogspot.com. Además, aparece en «La polla más grande del mundo« (un día de estos, por cierto, colgaré el relato que daba el título a ese libro).
Exprai señala en su blog que hay una traducción al castellano del poema del erizo de Atxaga aquí
Durante casi una semana he tenido ahí colgado un post para lamerme y que me laman las heridas. Ahora, que voy a colgar a continuación un poema de José Daniel Espejo, mis preocupaciones me parecen ínfimas, indignas, comparadas con el dolor de perder a tu pareja y de ver a tus hijos quedarse sin su madre, como le ha sucedido a Joseda, uno de los mejores poetas de su generación, compañero en la antología Resaca /Hank over, en Borraska, siempre al otro lado cuando se le necesita. Te deseo fuerza y poesía con las que superar el dolor, amigo. Un abrazo fuerte.
MIGUELITO BATTLES THE PINK ROBOTS
Yo que tanto sabía, sobre el papel, de la Nada
no sabía que la Nada consistía en despertarse
un lunes a las dos con la cama empapada
y que aquello fuera sangre, y que la sangre viniera
del útero de Charo embarazada de tres meses
de mi pequeño, mi amado, mi precioso hijo Miguel.
La Nada prosiguió en una sala de urgencias,
una médico que dijo que no había nada que hacer
y nos mandó para casa, a esperar un milagro,
durante dos días. Qué sabía yo, de la Nada,
o la Nada de mí, y ahí nos vimos las caras,
nos sacudimos bien. Y los días pasaron,
pero no como días normales hechos de tiempo,
sino como libros eternos, de páginas iguales.
Te dije tantas, tantas veces las mismas frases
que me dio miedo que te hartaras de mí.
Te dije agárrate, quédate ahí con la mamma,
te dije ven, o salta de este lado,
o dame la mano hasta que se olviden de ti
éstos que vienen a buscarte, y sobre todo
te dije, Miguel, tienes que ver esto,
tienes que ver esto, muchachito, vas a ver.
Entonces yo, que tanto había leído de la Nada,
me preguntaba sorprendido: ¿qué tiene que ver?
¿qué es eso que estás viendo tan valioso
ahora, tras tus cursos de la Nada,
tu licenciatura en Nada, qué hay que merezca
ser visto, que no te puedes perder?
Ah, era ésa una pregunta difícil.
Yo ya sabía la respuesta, pero aún
no podía formularla, y miraba
las montañas del sur de la ciudad
repletas de pinos tostados, los árboles de las aceras,
lo poco que a mediodía en julio se ve
sin gafas de sol ni haber dormido,
más que nada miraba las chicas,
las nubes en fuga, el cielo azul
y repetía: Miguel,
tienes que ver esto, cómo puedes decirme
que vas a dejarlo todo, que te largas
a estudiar el lenguaje de las sombras
con todo lo que tengo que enseñarte,
con todo lo que aún no has visto por aquí,
pequeño Miguel.
Y llegó el jueves como llega
hasta en las pesadillas el final de la escalera
y te vimos moverte en una ecografía
con el corazón a ciento diez, y sonreímos,
y a mí volvieron las voces a preguntarme
qué era eso que había que ver
tan importante, si no creía en la Nada
y en el Existencialismo, yo, tan leído,
que qué pasaba con Beckett, entonces, que le dijera
a él lo que a Miguel un poco antes,
que volviera al redil. Y contesté:
qué coño. Y repetí: qué coño, señores,
de acuerdo que no hay Dios, pero qué importa
si tenemos esto otro: las montañas,
el camino hacia la playa (en ese punto
los dejé solos y hablé para Miguel),
y la brisa del mar y los pasteles de carne
y la voz de Keren Ann y a Miyazaki
y los libros de _i_ek y los pechos de tu mamma,
cómo puedes pensar en perdértelo sin probar,
cómo puedes desertar sin hacerte tu lista
de placeres irrenunciables, contrastándolos todos,
sabiendo de qué hablas cuando hablas de amor.
Otra cosa no te doy, pero es suficiente,
y a cambio nada pido. O si acaso
que no te hagas concejal de Urbanismo
ni traficante de armas, que no le cuentes
a las madres de tus amigos
las palabras que te enseño en este poema,
lo mal que hablamos, tú y yo, cuando decimos la verdad,
los terribles insultos que lanzamos a los siervos de la Nada.
Hoy me he apuntado yo. Al paro, digo. Ayer fue mi último día de trabajo. Pensaba que cuando llegara este momento escribiría una entrada en este blog con el cuchillo en la boca, pero de momento me siento liberado, y en una paz extraña que no me apetece perturbar. En estos cuatro años he vivido situaciones tan absurdas que solo podría contarlas en una novela (quizás la he escrito ya). A menudo me he sentido maltratado profesional, humana y desde luego económicamente. Por ejemplo, he escrito cartas, discursos, prologos de libros que después firmaba un director general de un banco,y mi nómina era de mileurista e incluso, al principio, de ochocientoseurista. Me ha salido psoriasis. La conciencia me ha mordido a menudo como una perra rabiosa, por trabajar para el que yo consideraba el enemigo , mientras trataba de excusarme diciendo que aquí de putas hacemos todo. He aguantado a gente muy rara, medio trastornada y destructiva. No he aprendido casi nada (o sí, quiero decir que no me han enseñado nada). He sobrevivido. Y he conocido también a gente que merece mucho, pero mucho la pena. Creo que ellos ya saben de quién hablo (tanto unos como otros). Por lo demás, ahora siento vértigo cuando miro hacia delante, y se me encoge el estómago cuando mi hijo mayor me pregunta si ya no podré comprarle juguetes, o cuando pienso en lo mal que he sabido buscarme siempre la vida, o en el hecho de que no tengo un oficio (en realidad, no soy nada, no soy periodista, ni publicista, ni vivo de esto de escribir…). Pero vértigo también sentía antes, y malhumor, y vergüenza cuando me preguntaban a qué me dedicaba… Ahora tendré tiempo para escribir y para estar con los niños. Hugo está aprendiendo a leer. Malen empieza a juntar palabras . Yo tengo dos novelas a medias. Y varios proyectos que verán la luz en solo unos días. Uno de ellos es la reedición de mi primera novela, en papel y con su título original, La virgen puta, gracias a la cual estaré en la Semana Negra de Gijón y si llegamos a tiempo en la Feria del libro de Madrid. Me siento bien. Igual a alguno le jode. Y entonces me siento mejor.
Durante cinco años estuve publicando una columna semanal en el diario Gara (casi siempre eran pequeños cuentos), y la mayoría de ellos las ilustraba Exprai, que ahora abre web, en la que irá colgando sus dibujos y algunas de esas columnas. Empieza con esta ilustración, que me encanta. www.exprai.com.. Y este es el cuento:
DIARIO DE UN MOCHILERO
Ya sabía yo, cuando al comienzo de mis vacaciones robé en una tienda de souvenirs, aprovechando la ovina embestida de un grupo de turistas, este diario en el que anoto mis experiencias –eso cuando no tengo que echar mano de algunas de sus páginas para que sean mis apurados intestinos quienes descarguen sus impresiones– que llegaría el día –hoy– en el que escribiría algo que mereciera la pena, algo que se saliera de lo habitual, que me pusiera de punta los pelos del corazón y recordara toda mi vida. Es un poco como la vida misma, que nos la pasamos haciendo cosas estúpidas, aburridas y aniquilantes, trabajar, por ejemplo, a la espera de recompensas muchas veces efímeras, como una risa, o un polvete (bueno, es que yo –lo digo a viva voz– soy eyaculador precoz).
Aunque ahora que lo pienso lo que tiene sentido anotar en un diario son las cosas pequeñitas, los detalles que se olvidan con el tiempo. Un diario es como un plumero que limpia el polvo de la memoria. Como un “liftin” en las arrugas de los recuerdos. Como un billete para la máquina del tiempo perdido. Repaso las hojas anteriores y se que si no lo hubiera anotado tarde o temprano olvidaría aquello que dijo en la playa de Ondarru, hace unos días aquel niño tan salado a su aita, cuando me vio tumbado, medio escondido y en pelotas: –mira, aita, una colita con barbas; o la mirada extraviada, alunada y brumosa, del tipo solitario del camping de Lekeitio, el que bajaba a los acantilados para hacer taichi en busca de una paz interior de mentirijillas, que desenmascaraban los perros que le ladraban por el camino…
Esto que voy a contar, sin embargo, es probable que no lo olvide nunca, aunque tengo que dar inevitablemente testimonio de ello en este diario, esta vez para que un hecho tan extraordinario no se acomode en mi memoria como una especie de carcinoma fantástico que me haga dudar de si realmente sucedió alguna vez o sólo fue un producto adulterado por mi imaginación. Y es que no todos los días se encuentra uno un toro en el supermercado.
Ha sido esta mañana, en Deba. Al principio ni siquiera me ha llamado la atención. He pensado que se trataba de cualquiera de esas ridículas promociones publicitarias. Algún producto muy masculino, o muy español… Como su selección de fútbol y aquel anuncio en que los jugadores se suponía que eran 11 toros que iban desencajonando al terreno de fútbol, furiosos, orgullosos… y muertos al cabo de veinte minutos; o de un par de eliminatorias. Después, cuando ha volcado la estantería de las colonias y todos los perfumes se han hecho añicos, ni siquiera la mezcolanza de aristocráticos aromas han podido tapar el olor del miedo descargado en mis bermudas. ¡Era un toro de verdad! (que según he podido saber se había escapado de un baserri cercano, donde su propietario lo tenía pastando como si fuera la pacífica vaca lila de Milka –no es tan extraña pues la res-anuncio–). Estaba embistiendo el furibundo toro a una chica con un bikini amarillo que anunciaba una crema bronceadora, ensañándose con ella, más bien, aunque por suerte era una mujer de cartón, de esas que luego no se ven en las playas, lo cual nos ha brindado a los demás la oportunidad de resguardarnos. Yo me he refugiado junto con una señora mayor en el arcón de los congelados. Hemos aguantado todo cuanto hemos podido, hasta que ya no éramos capaces de distinguir nuestros dedos de las barritas de merluza. Sólo se escuchaba allá dentro el zumbido del frigorífico, de modo que cuando nos han sacado ignorábamos el desenlace del rocambolesco episodio, no sabíamos si había habido disparos, o tan sólo dardos tranquilizantes, o si habían aprovechado para que tomara la alternativa alguno de esos toreros raros que reclaman una oportunidad –aquel con gafas, o el militar ese ruso, o el enano más alto del bombero torero– el caso es que el morlaco ya no andaba de compras por el súper.
Ha sido algo, querido diario, verdaderamente alucinante, así que ya no se que más puedo contarte por hoy. Sólo que esto constará en acta, fijo, porque aprovechando el barullo he podido despistarles a las cajeras, además de una cuatroquesos y una botella de kalimotxo –que, flipa, lo venden ya embotellado– un paquete de rollos de papel higiénico, así que, tú tranqui, creo que ya nunca más durante estas vacaciones mochileras tendré que limpiarme el culo, con perdón, con el recuento de mis peripecias.